FICCION BREVE (treinta y tres)

Varios

Siguiendo con una tradicción que ya cumple dieciocho años, la de ofrecer variedad de formas, distintos sabores y tonalidades, aquí vamos con una nueva entrega de cuentos breves, muy apreciados por los lectores. Con estas píldoras de placer literario complementamos en el contenido de la revista las obras de mayor amplitud, novelas, novelas cortas y cuentos. Lanzamos esta vez una ficción breve con algunos trabajos un poco más extensos que en otras ocasiones, pero que tienen la característica de leerse de un tirón. Que los disfruten...



LA PRUEBA

María del Pilar Jorge - Argentina


El principal Sosa se cebó un amargo, sin dejar de mirar a la mujer que acababa de entrar a la comisaría. Hizo un gesto con la cabeza y ella se sentó.

—Vengo a hacer una denuncia —dijo, mientras apoyaba su cartera sobre el escritorio.

Sosa la miró, impasible. Denuncias, siempre denuncias. La mujer, otra loca, más que seguro, seguía su exposición, rígida en la silla.

—Mi marido me persigue, me amenaza, hace tiempo que dice que va a matarme.

Él policía no se inmutó. ¡Mujeres!, siempre exageran. Sintió lástima por el pobre infeliz que tenía que aguantarla.

—¿Tiene alguna prueba? —preguntó por pura rutina.

Ella abrió la cartera y volcó su contenido. Un revólver, una cuerda y un cuchillo ensangrentado cayeron al piso.

—¿La sangre de quién es? —preguntó el policía, sorprendido.

Detrás de su rostro pálido, casi azul, ella trató de mover algo y sonreír, pero no lo logró.

—No tendrá problemas en averiguarlo.




María del Pilar Jorge nació y vive en Buenos Aires, Argentina. Tiene dos hijos y es abogada de profesión y escritora por vocación. Ama la buena literatura e ingresó en el Taller7 en octubre del año 2005. También ha hecho talleres de narrativa en el Centro Cultural General San Martín. En el año 2006 publicó el cuento "Camila" en el N° 3 de la revista NM, ha publicado varias minificciones en Axxón (Axxón 163, 168 y 174) e hizo algunos trabajos como traductora amateur y cotraductora, también para Axxón (Axxón 164 y 171) y sigue escribiendo.


SOMBRAS SIN DUEÑO

Sandra Becerril Robledo - México


Este viaje comenzó con tu despertar, amada Carmesí (apodo que tu padrote te impuso por esta noche). Te sentí a mi lado, tierna, dulce, cariñosa, como una flor que se abre por primera vez hacia el sol. Levantaste tu peluca del suelo y te fuiste arrastrando; dejaste un rastro de baba sobre el frío mosaico. Sentí algo frío junto a mí, revolví las sábanas y hallé tus piernas postizas:

—Hey —grité—. ¡Se te olvidaron!

Creo que no me escuchaste.

Me senté en el catre y miré el techo. Goteras. No sé cómo llegué hasta este lugar, no recuerdo nada. Tampoco me interesa saber. No tiene caso. La cuestión es que busqué mi traje y no lo hallé por ningún lado. Tan sólo una manta sucia, vieja y con olor a orines con la que cubrí mi cuerpo desnudo. Mis zapatos tampoco estaban. Salí del cuarto y me encaré con un enorme e interminable pasillo con cientos de puertas a los costados. Caminé un buen trecho hasta encontrar una ventana enmohecida con barrotes que poseían espinas de rosas marchitas. Aún me hacían sangrar. Me gustaron las nubes violetas que divisé, indicaban un crepúsculo más cercano que tus nocturnas y flácidas carnes imaginarias surgidas de tu cuerpo real. Más allá, había un jardín con árboles tan frondosos que cerraban la vista. Es el prostíbulo dónde habitan las hadas vedadas para nosotros los pobres alcohólicos. Están reservadas para los dandis con dinero.



