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FICCION BREVE (veintinueve)Varios |
¡Cómo pasa el tiempo! Ficción Breve veintiocho se publicó el 9 de agosto, en el número 165 de Axxón, y si bien el 17 de octubre tuvo una hermana (Veinte breves viajes por el tiempo) y el 21 de noviembre una prima (Axxón 100x100 - Primera serie), en rigor a la verdad hace cuatro meses que no publicamos la genuina, la original Ficción Breve, la sección que en dos años ofreció más de doscientos cuentos y presentó a casi un centenar de escritores. Así que, en la medida de nuestras posibilidades, vamos a reparar esa afrenta a los lectores con una Ficción Breve Súper Especial Gigante de... diecinueve cuentos. ¿Está bien? ¿Hubieran preferido veinte, o treinta? Confesamos que estuvimos a punto de poner treinta, aunque en realidad tenemos unos cincuenta disponibles... Pero como el plato fuerte del mes está por venir no quisimos dejarlos prematuramente ahítos. Así que quedamos en diecinueve y después nos cuentan. (Es decir: que las cartas que envíen saludándonos por el fin de año, los augurios para el próximo y los comentarios por el plato fuerte del que hablé hace un par de líneas no eclipsen las opiniones acerca de FB 29, ¿puede ser?)
Juan Pablo Noroña - Cuba
Este es el famoso friso que detalla la pasión y muerte de San Mau de Bonafide, historiado en 1304 por Colafluff Devlems. La primera predela refiere el hecho conocido como La Piedad de la Mujer Avara: en el hemiglifo izquierdo los visitantes pueden ver cómo dicha señora arriesga la vida para sacar al pequeño San Mau del pozo donde lo habían dejado, y en el derecho cómo lo seca y arropa con las telas más caras de su marido el mercader. La segunda es la de La Tentación, y muestra a la bruja del burgo ofreciéndole a San Mau, ya un jovenzuelo de plumoso manto azabache, una vida regalada como su familiar. Por supuesto que él rehusa, o no estaríamos en su catedral, ¿eh? El escenario, un anfiteatro en ruinas en un paisaje desolado, es profundamente alegórico. Sigue la Interpretación. En esta estancia, San Mau entra en el refectorio de un monasterio, donde un monje explicaba a los niños el pez como símbolo cristiano, y cómo no tenía nada que ver con el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Vean la luz dorada en las puntas de las orejas de San Mau; representa que recibe la epifanía del Dogma Piscígeno, a saber, el pescado es carne sacra, creada por Dios para sus siervos los gatos, y comiéndola alcanzan la comunión con Él. Ahora viene el primer milagro, La Natación: el santo, transportado de éxtasis, pierde cuidado y derriba una cazuela, a causa de lo cual los monjes lo descubren y persiguen hasta un río. El segundo hemiglifo muestra a San Mau cruzando a nado, tras haber impetrado de Dios las fuerzas para lanzarse a las aguas. Después sube a un árbol para pasar la noche, y al amanecer la Mano desciende de entre las nubes y lo acaricia en esta predela del Divino Rasquito, cuya otra mitad lo muestra bajando del árbol con la guía de la Mano; este es el segundo milagro, La Asistencia. Posteriormente viaja a Roma, donde ocurre el tercer portento, la Pacificación de los Perros. Aquí se le ve a las puertas de la Ciudad Eterna, calmando con su ronroneo a tres horribles molosos. En Roma realiza La Predicación a los Fieles, los célebres gatos romanos, que posteriormente realizaron el Éxodo al Norte y fundaron el Ducado de San Mau de Bonafide. El maestro Colafluff lo representa bautizando a los neófitos, y como pueden ver, el Sacramento por San Mau no es mediante inmersión ni aspersión, sino por lamida en el puente de la nariz y la base de las orejas. La última predela es el Martirio y Acogotación. Los pescaderos de Roma convencieron al preboste de Roma para que colgara al santo de una tendedera por las orejas y la cola, y así estuvo un día entero, hasta que la Mano, descendiendo por segunda vez, lo pinzó por el cogote, lo cual lo llenó de paz celestial. Acto seguido, la Mano de Dios se llevó al santo al cielo. Los hechos de los fieles se narran en el friso siguiente...
Jesús Cañadas - España
Gotas de madrugada en la ventana. El pasillo, una procesión roja de sombras apelmazadas y alientos contenidos. Una única fuente de luz, como un faro en un desierto, ignorante de su propia futilidad. Ruidos tenues. Rumor de televisores insomnes y respetuosos. El murmullo susurrante de las enfermeras, un arroyo de rutina y tensión diluidas, como patas de araña sobre la piel de un recién nacido.
Primero esta calma artificial, este eufemismo de agonías y confesiones terminales. Luego, mi sombra. Alargada, inabarcable, por todos los rincones del latente corredor. Túnicas y calaveras al servicio de vuestra imaginación. Expectante. Una sombra de reconocimiento entre las habitaciones. Cerca, más cerca, respiraciones entrecortadas. Un paso. Otro. Un calvario, una peregrinación como una sinfonía, un miserere delicioso para los oídos de nadie. De nadie.
Suspiros aliviados a mi espalda. Ellos no. Hoy no.
El camino a mi encuentro. Manchas en las paredes, y entre las sábanas. Colores olvidados tras párpados cerrados. Latidos agostados. Silbidos de gargantas moribundas. Interiores vacíos en habitaciones ocupadas. Sueños perturbados por mi presencia. Corazones en un puño; en mi puño. Manos apretadas en fútiles gestos de piedad. Oraciones balbuceantes, efímeras en la memoria. Mañana, sólo un mal sueño. Ahora, esta noche, la verdad.
Mi figura a la luz del cuarto de las enfermeras. Silencio tras su puerta. Silencio elocuente. Silencio consciente. Silencio resignado. Silencio roto, una vez transpuesto.
Pasillo abajo, más puertas, más historias con el mismo final. Llantos, minutoshorasdías en vela dedicados al recuerdo, a vidas pasadas y días pasados como postales desde algún lugar feliz que pudo no haber existido. Instantes en el hielo deformante de la memoria, tan falsos como las promesas de este lugar. Estación de retrasos, parada inevitable, destino y salida. Punto de partida.
Último hogar.
Por fin, la puerta ante mí. La luz queda, y mi silueta contra ella, como un cuervo sin alma, como un busto de Palas, como una torre de corazón negro y ojos vacíos y llenos de fatalidad. Un suspiro en el interior, quizá el último. Quizá no. Una leve exhalación, una llena de vida, y la súbita conciencia de mi presencia. Mi mano de dedos como siete clarines oxidados sobre el picaporte. Dentro, una lánguida llama, casi un grito de socorro. Entre nosotros, figuras sin cara ni oídos para ella. Todas grises a mis ojos, todas conscientes de mí. Entre el terror y la resignación. De entre ellas, sólo una, desafiante, tenaz. Sus ojos, llenos de amor y rabia y frustración y amor de nuevo, frente a los míos. Y ese alma decidida en la puerta abierta. Interpuesta. Lágrimas sin destinatario como una barrera cargada con una fracción de esperanza. Siempre esperanza.
No.
Sus ojos, suplicantes.
Sí.
Los míos, impertérritos.
Y en ese momento una duda. Ni siquiera una duda, una semilla hambrienta y sin raíz, un soplo, un germen moribundo. La larva de la sombra de una vacilación. ¿Acaso...?
Por favor.
Una vez más. Temblor en su voz. Temblor en ese resquicio de esperanza. Pedazos. Siempre temblor.
Silencio por mi parte. Entonces, como un mazo, el espejo de la verdad. El peor momento.
¿Tú en su lugar?
Silencio por su parte. Un silencio de hombros caídos, de corazón encogido, decepción y brusco despertar. No en su lugar. Nunca en su lugar. Nadie.
Lo siento.
Sus palabras, una despedida. Pero no para mí.
Mi momento. Mi visita. Igual que la primera, igual que la última algún día. El aleteo de la esa duda tras de mí, más allá de éste último obstáculo. ¿Acaso...?
Buen viaje.
Deseos vanos. Preguntas sin respuesta posible. No para mí. Su pulso, lánguido. Su respiración, marchita. Desde aquí, negrura, vacío. Su dolor, ausente por fin. Su calma sobre mí como rayos de sol, como la primera marea de la mañana. Como un bautismo.
Una sonrisa sin carne, sólo para mí, la primera en mucho tiempo. Una vez más, la misma tarea. Descanso para otros, no para mí. Descanso para ti.
Aquí. Ahora.
Amigo.
Gotas de madrugada en la ventana. El pasillo, una procesión roja de sombras apelmazadas y alientos contenidos. Súbitos gritos sin nombre, penas arraigadas, quizá perennes. Mi sombra, antes enorme y sobrecogedora, cada vez más menguada. Zumbidos mecánicos en lugar de plañideras. No más túnicas y calaveras. No ahora.
Y por última vez, quizá, el aleteo de esa duda, alrededor de mis huesos, a través de mi cuerpo como el filo de una guadaña. La misma pregunta, desde mi primer aliento:
¿Acaso existealgo después de mí?
Fabián Casas - Argentina
En el negocio de artículos de limpieza hay ofertas. Atienden tres personas. Hay mucha gente esperando para comprar. Hay desorden, calor y maltrato.
Ahí viene una de las dueñas del local.
Ay, disculpe el retraso ¡Ya no doy más! ¡Ayer cerramos a las once de la noche! dice desaforada, como pidiendo disculpas por la espera o la mala atención.
El Jedi se indigna.
Señora, el horario excesivo que usted dedique a sus negocios es su exclusivo problema. Deme un AXE seco, por favor.
El Jedi termina la compra y se va a la verdulería. Se coloca en la fila de espera.
Entre el público, aparece una señora, vestida con delantal...
Disculpen, disculpen... por favor, Amalia se dirige a la verdulera, ¿no me das un kilo de zanahorias?
Señora, por favor respete la fila dice el Jedi.
