DONDE LA MAGIA ES REAL

Andrés Diplotti

Argentina

Amanecer. Una línea vertical de claridad se dibujó en la negrura y se abrió en abanico. El nuevo sol ascendía entre las laderas abruptas, remotas. El cielo se iba tiñendo de luz conforme la chispa dorada ascendía en el cielo oriental.

A lo lejos se veía venir el hombre, pálida silueta recortada contra la aurora, más radiante sin embargo que la aurora misma. Él traía el sol. Él traía la luz. Su caballo pisaba enérgico el suelo calloso, oprimido. Las piedras parecían apartarse de su paso; parecían reconocer al héroe que lo montaba. Hombre y caballo traían la música. Traían la caja, traían el charango, traían la quena. Traían ritmos nuevos, ritmos que jamás se habían oído.

Una voz cantaba. Cantaba melodiosa las hazañas del héroe que traía el sol a sus espaldas. Un cóndor se alzó en vuelo, figura insignificante ante la majestad de las montañas. Ante la grandeza del hombre. Las rocas se fueron pintando de fuego; los picos nevados estallaron en un blanco jubiloso. Reconocían al sol. Reconocían al héroe.

El caballo, blanco como la nieve, se detuvo al borde de una cornisa. Sobre su lomo, el hombre observaba. Su poncho se sacudía al ritmo del viento, al ritmo de la música. La canción hablaba de esperanza, de coraje, de gloria. De libertad.

El rostro del hombre estaba tallado en piedra. Su color era el color ardiente de la lejana tierra que lo vio nacer. En sus ojos, ojos curtidos, brillaba el fervor.

Observaba. Contemplaba el porvenir. A sus pies, las nubes se apartaban con una reverencia, las sombras retrocedían temerosas. La voz no dejaba de cantar. Esperanza, coraje, gloria. Libertad. Libertad que, sobre los hombros del héroe, llegaría pronto a aquella tierra allende las montañas.

El sable dejó su vaina con un clamor metálico. El caballo se encabritó. La voz culminó su canto, y la pantalla volvió a cubrirse de oscuridad.

En la oscuridad brillaron las palabras: SAN MARTÍN, EL HÉROE DE LOS ANDES. Y un instante después, PREMIÈRE MUNDIAL DICIEMBRE 2055.


El trailer terminó. Los chicos se lanzaron, entusiasmados y risueños, hacia la mesa del desayuno.

—¡A'matín! ¡A'matín! —parecía decir Tomi a través del chupete.

—¿Vos hiciste la peli de San Martín, pa? ¿Vos la hiciste? —fastidiaba Nico. Como con tenazas se prendía al guardapolvo de su padre, tratando de trepar a su pierna.

—No, pero... ¡Basta, Nico! —rió Adrián—. ¡Ya estás grande para que te tenga encima! Sentate en tu lugar, dale.

—Tomá la leche que se enfría, Nico —indicó Lola, conciliadora, mientras untaba una tostada—. Mirá qué bien que se porta Tomi.

El pequeño ya se había arreglado para escalar a su asiento. Tomaba de su vaso con pico, tras dejar el chupete sobre la mesa.

Nico se dejó caer en su silla. Apuró un trago y volvió a la carga.

—¿Vos hiciste la peli, papi?

—No, yo no la hice —respondió Adrián, mientras se alisaba el guardapolvo y corregía la postura de la tarjeta de identificación—. Yo trabajo en otra parte, en Ciudad del Cielo. Pero sí es cierto que todos somos parte de la gran familia Disney.

—¿Vamos a ver dónde la hicieron? —Nico se sacudía y rebotaba en su asiento, como si lo hubieran enchufado—. ¿Vamos a ver, pa?

—Sí, el recorrido incluye los Estudios Disney. —El tono reposado de Adrián contrastaba notablemente con la agitación de su hijo—. Una señorita muy amable va a responder todas sus preguntas.

—¿Vos nos vas a acompañar, papi? ¿Eh, vos nos vas a acompañar?

—No —Adrián tomó un sorbo de café—. No, yo te voy a llevar a la escuela como todos los miércoles, y ahí los va a ir a buscar el microbús de Disney. Dale, tomate la leche y después nos vamos.

Nico vació ruidosamente su taza, sin apenas saborear, y la martilló sobre la mesa. Saltó de la silla, corrió alborotado a su habitación.

—¡'Ico! ¡'Perame, 'Ico!

Tomi descendió con dificultad y partió tras su hermano tan rápido como sus pasitos se lo permitían. A medio camino se detuvo, como si hubiera rebotado con una pared invisible, y regresó por su chupete. Para entonces ya había olvidado su plan original: en la pantalla había acabado la pausa comercial y recomenzaba "El Show de Mickey Mouse". Quedó fijo en su sitio, contoneándose y batiendo palmas al compás de las canciones.

Nico volvió a aparecer en la puerta, con la mochila sobre los hombros.

—¡Vamos! ¡Vamos que se hace tarde! —urgió, y volvió a escabullirse.

—¡Epa! ¡Está excitadísimo! —comentó Adrián, y mordió una tostada.

—No es para menos —sonrió Lola—. Dale, papi, vos sacá la minivan que yo me encargo de los chicos.

Adrián marchó en dirección a la cochera con una melodía en los labios. Se sentía particularmente contento esa mañana. La ilusión se mantuvo unos instantes; entonces advirtió que la tonada que silbaba era la cortina de "El Show de Mickey Mouse".

El hechizo se rompió de inmediato. Quedó en silencio, abatido; la felicidad se desvaneció. Por un momento, él mismo había creído la publicidad.

Esperar, sentado tras el volante, a que el portón automático se abriera por completo, era siempre un momento de amarga reflexión; una ocasión detestable en que quedaba solo con sus pensamientos. Odiaba los miércoles. Ésa era la verdad. Odiaba los miércoles, aunque, por supuesto, Lola y los niños nunca lo sabrían. No debían saberlo.

No eran ellos la causa de su aversión, desde luego. Amaba tiernamente a su esposa. Amaba a aquellas dos preciosas bestezuelas que competían por sacarlo de sus casillas. Estar autorizado, una vez a la semana, a llegar tarde al trabajo para acompañarlos en el comienzo de su día (Nico a la escuela, Tomi al kinder, Lola a su trabajo) debería haber sido motivo de gran placer y alegría.

Pero no era así. No se trataba de una licencia ni una autorización; era parte de su trabajo. Ser un padre amoroso, ser un marido ejemplar, era lo que se esperaba de él. Era juzgado por ello. Y lo odiaba.

La minivan rodó sordamente sobre los senderos paralelos de lajas. Tan cansinamente como se había abierto, el portón comenzó a cerrarse.

—¡Buenos días, vecino! ¿Cómo anda?

Valdez. Por supuesto: un miércoles a las ocho de la mañana, no hay nada mejor que hacer que lavar el auto. Si acaso podía llamarse "auto" a ese cacharro antiguo que quemaba combustible fósil, llenando el barrio de ruidos y gases tóxicos.

—Días... —le respondió Adrián entre dientes, y desvió diplomáticamente la mirada. Echó a tamborilear con los dedos sobre el tablero plástico, esperando que Lola y los chicos no se demoraran demasiado.

—Lleva los pibes al colegio, ¿eh?

Adrián asintió a desgano, forzando todos los músculos de la cara en una sonrisa aceptable. Estudió brevemente el triste espectáculo que daba su vecino: una bola de grasa cubierta de vello gris, sin más atuendo que unas viejas ojotas y unos shorts desteñidos. El verano no había llegado y Adrián ya extrañaba el invierno.

—Hace bien. Que estudien...

¡Al fin! Aquí venían. Adrián suspiró: los intercambios con Valdez entrañaban siempre un talante menos cordial de lo que se podía adivinar. Estimó que pasarían algunos días antes de que volvieran a cruzar palabras.

Se equivocaba.

