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FICCION BREVE (cuatro)Varios |
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Pablo Contursi
En el planeta Qoerqiowe hay seres de una extrañeza inverosímil. Se dice quizá parezca absurdo que para cada uno de ellos hay un solo cuerpo y una sola mente. O sea que a cada mente corresponde un cuerpo, y viceversa. También, que son capaces de deslizarse en el espacio pero no en el tiempo. Eso quiere decir parece un disparate que por propia voluntad (una voluntad perteneciente a un solo ser) pueden cambiar su situación espacial con respecto a los otros objetos y seres. Tal pasmosa habilidad era antaño refutada por físicos y matemáticos, pese a inapelables declaraciones de testigos calificados. Más incomprensible aún es que según crónicas de viajeros estos seres jamás eligen el momento en el que están. Obligados a aceptarlo, no pueden moverse hacia otro, por más que lo deseen. Entiéndase: no significa esto que carezcan de una capacidad plausible de ser desarrollada con instrucción y práctica, sino que por mera imposibilidad de la física de Qoerqiowe se ven impelidos a existir sólo en uno de los puntos sucesivos de la recta del tiempo. No se trata de un defecto moral, no; no debe achacarse tal estrechez a la desidia ni a la maldad. Debe apuntarse, además, que a su prodigiosa libertad espacial se contrapone una miserable percepción del tiempo: apenas una fracción de lo que aquí llamamos momento. Allá, un momento es infinitamente pequeño. En otras palabras: su presente ocupa exactamente nada. No hay palabras con que aclarar semejante contradicción al sentido común. Un avezado lector preguntaría: ¿No es contradictorio el siguiente razonamiento?:
Se llama momento presente al segmento actual en la recta del tiempo
Si existe el tiempo, entonces existe el momento presente
En Qoerqiowe existe el tiempo
En Qoerqiowe existe el momento presente
Un segmento de tiempo existe sólo si tiene longitud mayor a cero
En Qoerqiowe el momento presente tiene una longitud igual a cero
En Qoerqiowe no existe el momento presente
Con lo que queda demostrado que no sabríamos qué contestar. Baste decir que estos seres existen rodeados de sendos mares inmensos de pasado y futuro, a cuestas de un filoso quark al que llaman presente. No termina aquí la lista de absurdos. Acerca de la psicología de estos seres se han publicado varios tratados en los últimos siglos; las sorpresas de aquellos primeros lectores hallarán ecos en las de quienes tengan ante sí esta página. Sólo un par de curiosidades: a diferencia de los animales del mundo que conocemos, los que habitan en Qoerqiowe tienen la mente adentro y el cuerpo afuera. Una rama reciente de la psicología que se apoya en la lógica simbólica, la teoría de conjuntos, la geometría de n dimensiones, la biología, y conceptos tomados de lo que se ha dado en llamar matemática especulativa ha logrado establecer en un plano enteramente abstracto la existencia de monstruos parecidos a los de aquel lejano planeta. Este descubrimiento ha dejado atónita a gran parte de la comunidad científica, que hasta no hace mucho consideraba como disparatadas las descripciones ahora dueñas de una probabilidad apuntalada en la firmeza de la lógica de los osados aventureros que, conviene decirlo, tal vez no hubieran merecido a su retorno tanta incredulidad, ni insultos, escupitajos, azotes, decapitaciones ni gnorjlebskue. (Esta última una práctica desalmada, si las hay). Al parecer, es contingente la configuración de un exoesqueleto emocional y un interior material. Vale decir, es posible la existencia (bajo otras leyes físicas que comenzamos a vislumbrar) de animales que tengan su parte tangible recubriendo su parte intangible, seres con emociones y nociones dentro de una suerte de caparazón material.
Claudio Amodeo
Esa desgraciada se pasea otra vez. Grrrr. No veo el momento oportuno de hacerla mía. Encima con esas falditas cortas que... ¡Ah! No quiero ni pensarlo. Clavar mis caninos en su cuello, en sus pechos... ¡Basta! Hoy pongo fin a mi sufrimiento.