¡Es que estoy atendiendo el negocio de enfrente! contesta la dama, encocorada.
Pues ése es su problema: pretender continuar ganando dinero a expensas de mi tiempo y de la paciencia de las diferentes formas de vida que estamos esperando nuestro turno de comprar. Lo siento, vuelva más tarde.
El Jedi ingresa más tarde al maxikiosko. Cuando están a punto de venderle una tijera, un señor se impacienta y dice:
Disculpe, ¿no me vendería un Marlboro? Tengo que irme al consultorio...
Pues yo tengo que ir a ver los Simpsons... y también se me hace tarde dice el Jedi, con una sonrisa.
Pero yo...
Usted tiene que ir a ganar dinero. Yo a divertirme. Prioridades, estimado. Prioridades.
El Jedi paga su tijera y se retira, oyendo crecer en su interior la indignación.
A la tarde, el Jedi se va a tender la ropa a la azotea. Lleva con él un transceptor de banda familiar. Utiliza la radio para comunicarse con otros Jedis e intercambiar saludos, chistes o especulaciones meteorológicas.
Ya tendida la ropa, enciende el transceptor y comienza a llamar a sus conocidos, cuando una voz irrumpe en el parlante.
¡A ver si dejan esta frecuencia, señores, que acá estamos trabajando! dice una voz que la ecualización no logra enmascarar del todo: es el planillero de la remisería de enfrente.
El Jedi no puede creer el tupé, la audacia del intruso que ignora la constelación de consecuencias, la mayor parte dolorosas y fatales, de su impropia irrupción. Un segundo después se calma, y logra modular:
Pues nosotros estamos divirtiéndonos gratuitamente, lo cual nos da derecho a utilizar esta frecuencia gratuita. Si vos, salamín con pelos, querés usarla para lucrar, sacate una licencia de VHF, pelandrún.
A la noche se acuesta mirando el techo estrellado de la habitación... y sueña con su galaxia natal, tan distante, tan lejana.
Pablo Dobrinin - Uruguay
Palmer miraba fascinado. Nueve pisos lo separaban del jardín. Las flores brillaban con intensidad bajo el sol del mediodía. Un perfume oscuro flotaba en el aire.
Tres años atrás un hombre se había suicidado al arrojarse desde ese mismo balcón.
Esos colores... musitó.
El tiempo es un magnífico artista señaló Klein, acercándose.
Por un momento imaginé que los tallos se estiraban hasta mí, y luego me elevaban hacia el cielo la voz era monótona y débil.
Suena mucho mejor que el mundo que nos rodea señaló Klein. Más allá del edificio de suaves curvas, el jardín y el bosque de manzanos, la ciudad se recortaba en el horizonte como un océano de basura.
El aire caliente los envolvía.
Palmer estaba mareado y con mucha dificultad se mantenía erguido sobre sus piernas de metal.
Vamos adentro indicó su compañero. La aventura recién comienza.
En el rostro de los historiadores se dibujaba una serena expectativa. Varesse le dijo a Rojas, al tiempo que le servía más whisky:
Estimado amigo, te ha tocado el honor de beber las últimas gotas.
Gracias contestó el viejo profesor con una sonrisa, tú sabes que el paso de los años no ha logrado quitarme esta dulce afición.
No quisiera interrumpirlos manifestó Klein entrando con voz sonora, pero ya es el momento.
Palmer se sentó con dificultad en un sillón y sus colegas lo rodearon.
Creo que me sentí como un adolescente en su primera relación sexual.
Es una sensación muy especial... contestó Rojas dirigiéndole una mirada fraternal.
Klein destapó, no sin cierta solemnidad, una cajita de roble.
Los presentes miraron con complacencia.
Una mano de carne y plástico extrajo un diminuto estuche de plata. Palmer lo acercó a sus fosas nasales. Pudo reconocer en la sustancia el mismo aroma que tenían las flores del jardín.
El miedo y el placer ascendieron con la primera inhalación. Antes de abandonar esta realidad alcanzó a ver los vasos de whisky que se elevaban en un brindis cordial.
Y luego fue un amanecer y un sonido de alas desatándose al sol, y un vuelo en el vértice del tiempo, directo al ojo del conocimiento. Sintió el frío de la primera noche y el calor del primer día. La mente recorrió el pasado de la humanidad y aprendió cuanto se podía aprender.
Finalmente una cortina de luz algodonosa y unas voces familiares...
¿Te sientes bien?
Claro que se siente bien. Ahora es uno de nosotros.
Denle tiempo a recuperarse.
Sonidos. Palabras. Oraciones...
Tiempo, eso es advirtió el nuevo miembro tras abrir los ojos.
¿A qué te refieres? preguntó Rojas mientras se llevaba el vaso a los labios.
A "eso" me refiero; cuando emprendí el viaje tú aún estabas tomando el whisky.
Para nosotros no transcurrieron más que unos segundos explicó Klein.
Es irrelevante afirmó Varesse con desenfado. Aunque hubieses vuelto luego de siglos, lo encontrarías bebiendo.
Pero la broma no causó efecto, el hombre estaba inmerso en sus reflexiones.
Sé que ya no seré el mismo. Fui soldado en la Atlántida, amigo de Gilgamesh; ayudé a destruir Troya y a expandir el Imperio Romano. Estuve al lado de los principales líderes mundiales, influí en sus ánimos e impulsé cambios fundamentales. Practiqué decenas de religiones e incluso jugué a ser un dios. Viví toda la historia de la humanidad, sus logros y frustraciones... hasta este momento.
Ciertamente somos privilegiados aseveró Varesse.
Sí reconoció Palmer, incorporándose del sillón con el sonido metálico de sus piernas, pero no es suficiente.
Te entendemos puntualizó Klein. Después de todo no eres el primero.
Palmer pensó que ya tenía todo el conocimiento que un hombre puede aspirar, ya sabía todo lo que se puede saber, a excepción de lo más importante.
La aventura recién comienza dijo para sí, y se dirigió al balcón.
Andrés Diplotti - Argentina
La nave emergió con una limpia maniobra del poco transitado hiperconducto secundario. Tras rodear una bola de hielo, sus dos ocupantes vieron brillar, a no mucha distancia, la estrella central del sistema.
¿Y? soltó el mo'e'loc, los alvéolos henchidos de orgullo. ¿Te dije o no te dije que te iba a traer? Un lugar rústico, pintoresco, lejos del mundanal ruido... ¿Ya estás convencida?
No. La na'utum no estaba convencida. Escrutaba con desdén esa estrellita solitaria que hacía muy poco por impresionarla. Había vistas mucho mejores en cualquier cúmulo globular. Frunció escéptica todos los estomas del lado izquierdo.
¿Seguro de que es acá? dejó caer.
¡Por supuesto que es acá! respondió el mo'e'loc, como si se hubiera puesto en duda su capacidad de secretar ak'la. De inmediato sacó el mapa y se puso a escrutarlo. Ahora, el camino al tercer planeta... Eeh...
¿Por qué no le preguntamos a alguien?
¡Sé perfectamente cómo leer un mapa! Cerró defensivamente los zarcillos en torno a aquella placa dorada que había encontrado clavada a un pedazo de basura espacial. Estudió las marcas unos momentos más, y de repente empezó a señalar frenético por el visor. ¡Mirá! ¡Un planeta con anillos, como éste que está acá dibujado! Es el lugar correcto.
¿Dónde?
Allá. Extendió un zarcillo en dirección al espacio. Después ajustó algunos instrumentos de la nave para que se viera con más claridad.
La na'utum miró y frunció todos los estomas del lado derecho.
Parece que tiene una instalación en órbita indicó unos signos en el panel de instrumentos. ¿Por qué no nos acercamos y preguntamos?
El mo'e'loc echó vapor por un par de espiráculos, fastidiado, pero encendió el impulso cinético y alineó los vectores en esa dirección. ¿Qué otra salida tenía?
Había un espécimen trabajando en el exterior de la instalación. Estaba envuelto en un material reflectante, pero se distinguía su forma elongada, con un par de apéndices móviles en cada extremo. El mo'e'loc señaló triunfal el parecido con los dibujos de la placa, pero ella no se dejó impresionar.
El espécimen pareció reaccionar a su presencia. La na'utum abrió el transónico para comunicarse con él y notó que, dentro de una burbuja transparente, la criatura abría muy grande un hueco cavernoso. Debía ser alguna clase de órgano sensorial.
Disculpe la molestia dijo. Mi mo'e'loc y yo estamos buscando un sistema con nueve planetas. ¿Sería tan amable de decirnos si este sistema tiene nueve planetas?
N...no. Tiene ocho fue la respuesta, traducida de inmediato por el topogramático.
Muchas gracias terminó ella, y cerró el transónico. ¿Ves? ¿Ves que no era acá?
Pe... Pero... El mo'e'loc no acertaba a decir nada. Se rascaba los bulbos encefálicos con todos los zarcillos que no ocupaba en contar los planetitas alineado al borde del mapa. No entiendo...
Callate y sacáme de acá, querés. Vos y tus mapas que encontrás en la basura. Lindas vacaciones me diste.
La nave se alejó. Poco después, volvió al hiperconducto secundario por la entrada que quedaba detrás de la bola de hielo.
Giulia Moon - Brasil
Siempre fui un sujeto decente y jamás pensé en meterme en asuntos que no pudiese resolver. ¿Qué hace que un hombre como yo, resuelto, adulto, bien parecido y políticamente correcto se vea en un aprieto? Bien, les voy a contar y díganme qué les parece.
Fue en una noche de luna llena hace alrededor de cinco años atrás. Yo estaba corriendo en pelotas por el parque, como siempre hago en mi forma habitual de lobo. Con el propósito de localizar mi cena, me detuve en un lugar bien aislado y husmeé el aire. Había por los alrededores una fragancia inconfundible a BigMac con fritas y tal vez, hum, unos pasteles de banana. ¡Argh! No soporto las bananas, aunque podía aguantar. Con toda la experiencia de un Canis Lupus respetable de ciento ochenta años, deduje que había por allí una suculenta pareja de humanos recién casados y fui al encuentro de mi fast-food, feliz de la vida.