—¡Don Valdez! —salió disparado Nico antes de que su madre pudiera impedirlo—. ¡Nos vamos a Disney, don Valdez!

—¿Ah, sí? —La expresión de Valdez no denotaba un gran interés.

—¡Sí, nos vamos a Disney! —Nico saltaba como un resorte—. ¡Juntamos quinientos envoltorios de almuerzo y nos llevan a Disney!

—McDonald's tiene la concesión de la cafetería de la escuela —se apuró a explicar Lola, esperando que eso diera por terminada la conversación. No tardó en advertir su error.

—Ah —respondió el viejo, como si acabaran de explicarle algo enormemente complicado. Accionó el gatillo de la manguera y continuó con la doble tarea de lavar su auto y embarrar los canteros de la vereda—. Esas cosas son nuevas. Cuando yo era chico al colegio se iba a aprender, no a comer. —Suspiró aparatosamente—. ¡Cómo ha cambiado todo desde que la capital queda en Disneylandia!

—Vamos, Nico, vas a llegar tarde a la escuela.

—Andá, nene, andá —lo despidió Valdez con un dejo de condescendencia—. Andá a aprender quién fue Washington...

El chorro se cortó. Valdez advirtió, boquiabierto, que la manguera había pasado a las manos de su vecino. Adrián le clavaba a través de los anteojos una mirada de rencor puro.

—No voy a permitir que le hable de esa manera a mi hijo.

—¡Eh, vecino! ¿Qué le pasa? ¿Está loco?

—No voy a permitir que le hable de esa manera a mi hijo —repitió Adrián en el mismo tono ofuscado. Sacudía a cada palabra el rociador de plástico—. Ni mucho menos voy a permitir que hable de esa manera de la familia Disney. ¿Sabe todo lo que ha hecho por los chicos del mundo? ¿Sabe lo que ha hecho por nuestro país?

—¡Tranquilícese, vecino! —Valdez apartaba los brazos y retrocedía amedrentado, como si temiese que del rociador pudiera escaparse una bala.

—¿Sabe usted lo que la familia Disney ha hecho por Argentina? —Adrián avanzaba paso a paso, manguera por delante—. ¿Sabe que dentro de un par de meses se va a estrenar en todo el mundo una película sobre San Martín, el héroe de los Andes?

—¡Está loco! —chilló, y se refugió en la seguridad de su casa.

—Adrián, ¿qué pasa? —sonó la voz de Lola—. ¿Por qué hiciste eso?

En un gesto furioso, maquinal, Adrián olvidó la manguera y aprisionó una de sus orejas. Resistió tenaz. No quería continuar la patraña frente a sus hijos. No quería hablar de los dos años de labor de animación. No quería hablar de los avanzados sensores láser montados en satélites que habían escaneado hasta la última piedra de los pasos andinos. No quería hablar de las voces. Las voces...

Las voces de Marcos Bonelli como José de San Martín y Lorena Gaytán como Remedios de Escalada. Las voces de David Carrasco Bernal como Bernardo O'Higgins y José Campomayor como el malvado gobernador Marcó del Pont. El malvado gobernador Marcó del Pont, repitió en silencio. Maldito Pepe Grillo. Deseó que se callara de una vez.

—¿Estás bien, Adri? —Lola le apoyó una mano en el hombro.

—Sí... Digo no, no —vaciló. Parecía ausente: apretaba los párpados y se aferraba la oreja como si fuera a arrancársela—. Loli, ¿querés llevar vos a los nenes? Yo... yo después me tomo el tren.

—¿Estás seguro? ¿Vas a estar bien?

—Sí, sí, voy a estar bien. Dale, andá. ¡Andá!

Lola abrió la boca una última vez, pero no dijo nada. Introdujo a los chicos en la minivan y partió. Al alejarse, Nico contempló con ojos tristes a su padre en aquella postura extraña, los zapatos embarrados.

Adrián logró componerse mientras se cambiaba el calzado. En el tren camino al trabajo, ignoró lo mejor que pudo los cartelones que pregonaban la película de San Martín.


El guardapolvo de laboratorio de Adrián había sido confeccionado para cumplir dos condiciones: soportar las rudezas del juego con niños y ser fácil de limpiar en caso de mancharse durante el desayuno. Adrián lo colgó con cuidado de una percha y lo guardó en su casillero. También dejó allí los anteojos: no tenían aumento ni le prestaban ninguna utilidad, pero estaba estipulado que dos de cada cinco ingenieros de investigación y desarrollo, elegidos al azar, debían usarlos en público. El público incluía a sus propias familias.

Estaba prendiéndose la tarjeta de identificación a la camisa cuando el Turco Nasar irrumpió en el vestuario. Tenía el rostro enrojecido y respiraba con dificultad. Había estado corriendo.

—Adrián... —jadeó—. Llegás... llegaste tarde...

—Sabés que es miércoles —respondió Adrián con una nota de fastidio—. ¿Qué pasa que andás tan agitado?

—De... De Simone... —Se tomó un instante para recuperar el aliento. Su estado físico no era precisamente ejemplar—. Nos cayó De Simone, y está encabronadísimo... La cosa es con vos...

—¿Conmigo? ¿Qué tengo que ver yo si al trolo ése le bajó la regla?

Sorprendentemente, Nasar no lo reprendió por hablar de esa manera del supervisor general del Programa Pegaso. El asunto era grave.

—Dice... dice que calculaste mal el impulso...

—¿Que yo hice qué? —saltó—. ¿Dónde está?

—En Diseño. Dice que... ¡Eh, pará!

Adrián ya apretaba el paso en el corredor, superando veloz una puerta de plástico tras otra. A Nasar se le dificultaba ponérsele a la par.

—¡Adrián...! ¡Es... esperame! —Fue en vano.

—¡Ah, pero si aquí está el genio! —exclamó De Simone, de pie entre de las estaciones de trabajo, en cuanto lo vio entrar—. ¡Por favor, démosle todos un aplauso al doctor von Braun!

Nadie aplaudió. De Simone quedó solo en su palmoteo sardónico, indiferente a la falta de respuesta. Algunos rehuyeron la mirada de Adrián.

—De Simone, hoy no empecé bien el día. ¿Qué pasa?

—Así que el señor no empezó bien el día —replicó De Simone sin variar el tono—. Mire usted qué cosa. ¿Quiere un tecito para relajarse? ¿Un masaje en la espalda?

—¿Me vas a decir qué pasa?

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa, me pregunta? —Se hamacaba alternativamente sobre los talones y la punta de los pies, las manos a la espalda. Adrián deseó en silencio que perdiera el equilibrio y se rompiera algo—. ¡Nada! ¿Qué va a pasar? Solamente que tenemos encima la fecha para elevar el informe de progreso, y ahora tenemos que hacer de nuevo todo el trabajo del último mes. ¿Por qué? ¿A usted le parece mucho?

—Señor —intervino Nasar, febril—, señor supervisor, yo le aseguro que...

—No se meta, Nasar— lo interrumpió De Simone, sin mirarlo. Tampoco miraba a Adrián. Jamás veía a los ojos; su atención parecía fija en algún punto atrás y a la derecha del ingeniero—. Dígame, Levi, ¿usted no piensa en su familia?

"No pienso en otra cosa", estuvo a punto de devolverle Adrián. Pero no lo hizo. Habrían estado hablando de cosas diferentes. Llevaba demasiado tiempo allí como para no saberlo.

—¿No piensa en sus compañeros, Levi? ¿En lo mucho que se esfuerzan para llevar esto adelante? ¿No le importa que ahora, por su culpa, todos van a quedarse sin vacaciones y sin licencias hasta que se haya elevado el informe?

De inmediato estalló el rumor de cien protestas mezcladas. Alguien lanzó un silbido, escudado en el anonimato del grupo.

—¡Silencio! —ordenó De Simone —. ¡Silencio, dije! —Paseó la mirada altiva por el recinto, sin detenerse en nadie en particular—. ¿Quieren trabajar doble turno también? Porque doble turno van a trabajar si hace falta para poner a Disney Buenos Aires a la cabeza del Programa Pegaso.

