75, 345

José Luis Zárate

México

Las luces apagadas lo dijeron todo, el denso aroma de los desinfectantes, del sudor viejo ya, apestando a miedo antiguo, a desesperación que ha pasado.

Ella, en las sombras, cubierta con una deshilachada sábana, ocupada en el infinito juego de contar cada uno de sus cabellos. Me escuchó llegar y no hizo nada más que mirarme de frente, con un mechón en la mano, y decir:

—75, 345

—Es mejor contar borregos —dije.

—Están muertos.

—Así son más fáciles de contar.

Ni siquiera sonrió. Después de los borregos siguieron los caballos, los pollos, una especie de rana sudamericana venenosa, tres variedades innecesarias de insectos. Nosotros.

Me senté en el suelo, junto a ella. Me recargué en el sillón y ella deslizó su mano por mi pelo.

—Uno —susurró, arrancándolo.

—¿Qué pasa?

—Nos vamos a morir.

—Sí.

No existía inmunidad alguna, ningún anticuerpo que pudiera reaccionar al virus que anidó en nosotros por años, generaciones, antes de activarse.

Todos lo teníamos, siempre lo tuvimos, como los ácaros microscópicos, las bacterias intestinales, pero no había sido peligroso. No hasta que lo fue.

Entonces: el sangrado, la piel convirtiéndose en un tumor continuo, las excrecencias celulares manando por nuestra carne, el licuarse lentamente mientras el cerebro se recubría con una densa capa de tejido muerto. Esas cosas.

Las visiones.

Afuera, como antes el pesado ruido del tráfico, de una sirena reptando hacia los desastres: gritos, voces inarticuladas de los que encontraron la imagen última.

Algunos decían "piedad", "dios", "no". Pocos. La mayoría repetía esa afirmación que convertía en más pesada la consciencia de nuestra propia mortalidad: "Ellos".

Los análisis demostraban que —para ese momento— los circuitos del habla estaban casi destruidos. No había forma que articularan un pensamiento preciso con el cual comunicarnos qué era, exactamente, un "ellos".

El hecho conocido de que las drogas psicotrópicas activaban, químicamente, visiones mesiánicas, divinas, celestiales en los usuarios, era nuestro único consuelo. Como cuando uno golpea un nervio y el reflejo se dispara. Nada extraordinario en ello, sólo las palancas que mueven las marionetas orgánicas que somos.

Ningún dios real se tocó con las drogas.

Tal vez no existieran "Ellos".

Tal vez.

—Mariana los vio —dijo, permitiendo que el horror se sentara con nosotros, en la oscuridad. Un antiguo amigo ya, un gato viejo que se resistía a dejarnos solos.

Quise que dejara de ronronear ese tipo de cosas, noticias que nos tocaban cuando se piensa que ya nada puede destruir las defensas que el simple cansancio levanta.

Que alguno de los nuestros estuviera muerto era noticia antigua.

Pero esa necesidad de concretar el "Ellos"...

—Mariana se convirtió a la Iglesia de la Última Visita —dije, aunque no era cierto. ¿Quién iba a desmentirme? No Mariana, no la mujer que acarició mi mejilla con un dedo frío, húmedo de líquidos celulares.

—No importa. Los vio.

—El centro del habla...

—Lo sé.

El cerebro tan dañado que posiblemente el "Ellos" era un falso mensaje, que en vez de gritar el cuerpo usara frases completas. ¿Por qué no? ¿Quién no ha visto los gatos operados que en vez de maullar agitan las patas, incapaces de comprender cómo el grito se convirtió en movimiento muscular ?

—Mariana no te importaba. Ellos...

—Ellos existen —dijo, con la misma certeza con la que comentó "75, 345". Un hecho comprobado.

—Nadie lo sabe.

—Puedo escucharlos

El oscuro gato tocando mi rostro, bebiendo mi aliento, sentándose en mi pecho.

—¿Desde cuando?

No contestó. ¿Desde cuando llevábamos muriendo? Desde entonces.

Porque yo también los había escuchado, susurrando a lo lejos, del otro lado de mi muerte.


La anarquía debió ser la actividad lógica. Las estructuras sociales rotas al desvanecerse el perpetuo dique del miedo. ¿Qué se podía perder ya?, que las ciudades ardieran y los poderes se derrumbaran en medio del polvo del holocausto.

Nadie oprimió los botones rojos, ninguna luz blanca nos libró de la espera.

La Iglesia de la Última Visita afirmaba que eso era redundante. El juicio se había celebrado ya.

Todos sabíamos por qué no nos rendimos a nuestra amada barbarie, a seguir las órdenes de nuestro primordial cerebro de reptil.

"Ellos"

Y la muy humana esperanza de que el juicio estuviera en marcha y pudiéramos hablar, pedir clemencia de alguna forma, mínimo para mostrar que —en el último momento— fuimos buenos chicos.


—A pesar de su tamaño, los virus también evolucionan —dijo el hombre en la pantalla—, son moléculas, apenas un cuerpo conteniendo información genética. Eso es lo que no debemos perder de vista. Información. Los virus pueden autoprogramarse. Tal vez lo hicieron en las especies que extinguieron primero.

—Mamíferos, batracios, insectos.

—Delfines, están llegando a la costa, nadie se los come, llegan tan podridos como nosotros

—Delfines. ¿Tiene la masa cerebral ver con esto? ¿El porcentaje de actividad-pensamiento sobre actividad-movimiento?