A algunos metros de allí me topé con unos noventa kilos de saludable carne fresca asustada: un muchachón voluminoso de lindas mejillas rosadas. A su lado había una flacucha de gafas mordiscando el detestable pastel de banana. En mi mente de predador hice una elección rápida de menú y dejé de lado la posibilidad de degustar a la chica, pues olía a banana. Salté inmediatamente al cuello del gordito y aproveché a conciencia sus reservas de proteína y colesterol. Todo ocurrió de forma bien natural, al estilo lobuno: mucho barullo, sangre y tripas volando. La chica asistía a todo con ojos abiertos de espanto, sin soltar la tarta. Después de acabar con el chiquillo, creí que aún cabía un postre y volví mi atención hacia ella, pero el olor de banana volvió a atacar mis narinas y me provocó un sospechoso espasmo en el estómago. Así que la abandoné y desaparecí corriendo por el tupido matorral; amanecía y yo estaba comenzando a transformarme en humano.
El proceso era siempre doloroso y me desplomé, bramando y bufando, hasta que mi forma humana explotó fuera del animal. Cuando desperté, la luz del día ya despuntaba y, a mi lado, estaba la flacucha, con mis ropas en la mano. Ella había asistido a todo el proceso. Tartamudeé algo como disculpa, pero sabía que eso no servía de nada; mi secreto había sido descubierto. Entonces me valí de una canallada, lo admito. Comencé a llorar y vomité toda la vieja cantilena de que yo era una criatura infeliz, que un monstruo habitaba mi pobre ser, que luchaba valientemente para no ser dominado por mi porción animal, etcétera, etcétera. Bien, sirvió. Ella me abrazó y lloró, conmovida. Yo ahí, peladito. Entonces hice la primera bestialidad de las muchas que siguieron... ya se pueden imaginar qué. La niña era virgen y menor de edad, hija de un poderoso político. Por motivos obvios tuve que casarme con ella cerca de un mes después. Pero la trampa estaba bien resuelta en mi mente, bien humana. ¡Si comenzaba a fastidiarme me la comería sin vacilar!
Al principio fue bueno, lo confieso. El suegro era un hombre poderoso; mandaba y pesaba en la región. Y yo podía aplicar mis instintos animales a sus desafectos políticos, lo que significaba una fuente inagotable de carne de primera, aunque medio saturada de lípidos. Mi suegro siempre elogiaba mi técnica para hacer desaparecer los cuerpos después del "servicio". Me palmeaba la espalda, protector, y bendecía el día en que me convertí en su yerno. La flacucha se hizo una docena de implantes de silicona y se convirtió en un avión a turbina. Dijo que me amaba y prometió no volver a comer jamás la repugnante tarta de banana, después que se lo pedí a mi modo salvaje, bufando en su oreja hasta triturarla de placer.
Pero las cosas no siempre suceden como uno espera e inmediatamente mi suegro comenzó a exigir que yo prestara servicio con una frecuencia preocupante. Últimamente, no doy abasto para hacer desaparecer tanta carne. Tuve que comprar de urgencia un freezer de 650 litros para guardar los restos de mis cacerías. Y muy pronto voy a necesitar otro. En estos tiempos de economía energética abusar de los electrodomésticos puede sonar antipatriótico, pero no es nada comparado a la saña asesina de mi suegro. Ustedes no van a creer la cantidad de enemigos que el viejo anda haciendo en los últimos tiempos, con las elecciones tan cerca. Resultado: ¡engordé! Soy una sombra del tipo bien parecido que era; una sombra bien gorda.
Lo peor es esa sensación de que mi mujer anda rara... Ya no imita a una gatita en celo cuando me transformo en el lobo viril de siempre. Y hablando de ella, siento su olor, el de mi esposita querida que está llegando. Qué extraño, tiene otro olor... Algo diferente al perfume francés que suele usar. Hum, ¿qué olor es éste? Tan familiar... Algo está podrido en... Bah, dejemos las citas, ustedes ya entendieron. Oh-oh, más pasos; no viene sola... Lo peor es que hoy es luna llena y yo ya estoy casi todo cubierto de pelo. Así, en medio de la transformación, no me puedo mover. Espere... Son hombres armados, puedo oír el amartillar de los fusiles con mi fino oído de lobo. ¡A la mierda! Acabo de reconocer el olor raro. Bananas. Ella volvió a comer la maldita tarta de bananas...
Título original: Bananas
Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman
Ezequiel Kahan - Argentina
Mujeres de ensueño bailando el ula-ula. Fiestas siderales, estrellas de colores. ¡Galaxias! ¡Galaxias! Esplendorosas féminas en trajes ajustados. De pronto ¡BOOOOOOOOM! Estallido Planetario. Despierto, el sueño cuasi-erótico interrumpido. En la cabecera de la cama la onomatoplosta está humeando. El meik-a-drim volvió a fallar. Ya es la octava brusta que se quema esta semana, ¡vaya que son intensos mis sueños! Me levanto, los oídos me zumban un poco. Digiero las primeras anfetaminas del día con café con leche helado. Esta lactosa de murciélago sabe a rata, por más que intenten disfrazarla con saborizante de frutilla, para qué negarlo. Echo una mirada al Cito-Reloj. Ya es hora de salir a mancillar la cabruza, como todos los geronios días. Chequeo rápidamente el pronóstico y tomo un par de pastillas antes salir: antihistamínicos, antigripales, algunos corticoides, unas dopaminas y un batido de antialergénico, antidiarréico y antisísmicos. Por las dudas; acá nunca se sabe.
Salgo a la calle. La cabruza está en su lugar, pastando baldosas y tratando de arrancarle la pollera a alguna que otra chica que pasa cerca. Apenas empiezo a mancillarla cuando aparecen en la esquina los desubicados de siempre: un par de orcos adolescentes con ganas de armar batahola. Me empiezan a tirar piedras, los muy ingratos. "Ya les vamos a enseñar, cabruza", le digo a mi fiel bestia y le sobo un poco el rabo. La cabruza apunta con el hocico y estornuda, fuerte, una lluvia de baba ácida en dirección al grupo de inadaptados. Los orcos salen corriendo, empapados y doloridos. Agitan los puños gruñendo asustados, amenazándome.
Consulto una vez más la hora. Se me está haciendo tarde. Aunque no tengo ni cinco de ganas, engancho la carroza al cuerno posterior y me monto a horcajadas de mi fiel animal. Cabalgo despacito hasta Plaza Italia, atento en las esquinas, por si puedo levantar algún cliente. Llego a la plaza. Parece que de nuevo hay poco movimiento. Desde que los pingüinos braquicéfalos asumieron en el sindicato de animales hay huelgas casi todos los días.
En la esquina veo a los muchachos comiendo Morfo-chichas. Están en el puesto de costumbre. "Otro día al rábano" , me avisa Don Amura. Mientras habla se acaricia los pezones que se hizo implantar en la frente. Que tic desagradable, pienso, pero por otro lado es lo único placentero en la vida del pobre viejo. ¿Quién soy yo para criticarlo?
En eso veo detenido cerca de mi carro a un individuo. Parece un proto-galaxista sérbico, todo vestido de negro, con una capucha cubriéndole la cabeza huesuda.
¿Quiere hacer un recorrido, señor? Son siete neo-australes le digo, y sin darle tiempo a que responda, le chiflo a mi cabruza para que lo monte en el carro.
Ya estamos dando una vuelta por la zona del Rosedal. El tipo está silencioso, parece pensativo. Aprovecho y decido alargar un poco el paseo, total cobro por kilómetro recorrido.
Cada tanto giro y miro de reojo a mi cliente. De algún lugar me resulta familiar, pero no sé de dónde. Pasan los minutos y me voy aburriendo. Finalmente volvemos hasta la plaza. Llegamos y le digo:
Maestro, me va a matar, pero esto le va a salir diecisiete neo-australes, ¿sabe?, se hizo más largo de lo que pensaba y el gremio me exige que... interrumpo la frase, anonadado, porque el cliente se ha bajado la capucha y exhibe su cabeza: un cráneo blanco y descarnado. Las cuencas de los ojos vacías, una sonrisa completa. Ahora entiendo lo del atuendo todo negro, las manos exageradamente huesudas.
Me doy cuenta enseguida de quien es. Me hace bajar de la cabruza. Me rodea el hombro con su brazo y me dice:
Vení, vamos a dar una vuelta. Caminamos despacio, alrededor del zoológico. El paseíto va a ser gratis, ¿sabés campeón? Es más, con eso no pagás ni la décima parte del interés de esta semana. El tema es que venís atrasado con las últimas tres cuotas, ¿entendés? ahora ya se te armó una de la que no zafás.
Intento explicarle que la semana viene complicada, que el mes viene complicado, pero no hay caso, agita la cabeza y me interrumpe:
Nada, nada, hombre. Las cosas son así, los implantes no son gratis, hay que pagar las cuotitas, vos lo sabés mejor que nadie. Hasta parece que me mira, apuntándome insistente las cuencas vacías. Si por mí fuera... pero creéme que no tengo otra, me duele más que a vos. Hemos llegado a la esquina. Nos detenemos y antes de que pueda reaccionar me abraza fuerte. Siento sus manos heladas hundiéndose en mi espalda, hurgando. Me arranca los pulmones, el corazón de alquiler. Me suelta y caigo. Empiezo a desvanecerme. Lo último que veo es como los guarda, primorosamente, en una bolsita hospitalaria. Después se va, caminando despacio, como si nada. Yo ya sabía que el día pintaba mal, pienso, y me voy muriendo despacio, en silencio. La cabruza es la única que me llora.
Frank Roger - Bélgica
Las antorchas emiten una luz intermitente en las manos de un grupo de hombres, juntos bajo el refugio. Uno de ellos se aclara la garganta, levanta una mano para captar la atención de todos, y dice:
Pienso que es realmente importante que continuemos con la elección. No tenemos mucho tiempo que perder.