»Y usted, Levi... —se le arrimó como para hablarle al oído, pero pronunció las palabras en voz alta, para que todos las oyeran—. Usted, Levi, a ver si se deja de boludear de una buena vez y se pone a trabajar en serio, ¿me oyó? Que acá estamos todos en el mismo barco, y el que no rema se baja. ¿Me oyó, Levi?

—Sí —respondió Adrián con voz apenas audible.

—¿Cómo dice, Levi?

—Sí.

—Hable más fuerte, Levi, no lo escucho. ¿Cómo dice?

Adrián apretó la mandíbula. Hacía un esfuerzo sobrehumano para no derribarlo de un puñetazo.

—¡Sí, oí!

—¿Sí oí, qué?

Adrián estaba a punto de explotar. Tenía en tensión todos los músculos del cuello.

—¡Oí... señor supervisor! —escupió al fin con rabia.

—Bien. Bien. —De Simone retrocedió unos pasos. Nada podía ser más exasperante que ese gesto de autosuficiencia—. Siga trabajando, y a partir de ahora preste más atención. —Con paso parsimonioso, rodeó a Adrián y se encaminó a la puerta.

—Trolo de mierda.

Las murmuraciones cesaron de golpe. Un silencio denso se instaló en la sala. No había sido más que un susurro, una mínima descarga de furia entre dientes que Adrián no había sido capaz de contener. Nada más que eso; pero todos lo habían oído.

—¿Cómo dijo, Levi? —La voz del supervisor a sus espaldas, engañosamente mansa, le heló la sangre.

—Nada. —Adrián contuvo la respiración—. No dije nada.

—¿Cómo que no dijo nada? Yo lo escuché. ¿Me lo repite, por favor?

—No... no dije nada, señor supervisor.

Oía detrás de él los pasos ceremoniosos. Casi podía sentir en la nuca la mirada de fuego.

—No me mienta, Levi. Y míreme cuando le hablo.

"¿Querés echarme, trolo de mierda? —pensó Adrián—. Dale, echame. Echame de una vez por todas. Vas a hacerme un favor." Por unos instantes, la perspectiva le pareció liberadora. Sólo por unos instantes.

—¡Míreme cuando le hablo, carajo!

Giró, obediente. Los ojos de De Simone, un palmo por debajo de los suyos, se le clavaban con mal disimulada cólera. Era el mismo viso arrogante que de costumbre, pero saltaban chispas de las pupilas.

—Me dijo "trolo de mierda".

—No... yo...

—Me dijo "trolo de mierda", Levi. No lo niegue. —Echó humo por la nariz. A continuación ladró—: ¡Nasar!

—¡Eh...! —se sobresaltó el aludido—. Sí... Sí, señor supervisor.

—¿Todos sus subalternos son así de irrespetuosos?

—No... No, señor supervisor, le aseguro que no... —Parecía a punto de derretirse.

—A mí me parece que hay serios problemas de disciplina en su sección, Nasar. —En ningún momento apartó los ojos de los de Adrián. Nunca hacía eso—. Quiero que le aplique un riguroso correctivo a este subalterno suyo. Su conducta es intolerable.

Viejo nazi, pensó Adrián. Viejo, puto y nazi. No le faltaba nada.

—Sí... Sí, señor supervisor... Vaya tranquilo que yo me encargo, señor supervisor...

No se marchó de inmediato. Le sostuvo la mirada a Adrián unos instantes más. Durante esos momentos, nadie respiró. Luego, sin advertencia, dio media vuelta y se alejó dando largos pasos.


Los chicos corrían de aquí para allá por la estación. Las dos maestras acompañantes se desgañitaban tratando de ponerles coto.

—Caramelos, maestra, quiero comprar caramelos.

—¡Un pancho, un pancho!

—¿Ése es el tren?

—¡Maestra, tengo que ir al baño!

—¡Eh! Mi papá tiene uno así —comentó entusiasmado Nico, señalando las tarjetas de identificación que les prendían a la ropa. Mostraba el nombre y la foto del portador, el logotipo redondo con orejas y, en el borde superior, una banda amarilla donde se leía VISITANTE—. Pero la de él acá tiene rojo en vez de amarillo. Es ingeniero, está haciendo una nave espacial para ir a la Luna.

—¡Qué va a trabajar tu viejo acá, mentiroso! —soltó Nacho, y le dio un puñetazo en el hombro—. ¡Dejá de mentir!

—Es cierto —intervino Valeria—. Yo lo veo a veces cuando lo lleva a la escuela.

—¡Ah, miralo! ¡Lo defiende la novia! —rió Rodrigo. Era una risa ronca, parecida al gruñido de un cerdo. Nacho y él eran carne y uña.

—¡No es mi novia, pendejo! —se lanzó Nico sobre él. Nacho se interpuso. Era, por un amplio margen, el más alto del curso; su sola presencia intimidaba a los demás. Era él quien comenzaba y ponía fin a todas las hostilidades, y aquél no era el momento ni el lugar.

—¡Hola, chicos! Bienvenidos a Disney Buenos Aires, donde la magia es real. —Una joven mujer sonreía ante ellos. Llevaba puesto un sobrio conjunto de verano y cruzaba las manos al frente—. Yo soy la señorita Guadalupe, y voy a ser su guía en esta visita. Si alguien quiere hacerme alguna pregunta antes de empezar...

—¿Es cierto que acá tiraron una bomba atómica? —dijo un chico con los ojos muy redondos.

Sólo la señorita Guadalupe fue consciente de su propio instante de vacilación. Se concentró en que su lenguaje corporal no dejara traslucir la duda, mientras su conciencia electrónica le dictaba la respuesta:

—¡Qué ocurrencia! —rió. Era una risa estudiada, diseñada cuidadosamente para sugerir complicidad y no burla—. No, no pasó nada de eso. Lo que pasó fue que, mucho antes de que ustedes nacieran, la gente empezó a mudarse a otros lugares para vivir más tranquila, y todo esto quedó abandonado. —Advirtió en las caritas la reacción esperada de maravilla. Todos habían crecido en localidades de pocos miles de habitantes, desperdigadas en un radio de cien kilómetros en torno a la que había sido la capital del país. La idea de una antigua y gigantesca ciudad abandonada hallaba terreno fértil en sus fantasías.

Hizo una pausa y alteró sutilmente su inflexión, para destacar que lo que seguía era lo realmente importante:

—Cuando los de la familia Disney nos hicimos cargo de Buenos Aires, nos comprometimos a conservar el patrimonio histórico para que todos pudieran conocerlo.

La señorita Guadalupe finalizó la exposición con una sonrisa complacida. Su trabajo era el más sencillo del mundo. Librada a sus propios recursos, se habría embrollado con lo que recordaba, poco y mal, de sus lecciones escolares:

El colapso de Internet en 2021. El derrumbe inmediato de los mercados. Caos y anarquía. Guerras de pandillas y "brigadas de pacificación" en las grandes capitales del mundo. Gobiernos militares y migraciones masivas de la ciudad al campo en los países periféricos.

El paulatino resurgimiento de la radio, la televisión y otros medios de gran alcance y baja interactividad. Las alianzas estratégicas entre los gigantes comerciales moribundos. La consolidación, hacia finales de la década, de la industria del entretenimiento como nuevo motor de la ciencia y la economía.

Nada de ello habría sido apropiado para oídos infantiles. Afortunadamente, contaba con la invalorable ayuda inalámbrica de Pepe Grillo.

—Sí... Ésta era la estación del ferrocarril Mitre, ¿verdad?