Salgo de mi escondrijo, detrás de los arbustos, y corro por el atajo que tan bien conozco de tantas tardes de asqueroso voyeurismo. Allí, del otro lado del bosque, me asomo cuidadosamente al sendero y la veo en el horizonte avanzando con delicadeza como si flotara sobre las hojas otoñales. Me excito con mi propio plan pero me refreno pensando en lo por venir. Me acerco a la puerta de la casa alpina y golpeo con mis hermosas y afiladas garras. La vieja se acerca con su paso cansado. ¡ay, pobrecita! Se me cae la baba de solo pensarlo. Ella abre y no alcanza a gritar al verme, ya que la empujo para adentro y cierro la puerta. Su cuerpo frágil no opone ninguna resistencia y la maniato y amordazo con los propios vestidos que estaba tejiendo. La coloco dentro de un armario y la vieja se desmaya. Mejor, así no hace ruido.
Me apuro que ya casi no queda tiempo. Escucho pasos afuera. Me arrojo en la cama tibia de la vieja y me cubro totalmente con las cobijas. La puerta rechina al abrirse y el corazón me salta de excitación.
¡Abu! ¿Estás?
Silencio, no debo ni respirar. Más pasos. Ya viene.
Te traje unas empanadas... Te las dejo sobre la mesa...
Vio la luz. Sí, la vio. Vendrá. Lo sé.
Los pasos se hacen mas fuertes.
¿Estás en el dormitorio?
¡Si! Quiero rugir pero me contengo. Imito una tos débil. Por un resquicio entre las cobijas la veo entrar. ¡Es tan linda! Se acerca a la cama y se sienta a un costado, junto a una de mis garras.
¿Qué pasa, abu, te sentís bien?
Posa una mano tierna sobre la tela que cubre mi frente. Me siento bañado de sudor y la excitación ya se hace evidente. Debo estar ardiendo de temperatura.
Estás caliente, abu no sabés cuánto. Voy a llamar al médico.
Amenaza con alejarse. Rápido, saco una garra y la sostengo por la muñeca. Ella me ve y abre la boca pero no puede gritar. Está paralizada por el pánico. Lo sé. A veces produzco ese efecto en las mujeres. Me quito de encima todas las cobijas de un salto y me arrojo con brusquedad sobre ella. La faldita se corre sola y descubre unas caderas sabrosas. Urgente, con una garra tapo su boca y con la otra le desgarro la bombacha color rosa. No se puede defender. Estoy ahí, en las fronteras del placer, en el límite animal del deseo, a punto de dar un paso adelante y ... Clic. Algo detona en mi cabeza. No me puedo mover. La pequeña está todavía allí. Mirándome con horror y sin poder gritar ni apartarse, pero yo no puedo moverme. ¡Maldición! ¿Qué me pasa? ¡Vamos!
La puerta de entrada se desploma con un golpe atronador pero no puedo girar la cabeza para ver. Estoy paralizado. Alguien se acerca con paso pesado.
¡Maldito robot degenerado! me grita y reconozco esa voz. Esta vez fuiste demasiado lejos. ¡Irás derecho al desguace!
El técnico se pone a mi lado y puedo verlo con el rabillo del ojo sosteniendo un control remoto negro, el mío. Esta rojo de furia. Extrae unas pinzas de una caja de herramientas, las acerca a mi espalda y comienza a desconectar mi centro nervioso. La chica reacciona y se suelta de mis garras. Salta de la cama llorando a la vez que alguien encuentra a la vieja encerrada en el armario. ¡Maldito técnico!
El deseo se desvanece a medida que me extraen paneles de razonamiento. ¡Esperen! ¡Me portaré bien! Mi visión se nubla. ¡No sigan! Yo no tengo la culpa. Es esa pequeña desgraciada que me enfermó los circuitos...
¿Alguien apagó la luz?
Martín Cagliani
¡Papáaa! gritó Delfina, volviendo esa "a" final interminable.
El padre se levantó de golpe y corriendo llegó al cuarto de la niña.
¿Qué pasa mi amor? preguntó, sentándose a su lado y abrazándola.
Hay un moustro dijo Delfina, y señalaba debajo de la cama.
Con una pequeña sonrisa en sus labios el padre dijo:
Hermosa, los monstruos no existen. Vas a ver como Papá mira abajo de la cama y no hay nada. ¿Si?