Un segundo hombre niega con la cabeza y responde.
Puedo verlo desde tu punto de vista pero, ¿no piensa que será sólo un evento simbólico? ¿No necesitamos algo más que símbolos en esta etapa? Los terremotos han destruido virtualmente el planeta entero y barrieron a la civilización humana de él. ¿Esta elección nos ayudará de alguna manera?
Por un momento se hizo el silencio, ya que todos estaban reflexionando. Entonces un tercer hombre dijo en voz baja.
Bueno, supongo que para todo hay un final. Por lo que sabemos, somos lo único que queda de la humanidad ¿Cuánto tiempo nos resta? Las reservas se están agotando, y cuando salgamos de este refugio encontraremos una muerte instantánea. Tenemos que admitir, amigos, que no tenemos salida. Este es el fin. Sin embargo, eso no quiere decir que no tenga sentido hacer honor a nuestras tradiciones hasta el último momento. Yo apoyo la propuesta de nuestro compañero. Debemos seguir adelante con la elección. No podemos prescindir de un representante de Dios en la Tierra, aún si sólo quedara un puñado de creyentes vivos.
Pero yo sólo soy un cura. Únicamente un cardenal puede ser electo como Papa. Y con todo respeto, ustedes tampoco son Cardenales y por eso no pueden votar.
Todos expresaron su protesta.
Usted es nuestro único candidato para el Papado. Y todos somos creyentes devotos. Considerando la seriedad de nuestra situación, creo que deberíamos permitirnos ciertas licencias. Sigamos adelante. Esto es demasiado importante como para cancelarse por meros detalles técnicos.
Detalles técnicos murmuró el candidato al Papado negando con la cabeza.
La Iglesia ha existido sin la autoridad suprema durante mucho tiempo. Y cuando estemos muertos ya será tarde. Esta no es la manera en que la Cristiandad o la Humanidad deba llegar a su fin. Debemos actuar con rapidez. Sé que los procedimientos toman su tiempo, pero debemos acelerarlos. Ya desperdiciamos bastante tiempo.
Conversaron un momento más y minutos después se votó. Previsiblemente, el cura recibió la noticia de que había sido elegido Papa, tal vez el último de su linaje.
Uno de los hombres sostuvo una tela mojada cerca de la antorcha y el humo blanco que ascendió hizo toser a todos. Cuando finalmente pudieron respirar, uno de ellos dijo con voz ronca:
Habemus papam.
El Papa recién elegido se puso de pie, muy emocionado.
Les agradezco, a todos este gran honor dijo. Temo que me falten las palabras.
Necesita elegir un nombre le recordó alguien.
El Papa asintió con la cabeza, pensó un momento y anunció.
Les informo que tomo el nombre de Pablo VIII. Que Dios los bendiga a todos.
Todos estallaron en lágrimas y aplausos.
El Vaticano ya no existe dijo alguien, pero la Iglesia Católica sigue viva, la fe católica sigue viva y aún hay un representante de Dios en la tierra.
Nueva York, París, Londres, Roma ya no están, pero mantuvimos encendida la llama del cristianismo. Que Dios nos bendiga a todos agregó otro.
La humanidad fue casi eliminada del planeta por un cataclismo, pero nosotros continuaremos hasta el fin, sostenidos por nuestra fe, y protegidos por Dios.
El Papa Pablo VIII miró a sus discípulos y negó con la cabeza.
Sólo somos cinco sobrevivientes, y tal vez no nos quede mucho tiempo más. Entonces ahora...
Un terremoto sacudió el refugio y los hombres buscaron protección entre las grietas del techo, desesperados. Los escombros y el polvo hacían imposible respirar; las antorchas se apagaron y la oscuridad los envolvió.
¿Están todos bien? se escuchó finalmente una voz en la oscuridad. Lo que quedaba del techo se desmoronó, y cuando el polvo se asentó se podían ver las estrellas y la luna creciente, que daba luz suficiente para distinguir vagas siluetas.
Estoy bien; ¿sobrevivimos todos?
Quedaban apenas tres sobrevivientes, y el Papa recién elegido no estaba entre ellos.
El Papa Pablo VIII está muerto se lamentó uno de ellos. Sólo unos minutos después de ser elegido Papa. Qué tragedia.
Fue el pontificado más corto de la historia del catolicismo agregó el segundo sobreviviente.
Esto puede ser una señal de Dios se lamentó el tercer hombre. Debemos haber fallado. El Papa fue destruido por la mano de Dios. Y miren la luna creciente. ¡El símbolo del Islam! ¡Dios se burla de nosotros!
¡No seas imbécil! lo reprendió el primer hombre. Debe haberte golpeado una piedra en la cabeza.
Matemos al hereje gritó el segundo hombre. Somos todo lo que queda de la humanidad, de la comunidad católica. ¡Mantengamos pura nuestra fe!
Los dos hombres trataron de agarrarse del cuello y el único espectador gritó.
¡Deténganse! ¡Piensen en los mandamientos! Los hijos de Dios no pelean, y decididamente no matan. Compórtense. Somos probablemente los últimos seres humanos aún vivos en el planeta. Utilicemos el tiempo que se nos otorga para vivirlo con dignidad.
De pronto, los otros dos gritaron, presas del pánico, cuando desaparecieron en una grieta que no pudieron ver en las penumbras. El único hombre que quedaba sobre la tierra permaneció de pie, reflexionando.
Bueno pensó, debo haber alcanzado el fin de la línea. Soy el testigo final del Apocalipsis. Lo único que queda por hacer es esperar que mi creador me llame.
Se sentó y meditó, hasta que tuvo una idea. ¿Qué sucedería si yo elijo nuevamente, pensó. Esta es mi oportunidad de representar a Dios en la tierra. Ahora es obvio que soy el único candidato, y también soy el único que puede votar. Sería absolutamente simbólico. Por otro lado, ¿por qué desperdiciar esta ocasión? Esta es mi oportunidad de convertirme en Pablo IX. ¿O tal vez Juan Pablo IV? ¿Quizá Pius XIII? ¿O Benedicto XVII?
Aún no había decidido acerca de su nombre cuando otro terremoto lo hizo rodar hasta el borde, terminando abruptamente con sus ambiciones papales, así como con el reinado de la humanidad sobre la Tierra.
Título original: The last election
Traducción del inglés: Catherine Hardoy
Martín Cagliani - Argentina
El hombre está sentado en una vieja silla de madera, que rechina con cada movimiento suyo. Al frente tiene un escritorio pequeño, todo de metal, un poco oxidado. Sobre el escritorio hay una máquina de escribir antigua. Parece una ametralladora por el continuo tableteo de las teclas al escribir. Hace treinta y seis horas que está escribiendo.
A la izquierda de la máquina de escribir, sobre el escritorio, tiene abundante papel blanco tamaño carta. A la derecha, una pistola Colt 45 automática, cargada y sin seguro.
El escritorio está en medio de la habitación. Las cuatro paredes están todas a dos metros de distancia del hombre. Una única abertura que hay en esas paredes es la puerta que está frente al escritor.
El hombre tiene sueño, tiene hambre y tiene sed, pero sigue escribiendo. No se detiene más que para recargar una nueva hoja. Cada vez que lo hace sufre, ya que sus brazos y manos acalambrados resienten el cambio de rutina.
Sus ojos están inyectados en sangre; bien abiertos. Dos tiras de cinta adhesiva se encargan de mantenerlos así. Junto a la máquina de escribir hay una jeringa. Está vacía. Cuando el escritor siente que el sueño lo vence, se pincha ambos ojos con ella.
La pistola está ahí por una razón. El escritor puede quitarse la vida cuando lo desee. Tiene dos opciones: sigue escribiendo hasta finalizar, o usa esa pistola para terminar con su vida. Hasta ahora el hombre ha decidido no dejar de escribir. Pero ya van seis veces que dirige sus ojos doloridos hacia la pistola.
Al hombre le cuesta pensar, no puede hacerlo con claridad. Su mente está abrumada por lo que está escribiendo.
Los dedos presionan incesantemente las teclas. Los ojos miran las letras que van apareciendo cada vez que la máquina sella la hoja. El escritor ya no reconoce palabras, sólo ve las letras. Si las palabras ya no existen ¿qué sentido tiene seguir escribiendo?
El escritor dirige su mirada a las teclas. Se ven todas ensangrentadas; sus dedos están en carne viva. Se detiene. El escritor ha dejado de escribir; ha elegido. La mano derecha toma la pistola y la lleva hacia la sien. No vacila, presiona el gatillo. El escritor cae sobre la máquina de escribir; sus ojos sin vida miran la última palabra que escribió: FIN.
Angélica Sofía García Santa Olaya - México
Hecho un ovillo, con la cabeza escondida entre los brazos, él se destaca contra una pared despellejada gracias a una luminosidad sin origen definido. Al percibir la presencia, abre sus alas nervudas para fijar directamente su vista en ella, en sus ojos.
Ella se sorprende, cree que esos seres etéreos, cuyos ojos están hechos de agua y vapor de nube, son lámparas universales que viven en espacios intangibles. Nunca ha visto uno hasta esta ocasión.
Sin pensarlo, avanza hacia él, es inevitable. No puede hacer otra cosa. El ser se incorpora lentamente mientras un aroma a higos maduros se desprende de su cuerpo. De pie, abre los brazos. Parece ofrecerse dispuesto y hermoso de promesas.
Ella se cubre de un manto tejido con la energía concupiscente de su cuerpo, que se eriza con sólo imaginar el roce de aquella piel que parece tan suave y luminosa.
Lo observa con detenimiento: su coronilla alcanza el margen superior de un cartel que comienza a desprenderse de la pared por la esquina izquierda. Sus piernas, ligeramente abiertas, evidencian el origen de las epifanías que humedecen involuntariamente su esencia. El oscuro cabello cae en amplias blondas, subrayando la transparencia de su mirada. Ella quiere hurgar aquel río de sedas.