Otra vacilación. No era raro que las maestras hicieran preguntas inoportunas como aquélla. La señorita Guadalupe había aprendido a no perder la sonrisa en esas situaciones. La mueca quedó contenida, y una fracción de segundo después Pepe Grillo le susurraba al oído las palabras adecuadas:

—Efectivamente, la estación en la que estamos forma parte del patrimonio histórico del que les hablaba. Estaba muy deteriorada después de años de abandono. La familia Disney la refaccionó a nuevo, y ahora podrá seguir funcionando durante muchos años más. Si me acompañan, vamos a subir al tren para comenzar el recorrido.

El tren era más pequeño y vistoso que los interurbanos que acostumbraban ver todos los días. La locomotora era un bulto negro y rojo, con una chimenea de la que se elevaba serena una columna de humo claro. El nombre LA PORTEÑITA estaba escrito con letras brillantes en el flanco. Llevaba enganchados tres vagones azules con grandes ventanillas.

Un hombre mayor de mameluco impecable y gorra cómica se trepó con agilidad a la locomotora y accionó el silbato. El pitido resonó en el andén con una fuerza imprevista. Algunos se cubrieron los oídos.

—¡Todos arriba! —anunció jovial—. Va a salir el tren con destino a Reino Encantado, Ciudad del Cielo, Estadio Monumental, Estudios Disney, Plaza Mayor y Hollywood 1930. ¡Arriba que nos vamos!

El humo blanco se hizo más denso. La caldera aceleró sus latidos sordos. Entre el repique de la campana y la algarabía de los pasajeros, el tren se echó a traquetear sobre los rieles.


Una farsa. El afiche que, a falta de ventanas, quebraba la monotonía blanca y beige de la oficina de Nasar, era una farsa. El viejo anuncio de la Excursión Orbital mostraba al Zodíaco con todas sus galas frente a una Tierra rebosante de azul y un cielo tachonado de estrellas. Adrián sabía que esa escena no era real.

Él había hecho la excursión cuando fue asignado a su mantenimiento, al poco tiempo de empezar a trabajar en el parque. Sólo él entre todo el pasaje conocía toda la verdad. Sabía que el Zodíaco no era más que un avión estratosférico modificado. Sabía que los abultados propulsores, los aparatosos instrumentos, las antenas prominentes, se replegaban discretamente dentro del fuselaje durante las primeras instancias del vuelo, para no interferir con la aerodinámica del ala delta. Sabía que a la altitud del paseo no había órbita posible; que la prometida vuelta al mundo se reducía a un círculo amplio que se adentraba en el lado nocturno del planeta.

A lo largo de la ruta se habían dispuesto globos con luces que oficiaban ora de satélites y estaciones espaciales, ora de OVNIs. De cuando en cuando la guía indicaba: "a su derecha pueden ver el continente africano", o "más adelante se encuentra Nueva Zelanda; estamos cruzando la línea internacional de cambio de fecha". Invariablemente señalaba alguna costa enmascarada por las nubes o un cúmulo de luces apiñadas en el océano de oscuridad. Invariablemente los pasajeros veían lo que se les ordenaba.

Todos regresaban a tierra fascinados. Adrián nunca lo había entendido.

Había encontrado el afiche buscando evitar el gesto de desaprobación de Nasar. No existía en la oficina otro lugar donde posar la mirada. Con la atención fija en él pensó, una vez más, que no podía entender todo ese montaje. ¿Acaso contemplar el mundo desde aquella perspectiva, acaso ver salir el sol tras un horizonte curvo, no era por sí sola una experiencia imponente? No, sencillamente le resultaba incomprensible.

—¿Qué fue eso? —Nasar lo devolvió al presente. Había hablado sólo para interrumpir el ya insostenible silencio—. ¡Dale, decime! Quiero que me expliques qué fue eso que hiciste allá afuera.

No era cierto, y ambos lo sabían. Nasar no quería ninguna explicación; la situación lo ponía incómodo en extremo. Lo qué el quería era planear, coordinar, disponer, asignar... En eso era bueno. Siempre que los acontecimientos siguieran sus cauces de rutina, podía dirigir todo el Laboratorio de Propulsión sin moverse de su silla. Pero como figura de autoridad, era nulo.

—Adrián, Adriancito querido, no podemos permitirnos que pasen estas cosas. Se supone que tenemos que tirar todos para el mismo lado si queremos ganar el Programa Pegaso. ¿Sabés lo que están haciendo los de Disney Tokio? ¿Querés saber lo que están haciendo? Una Discovery.

—¿Una qué?

—¡Eso mismo dije yo! ¿"Una qué"? ¿Sabés lo que es? Es una cosa espantosa de una película del año 2001.

Adrián rememoró, vagamente, aquellas imágenes que le habían causado gran impresión en su infancia. No tenía presentes los detalles de la historia, pero por lo poco que recordaba, no creyó que fuera publicitariamente acertado. Se abstuvo de decirlo, así como de corregir a Nasar.

—Pero mirá, decime vos si no es una canallada. ¿Cuánto llevamos nosotros? ¿Tres años? Tres años rompiéndonos el lomo para diseñar un cohete que vaya derecho de la Tierra a la Luna. Sin transbordadores, sin etapas, sin impulsores descartables que se quedan dando vueltas por ahí... —Resopló y se echó hacia atrás, haciendo crujir el respaldo—. Y estos amarillos hijos de su madre van y hacen una nave que tiene todo eso, con la excusa de que está en una película que vieron ellos solos. ¡Mirá que no tienen cara los desgraciados!

Adrián no respondió, pero su opinión era clara. Él siempre había pensado que el "clásico cohete a la Luna" era una pésima idea. Nunca resolverían a tiempo todos los inconvenientes prácticos. Él mismo no habría cometido ese error idiota con el impulso si las especificaciones no cambiaran día por medio, al compás de las simulaciones apresuradas.

Pero por el momento, si su jefe prefería eludir el asunto que los había reunido allí, él no objetaría.

—No, no tienen cara —insistía Nasar—. Tres años de trabajo para...

—Pero, ¿vos cómo sabés todo esto?

—Lo sé, lo sé, no importa cómo —bufó y lanzó sobre el escritorio los anteojos, que él sí necesitaba. Quedó inmóvil y en silencio, contemplando un punto fijo de la pared.

—¿Y vos pensás que con eso nos pueden ganar?

—¿Qué? ¡No, no! —golpeteó enfáticamente el escritorio con los dedos—. Los viajes al Moon Resort van a salir de acá, de Ciudad del Cielo. De Argentina. No de una islita perdida en la otra punta del mundo. A eso ponele la firma.

—Estoy totalmente de acuerdo —lo secundó Adrián enérgicamente—. Pero para eso tenemos que ponernos a trabajar ya mismo, ¿no? ¿Qué estamos esperando acá?

—Pará, Adriancito, pará —Nasar volvió a calzarse los anteojos y tomó un pad del escritorio. Parecía haber recordado de repente que era el superior y se esperaba algo de él. Pero seguía sin gustarle—. Antes... Antes tengo que encargarte un... un asunto...

—¿Un asunto? ¿Qué asunto? —Temía lo que podía venir a continuación.

—Un asunto... —Tomó aire—. La... la locomotora veintidós necesita un service...

—¿Qué?

Adrián le quitó el pad de las manos. Leyó varias veces la pantalla, para estar seguro de que no se engañaba.

—¿Trencitos? ¿Me mandás a arreglar trencitos?

—Yo preferiría no hacerlo... Dios sabe que prefiero tenerte acá, trabajando en... Pero éste es un asunto que...

—De Simone.

—¿Qué?

—Fue De Simone, ¿no? ¿Él te dijo que me mandaras?

—S... ¡No, no! —farfulló—. Adrián, esto no se trata de vos, de mí o de De Simone. Es la familia. Pensá en la familia.

Adrián lanzó un suspiro de fastidio. Aquí venía de nuevo.

—Pensá en todo lo que la familia hace por vos. Lo que hace por tu señora, por tus nenes... Lo que hace por el país, caramba. Esto no lo veas como un castigo, velo como una lección. Una lección para que te acuerdes que, hagas lo que hagas, formás parte de algo que es más grande que vos mismo.

