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EL MUROFrancisco Ruiz Fernández |
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Aquí estoy, frente al muro, mirando su superficie rugosa y sucia. No sé cuanto tiempo llevo de pie ante él, pero me parece tanto que casi podría decir que lo conozco de memoria. De aspecto mugriento, deteriorado y decrépito, parece existir desde siempre. Me pregunto por enésima vez si será correcta la impresión que me da, como si esa pared se tratara de la misma eternidad vuelta materia tangible.
Cabeceo, negando en silencio.
Hace ya mucho que mi pánico se fundió con la desesperación, conformando una amalgama que enloda la poca esperanza que me queda. Por más que lo intento no puedo apartar la mirada de esa superficie surcada por desconchones. Sé que si girara mi cabeza a la izquierda o a la derecha la vería extendiéndose en línea recta hacia el infinito. Desconozco su altura exacta, pero es tal que acaba por fundirse con el cielo plomizo. Así la recuerdo, de siempre, y estoy convencido de que no cambiará: tras eones recorriéndolo, ya no me cabe duda alguna. A lo largo de jornadas eternas he caminado en la misma dirección buscando algo (puerta, brecha, ventanal) que rompa su monotonía y que, ojalá, me lleve al otro lado que supongo existirá tras la pared.
Pero tras mi longevo recorrido estoy convencido de que no existe.
No tengo ganas de andar más. Ya no me quedan fuerzas. Desearía echarme al suelo, recostar la espalda contra el muro y dejar pasar esta existencia tan deprimente, tan monótona; abandonarme al paso de los evos, sintiendo cómo mis músculos se reducen a la nada por la inactividad, notando cómo mis huesos van perdiendo consistencia hasta formar una sustancia gelatinosa, purulenta. Quizás así acabara fundiéndome con este suelo grisáceo y triste, y desapareciese en su sedosa tersura. Dejar de ser, dejar de sufrir. Dejar de desesperarme inútilmente. Al menos, si ese pequeño deseo se cumpliera, la desesperación que desde hace siglos carcome mi alma me abandonaría por fin. A lo mejor así obtendría la paz que no recuerdo haber disfrutado nunca.
Pero no. Existe algo mucho peor que este muro. El muro es algo tangible, hasta el punto de que mi mente puede, de una manera extraña, concebirlo, incluso racionalizarlo aunque sólo en parte. Lo que de verdad me aterra, que me obsesiona obligándome a tener la cara contra la pared, no perdiendo detalle de su superficie, está a mi espalda: es lo otro. El muro puedo tocarlo, acariciarlo, golpearlo. En su deterioro radica un rasgo de perdurabilidad que me aporta cierta luz de esperanza. Muy al contrario de eso a lo que doy la espalda. Cualquier tipo de racionalización queda anulada al contemplarlo. El vacío, la llanura: ilimitada, vacía y cenicienta, extendiéndose demencial hasta donde alcanza la vista. Tan anormal, tan imposible... Mi cerebro no puede asimilar su existencia. No importan los siglos que he convivido con su desolación: su visión me sigue mareando.
Siglos, evos. Tiempo. Hablo de él como si en este paraje su paso tuviera sentido. Nada más falso. Aquí no hay día ni noche. Nada que cambie, que madure, que se deteriore. Solamente estamos el muro, la llanura y yo. Y todo teñido en un tono gris sucio, cuajado de tristeza. Mi propia piel posee ese color. Ese maldito color ha impregnado mi misma existencia, tiñendo con su terrible cualidad al fin mis sentimientos: tristeza, desesperación, amnesia. Quizá dicha amnesia, una especie de milagroso olvido, un velo que anula toda existencia previa a esta actual, sea lo que me mantiene cuerdo. Gracias a ella no echo de menos nada que antes creyera vital. Todo recuerdo de una vida previa a ésta se reduce a un nombre: Carlos. Y ni siquiera estoy completamente seguro de que realmente se pueda asignar a mí; quizá esté asociado a algo anterior a este paraje grisáceo, pero no a mi persona. Aunque no puedo negar que la posible relación entre el nombre y yo me da un atisbo de esperanza, brindándome la posibilidad de que haya algo distinto a este mundo desolador.
Carlos. ¿Yo? Ese nombre, y nada más. A excepción de la pesadilla de ceniza: la planicie y el muro.
El muro. Palpo su superficie, tan real. Carezco de recuerdos aparte de este mundo, pero un instinto me susurra que su tacto es humano, familiar. Incluso desconozco el significado concreto de esas palabras: humano y familiar. Pero la intuición que asocia a 'Carlos' conmigo me dice que son sinónimos de bueno y tranquilizador. Otras palabras surgen, sin aparente sentido, asociadas al aspecto del muro: cal, argamasa, mortero, grano, roca, sillar. Estas nuevas palabras definen la materia del muro, enmarcándolo en el concepto de familiar.