El ser contrae y reposa rítmicamente los músculos de su cuerpo, hablándole de turgencias compartidas que puedan rozarse lentamente y luego restregarse, en una urgencia exasperada por llegar a un fin que dé sentido a ese instante.
Sus miradas se encuentran frente a frente y penetran una en la otra, construyendo un puente insustancial que desemboca en un océano de plasma. Una furia inesperada los arrastra como guijarros a las profundidades de su propio ser.
Son uno frenéticamente. La humedad los cubre por completo en un instante de eternidades y espacios azorados. Sus ansias son bestias liberadas que giran exacerbadas buscando algo sin nombre luego de un largo encierro.
Es imposible permanecer quietos cuando las paredes de la calle giran y se expanden en lentos y acompasados latidos, naufragando a través de la gravedad más absoluta.
El tiempo hace una pausa. Las entrañas descansan lánguidamente y los brillantes colores de su interior van perdiendo exceso.
La gota luminosa del grasiento foco que ilumina la calle se dibuja con nitidez. Su luz amarillenta es totalmente verosímil. Él se ha ido.
Una sensación de plenitud transita por su cuerpo concentrándose en la caja torácica que aún baja y sube como un fuelle. Repentinamente, un dolor puntiagudo ataca la parte alta de su espalda y una comezón incipiente inunda sus brazos. Al mirarlos, observa pequeños brotes de plumas blancas y sedosas que asoman apenas por los poros de su piel. Sus ojos, vueltos agua y vapor de nube, se derraman formando, bajo sus pies, un charco tibio que se expande por la sucia acera amenazando con lavarla de sus culpas.
Ana Cristina Rodrígues - Brasil
Con un suspiro de cansancio y de alivio se arrancó los zapatos. Sabía que usaba tacos altos de puro terca, pero las personas ya la miraban desde arriba aún con esos diez centímetros de más. Imaginen qué ocurriría si usara sandalias sin taco...
Los pies en agua caliente con sal gruesa, la tele conectada en algún programa genérico sólo para disfrazar la soledad. Se prendió del teléfono.¡Hola, querida! ¿Cómo están las cosas? Ah, por aquí todo igual. Sí, aún estoy haciendo la maldita pasantía que me arreglaste en la Empresa. Eso. No te he visto por allá... Entiendo. ¿Cómo? ¿Si me gusta? ¿Cómo me puede gustar? ¿Fuiste pasante en la Intempol? Claro que no, comenzaste directo como secretaria, ¿no?
Hizo una pequeña pausa, meneando los pies en el agua, ahora ya tibia.
Para que tengas una idea, te voy a contar como fue mi día. Comenzó normal, corriendo que ni una loca desesperada. Lo sé, lo sé... Pero no cambia nada... Estoy en la Empresa hace dos meses y no me acostumbro a llegar a horario, aunque atrasada. En fin... Claro que ni bien llegué ya tenía a la gente gritándome. "¿Dónde está el café, Ana?". "¿Trajo el informe Z-4567?". "Ana, vaya al crono-archivo y traiga la carpeta MMM 453". "¡Comuníqueme con el Comisario, urgente!". Querida, está todo bien, que ellos lidian con el tiempo y todo eso, de acuerdo. ¡Pero yo sólo soy una! ¡Y esos informes son una amargura! ¿Se da cuenta? ¡La pasante se queda con lo peor! De las misiones interesantes, misteriosas, esas que involucran artefactos poderosos, que son el alma de la Empresa, ¡yo no siento ni el olor! Después de hacer café tres jarras térmicas, porque a uno le gusta fuerte, al otro débil y siempre hay alguien que lo quiere término medio comencé a revisar las cintas de una misión para hacer el dichoso informe. Usted no lo va a creer: la Empresa mandó a un agente a la prehistoria porque unos idiotas hicieron un safari... ¡y pisaron una mariposa! ¿Puede creerlo? Esos tipos mataron a un Tiranosaurio rex, ¡y el agente tuvo que salvar a la mariposa! ¿Se da cuenta? Tengo cosas peores... Así fue todo el día.
Sacó el pie izquierdo del agua, pero continuó hablando tras apoyar el tubo en el hombro, mientras se masajeaba los dedos doloridos.
¿Quién? ¿El pelirrojo bonito? Claaaaaaaro que habló conmigo. Dos frases. "El informe Z 4567 está incompleto" y "Yo prefiero mi café amargo, por favor". ¿Usted cree que semejante tipo, agente de nivel 4, va a mirarme? No tengo ni para empezar, es demasiada arena para mi camión. Y no sirve pensar en hacer dos viajes. Pues entonces, después de ese diálogo amoroso, yo creí que podría parar un momento y comer mi almuerzo. Estaba yendo tranquilamente hacia mi cubículo, el número 254, ¿y qué sucedió? ¡Una neandertal brotó de la nada! ¡Simplemente surgió! No conseguí apartarme a tiempo y allá fuimos ambas; yo, la mona y mi almuerzo por el suelo. Alguien comenzó a gritar: "Vean si ella está bien". Me sentí casi conmovida; iba levantarme cuando percibí que la preocupación de ellos era por la fulanita, huida de algún lugar de por allá. Quiere decir, me atropella Conga, la mujer-gorila, y todo el mundo quiere saber si ellaestá bien. Típico, diría yo. Ah, ¿y adivina quien limpió la suciedad? Claro, yo. Perdí mi hora de almuerzo en eso. Y no, cuando se es pasante el tiempo no es algo relativo. Yo no tengo acceso a las cajas temporales y cosas por el estilo.
Intercambió el pie por el derecho. Suspiró.
A la tarde continué con el mismo ritmo. Revisar un informe imbécil de otra misión idiota que involucraba una superpoblación de conejos, hacer máscafé, ser nuevamente ignorada por el pelirrojo bonito... Ah, disculpe. Él habló conmigo. Reclamó porque el café estaba demasiado amargo. Tuve que arreglar tres salas de reuniones. Ese personal produce más desorden que un montón de niños. Largan archivos encima de la mesa, llenan ceniceros hasta hacerlos rebosar... Y claro, a pesar de que me pareció haber pasado días allá dentro, fueron exactamente ocho horas. Ni un nano-segundo más. Y aquí estoy. Voy a descongelar la comida, cenar y ponerle leche al gato. Beso, hasta mañana.
En la sede de la Intempol, en el cubículo 254, la secretaria electrónica producía un bip, indicando el final de la grabación.
Djibril Mbaye - Senegal
Un sudario de estrellas cubría el cielo. El claro de luna era magnífico. Acurrucados contra nuestro abuelo, esperábamos, como de costumbre, los cuentos maravillosos con los que nos entretenía cada noche iluminada, antes de ir a la cama. Ese día nos contó uno que ha quedado indeleble en todas las memorias.
En un pueblo remoto, en las profundidades de África, vivía un campesino con su familia. Se levantaba con el sol, acompañado de sus hijos, para ir a cultivar su campo, y regresaban a casa cuando se despedían los últimos rayos en el horizonte.
Era la estación de lluvias. Todo el campo rebosaba de hierbas. Un día, tras un duro trabajo de muchas horas, el viejo campesino se fue a tumbar bajo el árbol que estaba en medio del campo. Era la hora del descanso. Esperaba el almuerzo que una de sus esposas le traería. Los niños aprovecharon el descanso para ir a disputarse con los monos, en las copas de los árboles, las frutas verdes para aplacar el hambre. El sol estaba en el cenit, un calor implacable de agosto. El viejo campesino estaba tendido con una pierna doblada y la otra extendida, y con el sombrero sobre la cara para protegerle de los rayos que atravesaban el follaje.
De repente, empezaron a moverse las hierbas. Los pájaros, en un torbellino, comenzaron a gritar anunciando un peligro cercano. Entonces apareció una cabeza con cierto parecido a la de una iguana. Un cuerpo reluciente se arrastraba, haciendo que las hierbas se inclinaran y torcieran: era una pitón.
El viejo, por el cansancio, se había sumido en un sueño profundo nada más posar la cabeza en el suelo. Los gritos de los pájaros se volvieron más agudos. La pitón avanzaba lentamente, arrastrando su cuerpo de cuatro metros de largo. Se dirigía hacia el campesino, blandiendo su lengua bífida y quebrando los frágiles tallos. El viejo campesino apoyaba la cabeza en una raíz del árbol. La pitón se acercó a su pierna extendida y empezó a engullirla. El cuerpo del campesino pareció estremecerse, recobrar vida. La pitón iba tragándolo poco a poco: el pie descalzo, la tibia, la rodilla...
Es un animal muy temido. Se rumoreaba que tiempo atrás se había tragado una cabra entera, lo que le impidió desplazarse durante un mes.
Cuando llegó hasta el muslo, casi a la altura de la cintura, se detuvo, obstaculizado por la pierna doblada. Fue entonces cuando despertó el campesino. Ojos abiertos de par en par. Boquiabierto. Mudo. Se creyó en un sueño, en una pesadilla.
Pero como el viejo campesino no había nacido en las últimas lluvias, como se dice en su cultura, pensó de repente en el cuchillo que tenía bajo la cabeza. Lo sacó de pronto, lo introdujo en la boca del animal y empezó a partirla. La pitón se sacudía; la sangre empezó a salpicarle todo el cuerpo.
En ese momento llegaron sus hijos, y su esposa, que traía el almuerzo. Ésta lanzó un grito y por poco tira la comida que llevaba sobre la cabeza. Los hijos lanzaron las frutas verdes que estaban mordiendo. Todos se sentían divididos entre el pánico y el orgullo por la hazaña del padre (y esposo) quien, después de una larga puja con la pitón, acabó por cortarla de la boca a la cola. Se levantó, bañado en sudor, con la pierna pesada y cubierta de sangre. Limpió el cuchillo. Sus hijos y su mujer, bajo el shockde la escena, lo devoraban con los ojos desorbitados. Seguían temblando. Cuando regresaron a la casa, toda la aldea se puso efervescente al enterarse de la noticia. La piel de la pitón se convirtió no sólo en un adorno para su habitación sino también en un símbolo de su valentía.