En eso era bueno. Planear, coordinar, disponer... y vender la familia Disney. Se había ganado a pulso su puesto.

—Decime una cosa, Turco... ¿Nunca te dan ganas de ser vos mismo?

Nasar no respondió. Los anteojos le resbalaron hasta la punta de la nariz; quedó observándolo con expresión bovina por encima de la montura dorada. Parecía que de pronto hubiera olvidado el idioma.

—¡Vamos, Turco! —insistió Adrián, vehemente—. ¿Vas a decirme que nunca te dan ganas de arrancarte este bicho de mierda de la oreja y putear contra los cohetes, los trencitos, los ratones y la madre que los parió a todos juntos?

La explosión de franqueza ahondó por unos instantes el silencio de Nasar. Se dio cuenta de que tenía la boca abierta; la cerró. Carraspeó y se acomodó los anteojos sobre el puente de la nariz.

—Sí... Sí, bueno, ése es otro tema —articuló al azar mientras recobraba el pad y accionaba botones, o simulaba accionarlos—. No te quería decir nada por ahora... Me decía, no, es un buen muchacho, ya se va a encaminar él solo...

—Turco —bajó la voz, los ojos entornados—, ¿de qué carajo estás hablando?

—Pues de... Vos sabés... De... ¡De Pepe Grillo te hablo, car...amba! ——Estampó la palma sobre el escritorio, más para infundirse ánimo que para imponer su autoridad—. En este último tiempo estuviste haciéndole poco caso. Mirá, sin ir más lejos, acá dice que esta mañana...

—¿Ves? ¿Ves lo que te estoy diciendo? ¡Ni acá adentro dejás de chuparle las medias a la máquina ésa!

Bufó y desvió la vista. El afiche. Lo rechazó instintivamente, y volvió a encontrar a Nasar. Contrariado, se echó hacia atrás. Quedó contemplando la luz del techo.

Nasar se tomó su tiempo para responder. Cuando al fin lo hizo, fue notorio que había estado rumiando las palabras.

—Mirá, Adriancito, te voy a decir un par de cosas. En primer lugar, no es una máquina. Es una inteligencia artificial. En segundo lugar, te estás olvidando de que no sos un simple empleado que cumple su horario y se olvida. Acá no hay simples empleados; acá todos somos parte de algo más grande, que es la familia. Acá adentro y allá afuera también. Y cuando estamos allá afuera, este bicho de... de eso que vos decís nos ayuda a representar a la familia de la mejor manera posible...

Lo que más irritaba a Adrián era que Nasar estuviera soltando toda esa arenga sin ayuda. Pepe Grillo sólo se ocupaba de las relaciones públicas.

—Sí, ya sé, ya sé —lo interrumpió, hastiado—. Yo nada más... Qué sé yo, a veces me gustaría tener un poco de intimidad...

—¿Intimidad? —Nasar resopló incrédulo—. No me hagas reír. ¿Qué tiene que ver la intimidad? ¿Te creés que a Pepe Grillo le importa...? —bajó la voz como si alguien más pudiera oírlo—. ¿Te creés que le importa lo que hacés de noche con tu mujer? ¿Que lo va a andar contando? ¡Haceme el favor!

—Pero... No, dejá, dejalo así —se rindió—. No nos vamos a entender nunca. Mejor me voy a cumplir mi castigo antes de que las cosas se pongan peores.

Se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Allí lo alcanzó Nasar.

—Adriancito, vos sos un buen muchacho —le dijo en un tono casi paternal—. Sos un buen muchacho y un excelente ingeniero. Sos un integrante muy valioso de la familia, y si todos... No, no, dejame hablar... Si todos tiramos para el mismo lado, a la familia le va a ir bien. Y si a la familia le va bien, nos va bien a todos. ¿Entendés? Pero si insistís, si insistís en ir contra la corriente, un día... Bueno, un día alguien va a decidir que... que la familia no te preocupa, y... ¿Y qué vas a hacer? ¿A dónde vas a ir cuando ya no seas de la familia?

Eso era verdad. No exactamente por las razones que Nasar pretendía esgrimir, pero era verdad. Muchas veces había considerado seriamente presentar su renuncia, claro que sí. Pero ¿en qué otro sitio conseguiría trabajo un ingeniero aeroespacial? La facultad misma estaba subvencionada por Disney y su socio Boeing. Al iniciar la carrera, había sabido que el título garantizaba un buen puesto en una gran compañía. No pensó que llegaría a lamentar la falta de opciones.

—La familia —repitió lúgubremente en una última chispa de rebeldía—. ¿Sabés a qué me hace acordar eso de "la familia"? ¿Vos viste El Padrino?

—¡Por supuesto que la vi! —El otro se envaró, como si acabaran de insultarlo—. La compré el mismo día que la lanzaron. Yo soy un buen miembro de la familia Disney.

—No, no... —Adrián se cubrió la cara con una mano, súbitamente abrumado al recordar los marcados claroscuros de aquella versión animada. Se la habían regalado cuando nació Tomi. Gangsters buenos con facciones de piedra, gangsters malos de tez verdosa y ni una sola gota de sangre.

—Mirá... Dejémoslo así. Me voy a arreglar este tren, ¿está bien?

Había perdido la determinación de salir con un portazo. De todas formas, habría sido un desperdicio de energía y de cólera. No se habría oído más que un lastimoso golpe en sordina en aquella puerta de plástico.


—¡Chicos! —llamó una de las maestras—. ¡No se asomen que se van a caer!

En realidad, no parecía haber peligro. Aun estirándose sobre la punta de los pies, Nico apenas lograba elevar el pecho sobre el borde de la baranda. El entramado metálico era demasiado estrecho para permitir el paso de un pie: no podía treparlo. Junto a sus compañeros, Nico se afirmó y contempló aquel enorme espacio cerrado, el más grande que hubiera visto.

Dos niveles más arriba, una cúpula transparente dejaba ver el cielo límpido. En el fondo del pozo, del que lo separaban otros cuatro niveles anulares ocupados por puestos de souvenirs y mesas de bar de diseño futurista, los visitantes caminaban por los senderos de un jardín prolijamente cuidado. En algunos puntos de los bordes interiores de los anillos, las barandas exhibían discretas enredaderas. Los manchones verdes eran parches de vida sobre la asepsia del plástico y el metal.

—Es posible que dentro de varios siglos —señalaba la señorita Guadalupe a su alrededor— la Humanidad llegue a estrellas lejanas en ciudades espaciales muy parecidas a ésta. El viaje durará muchos años, y los que lleguen a destino serán bisnietos o tataranietos de los que partieron. Mientras tanto, los pasajeros llevarán una vida normal, alimentándose de las plantas que cultivarán. La gravedad será creada por una aceleración constante. Todos ustedes han viajado en tren interurbano, ¿no? ¿Vieron cuando acelera y los aplasta contra el respaldo? Sería algo muy parecido a eso.

»Claro que para eso falta mucho tiempo. Pero mientras tanto, aquí mismo en Ciudad del Cielo estamos dando los primeros pasos hacia la conquista del universo. ¿Quieren ver?

Nico leyó con avidez el cartel que señalaba la entrada del pasaje. "Al Centro de Ciencia." Estaban cerca. Se apuró para ponerse al frente del pelotón.

El corredor era una pasarela cerrada que colgaba a unos veinticinco o treinta metros por encima del césped del exterior. El extremo opuesto se adentraba en otro de los cilindros verticales que conformaban el complejo llamado Ciudad del Cielo. Por las ventanas se veían las pistas y plataformas, iluminadas por el sol primaveral. Más allá estaba el cobertizo del Zodíaco señalado con banderas ondulantes. No verían despegar hoy la renombrada astronave: sólo partían dos Excursiones Orbitales a la semana, los martes y los sábados.


Ilustración: WKowalski

El corredor terminó. Atravesaron una antesala y pasaron a una habitación en penumbras.