Continué mi andar. Llegué hasta una puerta abierta (después de contar más de 397). Una serie de intelectuales marchitos conversaban dentro, sentados en unas cómodas sillas tapizadas con pieles de las mujeres viejas que ya no les servían de nada. Me invitaron a sentarme junto a ellos mientras me asfixiaban con su olor a puro corriente. El humo se elevó hasta el alto techo, para luego dejarse caer vertiginosamente sobre mí. Se burlaba y luego salía por el hueco en la pared que representaba una ventana. Hablaron de sus publicaciones. Uno con bigote desaliñado, con aire de haber sido en algún tiempo un escritor respetable, comentaba de su más reciente creación: "El embalsamador de almas" (Madrid, 2013). Otro con sombrero tipo bombín sin la tapa superior y con el traje en llamas se burló, diciendo que el libro de su compañero no se vendió, que en realidad siempre estuvo guardado en las bodegas de la editorial. Al otro no le agradó, se levantó, apagó su puro en el ojo del contrincante, quién aulló un poco para luego desplomarse sobre la tierra, le quitó el ridículo sombrero y, haciendo una dramática reverencia, salió por una puerta que yo no había visto antes. Los demás continuaron su discusión acerca de sus creaciones, de las editoriales, de los libros antiguos, de los malos y exitosos escritores y de los buenos y olvidados. Me aburrí. Yo no soy escritor ni tengo nada que ver con el arte, yo soy... ¿Qué soy? ¡Dios, lo olvidé! Aunque en este castillo lo que seas carece de importancia. De repente, una música gregoriana inundó el salón, mezclándose con los apestosos olores que arrojaban cada esquina y los mismos cuerpos de los "artistas". Me dio curiosidad. Salí de aquella habitación por dónde huyó el ladrón de bombines. Me incorporé de un salto, tratando de no pisar la sangre que escurría del cadáver y, con educación, toqué la puerta de madera varias veces con los nudillos. Nadie respondió, por lo que me vi obligado a empujarla. Caí de bruces sobre una sustancia pegajosa y maloliente. No había luz dentro, anduve apoyándome en las frías paredes de roca. Los muros desnudos estaban glaciales y húmedos. Las manos me sudaron a pesar del intenso aire que se colaba por algún escape del castillo.

Los nervios me carcomían por dentro, al grado de tener ganas de gritar, de vomitar, de huir, pero... huir ¿a dónde? Si yo mismo no tenía razón de mi lugar. Mis ojos estaban sumidos en las tinieblas, no podía ver nada en absoluto. Lo único que escuché fue mi respiración, mis propios pasos y unos más adelante, huecos, sin sentido, que se fugaban y yo con ellos. Sentí por un momento que eran mi salvación, sin embargo, entre más avancé y las voces de los intelectuales quedaron más lejos, me sentí más solo, desesperado y prisionero. No sé de qué o de quién, pero era un rehén condenado y lo único que podía pensar era que terminaría como aquellos pseudo-escritores con ropas desgarradas, cigarros apagados y hundidos en sus propios mundos de fantasía. Poco a poco, el aire comenzó a faltar dentro de mis pulmones. Por más que inhalé, tan sólo sentí que una atmósfera envenenada me mataba con tal lentitud que la construcción lo disfrutó. Así es, pude sentir cómo caminaba en sus entrañas y el edificio vivía. Me sentí un parásito. Tal vez eso era lo que en realidad era y por eso lo olvidé; por vergüenza de ser un inservible parásito.

Vi, al fin, un poco de luz. Viré a la derecha en lo que simulaba un laberinto. Después unas sombras caminaron delante de mí. Sombras sin dueño. Tropecé con algo, me herí las rodillas y las manos, la sucia manta que cubría mi tembloroso cuerpo cayó al lodo. Era un cadáver. El mismo que salió de la sala, el asesino, fue asesinado por una mano extraña. Le quité los pantalones negros y me vestí con ellos. La camisa blanca me dio asco por estar llena de sangre azabache y decidí dejársela puesta. Ya un poco más cubierto, tomé de nuevo mi cobija, la anudé como capa sobre mis hombros y salí a la luz.

Los innumerables destellos que las miles de luciérnagas posaron sobre mis ojos provocaron que cayera una vez más. La diferencia es que no caí en el lodo, sino en pasto húmedo, fresco y con fragancia a gardenias. En un instante, las luciérnagas se desvanecieron dando paso al rostro más hermoso que haya visto jamás. Era una elfa; rubia, blanca, con ojos marinos, cuerpo delgado y graciosa. No sonrió, mas me miraba con curiosidad. No me fijé, hasta después, que detrás de ella había decenas de su especie. Levantaron mi cuerpo como en un sueño y me transportaron a la ventana que había visto antes. Desde afuera, todo se veía diferente. Viendo a través de los ojos de ella, observé la majestuosidad que el castillo tuvo en otros tiempos. Vi sirvientes por los pasillos decorados con tapices. Observé príncipes, reyes, cortesanos, fiestas, banquetes, música y felicidad de un reino olvidado. Cuando me soltaron y caí con estrépito, la visión se esfumó, dando paso al terror absoluto que rompía la armonía de tal fortaleza. Se rieron de mí, mucho, tanto que me molesté. La voz sepulcral de un hombre hizo que se alejaran de prisa, escondiéndose en los árboles:

—¿Cómo llegaste hasta acá?