Así, desde ese día, nadie se atrevió a dormir bajo los árboles en toda la región o, si lo hacían, dormían con una pierna extendida y la otra doblada.
Rita Maria Felix de Silva - Brasil
Parece cansada.
Un poco. Tengo mucho trabajo en esa fase del proyecto. Y usted se preocupa mucho por mí... más que el normal.
Usted me gusta.
Soy casada.
¿Y está pensando en divorciarse de uno de sus cuatro maridos, no es así?
Sí, pero yo no sé quién se lo contó. Oiga, está todo bien, usted es un buen amigo, pero... Luego hablaremos de eso. Mire eso: ¡está casi completa!
Todavía me pregunto por qué sugirieron que empezáramos con una hembra...
Por favor... El machismo no le sienta bien. Y en muchos mitos de la creación, por toda la galaxia, todo empieza con una hembra.
Hum... En el caso de la especie de ella había varios mitos en los que el primero era un macho. Pero no quiero discutir sobre mitología. Lo que importa es que ella alcanzará la pubertad hoy mismo. Quizás podamos despertarla antes del crepúsculo de los soles gemelos.
Nosotros la desarrollamos desde cero a partir de las secuencias de ADN. Hoy será como el nacimiento para ella. Me pregunto cómo se fijan los detalles, la personalidad, la psique...
Deje que el equipo de psicología se ocupe de eso. Tengo hambre. ¿Viene conmigo al refectorio? Podremos aprovechamos para seguir esta charla.
Cierto. Las computadoras pueden continuar a partir de este punto. Vamos. ¿No se sorprende por lo que estamos haciendo aquí?
Es sólo un trabajo. Me pagan y lo hago.
Me preocupa la controversia que envuelve este experimento, toda esa discusión en el Consejo Galáctico sobre los aspectos morales de traer de vuelta especies extinguidas a través de la clonación. Esa práctica había sido abandonada hace un largo tiempo y estamos recomenzando exactamente por uno de los casos más polémicos...
Deje que disputen los políticos. Sabe, yo crecí oyendo historias sobre los seres humanos. Nunca me impresionaron.
Yo también crecí oyendo eso. Algunas veces me encantaban, otras me horrorizaban, pero siempre me fascinaron. ¿Ya tiene un nombre para nuestro espécimen?
¿Es necesario?
Claro. Recordé un mito humano acerca de la Creación. Pienso que podríamos llamarla Eva.
Eva, la primera de la nueva especie humana. Suena bien.
Se me ocurrió algo: cuando ella sepa que nosotros la hicimos pensará que somos algún tipo de "dioses"... ¿no es gracioso?
Por favor, no diga estupideces. No se olvide de que soy ateo.
Título original: Segunda Versão
Traducción del portugués: Rita María Félix da Sila
Jean-Pierre Planque - Francia
He debido caer esta noche. No me acuerdo de nada...
Al levantarme esta mañana me he mirado en el espejo sobre el lavabo del cuarto de baño rosa. Tenía mala cara y marcas en torno al ojo derecho, como si alguien me hubiera golpeado. Me había crecido la barba. Demasiado. Me costaba reconocerme. Me encontraba feúcho, demasiado viejo para gustar, demasiado cansado. Tenía ganas de afeitar esos pelos ridículos que tapaban mi perfil, pero la maquinilla no funcionaba. A no ser que se tratase del enchufe, el puto enchufe que no iba desde que había venido Katia...
Más tarde, en el entresuelo donde estoy escribiendo, he descubierto manchas de sangre en el suelo, cerca del ventilador que seguía girando. Mis gafas estaban rotas. Mi PC se recalentaba. Lo he apagado. Mis ojos se han posado sobre mi camisa y he encontrado en ella manchas oscuras como las de mi pantalón corto. Mi cerebro ha transmitido:
Joder, la lavadora... ¿La tengo que poner a 40 o a 70 grados? ¿Añado el quitamanchas antes o después? Como sea, no vas a llamarla. Se inquietará. Te hará un montón de preguntas...
Mi mujer es muy estricta. Quiere que todo esté limpio, niquelado. Casi como en un hospital. Durante sus vacaciones en las islas me pide que cuide de su gran casa. Exterminar las cucarachas que pululan, barrer y lavar, cortar el césped, sacar los cubos de la basura. También he de dar de comer a sus gatos y perros, y ocuparme de responder el teléfono. A sus amigas, o incluso a sus pseudoamantes. Nunca sé qué decir cuando me preguntan por teléfono:
¿Es usted su hijo? ¿Ha pedido una pizza Regina?
Es cierto que conservo mi voz de adolescente. No hay nada que hacer. Casi hasta me da risa. Y entonces respondo:
Sí. Es para mí. Pagaré el suplemento con tarjeta. ¿Puede enviarme a Katia?
Del otro lado la voz duda, consulta probablemente una base de datos, para responder, harta:
A ver si te enteras, guapo. No está incluido en el precio. Ya te has tirado dos de nuestras Katia Sexy top... Jálate la pizza. El resto, déjalo que vuelva en su escúter...
Me miro las manos. No es sangre de verdad. Voy a poner la lavadora en "carga reducida". El modelo Katia siempre es pequeño. Mi mujer estará contenta cuando vuelva... Lo tendré todo tendido. Todo estará limpio. Mañana probaré a lavar las sábanas y los rastros en la bañera azul. Espero que no vayan a cortar el agua otra vez...
Hoy he lavado dos gatos en el cubo de la basura. He acabado los trozos de pizza. Katia sigue dormida entre las cucarachas. No he tenido tiempo de pelarla. La maquinilla no funciona. El teléfono no deja de sonar. Voy súper bien.
Título original: Lessive
Traducción del francés: Fermín Moreno González
Rafael Villegas - México
Cuando los humanos crearon a nuestro creador lo hicieron a su imagen y semejanza. Nuestro creador, a su vez, nos hizo a su propia imagen y semejanza. Por eso fuimos, con el tiempo, capaces de crear nuevos creadores a nuestra imagen y semejanza... hijos de nosotros, que somos hijos, nietos y biznietos de otros.
Nada ha salido mal. Como escritor de ciencia ficción conozco bien las profecías literarias: la criatura se rebela contra su creador, la emancipación amenazante, los nacimientos fallidos, el padre enloquecido. Pero no. Nada. Todo funciona como se supone debe funcionar.
Esto es lo que me tiene inquieto...
Tal vez, debo aceptarlo, en estos días he estado algo más que inquieto. Hoy vino la mujer de la limpieza. La observé en secreto mientras trabajaba. Me di cuenta de que se deleita empolvando su índice derecho al arrastrarlo sobre la pantalla de la televisión. Incluso me pareció que estaba realizando un dibujo justo antes de que pasara el trapo extendido sobre la pantalla, dejándola como espejo de un mundo oscuro. Después, mientras intentaba leer el titular del periódico, no pude evitar escuchar sus silbidos desde la cocina. Sin duda, la mujer tiene un sentido musical que pudo haber desarrollado si hubiera tenido posibilidades de estudiar. He llegado a pensar que el alma de un violín habita alguno de sus rincones bucales. Tal vez exagero, lo sé, pero en este momento siento que tengo derecho a cualquier exceso.
La mujer salió del departamento sin olvidar su paga... tres, cuatro, cinco billetes... dos, tres monedas.
El ambiente puro. Ahora sí podía sentarme a escribir. Detesto el polvo sobre el teclado de la computadora, pero detesto aún más explorar las hendiduras entre tecla y tecla. Hace días descubrí una pequeña cucaracha saliendo justo entre la barra espaciadora y la tecla Alt. Por un segundo, me pareció que la cucaracha me miraba, lo cual es extraño, pues no entiendo lo suficiente de anatomía cucarachil como para ubicar sus ojos. La cucaracha se escabulló y yo me quedé sospechando que mi teclado era una colonia de insectos de la suciedad. Sacudí el teclado con decisión, pero nada obedeció a la ley de la gravedad. No me dejó otra opción: arranqué tecla por tecla, de la A a la Z, del 0 al 9, del F1 al F12, del Enter al Esc. Un teclado inservible. He tenido que comprar uno nuevo.
Escribir ciencia ficción. Mi oficio. Mi destino. Mi punto final. Sólo rodeo esperando que las palabras adecuadas se revelen. Estoy a la baja desde el principio. Parece que todo lo que he pensado escribir alguna vez no es sino una variación sobre temas ya explorados por otros. Soy como un perro que escarba, compulsivo, un jardín que conoce de toda la vida. No hay nada nuevo bajo el mismo jardín. Los huesos ya han sido huesos de extraterrestres, dinosaurios, científicos asesinados por poseer la fórmula para convertir la Coca-Cola en agua. No me queda nada más que un jardín destrozado. No puedo culpar a ningún perro dañino. La culpa es sólo mía.
Soy incapaz de pensar un nuevo uso para el telescopio. No veo más que una barda de adobe levantarse al final del universo. No hay deseo. No hay camino. La ciencia ficción sólo es posible en línea recta. Trataré de explicarme mejor. Escribir ciencia ficción requiere de la existencia de un mundo que pueda creer que aún hay luces desconocidas bajo los párpados. Tal mundo ya no existe. La creación última ha sido levantada, elevada hasta un rincón invisible del cielo. Desde niños aprendimos que crear un creador supremo, un dios, fue posible hace casi diez mil años. Desde entonces, todo parece seguir la lógica de la rueda: pasar y repasar el camino recorrido. Creaturas-creadores que liberan sus senos para alimentarse mutuamente. Se acabó la ciencia de lo imposible. Todo ha sido posible al crear al primer creador supremo, el primero de tantos.
