F i c c i o n e s

HAMBRE Y AROMAS

Juan Vicente Mañanas Abad

España

Hoy no me apetece cocinar ni quedarme a la espera del pizzero de turno. Por una noche solicito ser tratado como un señor.

Caminando por un pequeño paseo comercial me encuentro ante un restaurante recién inaugurado. Una vez dentro agradezco para mis adentros ese olorcito a local nuevo y el entusiasmo de agradar a la clientela por parte de dueños y personal. Me siento en una mesa al lado del ventanal que da al paseíllo, el comercial. Así puedo lanzar miradas furtivas a las adolescentes que se contonean al otro lado, justo delante de mis narices, observando las novedades más cortas, ajustadas y chillonas de la moda de esta temporada. Sé que no debería mirar, que es de mala educación, pero siempre me ha parecido un vicio inofensivo.

Cuando termino el refresco decido ya el menú: ensalada de salmón de primero, filete de ternera de segundo y para beber vino rosado de la casa. La camarera es toda una belleza. Rubia con la media melena recogida a duras penas, algunos mechos rebeldes sobre su cara, rostro de ojos verdes entre perverso y angelical, como acuarela para una fantasía erótica. Un cuerpo, injusto del todo para este pobre infeliz, que me deja babeando al verla regresar a la cocina para pedir mi cena. El negro de sus pantalones ¡por Dios! que parece pintado directamente sobre su piel.

Ando distraído con la decoración del local y las últimas tendencias en tangas decorados y tatoos de bajo-cintura cuando ella, sensual mesonera, vuelve con la ensalada de salmón moviendo las caderas como si el restaurante fuese un barco en alta mar. Balanceando su cuerpo más para compensar el oleaje que para seducirme, iluso de mí.

Decido pues olvidarme de placeres fuera de mis posibilidades y centrarme en la ensalada. Dentro de lo económico del menú, la calidad es lo bastante buena para permitirme saborear el ágape como si de un sibarita me tratase. Llevo a mis labios la mejor combinación de sabores cada vez: que nunca falte una tirilla de salmón junto al queso fresco y, después, oliva negra y sorbo de buen vino para acabarlo de condimentar. Trato de satisfacer mi gula mientras las idas y venidas de la camarera me empujan hacia la lujuria como un fuerte viento racheado.

Esta mujer es poesía en movimiento, tal cual si hubiera ido a una escuela de modelos con un postgrado en stripper. Virgen Santa, qué naturalidad, como se agache a recoger algo me da un síncope o, como mínimo, seré incapaz de levantarme de la mesa en horas.

Termino mi ensalada y ella me trae la carne, un pelín cruda para mi gusto, pero paso de pedirle que me ase el filete un poco más, que no me veo capaz de pronunciar palabra con ella tan cerca.

Carne cruda pues, apenas en su punto que le llaman, tan jugosa, sin embargo, que se me hace la boca agua cuando la corto y deja escapar sus fluidos internos de color encarnado. Sé que, digamos, no me suele sentar bien, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Al tocar el trozo de ternera ya no sé si la salivera que me viene es por el filete o por la camarera.

Es sabroso el filete, mucho más de lo que me esperaba. Es un sabor salado y penetrante. Siento cómo se derraman los líquidos de la carne garganta abajo. Mi olfato, mientras, se embarga del aroma de lo que va quedando en el plato a la espera de seguir dándome este placer. No puedo evitar un leve gemido, mitad gruñido de placer, al saborear los aromas del aceite de oliva virgen ligeramente quemado bañando la ternera. Aunque, por el sabor diría que es más bien buey con un sutil puntito de sal.

Abro lo ojos y veo todo desdibujado, las cosas tienen un color apagado y parece que hay más luz, como si hubieran encendido el doble de lámparas. Tengo calor y me estoy mareando, pero no puedo evitar ese olor que destaca entre tanta miasma. Es como un faro en la noche eclipsando el tabaco rubio andorrano que fuman los del fondo o la mezcla de café requemado y detergente que me llega desde detrás de la barra y tantos otros olores que me llenan de pronto.

Es ella. Camina como una reina entre lacayos iluminada por un aura mitad perfume y mitad olor de mujer. Me está llamando, creo yo, como una hembra en celo reclamando placer, acercándose desde el otro extremo de la sala sin apenas mirarme.

Hace mucho calor, sudo, me palpitan las sienes. Bajo la vista, no sé qué me puedo quitar para calmar mis ardores. De pronto, un escándalo de metal y cristales rotos me despierta de esta ensoñación. Levanto la vista para ver a la camarera con los ojos abiertos como un ciervo paralizado ante un depredador y las manos encrespadas delante de sus labios carnosos tapando un grito de terror que no acaba de salir. La que era reina en celo es ahora la estampa viva de una presa, pidiendo su fin entre mis dientes. Pero, ¿de qué se asusta?, me pregunto mientras me paso la mano por la frente, rebosante de sudor.

No, no es sudor, es sangre. Siento los latidos como un bombo aporreado salvajemente en mis oídos. A cada latido, a cada respiración, respiro su miedo y parte de mí se pregunta qué parte de ella daría mejor carne, o si debo dejarla correr o mejor la devoro aquí y ahora para que no se agrie el sabor


Ilustración: Valeria Uccelli

Ella permanece inmóvil, tiene demasiado miedo para gritar siquiera. A los demás clientes no les pasa lo mismo, no tienen problema en gritar; supongo que debo ser todo un espectáculo ahí de pie, jadeando mientras sudo sangre a mares.

Sus gritos les salvan a todos, distraen mi atención de la necesidad, del hambre. Cada uno de ellos es un pequeño banquete, pero en la confusión de no saber qué presa escoger aprovecho para evitar la matanza.

Salgo corriendo mientras mis piernas todavía me mantienen en pie sin obligarme a ir a cuatro patas. Busco el rincón más oscuro a mi alcance mientras mi piel comienza a ceder a las tensiones que me rasgan desde dentro. Me escondo lo mejor que puedo y comienzo a retorcerme en la agonía. "Duele", es lo último que soy capaz de pensar mientras un desgarrador aullido brota de mi garganta para saludar a la luna, plena madre Selene, que acoge a su hijo perdido por tanto tiempo.



Hace algunos meses, en Axxón 150, publicamos "El boleto", de Juan Vicente Mañanas Abad, un catalán que nació y vive cerca de Barcelona, en una pequeña ciudad llamada Cerdanyola del Vallés. Aquí va otro, en otra cuerda, saltando del "steam" al terror clásico con una pizca de otros condimentos.


Axxón 155 - octubre de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Terror: España: Español).

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