—¡Uh, mirá eso!

—¡Buenísimo!

Sin esperar indicaciones ni oír las advertencias de las maestras, corrieron a apiñarse en torno a la mesa iluminada, el único mueble presente. Sostenía un modelo a escala. Una burbuja protegía de manos inquisitivas aquella colección de geometrías surtidas. Sobre un lecho de fino polvo blancuzco se ordenaban cilindros, prismas y domos hemisféricos, hangares y explanadas, antenas y mástiles de luces. Una torre sostenía una estructura cilíndrica con orejas de ratón.

—Así será el Walt Disney Moon Resort, que actualmente se está construyendo en la Luna, en el Mar de la Fecundidad. —La señorita Guadalupe señaló en una imagen de la pared un punto cercano al borde del disco lunar—. Cuando esté listo tendrá capacidad para más de mil quinientos huéspedes, quienes disfrutarán de todas las comodidades de los mejores hoteles de la Tierra, combinadas con todos los atractivos del ambiente extraterrestre. Se harán observaciones astronómicas y excursiones por el exterior. En la piscina, el gimnasio y las canchas se podrá experimentar la práctica de actividades deportivas a una gravedad de un sexto de la terrestre.

Una mano exploradora se aventuró dentro del cono de luz y se posó sobre la burbuja protectora. Fría y dura, y también resistente: el material no cedía bajo la presión. Dio con los nudillos un par de golpecitos, rápidos y nerviosos, y se retiró entre las risas de los demás.

Nico luchaba por conservar su posición entre dos compañeros más altos que no parecían apercibirse de su presencia. Allí estaba, por fin, el dichoso centro turístico espacial de que su papá le había hablado tanto. Ya no podía faltar mucho para llegar a la nave, al Programa Pegaso. Al otro lado de la mesa, Nacho observaba el modelo con más asombro del que nunca admitiría. Nico lo vio y sonrió: por una vez, el gallito tendría que tragarse sus cacareos.

—Actualmente —prosiguió la señorita Guadalupe—, el Walt Disney Moon Resort se encuentra en las fases iniciales de su construcción. Periódicamente se envían materiales y suministros por medio de los ascensores espaciales del Pacífico. Se inaugurará en 2069, cuando se cumplan cien años de la llegada del hombre a la Luna. Y quién sabe —sonrió—, puede ser que uno de ustedes esté entre los primeros visitantes.

Las huidizas atenciones infantiles ya habían tenido bastante de aquella maqueta inmóvil. Ahora el grupo comenzaba a dispersarse por la sala. Algunos estudiaban las imágenes trasiluminadas que se alineaban en las paredes: un fornido vehículo con orugas, canchas de tenis y voley más grandes que las normales, figuras en coloridos trajes espaciales que contemplaban el globo azul de la Tierra suspendido sobre el horizonte...

—Claro que un ascensor espacial no es el mejor medio para ir de la Tierra a la Luna. Hay que pasar muchos días en un espacio incómodo y estrecho. Nadie quiere eso, ¿verdad?

En las pausas entre sus intervenciones, había ido acercándose sutilmente a un rincón específico. Ahora articulaba sus palabras con un tono estudiado para generar en sus oyentes cierta sensación de inminencia. Por supuesto, nadie podía aguardar los momentos siguientes más ardorosamente que Nico.

—Por eso, nuestros ingenieros están buscando la manera de acortar el viaje. —Levantó una mano armada de un pequeño telecontrol y pulsó un botón.

A primera vista, la pared no se distinguía de las demás. Si acaso, las imágenes que la adornaban eran las que menos interesarían a cualquier visitante. Paisajes lunares poco notables, constelaciones anónimas, antiguas sondas en tránsito hacia otros planetas... Nada que no se hubiera visto centenares de veces en la televisión.

Luego de que la señorita Guadalupe presionó el botón, el panorama cambió. El tabique se partió en dos, justo a lo largo del borde inferior de la hilera de imágenes, y cada parte se fue por su lado. A medida que las mitades se alejaban, hundiéndose en el piso y el cielo raso, la habitación fue llenándose de una claridad que provenía de más allá.

—¿Qué es eso?

—¡Mirá! ¡Mirá!

—¡Espectacular!

Nico fue el primero en aplastarse contra el vidrio. Contuvo el aliento: las personas que se movían allá abajo usaban guardapolvos iguales a las de su papá, y prendidas de las solapas llevaban las identificaciones rojas de los ingenieros.

—Éste es el Laboratorio Espacial de Disney Buenos Aires. Aquí es donde se construye el futuro.

Más que un laboratorio donde se desarrollaran naves espaciales parecía el puente de mando de una, tal como se veía en las películas. A lo largo de las paredes cóncavas se sucedían consolas de teclados luminiscentes. Instalados ante las grandes pantallas, los ingenieros ponderaban complejos diagramas de órbitas y vectores. Otros, de pie, discurrían frente a modelos holográficos que giraban en el aire. A una señal de cualquiera de ellos, una de esas naves fantasma alargaba su forma o modificaba la proporción de sus componentes.

Ninguno dio muestras de notar que estaban siendo observados. Se habría dicho que nada podría alterar el orden y la disciplina de aquel sitio.

—En varias partes del mundo, Laboratorios Espaciales iguales a éste cooperan en el Programa Pegaso, con el fin de construir una nave que...

Nico ya no la oía. Acababa de escudriñar por segunda vez la totalidad del laboratorio, y ahora estaba haciendo una tercera inspección más cuidadosa. Empezaba a notar un cosquilleo molesto en el estómago.

—Nico —oyó la voz de Valeria a su lado—, ¿dónde está tu papá?

No respondió. Sostuvo la mirada atónita en aquellos hombres y mujeres que trabajaban ante los monitores, caminaban con paso firme de una punta a otra, sostenían conversaciones que se quedaban del otro lado del vidrio. Todos vestían pulcros guardapolvos blancos; algunos usaban anteojos. Nico no conocía a ninguno.

—... los revolucionarios sistemas de propulsión que estamos desarrollando...

Giró la cabeza hacia Valeria. Necesitaba desesperadamente un punto de apoyo, un rostro amigo. Pero lo que halló, más allá de la cabeza de la niña, fue la mirada despreciativa de Nacho. Sus labios formaron en silencio la palabra "mentiroso".

Nico volvió con urgencia al laboratorio. A aquel laboratorio plagado de extraños.

—... hacer el viaje completo en menos de dos días, en lugar de...

"¿Dónde está?", trató de decir, a un paso del descorazonamiento. Las palabras se se le atragantaron.

—... al Simulador Planetario, donde vamos a hacer un recorrido por todo nuestro Sistema Solar. ¿Vamos?

Las mitades de la pared volvieron a unirse, cerrándose como dientes. Nico quedó estático, mirándola. No a las imágenes; sencillamente miraba la pared vacía ante sus ojos, como si pudiera ver a través de ella.

—¿Vamos, Nico? —Valeria lo tomó de la mano.

Nico la siguió ciegamente, dejándose guiar por unos momentos. Finalmente se soltó y se apartó arrebatadamente de ella; se mezcló entre los demás para que no lo viera. Le dolía la panza y hacía esfuerzos dolorosos por no echarse a llorar.


El carrito zumbaba frenético bajo el techo abovedado. Cada pocos segundos cruzaba un charco de luz amarillenta y seguía adelante.

Aun con esa iluminación avara, era notoria la desproporción entre vehículo y vía. El túnel, holgado y cavernoso, no había sido concebido para conducir cochecitos, sino trenes. Eso había hecho durante décadas, antes de que la red de transporte subterráneo, ya en desuso, fuese reformada y ampliada para cumplir un propósito diferente. Ahora era el sistema nervioso del parque, el asiento de sus funciones vitales: administración, mantenimiento, laboratorios de investigación y desarrollo... Sobre la superficie no había nada que no estuviese destinado a la atracción y servicio de los visitantes.