No supe contestar.

—Éste no es tu lugar, ¿tienes dinero?

Era obvia la respuesta.

Si no tienes dinero —azotó el látigo que traía en la garra derecha— no puedes acostarte con ellas ¿comprendes? Claro que si me das una de tus piernas o de tus brazos —relinchó como búfalo— te podría dar por una noche una duende. —Vi sus piernas de cabra—. No es lo mismo que con las elfas pero tienen muchos dones ¿comprendes?

Me desmayé.


Hoy temprano, desperté a tu lado, Carmesí, pero no logro levantarme. No te burles de mí. Ahora que mis piernas faltan, no tengo nada más que ofrecer ¿o sí?


Sandra Becerril Robledo, mexicana, nacida en 1981, fotoperiodista. Estudiante de la SOGEM. Ha publicado cuentos en: Época, Diario Nacional Deportivo, Fotozoom, Luz Directa, Voces de la Primera Imprenta, Reforma, Cuiria, Critica Literaria y diversos portales de Internet. Participó en la Antología de escritores hispanoamericanos, de editorial Bellvigraf, Argentina, Concurso "Juana de América". Fue finalista en el concurso Isaac Asimov. Actualmente cursa un diplomado en literatura fantástica con Ricardo Bernal. En Axxón 158 publicó el cuento breve "Un malogrado intento de ser humano".


MADRE BAÑANDO A SU HIJO

Rolando Revagliatti - Argentina


El desnudo hijo dentro de la imperial bañadera de hierro llena de agua. Un despintado banquito de tres patas, al lado. Y una canasta con jabón de tocador de coco, esponja, sales de baño importadas, una caja grande de fósforos de madera y barcos de papel. El desnudo hijo es un adulto lento, vacío, triste. Estupefacto. Mira el agua. Un brazo apoyado sobre el borde de la bañadera. Lo mira. Mira el agua.

Hablando áfona desde hace un largo invierno, aparece la madre con guantes de goma color crema (con cruces rojas), ya puestos. Saca de la canasta el jabón, la esponja, las sales de baño. Echa las sales en el agua. Enjabonando al hijo, abruptamente se la oye:

—Estaba como ciega, como él. De aquí, de allá y de mi abuela también. Cómo calienta el sol. Qué alta está la luna. Se perfila tu terrible perfil. Jugo de cáscara. Pasado de rosca. Los bueyes perdidos. Bacán pobre. De chanfle. Esto no se puede decir. Papas en la boca. No se puede decir papas en la boca. Huevos en la boca. Las muelas como parapetos. Cabal cabalga su cabalgadura. Sufre y sufre, pero no lo sabe. Nunca más otra espantosa noche en vela. Ahora no me sale, pero cuando me salga. No sería noble si no conciliara. Una estrella en el mar. Cansina, cabizbaja. Una señora de mi casa. Algunos siempre dicen yo. Su cara de madonna de quince años. Encontré los bueyes. Lo deseé con intensidad. Hay que ver cuán agraciado había sido. Supo ser. Alguien me conocía. Me dejaron abandonada en la barriga de mamá. Una señora, pobre señora de mi casa. Qué ordinario siglo. El amor, el alma, la vejez. Cuando chica, después crecí. Vos no sabías que yo no sabía que vos no sabías. Nadapienso todosiento. Las otras chicas también están tan enamoradas. Claudicaremos cuando a nadie le importe. ¿El resentimiento es un hijito moderado del odio?... Espero que él me saque a bailar. Desde luego que no saben ellos hasta dónde ni cuánto más. ¿Se fijará en mí?... Jamás nunca ahora más adelante. Porque cuando mismo que tal vez. Una se abre, se abre y explota. Me sabría defender a la perfección. De la perfección. Madre para perdurar. No es un secreto para nadie. Sentimentalmente, digo. Y bailamos después.