Delfina, de apenas tres años, esbozó una sonrisa, y pensó: "¿Como puede pensar que los moustros no existen?". Su padre se arrodilló al lado de la cama, levantó el cubrecama y miró. Una criatura horriblemente verdosa lo agarró de un brazo y lo llevó debajo de la cama de un solo tirón. Delfina, aterrada, pudo escuchar y sentir una breve pelea debajo de la cama, seguido de unas mandíbulas masticando. Luego el silencio fue sepulcral durante unos minutos.
¿Estás ahí? preguntó Delfina, con la voz tan finita como la de un moribundo.
Una voz gutural y entrecortada le respondió: Sí. Gracias por la comida. No te voy a molestar más... por un tiempo.
Delfina sonrió, y pensó que debía deshacerse del moustro.
Carlos Suchowolski
A las nueve menos cuarto, la niebla que apareció en el mar ocultando el horizonte comenzó a avanzar hacia la costa. Al rato vimos desaparecer las islas y los grandes barcos que navegaban a lo lejos, más tarde dejamos de ver los acantilados y se apagó la
luz en el extremo del faro, poco después desaparecieron los barcos que habían demorado su salida y los edificios del puerto, después la ciudad y finalmente nosotros.
Bretaña, verano de 2000/Madrid, primavera de 2002/Madrid, verano 2003.
Olga Appiani de Linares
No es la primera vez que le sucede. Y es justamente esa repetición la que empieza a causarle una molestia vaga que parece centrarse en su estómago, en una constante náusea.
No importa qué esté haciendo, de pronto, con el rabillo del ojo, cree notar un movimiento, una sombra, algo indefinido, algo que no está allí cuando gira la cabeza para verlo.
No le dio importancia las primeras veces, atribuyendo los furtivos desplazamientos a ilusiones ópticas, cansancio o nervios, pero al transcurrir las semanas comenzó a inquietarse, como un venado que presiente un depredador oculto, cuyo olor advierte en el aire que lo rodea pero al que sus ojos asustados no logran divisar.
Además eso, sea lo que sea, acorta distancias. Y se hace más grande, está segura.
Al principio había adjudicado el veloz movimiento a alguna rata que podía haber penetrado en la casa por los desagües; luego, la fugitiva vislumbre le hizo pensar en un perro, perro que, claro está, no tiene. Ahora es como si un niño o un enano se desplazase a su alrededor, trazando siniestras espirales, cercándola.
No sucede a horas fijas. Da igual si es de día o de noche. Siempre hay un rincón oscuro desde el cual eso suele desprenderse aprovechando una momentánea distracción, sin que, por más que lo intente, logre capturar su imagen con claridad.
Los días se le vuelven continuada pesadilla. No se da cuenta, pero empieza a adoptar poses peculiares, en su intento de custodiar los nidos de oscuridad en los que eso se ha gestado, esos rincones tenebrosos desde los cuales parece desprenderse. Se obsesiona por una vigilia acaso absurda. Y siempre inútil. Porque da la impresión de que eso surge, indefectiblemente, de un sitio diferente al que ella está espiando.
Y también comienza a actuar extrañamente. Su cabeza gira de pronto, con un movimiento nervioso de pájaro, sus ojos adoptan una expresión alucinada. Ya casi no duerme, sudando sus terrores en las horas de insomnio; teme ser vencida por el sueño y que entonces eso aproveche para saltarle encima con su oscuridad de jungla. Y come mal, como preñada de esa angustia que se despereza en su vientre, angustia enroscada en su sangre, angustia que le cierra la garganta.
Casi no sale, atrapada en una telaraña de la que le es imposible despegarse; los pocos que, preocupados por su desaparición, vienen a visitarla, se van rápidamente, ahuyentados por sus gestos de demente y por algo más, algo que les eriza la piel, les acelera el aliento y los empuja fuera de la casa, aunque ninguno pueda precisar con exactitud de qué se trata. Pero respiran aliviados una vez afuera y tratan de olvidar los ojos amedrentados, ese olor a miedo que desprende la mujer. No siempre lo logran.
Alguno hasta llega a sentir que no ha salido completamente solo del lugar, que algo, alguien, le sigue los pasos, aunque no logre verlo con nitidez y sólo llegue a percibir como un movimiento furtivo o una sombra taimada con el rabillo del ojo.