El túnel desembocó en un estacionamiento casi desierto. Adrián dejó allí el vehículo y cruzó a pie la puerta del fondo.

Entró a un amplio recinto atestado de locomotoras: alineadas en un rincón, suspendidas de grúas, colocadas sobre las plataformas hidráulicas que alternaban entre el nivel del taller y el del mundo exterior... Notó actividad en una de ellas y hacia allá fue.

Desde un compartimiento abierto en el flanco de la máquina, dos conductos blindados serpenteaban en dirección a grandes tanques rotulados H2. El gas hacía gorgoritos al pasar por los indicadores de las válvulas de seguridad. En la cabina de la máquina, un hombre trabajaba con un soldador.

—Hola —saludó desde cierta distancia—. Vengo a hacerle el service a la veintidós.

—Y yo le quiero hacer el service a la Chávez, pero no se deja —fue la respuesta, inesperada y risueña.

Adrián vaciló. Miró a su alrededor. ¿Estaba en el lugar correcto? El hombre giró la cabeza para verlo.

—Disculpame —dijo sin dejar de reír, Dios sabría de qué. Salió de la cabina y le ofreció la mano—. Yo soy Eddy. ¿Vos?

—Levi. Me mandan a... eh... a ver la locomotora veintidós.

—Ajá. — Eddy fue hacia una estantería atestada de herramientas y repuestos. De un estante tomó un pad; de otro, un sandwich a medio comer. Se detuvo a dar un buen mordisco antes de continuar.

—¿Vos sos Adrián Levi? —leyó mientras masticaba.

—Sí. —Tenía la sensación de que ya se lo había dicho.

Eddy tragó. Se limpió olvidadizamente una comisura con un dedo que distrajo de la tarea de sostener el sandwich.

—Laboratorio de Propulsión, ¿eh? —Llevó los ojos hacia Adrián mientras se le dibujaba una sonrisa torcida—. ¿Qué cagada te mandaste?

Adrián no podía creerlo. Valdez, De Simone, Nasar... y ahora esto. Parecía una conspiración para amargarle por completo el día. Estaba a punto de sugerirle de manera poco amable que se metiera en sus asuntos, cuando un campanilleo procedente de la locomotora interrumpió la conversación.

Eddy dejó pad y sandwich, y a continuación cerró y desacopló los inyectores de hidrógeno. Las células estaban cargadas. Cerró el compartimiento; el panel completó la curva de la falsa caldera.

—¿Eso no es peligroso? —señaló Adrián.

—¿Qué cosa?

—Eso que hacías... Trabajar en la máquina mientras se carga.

—Nunca pasó nada. Bueno, vení que te muestro...

Lo guió a través del taller. El suelo estaba sembrado de cables y partes rotas. Le explicó en el camino que los demás técnicos andaban dispersos por el parque, y que rara vez estaban al día con el calendario de mantenimiento.

—La veintidós —señaló una locomotora. Con un gesto en dirección a la chimenea, añadió—: Tiene un problemita en la camarita de fumi. Se quema muy rápido y no sale casi nada de humo. Ya viste cómo es, un trencito que no echa humo y hace chucu-chucu no se lo cree nadie.

Adrián asintió, aunque en realidad no había entendido gran cosa. Sólo quería sacárselo de encima cuanto antes.

—Bueno, flaco, vos encargate de esto, ¿dale? Yo sé que podés. —Le dio unas palmadas en la espalda y partió al trote, de regreso a su sandwich.

Adrián quedó de pie en el mismo punto, observando la máquina como si nunca hubiera visto cosa parecida. El nombre escrito en el costado le incitó una semisonrisa amarga. EL COHETE. Parecía hecho adrede.

¿Qué había dicho el imbécil? ¿Algo de la chimenea? ¿Cómo se examinaba eso? Se puso a hurgar desganado entre las herramientas, sin tener una idea clara de qué buscaba. Pronto se encontró leyendo las etiquetas de los frascos.

GEL FUMÍGENO, tenía escrito uno de ellos sobre el dibujo de un tren. Parecía tener alguna relación con lo que se le había encomendado. Instrucciones de uso... Recomendaciones y advertencias... Rango de temperaturas... Sí.

Bien, la situación estaba clara. Aparentemente, el gel se quemaba muy rápido y no echaba casi nada de humo. Alguna resistencia, en algún sitio, se calentaba más de la cuenta. Gruñó: lo habían degradado a la condición de un simple electricista. Sí, claro, la familia... Por lo menos terminaría pronto.

—¡Ah, flaco! —llegó la voz de Eddy desde la otra punta—. ¡Cuando termines con eso, fijate que la ocho tiene un cortocircuito en el tablero! ¡Ah, y dice uno de los maquinistas que la catorce hace ruidos raros cuando arranca! ¡Mirá eso también, a ver si te das cuenta qué es! ¡Y después, si tenés tiempo, mirame la tres que...!

Adrián suspiró resignado. No sería rápido, después de todo. Tendría que sobrevivir a un día largo y pesado.


El sol ya estaba alto y hacía calor. Aun en en la tribuna sombreada se hacía sentir la pesadez del ambiente. La luz estallaba en verdes y blancos cegadores sobre la cancha y la tribuna opuesta.

Desde su sitio en las instalaciones subterráneas del parque, Pepe Grillo interpretó heurísticamente el bajo nivel de entusiasmo de los visitantes y lo correlacionó con la hora y las condiciones atmosféricas. Segundos después, la señorita Guadalupe recibía en su implante auricular la versión corta de su alocución.

—Hace calor, ¿eh, chicos? —comentó. Ella también lo sufría; esperaba que el peinado y el maquillaje no se hubieran malogrado—. Pronto vamos a ir a almorzar.

Les habló en pocas palabras del Estadio Monumental, de su capacidad de espectadores, de su relevancia histórica. De aquel lejano y memorable año de 1978 que tanto había significado para Argentina. De la manera en que la familia Disney mantenía vivo el recuerdo de aquella final, representándola en el sitio mismo en que había tenido lugar. Noche a noche la selección albiceleste, con Mickey llevando el número diez en la espalda y Donald instalado bajo los tres palos, salía a la cancha a enfrentarse a los temibles monstruos anaranjados. Noche a noche, la tribuna estallaba. La señorita Guadalupe habló brevemente de las variaciones que la computadora introducía al azar para que no hubiera dos partidos iguales; de la calidad y la resolución de los proyectores holográficos; de la pantalla gigante en la que podía seguirse de cerca cada instancia. Explicó también que del suelo surgía un escenario para espectáculos musicales, y que en aquella misma pantalla colosal se proyectaban en estreno las películas de los Estudios Disney. Allí precisamente se vería por primera vez en el mundo la película San Martín, el héroe de los Andes, que ya se encontraba en las últimas fases de su producción.

Sentado a un lado, Nico apenas oía. De vez en vez se sonaba la nariz. El resto del recorrido le interesaba poco; sólo quería volver a su casa cuanto antes. Se puso de pie, a desgano, cuando notó que el grupo comenzaba a moverse.

—¿A dónde vas, mentiroso?

La mano huesuda de Nacho se le hundió en el pecho, impidiéndole el paso. Rodrigo estaba semioculto a sus espaldas, como detrás de un poste.

—¿Qué hacés? ¡Dejame pasar!

—Vos no vas a ningún lado —se negó Nacho, mortalmente serio—. A nosotros no nos gustan los mentirosos. ¿Por qué decís que tu viejo labura acá si no es cierto?

—¡Sí es cierto! —protestó— ¡Dejame pasar! —Embistió en vano contra el brazo que se oponía a su avance. Nacho era más alto que él, y también más fuerte, pese a su complexión magra y sus pómulos salientes.

—¿Por qué decís cosas que no son ciertas? ¿Qué querés, levantártela a Valeria? ¿Por qué no la dejás tranquila? —Detrás de él, Rodrigo lanzaba unas risotadas asmáticas.