Signos de inefable tensión en la entrepierna del hijo desnudo. Se oye en simultánea que alguien cae y grita. Y que allí mismo un moscón zumba. La madre refriega la espalda del hijo con la esponja.

—Solazado el árbol de la vida. No confundir tal cosa con libertinaje. El tiempo es un. De las aves que vuelan me gusta la cigüeña. Al sínodo falté, tu cama capturé. Lenguaje abismal. Aplausos. Templo las cuerdas de mi cimitarra. Sáquense el fardo de encima. A ratos una niña. Quién lo creyera. Tan lejos de mí. Jeringozoso. Vacuna contra la. Pura prosopopeya. Sáquenselo, cómanse el fardo. Otro gallo cantaría. Cómo anhelo (no digo qué). La maestra es la segunda madre, el colegio es el segundo hogar. Nos cuesta menos querernos que desquerernos. Las chicas precisamos ser deslumbradas. Un loco, él era un loco para manejar. Un racimo de pituitarias huele mi ramo. Casualmente lo que yo te contaba. Pura pura. Tan capcioso. Cercanía, cerquita, cerca. Salté. Me reí, me reí como hacía tantos años.

Continúa hablando, pero áfona. Por completo tenso el periscopio del hijo desnudo. Se hace la madre otra vez audible:

—Porque a tu tía no le place. Tenés, Beto, que comprender. Hay límites, hay hasta dóndes. Ella es muy celosa, tu tía. Te lo digo con tranquilidad, sin impacientarme. Ella te adora, tu tía. No me hagás renegar. Sabés cómo soy: muy sensible. Quiero que admitas el traspié. Lo siento. Lo todosiento, te vas a disculpar.

Sin dejar de hablar, se sienta en el banquito. Dos lagrimones atraviesan las pálidas mejillas del hijo desnudo. El moscón deserta.

—Sabés que soy recta y cariñosa. Tu tía tiene sus razones. Se halla disgustada. Agraviada. Ella es muy celosa de vos, tu tía. Se afecta y es lógico. Como es lógico que languidezca cuando no la llamás, cuando no la atendés. Ella desea ser consultada, tu tía, requerida. Y también se ha sacrificado por vos. Todos estamos solos, Beto, en el fondo. No es mucho pedir. Quien más, quien menos. Apenas que no dejes de tomarla en cuenta. Cierta continuidad. Es una señora grande. Vos sos más intuitivo que otra cosa. Los desamorados son muy... Eso es condenarse. Aislarse es condenarse. Forjarse es tarea de cada jornada. Bueno, ya sabés como soy. Tu tía no lo merece, ella.

Habla, pero áfona. Enjuaga al hijo. Cimbran los jubilosos testículos del hijo desnudo. La madre extrae de la canasta los barquitos de papel. Los dispone en el agua. Los mueve, los sopla. Extrae de la canasta la caja de fósforos. Como jugando, prende fuego a un barco.

—Y si no, fijáte en nuestra familia. ¡Por algo no fui contrincante!... Astrid me avisó. Desde Goya: me llamó y me avisó. No habrán estado tan maniatados. Hubo irresponsabilidad. ¿Sabés qué pensé cuando me lo contaron?: que fueron estúpidos de una manera desaforada. Ocurrió ya con otro, un primo mío fallecido. La decisión tenés que tomarla cuanto antes.

Sin dejar de hablar, prende fuego a otro barquito. En el grueso y agitado periscopio del hijo desnudo resplandece un hálito tremendo.

—Sé que te cuesta. Pero, por lo menos, nosotros sí con la cabeza sobre los hombros. Tu abuelo la seguiría: "Y con el cerebro dentro de la cabeza". Y que no querés ser áspero ni irritante también lo sé. Sobre todo por el lado de las cuñadas, esas mujeres en chancletas, hay antecedentes. ¡Ah!, esas susceptibilidades cuando está revuelto el avispero, no paguemos los justos por pecadores. Con ellas, pies de plomo.

Prende fuego con un mismo fósforo a dos barquitos. Y del ojo del enardecido periscopio del hijo desnudo, brota una salva de esperma que santifica el rostro, la cabellera y los hombros de la madre, y que, asimismo, apaga los focos de incendio.