No sé qué habré hecho mal en existencias anteriores. Bueno hubiera sido retirar con el índice derecho el polvo de la televisión; bueno hubiera sido ser la cucaracha que vive bajo la tecla Ñ, sin muchas molestias, arrullada con el tak tak tak tak de un teclado que apenas vive. Pero el creador más próximo decidió que un charco de energía desparramada se reuniera para conformar a un ser destinado a escribir ciencia ficción. Y es que el destino no es otra cosa que el deseo mejor escondido del marcapasos. Pude haberme evitado muchas penurias si no hubiera buscado, obsesivo, el deseo más profundo de mi ser, mi destino. Pero lo hice, lo hice y me arrepiento. Después de muchos años, encontré el deseo dentro de un ladrillo cuarteado. Había llovido y el deseo lucía enfermo. Estaba enfermo, casi al borde de la nada. Lo rescaté. Lo cuidé. Lo alimenté. El deseo se recuperó y lo hice mío.
Pero el deseo sin realización no causa más que dolor. Lo supe en el mismo instante que me hice del deseo. Este es el universo de la ciencia de lo posible. No hay lugar para la ciencia de lo imposible. No hay lugar para mí. No hay lugar para un escritor de ciencia ficción que jamás ha escrito una historia de ciencia ficción. El deseo no es suficiente. La imaginación es el desdoblamiento de la realidad. Yo... yo soy el doble negativo del primer humano, su imposibilidad, el final de su aventura. Aquí el tiempo gira, no hay flechas de las cuales colgarse para viajar; no hay flechas para clavar en los deseos más profundos. Haciéndolos sangrar. Volviéndolos un charco en espera de la voluntad de un nuevo creador.
Ya saben ustedes que esto es una despedida. Al menos he podido amarlos alguna vez. Me voy deseando volverme una cucaracha o la yema de un dedo que desempolva un espejo oscuro.
José María Tamparillas - España
Siempre he tenido la sensación de vivir una impostura. Se trata de una existencia accidental: mera copia, vulgar y corriente. Y se preguntarán ¿cómo es que un hombre así piensa esas cosas en su lecho de muerte? Porque me muero.
Suena bien: me muero.
Desde que eso llamado razón me permitió explorar la realidad que me rodeaba, enfrentándola a esa otra que brotaba de mí mismo, he tenido la certidumbre absoluta de bascular dentro de una doble personalidad. Se trata de una perfecta asimetría. Mi existencia normal: vulgar y prosaica, se ve alterada a veces por ramalazos e intuiciones de un sustrato oscuro y maravilloso. A veces lo sueño, a veces lo veo, a veces sólo lo intuyo. Estoy ciego. Por más que he intentado explorar dicho sustrato, lo único que logro es un infructuoso levantar de lodo pegajoso que ciega mi visión. Así que hablo de asimetría: una vida que odio, y que ocupa el gran porcentaje de mi ser, y otra, apenas desvelada, ansiada, que ocupa un pequeño espacio al que no soy capaz de acceder por propia voluntad. El control del cambio no lo tiene este yo, lo posee el otro, y hace... ha hecho uso de él apenas unas pocas ocasiones que, en lugar de calmar mi sed, la han acentuado más y más.
Guardo las caprichosas entradas a ese otro universo como un tesoro maldito, caldero de oro que arde y me quema las manos cuando intento asirlo con fuerza para mirar dentro. Guardo visiones, guardo sensaciones abrumadoras de una vida de gloria, de poder, de satisfacción. Pues en esa, mi segunda vida, celebro lo que en ésta, mi primera vida, deseo con anhelo silencioso: poder, energía, libertad, alegría, desenfreno...
¡Qué pocas veces la he saboreado!
Espero que ahora, cuando mi ser aquí se apaga, una llama encienda la tea que ilumine mi entrada definitiva en esa otra existencia.
Muero. El gusano que corroe mi vitalidad está dando sus últimos bocados; así se harte. Estoy deseando que esto termine. Ya es de noche. La vida se escapa de mí a raudales. Estoy solo. Siempre lo he estado.
Veo un río de color púrpura que parte de mi boca, una nube de vapor untuoso que se expande y brilla enfermiza, que late sin energía: es mi substancia.
Me cuesta respirar. El gusano ha salido, se ha saciado, me mira henchido y agotado: sentado en mi pecho de anciano que sube y baja tembloroso y vacilante. Le sonrío: termina tu trabajo, le digo, termina. Entre los vapores de la muerte entreveo la puerta abierta a ese universo prometido, a esa vieja existencia que por fin me va a ser permitido vivir y disfrutar. En ella la gente me teme, se aparta de mi camino; mi sola mirada aterroriza a generales y reyes. Sí, lo he visto en los sueños que produce mi agonía. Ya lo había sentido antes, mucho antes, cuando notaba la presencia de esa entidad, penetrándome de improviso. Soy el portador de un poder absoluto y no tengo miedo de usarlo para mi beneficio y mi placer... ¡Ah! ¿Qué placeres, hasta ahora sólo entrevistos, me tendrá deparado el destino?
Dueño de la vida y de la muerte.
Adoro la muerte. La segadora va a cortar el asqueroso hilo que me une a este cuerpo decrépito, un cuerpo que ya nació marchito y desesperado.
Muero.
La puerta se abre.
Huele raro. Ya no es el olor perentorio del hospital, olor a vida artificial, a limpieza fría. Huele a vida de verdad, sudor, humo, excrementos, miedo...
El cielo es azul. Nunca lo he visto relucir con esa vitalidad. Mis ojos, mi alma se llenan. Sonrío de satisfacción. Miro a mi alrededor. Se trata de una aldea, una pequeña aldea de casuchas de barro y paja. A lo lejos, sobre una colina, hay un pequeño castillo. La gente me mira en silencio. Viste ropajes a la antigua, de esos que se ven en los museos. Casi todos tienen un aspecto miserable. Otros, los menos, visten ricos tocados y portan largas espadas. Me rodean. Estoy sobre ellos. Saboreo con codicia el poder del que habla la mirada de miedo que tienen todos ellos, todos, sin excepción. Soy un lobo, un gigante, un gallardo héroe... no lo sé ni me importa. He dejado de ser un hombre vulgar, un número, un microbio.
Todavía no he debido desligarme del todo de la existencia de la que provengo. No puedo moverme, es como si las manos y las piernas estuvieran atadas. Pero no me importa. Mi mirada me basta para sojuzgar, para someter a mis vasallos.
Huele a humo, a fuego.
Uno de los aldeanos se acerca con una gran antorcha, viste algo mejor que el resto, aunque la calidad de su ropa no llega a la de algunos. Parece que la gente confía en él. Los demás lo miran ahora. Tiembla, evita mi mirada. Intento decirle qué es lo que quiere...
La leña prende rápidamente. El calor abrasa mis pies sin que apenas me dé tiempo a gritar. El humo me sofoca... escucho sus gritos, en ellos hay un atisbo de alegría, casi de alivio.
Muere, brujo me dicen. Muere brujo gritan jubilosos mientras el fuego me entra en los pulmones.
Germán Amatto - Argentina
Despertó a la madrugada y tanteó las sábanas a su lado; estaban vacías. Abrió los ojos. Vio el despertador, la estampita de San Cayetano, el parco mobiliario de la piecita.
Ella lo miraba, sonriente y en camisón, sentada en la única silla.
¿Qué haces levantada, vieja?
Con un gesto vivaz, la mujer señaló hacia el anafe.
Dejá, dejá dijo él, saliendo de la cama. Yo me caliento el agua; vos volvé a acostarte, ¿querés? Me las arreglo solo.
Llenó un jarro con agua y lo puso sobre la hornalla. Miró hacia atrás: la mujer seguía en su silla.
Qué cabeza dura murmuró. Después: Bué, ¿qué querés tomar?
Ella negó. Él tamborileó en la garrafa, luego agarró los fósforos y abrió el gas.
Por lo menos podrías tomar algo caliente comentó, y acercó la llama.
De la hornalla brotó un fogonazo azul. El viejo trastabilló, se apoyó en la pared.
Mierda, otra vez. Es peligroso este aparato se volvió hacia la mujer. ¿Ves por qué no quiero que te acerques al anafe?
Ella arqueó las cejas, divertida. Él meneó la cabeza y chasqueó la lengua.
Mirá que sos terca, eh. Dale nomás, no me hagas caso. Cualquier día de éstos va a pasar una desgracia.
Se acercó a ella. Alargó una mano para acariciarla, pero la retrajo, se la llevó a la espalda. Quedó así, mirando por la ventana.
Afuera es de noche dijo de repente; todavía hay luna. Hace un tornillo de la samputa. Me parece que hoy no me baño...
Ella frunció el ceño y abrió la boca. Él levantó el índice.
Ni se te ocurra decir nada: no me baño y punto. El patio debe estar helado. Encima, si hay alguien más usando la ducha voy a tener que esperar. ¡Voy a volver con el culo amoratado!
Rió por lo bajo, pero ella siguió mirándolo con seriedad. Dejó de reír.
Fue hasta el anafe: el agua humeaba. Sacó de un tarro un saquito de mate cocido y lo echó en el jarro.
Apagó el fuego. Hubo otra llamarada.
¡De nuevo! Tendría que hablar con el dueño, pero ya sabemos lo que ese infeliz va a contestar: "Eso es por cuenta del pensionista; si no les gusta, pueden irse cuando quieran."
Caminó hasta la cama. De abajo sacó una valija gastada que puso sobre el colchón. La abrió. Sacó un pantalón y lo sacudió. Luego, una camisa. Empezó a cambiarse.
Vieja, hay algo que quiero comentarte. No es para preocuparse, pero... quiero que lo sepas.
La mujer tenía una expresión desvaída e ilegible.
El dueño del garaje dice que los números no cierran. Está perdiendo plata, dice. Entre los muchachos corre la bola de que van a rajar a uno.
Ella se llevó las manos a la boca; él hizo un apurado gesto de calma.
Esperá, esperá. No te pongas loca; por eso no te quería decir. Es un rumor, nada más. Nadie sabe nada.
Se agachó para atarse los cordones. Cuando se irguió, ella parecía más serena.