El grupo se alejaba. Nadie parecía advertir lo que estaba pasando. Las maestras no lo veían, la señorita Guadalupe no lo veía. Buscó a Valeria, pero no pudo encontrarla. Lo estaban dejando solo con esos brutos.

Una vez más trató de enfrentarse a la fuerza que lo mantenía en el sitio. Una vez más fue inútil. Sintió que se le cerraba la garganta, que las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero no podía permitirse llorar. Si mostraba debilidad, estaba perdido.

—¡Dejame pasar, pendejo! —aulló—. ¡Maestra!

—Ah, mírenla a la nena llamando a la maestra —intervino Rodrigo. Tenía la cara deformada por esa risa torcida.

—¿Querés llorar, nenita? —Nacho le dio un empellón, y Nico acabó en el piso—. ¡Dale, llorá! Llorá para que Valeria vea el mentiroso maricón que sos.

Nico, dolorido sobre el cemento, se negó a llorar. El grupo menguaba en la distancia a medida que se acercaba a la salida. Entre la masa humana en movimiento, pudo al fin hallar a Valeria.

—¡Dale, levantate! —lo incitaba Nacho, puños en alto—. ¡Levantate y vení si tenés pelotas! ¡Trolo! ¡Maricón!

A lo lejos, Valeria giró la vista en su dirección. Nico no la vio: ya se había lanzado a la lucha, enfurecido.

Se oyeron gritos. La señorita Guadalupe corría, las maestras corrían. Todos corrían. Cuando llegaron, Nacho se había torcido un tobillo tras tropezar en las gradas y a Nico le sangraba la nariz.


Adrián había tenido un día infernal. Más duro de lo que había previsto, y para colmo, lo habían retenido hasta más tarde de la cuenta. Estaba exhausto y necesitaba desesperadamente una ducha. Lo que menos le hacía falta era un drama familiar a la hora de la cena.

Sin embargo, allí estaba. Allí estaba Nico, revolviendo desganadamente la comida, con el ceño fruncido y la nariz inflamada. Allí estaba él, regañándolo. Maldito si quería hacerlo, pero era lo que se esperaba de él.

—Sabés que no nos gusta que pelees —dijo de modo casi automático—. ¿Qué te enseñamos tu madre y yo?

Nico no respondió. Siguió sosteniéndose la cabeza con una mano, mientras que el tenedor en la otra peinaba el puré.

—No juegues con la comida, Nicolás —lo emplazó Lola.

Nico se detuvo por unos segundos. En ningún momento apartó la vista del plato.

—Mentiroso.

—¿Cómo dijiste, Nicolás? —Habían oído perfectamente.

—Nacho me dijo mentiroso.

—¿Eso es excusa para pelearse? —lo reprendió su padre.

—Vos callate.

Lola tragó. Haciendo acopio de sosiego, dejó los cubiertos sobre la mesa y se limpió los labios con la servilleta antes de dar la orden.

—Nicolás, andá a tu cuarto.

—¡No voy nada!

—¡Andá a tu cuarto, Nicolás!

—¡No voy nada! ¡No voy nada! —se levantó ruidosamente de la silla. Las lágrimas le saltaban de los ojos a cada grito—. ¡Nacho me dijo mentiroso porque yo dije que papá trabajaba en el laboratorio, pero cuando fuimos a ver no estaba!

—Nico, haceme el favor...

—Pará, Loli, pará. —Adrián subrayó la petición sosteniendo la mano de su esposa. Tenía el rostro petrificado—. Vos llevá a Tomi a su cuarto.

Ella lo miró, desconcertada.

—Pero... ¿Estás seguro?

—Sí, yo sé lo que hago. Dale, llevalo.


Ilustración: WKowalski

Lola volvió la vista una vez más hacia su hijo mayor. Un rastro líquido marcaba cada cachete de Nico. Luego tomó en sus brazos al bebé, quien indiferente al griterío se estaba quedando dormido en la silla, y se alejó.

Nico seguía allí de pie, los brazos estrechamente cruzados, cabizbajo. Parecía haberse recluido en sí mismo. Adrián giró su silla y se encorvó hacia él.

—Nicolás... Nico, yo... Te pido disculpas...

Alargó tentativamente una mano. El pequeño rehuyó el contacto.

—Nico... Yo no sé cómo explicarte esto...

Hizo una pausa. De pronto le pesaba todo el cansancio de aquel día abominable. De pronto lo carcomía la culpa por la angustia de su hijo. Ya no quería seguir. Ya no quería resistir. Sólo quería que todo acabara de una condenada vez.

Resignado, simplemente se dejó llevar.

—Nico... Hoy no me viste porque me hicieron un encargo especial. —Bajó la voz—. Un encargo secreto.

Nico movió la cabeza, un desplazamiento apenas discernible, y fijó la vista en su padre. Buena señal.

—Vos no se lo digas a nadie, ¿eh? ¿Viste la nave que estamos haciendo? Bueno, hoy hubo un vuelo secreto de prueba, y me pidieron que fuera para ver que todo andaba bien.

—¿En serio? —preguntó Nico muy bajo, pero con evidente interés. Se adivinaba en sus pupilas un brillo tenue tras la cortina acuosa—. ¿Me lo jurás?

—Te lo juro —sonrió—. Pero vos me tenés que jurar a mí que no se lo vas a contar a nadie. ¡Es muy importante! ¿Me lo jurás?

Nico asintió con la cabeza. El cruce de brazos ya no era tan firme.

—¡Bien! —Alzó al niño y lo sentó sobre su falda. Le secó las mejillas con una servilleta—. Va a ser nuestro secreto, ¿está bien? Y otra cosa. Ese bobo de Nacho... ¿Qué te parece si, nada más que para darle una lección, yo le consigo a todo tu curso entradas para el estreno de San Martín, el héroe de los Andes?

Nico se iluminó como un sol. La expresión de asombro creció y creció, y finalmente se trastocó en una sonrisa que no le cabía en el rostro.

—¿En serio?

—En serio.

—¡Voy a llamar a Valeria para contarle! —Partió rebotando hacia su cuarto.

Lola volvió. Había escuchado toda la conversación desde el vano de la puerta. Se sentó y tomó la mano de su marido.

—Eso fue hermoso —le dijo. Adrián balbuceó algunas vaguedades en respuesta, tratando de restarle importancia al asunto—. ¿Qué es lo que pasó en realidad? ¿Por qué Nico no te vio?

—Fue un día de... un día complicado. Dentro de poco tenemos que mandar el informe de progreso y estuve de acá para allá sin parar.

—Entiendo. Pero decime, papi, ¿de dónde vas a sacar las entradas?

—Ya... ya me voy a arreglar. No sé, hablaré con el Turco, o con alguien... —Esbozó una sonrisa cansada—. Vos dejalo en mis manos, mami. ¿Cuándo les fallé yo a los chicos?

—Nunca —sonrió Lola en respuesta—. Por eso te quiero tanto. —Se inclinó hacia él y de dio un tierno beso en los labios.

Lo que ella no sabía, lo que nunca debía saber, era que desde hacía unos minutos, veinticinco asientos estaban reservados en la red interna de Disney Buenos Aires. Los veinticinco mejores sitios del Estadio Monumental, de frente a la pantalla gigante. Cortesía de Pepe Grillo.

Esa noche, Adrián se durmió sintiendo que no podía ser un peor padre.



Mediante la distopía (o cacotopía) los narradores se empeñan en describir futuros negativos, escenarios en los que, por ejemplo, el lugar en el que vivimos se ha convertido en un descomunal parque de diversiones.

Andrés Diplotti, nacido en Rosario hace casi 28 años (exactamente el 24 de febrero de 1978) y habitante de la ciudad bonaerense de Pergamino, es tan asiduo participante de Axxón que podemos omitir mayores precisiones. Eso sí: lean los cuentos que le fueron publicados en los números 122, 129, 137, 153, 154, y 156.


Axxón 159 - febrero de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: Argentina: Argentino).