—Delicadeza, diplomacia y como que estuvo urdido desde antes. De la suegra del hermanastro del Aunario, no hay que preocuparse porque se vuelve a su país. Mejor. Hay un punto que no estaría de más que le fueras buscando la vuelta. Previsión. Para no quedarnos estancados. O un día, zás, nos salen con un domingo siete. Buscarle la vuelta en el sentido de la liberación total de la escritura. Tiene que haber un procedimiento legal. Acortar plazos en estas circunstancias nos favorecería.

Habla, pero áfona, hasta que sacando el tapón de la bañadera, vuelve a oírsela:

—Las palabras son cuerpo. Cómo se ponen estas palabras en la caaaaaaavidad. El volumen y el espesor. De chanfle. Como ciega y como sorda, como él. El paladar es irrevocable. Sufría mucho. Ella sabe todo de vos, siempre se interesó. No olvida jamás un acontecimiento, tu tía. Necesita que la mimés. Restituíle, Beto, restituíle. Cartas en el asunto. Que no te desentiendas.

Es audible el agua pasando por la cañería.

—A alguien le toca, y es a vos. Pueden iniciar juicio y eso crearía molestias. Inevitable. Tenemos que anticiparnos. Llevamos las de ganar pero confiarse es nefasto. Conciliar no es deponer. Tu tía no parece la del retrato coloreado. ¿Olvidó qué preferías, tus antojos? Y vos, nada. La vieras. No es mucho demandar. Cabalga sobre su cabalgadura cabal. Un loco. Con una sola mano manejaba, los cambios con displicencia. La envidia. Liberación total. Y al abogado como primera medida. Al nuestro. Es hábil y experimentado. Hay que pre... pre... Ablandar el texto. De brazos cruzados no se van a quedar. Lo que haya que pelear se peleará. La pecunia. ¡Qué ironía!... No sé por qué ahora me viene a la mente: "Es mejor ahogarse con aire que sin aire". Sin embargo, me oxigenaría (¿o sin sin embargo?) que no ignoraras. Que mañana no me reproches no habértelo trasmitido. El haberme ocultado de vos. (O el haberte ocultado de mí.) Las cosas que podés saber, sabélas.



Habla, pero áfona. El hijo desnudo comienza a ser arrastrado por el remolino. La madre, incorporada, se opone al remolino, tironeando del hijo. Vuelve a oírsela:

—Entre nosotras nos lo recomendábamos: "¡Es bárbaro, es un forajido!" ¡Se derritió como un helado! ¡Me apresuré cuando apetecía ser derribada! ¡Eso me inculcaron! ¡Sus negocios marchaban, al principio! ¡Hubo varios principios, aunque el primero fue estupendo! Un torbellino. Efecto de rebote. ¡¿Por qué tuve y tuviste secretos para mí?! Ronquido hidráulico. ¡¿Por qué me instabas a una supuesta ambigüedad?! ¡Querido!...

Ya más de medio hijo desnudo ha sido absorbido, succionado por la cañería.

—¡Yo ansiaba que me envolvieras, que me pertenecieras! ¡Te adoré! Y no era manco para... ¡Una hembra sin corazón hubiera resistido!...

Casi todo el hijo desnudo ha desaparecido.

—¡No me apabullaron ni disfrutaron ni desencadenaron! ¿Dónde aprendiste?, nos decíamos. ¡¿Quién tiene que descerrajarse?! ¡Yo era menos oblicua alguna vez! ¡Y sola es como el crimen!...

Cesa de hablar. Cesa el sonido del agua y del hijo pasando por la cañería.


Rolando Revagliatti es porteño y nacido en 1945. Coordina junto a Cristian de Nápoli y Rubén del Grosso el ciclo de poesía y prosa breve "Nicolás Olivari" en el Centro Cultural El Aleph (J. B. Alberdi 1884). Entre 1998 y 1999 publicó los siguientes libros: de dramaturgia "Las piezas de un teatro"; de narrativa breve, "Historietas de amor & muestra en prosa; de poesía, "Obras completas en verso hasta acá", "De mi mayor estigma (si mal no me equivoco), "Trompifai", "¡Y dale con el cine!", Poemas de celuloide", "Picado contrapicado", "Leo y escribo", "Ripio", y "Deshecho e izquierdo".