Algo que nunca ocurre con el horror vacío de la llanura.
Escarbo con las uñas. Ridículo resultado: desprendo costras de cal, aumentando el tamaño de un par de desconchones, pero nada más. Bajo la costra de cal y argamasa siempre duerme la roca, ante la que mis uñas nada pueden hacer. Desesperado, doy un puñetazo contra la pared y lloro. Las lágrimas recorren lentamente mi rostro para caer en el suelo imposiblemente liso y pulido. Gris, como todo lo demás. Apoyo mi cara, mis brazos, mi torso, todo mi cuerpo contra la superficie áspera del muro, tratando de abrazarlo en mi desesperación. Él, indiferente, no responde a mi abrazo. Su rechazo me desespera, alimenta el torrente de mis lágrimas. Rechazado, me dejo caer al suelo.
Ya no puedo más. Estoy cansado, muy cansado. ¿Acabará alguna vez esta pesadilla?
¡Por favor!
El caudal de mis ojos ha formado un pequeño charco junto a la base de muro. Inocente, empapo mi mano en la humedad. Realidad. Llevo la mano, aun húmeda por las lágrimas, hacia la otra gran verdad, la pared. Sigue estando ahí, rugoso, tan infranqueable como siempre.
El muro, mis lágrimas y yo.
Y la llanura. Siempre tras de mí, acechando.
El sueño me posee, misericordioso.
Despierto con el cuerpo dolorido por la mala postura. No me preocupa: sé por experiencia que pasado un rato el dolor pasará. Siempre igual: el despertar, caminar toda una eternidad frente al muro, la llegada del cansancio y, al final, el sueño vacío.
El charco de lágrimas se ha evaporado. Nada queda que dé testimonio de su existencia. El triunvirato de muro, llanura y mi misma persona regresa. No admite que nada compita por su poder. Como antes, como siempre, vuelvo a ser la parte más débil de dicho trío.
Hago acopio de fuerzas, de voluntad, de valor, y giro la cabeza. Allí está, por supuesto. Desafiante y brutal, la desolación definitiva, la llanura, con su irreal monotonía, cegadora en su vacuidad. No hay en ella nada, absolutamente nada. Sólo su infinita extensión gris, lisa, pulimentada de tal manera que mi rostro me devuelve la mirada. Estoy convencido que si oteara su distancia durante demasiado tiempo me volvería loco. ¿O a lo mejor ya me he sumergido en la locura y todo esto no sea sino la pesadilla de una mente enferma, encerrada en sí misma? Prefiero no pensar: si estuviera loco, mi pequeña esperanza se evaporaría como mis propias lágrimas, sin dejar ninguna huella.
Observo la planicie. La grito, la insulto, la escupo. Ella absorbe todo y me devuelve su silencio eterno y ensordecedor, su mirada abisal capaz de desgarrar mi alma. Gris. Gris hasta la eternidad, y más allá gris, como mi desesperación. De pronto me doy cuenta de la superficie del muro contra mi espalda. Mis manos palpan su áspera realidad. Y hago lo que nunca me he atrevido siquiera a pensar: salto como un resorte. Corro ciegamente hacia la nada. No sé por qué lo hago, pero me lanzo en pos de esa llanura a la que tanto temo. ¿Es algún tipo de desafío? Lo desconozco; simplemente me dejo llevar por el impulso. Me sumerjo en la llanura. Mi vista queda cegada ante la falta de puntos de referencia. Pero sigo corriendo. Y gritando: insultos, improperios, aullidos inarticulados. Todo tipo de sonido, racional e irracional, surge de mi garganta en una autentica catarsis. O quizá la definitiva prueba de mi locura, de cómo la llanura al fin me ha vencido. Mi cabalgada continua incluso cuando quedo afónico, con la garganta dolorida.
La llanura parece poseer mareas de desesperación, de anodina desidia. Los tentáculos de su resaca tratan de arrastrarme hacia el interior de la nada. Me dejo llevar, y sigo corriendo poseído por el espíritu de la planicie.
Al fin mis fuerzas desaparecen y caigo al suelo. Noto humedad en mis manos, y únicamente entonces descubro que estoy llorando. Cuerdo o loco, nada más sé con absoluta y fatal certeza que no puedo huir de este lugar. El cansancio, cual imparable y brutal estampida, me obliga a refugiarme en el sueño. Dejo de existir.
De nuevo renazco, una creación del vacío, cargada con la maldición de la memoria de esta existencia amargada. Esta vez me despierto recuperado por completo. Alzo la cabeza y lo que veo frente a mí es la nada más apabullante: la llanura que se funde en la distancia con el cielo, borrando el horizonte.