—En los insectos es al revés.

—No sabemos que tan inteligentes son las ranas.

—Los perros deberían morir, entonces. Los pericos, los monos...

—¿Alguien los ha estado contando a últimas fechas? He visto perros muertos en la calle.

—¿Quien va a desperdiciar sus últimos momentos en contar animales?

—¿Quién va a usar telepresencia para comunicar que lo ignoramos todo?

Se rió. Deshaciéndose se rió. Yo no pude.


El virus es extraterrestre, decían los periódicos, tratando de ofrecerles un rostro conocido al "Ellos". Figuras de humanoides grises, de grandes ojos y rostros esquemáticos. El dibujo del extraño en pocas líneas, esquema infantil de todos nuestros miedos.

Se supone que iban a salvarnos de nosotros, que iban a invadirnos, que siempre estuvieron con la humanidad (como el virus).

¿Por qué nadie dijo "al fin", "llegaron", "bienvenidos"?

¿Por qué Mariana, que creyó siempre en su llegada, dijo "Ellos" como si fuera una sorpresa, una epifanía, algo que quemaba la mente en su incomprensión?



Ilustración: Ferran Clavero

De nuevo la oscuridad. Ella oculta ahí, como si el irse muriendo fuera un pecado.

Sobre el piso: una mano rota, desprendida del cuerpo, descansando como una gigantesca araña. Sentí pena por esa carne muerta, por la hipotética araña que murió sin comprender nada.

¿Si los delfines continuaron después de nosotros quería decir qué no iba a quedar nada, ninguna raza que continuara su evolución?

Que el mundo entero se pudriera, ¿qué podía importar si la mano de esa mujer descansaba en el piso?

Tal vez el miedo a "Ellos" no explicara nuestra apatía para abandonar las rutinas, tal vez —después de una muerte definitiva (como la de esa mano, como la de esa mujer que agonizaba) no quedaba nada más que la espera.

Ignoro cual es el sonido de un árbol que cae sin que nadie lo escuche, pero sé cual es el sonido de todos los árboles del mundo cayendo al mismo tiempo.

El silencio.


Era el momento de mentir. De hablar de meteoritos encontrados en la Antártida, y rastros microscópicos de visitantes de otros mundos.

Del hecho —aceptado de antemano— que la mejor manera de mandar una información a otro mundo era mediante máquinas de Von Neuman, autorreplicantes.

No sólo un "estamos aquí" sino una incorporación, una ficha de entrada al universo.

De comunicarnos con otra raza, ¿a quien se le habla? ¿a su gobierno, a su iglesia, a sus artistas, al hombre común, a los locos?

¿Por qué no a todos?

¿Por qué no una máquina autorreplicante que tocara a cada uno, que lo transformara en otra cosa, que activara alguna forma de transportación mental a otro universo?

¿Por qué no un virus que nos llevara a otra vida? ¿al encuentro de "Ellos"?

Sonaba bien, como suenen todas las mentiras piadosas. Le susurré al oído descubrimientos que no habíamos hecho, saltos en las ondas alpha inexplicables, gráficos que mostraban actividad psi en las víctimas terminales.

Pude hablar de cielo, y ángeles.

Lo hice.

Dije taquiones, el pensamiento libre de las restricciones masa-energía, dije de un proceso extremo para llevarnos a un destino extremo. El cuerpo un lastre, el virus evolucionándonos a nuestro pesar hasta que las excrecencias cerebrales crearan la masa psi de la que carecíamos, un tumor telepático para contactarnos con la red del universo.

Dije mil cosas, acunándola, mientras ella perdía partes enteras en mis brazos, el rostro derivando, la sangre fluyendo por los espacios abiertos, la orina cálida perdida en los febriles líquidos en que se convertía ya.

El centro del dolor era lo último en destruirse. Por supuesto.

No hubo lógica alguna en el millón de razas desechadas por la naturaleza. Un virus puede no ser más que un virus, del mismo modo que una frase última puede no ser más que una frase última.

La garganta llena de sangre, de líquido pulmonar.

El cuerpo respondiendo a un último, paróxico, golpe de los sentidos.

La palabra buscando abarcar el último momento, la verdad detrás de la muerte, lejana a cualquier interpretación, a cualquier sentido.

—"Ellos" —dijo, y me dejó aquí, en la espera.



José Luis Zárate Herrera

José Luis Zárate Herrera nació en Puebla, México, el 20 Enero 1966. Estudió en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y realizó cursos de técnico en sistemas computacionales y lenguaje BASIC. En 1988 coordinó el Círculo "Puebla" de Ciencia Ficción y Divulgación Científica, del Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología CECYT de Puebla y estuvo a cargo del Taller de Literario del Circulo "Puebla". En 2001 fue invitado en representación de México al Festival Internacional de Ciencia Ficción Utopiales de Nantes, Francia. Actualmente trabaja para la revista de cine 24 X Segundo Magazine. Ha publicado, entre otros, los libros Xanto, Novelucha Libre, La Ruta del Hielo y la sal, Hyperia, Las Razas Ocultas y numerosos cuentos en revistas y antologías. Axxon ha publicado sus cuentos "Mundo blanco" (Axxón 26), "La luz" (Axxón 28), "Libertad 3 sur" (Axxón 31), "Análogos y therbligs" (Axxón 36), "Corre hacia mí" (Axxón 83) y "Rave" (Axxón 142).


Axxón 146 - Enero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: México: Mexicano).