EL HOMBRE DE MARRÓN DEL FONDO DE MI CASA

Ricardo Juan Benítez - Argentina


"A Gila"


Jamás había tenido un golpe de suerte en mi vida. Cuándo me dijeron que había heredado una casa pensé que me estarían haciendo algún tipo de broma pesada. Pero no fue así. El caserón quedaba en el barrio de Caballito. Todavía sobrevivían algunas calles adoquinadas y la mayoría de las construcciones eran bajas. De esas casas que llaman "tipo chorizo". La entrada era por un zaguán, con puerta y contrapuerta. Eran de marco de madera y vidrios repartidos. Los herrajes y la aldaba eran de hierro fundido. Luego de un hall de recepción, se entraba a un patio enorme y embaldosado. Lo cubría una parra de hojas tupidas. Hacia la derecha había una escalera de mármol cuyo primer descanso daba una pieza. Al final se entraba a la terraza.

Todas las piezas, una detrás de la otra, daban sobre el patio. En éste había unas cuántas macetas con flores y plantas; y un jaulón, que en sus mejores épocas, seguro, estaría lleno de canarios y cardenales. Al final del patio (lo que parecía el final) había una cocina. Detrás de ella proseguía el patio, había un par de piezas más y los baños.

Mentalmente hice la lista de elementos. Pintura al aceite y al látex, pinceles, aguarrás, clavos, machimbre, algunas chapas para reparar el techo de la galería. Después tenía que revisar los desaguaderos y la instalación eléctrica. De hecho, tuve que comprar una llave térmica, porque la que había era con tapones y estaba destruida.

Después de dos semanas de arduo trabajo casi había finalizado. Entonces ocurrió aquello.

—¿Te enteraste que hay un tipo de marrón en el fondo de casa?

Estaba chupando la bombilla, tratando de tragar el mate casi hirviendo que me cebaba Susana. No sólo escupí por la boca sino que un poco se fue por la nariz. Total, que me queme la garganta y las fosas nasales. Y tosí como un condenado.

—¿Qué dijiste?

—Un tipo de marrón. Lo vi esta mañana.

—¿Y? —la miré incrédulo—. ¿Qué hiciste?

—Nada... te lo digo a vos. —Entornó los ojos con aire conspirador—. Sos el hombre de la casa. Tenés que ir a hablar con él.

—¿Sí? ¿Y qué le digo? —El esófago me ardía, y no era de acidez—. Buenas, señor. ¿Cómo está? ¿Le incomoda que viva en mi propia casa?

—Nuestra... nuestra casa...

—Claro, nuestra casa. —De nuevo la miré esperando que me dijera que era una broma—. ¿Por qué no empezaste a los gritos?

—¿Por qué? Si el pobre viejo ni se escuchó en todo este tiempo.

—Bien, ¿Y por qué no lo invitas a cenar?

—¡Ay! ¡Haceme el favor! —Ahora ya estaba alterada— Andá a hablarle, para saber quién es. O si no, mejor... hablá con la inmobiliaria, a ver qué te dicen.

En la inmobiliaria me dijeron que tenía que hablar con la escribanía. En la escribanía, que tenía que hablar con mis tíos, a ver si sabían algo. No sabían nada.

—Mirá, nene —para mi tía siempre era el nene— creo que la abuela Jacinta me habló de un señor. Creo que era carpintero, y que le subalquilaban una piecita. ¡Pero hace tanto! No se más nada.

Mi tío, como siempre, no sabía nada de nada. Excepto armar su pipa para ir a fumar a la vereda.

—¿Qué vas a hacer? —Susana me miraba casi con lástima.

—¿Y si voy a la comisaría?

—¡No lo puedo creer! Me casé con un hombre sin huevos. ¿Qué te van a decir en la comisaría? ¿Sabés cuántas casas tomadas hay en el capital?

—Una casa tomada... significa varias personas, acá estamos hablando de un viejo.

—Ese es el tema —me dijo socarrona—. Un viejo. Mañana sacalo de las solapas a la calle, tonto.

Al día siguiente llegué hasta la piecita. Estaba al fondo, al lado del baño más pequeño. Había un tema, y que no era menor. Yo jamás lo había visto cuándo hacia las reparaciones. Tampoco cuándo, necesariamente, el tipo tuviera que hacer sus compras. ¿Habría alguna entrada secreta que yo no conocía?