Recuerdo como llegué, y el terror atenaza mi corazón. La certeza de mi ya casi segura locura me destroza. Lloro una vez más. Cabizbajo, doy media vuelta y dirijo mis pasos hacia el muro. Al menos su tacto me confortará más que la estéril planicie. El muro, mi compañero. Allí se alza, cercano en apariencia. Mas sé que sólo es una ilusión provocada por las engañosas cualidades de este paraje. La pared que lo forma posee un tono levemente más oscuro que el de la planicie, lo que permite diferenciar donde termina una y empieza el otro. Se pierde a la izquierda, a la derecha y lo que más me sobrecoge hacia arriba. Alzo la mirada, tratando de verle una parte superior. Pero sigue y sigue, hacia arriba hasta fundirse con el cielo. Es impresionante pero al menos, en cierta manera, humano.
De repente noto algo nuevo. Por imposible que parezca, hacia la derecha el color del muro cambia hacia un tono gris mas claro. Ahora me alegro de haber tomado la decisión de avanzar siempre hacia la derecha. No puedo apreciar bien la distancia. No me preocupaba: tengo toda la eternidad para llegar a ese algo.
Me pongo a caminar hacia allí.
A medida que me acerco noto que, lo que en un principio sólo parecía un cambio de tonalidad, en realidad parece tratarse de un par de rectángulos paralelos de enormes dimensiones. Una puerta. No quepo en mi gozo: mi diminuto rescoldo de esperanza estalla, fulgurante, en una llamarada apasionada.
Me lanzo en carrera hacia el portal.
La ansiedad y la esperanza aparecen en mi alma con más intensidad que nunca, y de mano de ellas cobra sentido algo hasta antes completamente irreal: el tiempo. desespero por llegar a tocar las dos hojas ciclópeas. Su altura es tan descomunal que el dintel casi se confunde con el cielo, mas sin llegar a hacerlo. Me doy cuenta de que esas puertas son lo primero mensurable dentro de este mundo. La puerta tiene un ancho y un alto apreciables y delimitados.
Un escalofrío fustiga mi cuerpo al recordar la reciente carrera hacia el corazón de la llanura. He estado muy cerca del abismo definitivo, de la demencia final. He galopado alocadamente hacia la sima, sin saber que la escapatoria a mi encarcelamiento me guiñaba burlona no muy lejos.
Pero mejor no pensar más en ello. El presente lo es todo. Esa puerta lo es todo.
Al fin llego a la primera de las hojas, la de la izquierda. Ansioso, extiendo mi mano hacia ella. Su tacto rígido, cálido y terso. Me recuerda, en cierto sentido, la piel de algo vivo. Como yo. Observo mi reflejo en la pulimentada superficie: ese rostro que ya asocio como mío está surcado por eternidades de desesperación. Pero el brillo que ahora hay tras mis ojos es algo nuevo. No surge como reflejo de la luz difusa procedente del cielo gris pálido, sino del bullir de la llama de ilusión. Recorro la superficie de la puerta, buscando algún tipo de aldabón, postigo o cerradura. Incluso examino la parte inferior con la esperanza de hallar una gatera. Nada. Pero el descubrir cómo todas esas palabras surgen en mi mente, espontáneas y henchidas de significado, me renueva las esperanzas. Otra vez tengo la certeza de que hubo algo antes de este mundo, algo que quizá espera más allá de esta puerta.
Sigo recorriendo la puerta, buscando algún paso. La longitud de las dos hojas me deja anonadado. El cansancio se apodera de mí antes de poder llegar a su punto de unión. Despierto y prosigo mi búsqueda. El tiempo pasa, y su transcurrir me devuelve lentamente los recuerdos de mi anterior existencia junto al muro. ¿Cómo es posible que algo que desde la distancia parecía una puerta (enorme, sí, pero mensurable), ahora se alargue tanto que ni siquiera pueda llegar a la unión de las dos hojas? Noto en mi interior cómo la esperanza se apaga lentamente. Transcurren tres sueños y dos despertares, y sigo recorriendo esto que antes confundí con la jamba de una puerta. Ahora no me parece sino un nuevo muro, diferente pero igual en esencia. En mi tercer despertar me descubro sobre un charco de agua salada. He vuelto a llorar, esta vez mientras dormía. Mis lágrimas han acabado por ahogar el último rescoldo de esperanza.
Muro, puerta, ¿qué más da? Todo es lo mismo: monotonía, desesperación.
Gris.
Gris por todas partes; un gris que devora mi corazón, arrancando de él la escasa paz que me quedaba. ¿Son estas lágrimas el lacre de mi destino?
¿Por qué?