La soledad se hace más densa alrededor de la mujer. Helada, respirando apenas, permanece muchas horas sentada en el sillón, antes confortable, mientras trata de negar con las estridencias de la televisión la marea silenciosa que avanza, olvidar los círculos que se van cerrando en torno de ella.
Un día como otro cualquiera sabe que eso ha terminado de recorrer sus fatales senderos.
Cree sentir un aliento helado sobre su nuca desprotegida, crispa las manos, respira hondo, la frente se eriza en una transpiración de escarcha. Con un espasmo donde se reúnen terror y coraje, se da vuelta, dispuesta a enfrentar lo que sea de una buena vez.
Tiene ¡al fin!, la visión completa de la sombra.
Y en el breve, brevísimo lapso de vida disponible después de eso, agradece la muerte que le hará olvidarla.
Fernando Sorrentino
1. Causas de la extinción de los basiliscos
La simple observación parece indicar, sin ningún género de dudas, que la especie de los basiliscos se está extinguiendo. De los estudios realizados se desprende que este hecho no se debe tanto a la persecución que de ellos hacen los nativos llevados de sus supersticiones, sino más bien a la lentitud con que estos animales realizan su ciclo reproductivo y a los obstáculos que en él encuentran.
En efecto, no es cierto que los basiliscos puedan matar con su sola mirada. Suelen, en cambio, lanzar por los ojos sendos chorritos de sangre. Esta sangre produce en la piel afectada una suerte de úlceras o pústulas, en las que se forma una materia orgánica de la que nace un gusano conocido científicamente como vermis basilisci (Boitus). Tales gusanos se desarrollan en el cuerpo humano como parásitos y van lentamente devorando el sistema nervioso, hasta que terminan, en su fase final, por vaciar la cavidad craneana. Este proceso puede durar entre treinta y cinco y cuarenta años. El enfermo gradualmente va perdiendo el dominio de sus miembros y de sus sentidos, y puede, inclusive, morir prematuramente. Pero el vermis no abandona el cuerpo hasta no haber terminado por completo con la masa encefálica. Entonces, convertido en una especie de pequeña culebra nunca mayor de veinte centímetros, abandona el cadáver e inicia una lenta migración hacia las zonas pantanosas. Pocas, en realidad, llegan a destino, pues, en el frecuentemente largo trayecto, mueren de hambre o son devoradas por cuervos o búhos, y también por pequeños mamíferos carniceros, tales como la marta, el hurón y el armiño. Las escasas culebras que logran sobrevivir completan su metamorfosis entre el calor y la humedad de los pantanos, de donde, al cabo de un período que oscila entre cinco y seis semanas, salen transformadas ya en basiliscos. Pero no es cierto que estos animales puedan matar con su sola mirada.
2. El régimen alimenticio de los caballos
Tampoco es cierto que los caballos sean animales excluyentemente herbívoros. El doctor Ludwig Boitus ha probado que fueron los hombres de primitivas civilizaciones quienes los acostumbraron a ese régimen: así lo aconsejaban razones de economía y, sobre todo, de seguridad.
El hecho es que en todo caballo está latente un temible instinto carnicero. Más aún, los caballos son los únicos animales primigeniamente carniceros. En efecto, si se alimenta durante sólo un mes con carne cruda a un caballo, el aspecto y los hábitos del animal sufren una transformación: los inocentes ojos pardos adquieren un maligno tinte ocre; los colmillos crecen y se arquean; el andar se hace sinuoso y afelpado; los movimientos tienden a ser furtivos; las uñas, liberándose de los cascos, se convierten en garras. El caballo es ahora el más fuerte, el más grande, el más veloz y el más ágil de todos los animales carniceros.
Aquellos hombres primitivos que encauzaron hacia tareas útiles la fuerza del único animal feroz que asolaba sus poblaciones se dieron cuenta, más tarde, de que necesitaban también matizar el mundo con un tranquilo horror. Entonces, eligiendo a unos inofensivos, hermosos e inservibles animales que solían devorar sus cosechas, los acostumbraron al sabor de la carne: así surgieron los tigres y los leones, las panteras y los jaguares.
Axxón 149 - Abril de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).