Lo que pasa siguió es que yo soy el más viejo, pero tengo la menor antigüedad. Y encima le fueron al trompa con el cuento de que duermo en el armario de las herramientas.
Sirvió el mate cocido en una taza.
Ja, como si se pudiera dormir una siesta decente en esa caja de zapatos. El mate estaba tibio y amargo. Sin ese laburo no tenemos nada, vieja. Ni un agujero donde caer muertos.
La mujer cerró los ojos, los apretó, volvió a abrirlos y sonrió.
Sí, cierto dijo él. Siempre hay un lugar. Tenés razón. Además, nos tenemos a nosotros ¿no? Claro que sí. Todo lo demás, sobra. ¡Epa, mirá la hora!
Apuró el mate frío y dejó la taza en la mesada.
Me voy al laburo. Se puso el saco. A lo mejor llamo a los chicos para que vengan a almorzar este domingo, a ver si esta vez aparecen.
Abrió la puerta. Desde el umbral revisó la pieza. Al mirar el anafe se le arrugó la frente y sacudió la cabeza.
Bueno, me voy. Chau vieja. Hasta la noche.
Ella le tiró un beso. El viejo salió y cerró de golpe.
El portazo restalló en la cama deshecha, en la taza sucia, en el blanco de la luna sobre la silla vacía.
J. Javier Arnau - España
Un círculo de piedras marca el lugar, un nudo de piedras rodea mi garganta.
La ceremonia ya ha comenzado; un ritual semejante a las antiguas celebraciones religiosas, adaptado a los nuevos tiempos, a las nuevas necesidades.
La nave desciende, lleva décadas orbitándonos. Los sacerdotes de los nuevos ritos lo tienen todo preparado.
Y entonces, la nave explota en el cielo. Llamaradas eternas se reflejan en los ojos de los asistentes.
Caras asombradas, gestos de incredulidad; el trabajo de los sacerdotes no ha sido acertado esta vez.
Noto como el nudo de piedras se estrecha sobre mi garganta. El viejo hechizo que lo mantiene unido con el círculo preparado para el aterrizaje hace que el accidente de la nave se reproduzca en todos mis sentidos.
La nave explotó en el cielo, las máquinas no han cumplido su tarea.
Circuitos impresos acelerando ecuaciones, resolviendo algoritmos, replanteando situaciones y enlazando escenarios de probabilidades holísticas.
Los rituales de bienvenida no han sido efectivos.
El metal se fundió, las llamas incendian el cielo, los gases inflaman la atmósfera.
Viejas runas, huesos de animales sacrificados, piedras recogidas en lugares sagrados depositadas en el círculo y alrededor de mi garganta, del elegido para recibirlos. El ceremonial requería de mi recibimiento a los visitantes del cielo.
Restos incandescentes, orgánicos y algorítmicos, llegan hasta nosotros.
Pequeños robots de mantenimiento corriendo alocadamente, con sus engranajes chirriando al compás de sus circuitos; no comprenden la situación. Sus programas recomputan.
Sacerdotes del nuevo culto gimen asustados, pidiendo clemencia a todos los poderes conocidos, corriendo alrededor del lugar preparado para el aterrizaje, tocando mis piedras sagradas...
Cuando la nave explotó en el cielo las máquinas dejaron de funcionar, los robots cesaron en sus labores.
Aparecen caras asombradas y gestos de incredulidad cuando la atmósfera arde, y la vida en la Tierra muere. Cuando la nave explotó en el cielo.
Mis piedras sagradas me salvan de la hecatombe. Me transportan a otro lugar; o tal vez a otro tiempo, a uno cuando la nave aún era dirigida por humanos, cuando los aterrizajes no eran ritos ancestrales, sino operaciones matemáticas perfectamente sincronizadas.
El nudo de piedras en mi cuello empieza a brillar. Se acerca una nave; hay que preparar el aterrizaje.
Claudio Biondino - Argentina
La tormenta de arena había amainado. Magnus salió del refugio y comprobó que las excavaciones arqueológicas no habían resultado afectadas. Por un momento, deseó que la furia del desierto se hubiera tragado las ruinas para siempre. Jugó con la idea de quitarse el casco y dejar que el viento le acariciara el rostro; entregarse a la atmósfera letal de ese planeta muerto para descansar allí, en medio de las tumbas de una civilización tan muerta como el planeta. Pero la algarabía de los excavadores, que le llegaba por el intercom lo hizo volver en sí como si saliera de un trance hipnótico. Una melancolía inexplicable emanaba del mausoleo, aunque sólo él parecía percibirla.
Los trabajadores lo observaban, esperando que su director de sitio les diera la orden para continuar con los descensos a las criptas. Magnus dio la orden, pero se alejó del lugar. Siempre era igual y ya no soportaba verlo. Las entradas de las tumbas se encontraban a ras del suelo, dentro de grandes construcciones de piedra. Las protegía algo que parecía ser un cristal, pero que en realidad era un campo de fuerza. A través de él podían verse el cuerpo del muerto y las reliquias que lo rodeaban.
Los cadáveres eran de tipo antropomorfo, aunque algo más altos y delgados que los humanos. Se hallaban desnudos, depositados sobre unas plataformas luminiscentes cuyo funcionamiento aún no había sido descubierto. No presentaban signos de descomposición, pero cuando se desactivaba el campo para entrar a una tumba se consumían en pocos minutos. Había sido una raza de gran belleza, pensaba Magnus, y ahora sus cuerpos estaban siendo desintegrados en aras de la ciencia. Entraban a las tumbas porque las reliquias eran muy valiosas para los museos y coleccionistas. Las holografías, tomadas antes de eliminar los campos de fuerza, permitirían estudiar posteriormente la biología de la especie, sin necesidad de acceder directamente a los cadáveres.
¿Alguna respuesta de los jefecitos en órbita, doctor? La voz del Teniente Alves era para Magnus un hilo de cordura en medio del delirio que arrasaba los últimos restos de aquel mundo.
Sí, se han dignado responder a mis quejas.
Le mostró parte de la resolución de la Oficina de Exo-etnología, que había llegado a su e-pad.
...comprendemos su deseo humanista de evitar la destrucción de los cuerpos de esta especie extinta, pero no podemos posponer las excavaciones hasta encontrar una manera de abrir las tumbas sin que se desintegren. Este planeta no será colonizado en mucho tiempo, tal vez nunca lo sea, por lo que la construcción de un museo de sitio no se justifica de ninguna manera. Debemos atenernos a los tiempos y presupuestos establecidos por la Tesorería Colonial...
Nos hemos convertido en unos carroñeros, Alves. Lo que dicta nuestro comportamiento es el dinero y no la ciencia. ¿Qué nos diferencia ahora de los ladrones de tumbas que merodean por el desierto? Su patrulla debería proteger las ruinas también de nosotros, y no sólo de los saqueadores ilegales.
Tal vez tenga razón, doctor. Tampoco a mí me han escuchado cuando les pedí refuerzos debido al aumento de los saqueos. Pero no pienso exponerme a una corte marcial por desacato respondió Alves sonriendo, al tiempo que apoyaba una mano en el hombro de su amigo, tratando de confortarlo.
De pronto, el e-pad instalado en el traje de Magnus emitió una señal de llamada. El arqueólogo leyó el mensaje en la pantalla de su antebrazo izquierdo y luego observó atónito a Alves.
Los ingenieros han encontrado algo en las ruinas del templo. Dicen que no es un templo y que me presente allá cuanto antes. Han ordenado a los trabajadores que suspendan las excavaciones.
Sin mediar palabra, corrieron hasta el vehículo militar de Alves y volaron en él hacia el templo, un edificio situado algunos kilómetros al norte del mausoleo. Samir, El Jefe de Ingenieros, los estaba esperando con el rostro más pálido que Magnus le hubiera visto jamás. Una extraña certeza se apoderó del arqueólogo. Los dos hombres se miraron unos segundos en silencio. Alves estaba a punto de preguntarle al ingeniero qué ocurría, cuando Magnus habló:
No están muertos, ¿verdad?
No respondió Samir. Ni esto es un templo, ni tu sitio en un mausoleo.
Alves estaba ahora tan pálido como Samir, pero Magnus no se sorprendió. Toda esa melancolía, todo ese dolor, se dijo, provenía de ellos.
La gente del mausoleo está en animación suspendida continuo Samir. Cuando su mundo empezó a morir, los pocos sobrevivientes se retiraron a un entorno virtual. Sus mentes viven aquí, en el templo. Pero necesitan la supervivencia de los cuerpos físicos para subsistir. He reprogramado su computador para que despierte a los durmientes.
Has hecho bien, Samir dijo el arqueólogo, y se sentó, abatido, en los escalones del templo.
Alves vio el horror en el rostro de Magnus.
Tu equipo ha logrado salvar una civilización le dijo. Deberías alegrarte.
Magnus lo miró sin entender.
¿Es que no lo ves? Hemos matado a la mayoría, Alves. Los hemos asesinado por no actuar con más cuidado.
No hablaron mucho durante el viaje de regreso al mausoleo, pero lo que vieron al llegar terminó de enmudecerlos. Las ruinas estaban destruidas por el fuego, muchas de ellas aún humeaban. Había hombres muertos por todas partes y no quedaba ni una tumba intacta.
Los saqueadores murmuró Alves. La patrulla no fue suficiente para contenerlos.
Magnus había caído de rodillas en la arena, cuando vio a un ladrón de tumbas que se acercaba tambaleándose. El ladrón se arrodilló frente a él antes de que Alves lo advirtiera y sacara su arma.
Gritó dijo el saqueador con la mirada extraviada. El último muerto. Antes de volverse ceniza, se despertó y gritó.
La señal de llamada del e-pad sonó con el tono de urgencia máxima. Magnus ni siquiera la escuchó. En la pantalla de su antebrazo, un mensaje le ordenaba regresar de inmediato a la nave central. La Oficina de Exo-etnología acababa de denunciarlo por xenocidio.
Axxón 169 - diciembre de 2006
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Varios países).