No quiero más lágrimas, no quiero más muros, no quiero más puertas. No quiero nada, absolutamente nada de lo que hay en este mundo, en este infierno congelado. Únicamente deseo dejar de sufrir.
Ciego de rabia, hundo la palma de mi mano en el pequeño charco de lagrimas y humedezco mi rostro con ellas. No sé por qué lo hago, pero compruebo que esto me aporta una extraña tranquilidad: el fruto de mi sufrimiento hace de droga para mi alma.
¿Por qué?
¿Qué es este mundo? ¿Qué es esta puerta? ¿Qué soy yo? ¿Qué fui antes de llegar aquí? ¿Nunca hallaré la paz?
Golpeo la hoja de la puerta con mi puño, empapado en mi sufrimiento.
¿Por qué? ¿Por qué?
Noto cómo algo cruje en mi interior: la esperanza se resquebraja y se precipita en un vacío gris.
Continuo golpeando la puerta, una y otra vez, sin cesar. No puedo ver, las lágrimas anegan mis ojos. Golpeo. Una y otra vez, hasta que me percato de que el tacto de la superficie de la hoja ha cambiado. Ahora parece más blanda, más carnosa. Incluso cálida. No comprendo que pasa, pero algo ha cambiado en el material del que está hecha la puerta, volviéndolo más permeable, más maleable. Enjuago mis lágrimas. Aunque mantiene el mismo aspecto, en lo que se refiere a lo visual, algo me indica que si... No lo pienso dos veces y extiendo la mano. Toco la superficie. Aprieto. Está como acolchada. Empujo aun más. Mi mano atraviesa la hoja hasta algo más allá de la muñeca. Al otro lado hay algo diferente, frío. ¿El mundo real? ¿O, al menos, otra realidad mejor? No lo sé. Pero lo que hay al otro lado no puede ser peor que este gris absoluto.
Y si me equivoco, ¿qué mas da?
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Sin pensarlo salto, atravieso la puerta.
Y grito.
Lo que hay tras la puerta, lo que oculta el muro, es mucho peor que todo lo que antes he vivido. Muchísimo peor. Grito, pero no puedo oírme en el vacío. Estoy cayendo a una velocidad tan colosal que mi mente no puede asimilarla. Me estoy precipitando en un abismo de total vacuidad, blanco y cegador. Mientras caigo miro a mi alrededor, tratando de atisbar el colosal muro junto al que viví eternidades. Mas no hay nada, absolutamente nada. Ahora sólo estamos la sima, de absoluta blancura, demencial, y yo. El abismo es desesperante, obsesivo. Último y primordial.
Grito. Y nada me escucha. Nada ni nadie. A excepción de mi desesperación.
Durante evos me hundo. Mi mente se colapsa rezumando locura, odio, rencor, tristeza, amargura; de eso está hecho el abismo.
Lucho por obtener el olvido, borrar de un plumazo todo aquel pasado que me ha atormentado, que aún me atormenta.
Caigo y grito.
Caigo y me desespero.
Caigo y odio.
Caigo.
Caigo sin cesar. En la locura. Veo extrañas imágenes. El blanco del abismo se tiñe de algo más temible aun. Vislumbro una horrenda figura negra, amenazante, que empequeñece a la puerta, al muro, a la mismísima llanura. No comprendo nada, pero el terror me invade ante la posibilidad de que ese ente se me acerque.
Y sigo cayendo.
Aun lo hago. Pero ya no estoy solo. Ahora me acompaña alguien, un mentor: Él es el Olvido encarnado. El terror que Su presencia causa en mí moldea mi alma. A Su semejanza. Contemplo horrorizado las ramas de Su árbol de negra corteza, de negras hojas.
Y olvido. Y me desespero. Y lloro.
Y caigo.
Y grito.
Y aúllo al contemplar los iridiscentes frutos de ese árbol anterior al tiempo.
Y sigo cayendo y gritando...
Francisco Ruiz Fernández
De Francisco Ruiz Fernández (Txisko) hemos publicado una ucronía, "Cazador de cabezas", en Axxon N° 141. No obstante su renuencia a hablar de sí mismo (detalle que ya habíamos señalado) vamos conociéndolo mejor gracias a la abundancia y calidad de sus trabajos. Últimamente lo hemos encontrado en la antología Paura (Antología de Terror Contemporáneo. Volumen 1), en Parnaso N° 3 (Especial Ciencia Ficción, Fantasía y Terror), Nexus Zine N° 3, Pulpmagazine N° 8 y en el Especial de Alfa Eridiani dedicado al terror. Para una aproximación a lo que hace los invitamos a visitar http://www.txisko.com .
Axxón 144 - Noviembre de 2004
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Terror Metafísico: España: Español).