—Dejá, viejo —la voz de Susana a mis espaldas—. ¿Qué mal puede hacer? Los chicos lo quieren, están horas con él.

—¿Los chicos? ¿Esteban y Paula? ¿Nuestros hijos?

—Sí, lo adoran.

—Pero... ¿Si el tipo es un pervertido? Pensá, si les hace algo.

—Boludo, ¿cómo podés...?

—Esas cosas ocurren, no es ninguna novedad...

El asunto es que me convenció. Pero en la semana ocurrió algo que me decidió a enfrentarlo.

—¿Qué es eso que tenés ahí, Paula?

—Un crucifijo, me lo hizo el señor de marrón...

—Ni siquiera le conocés el nombre...

—No, le decimos abuelo.

—¿Me lo dejás ver? —lo tomé en mis manos.

Yo nunca había sido demasiado creyente, pero el contacto con aquel crucifijo me sensibilizó. Era como si la madera irradiará tibieza y calma.

—Papito... ¿Estás llorando?

Tenía un nudo en la garganta y las lágrimas caían por mis mejillas a raudales. No podía dejar de acariciar la imagen del Jesús crucificado y sufriente.

Paula había ido a buscar a su madre, y volvió con ella y con su hermano. Los tres me miraban sin entender demasiado. Creo que jamás me habían visto llorar; ni yo entendía qué pasaba. Me acerqué a Susana y le di el crucifijo. Dejé de llorar instantáneamente.

Susana lo miraba con los ojos vidriosos, pero en ningún momento rompió en llanto.

—¿Qué vas a hacer?

—Primero quiero el crucifijo envuelto en alguna tela. Después, mañana a la mañana voy a hablar con este hombre.

Temprano me levanté y salí a caminar por el barrio. Puse mi mente en blanco. Disfruté de los primeros rayos del sol. Algunos chicos con sus guardapolvos blancos iban al colegio, entre risas y gritos. Una señora paseaba su diminuto perro. El carnicero estaba abriendo su negocio. Traté, sin mucho éxito, de no pensar en el extraño incidente de la noche anterior. Después de caminar unas cuantas cuadras, decidí volver bordeando las vías del tren. Pasó uno, con su acostumbrado chillido a hierro sobre hierro.

Ya estaba decidido. Era el momento de hablar. Pero al doblar la esquina me encontré con que algo andaba mal. Un patrullero estaba frente a mi casa y una comisión policial esperaba en la entrada. También había una ambulancia. Estaba llegando otro patrullero.

—Perdón... ¿Usted es el dueño de casa?

—Sí...

—¿Me podría acompañar?

Entré. En el hall estaban Susana y mis hijos. Me miraron en silencio.

—Por acá, señor.

El oficial me indicó la cocina. Pero seguimos hasta el fondo. La pieza del hombre de marrón.

—Buenas... disculpe ¿usted sabía de esto?

—Bueno... mi señora me había comentado algo, y yo...

—¿Por qué no nos llamó de inmediato?

—Pensé que yo podía manejar la situación.

Los policías se miraron perplejos.

—No los quería molestar por una pavada... después de todo venía a hablar con él...

Ahora sí, los tipos me dedicaron una mirada que mezclaba el asombro con la reprobación.

—¿Y se puede saber cómo iba hacer eso? —La voz del oficial sonó burlona.

—A eso venía, cuándo...

—Espere —levantó la mano—. Sígame... así me explica mejor.

Al entrar en la habitación, varias sensaciones me invadieron. El sentido olfativo fue castigado por un hedor a encierro. Humedad, como a hongos putrefactos. Un calor propio de las piezas que han estado mucho tiempo cerradas. Varias personas, algunas con guardapolvos y guantes de látex, rodeaban la cama.

—El cadáver está momificado, por eso no despedía olor —unos de los de guardapolvo estaba hablando—. Tendremos que hacer algunos estudios, pero la muerte data de unos cuantos años.



El policía me miraba socarronamente. Yo miraba el crucifijo de madera que pendía sobre la cabecera de la cama.

—Bien... ¿Me puede explicar?

—Perdón, oficial ¿Usted habló con mi señora? ¿Con los chicos?

—Sí... pero están algo alterados, preferí esperar a que se tranquilizaran.

Salí de la habitación seguido por los dos policías, y me dirigí al comedor.

—Susana, ¿dónde está el crucifijo?

—Ahí... está envuelto en la franela...

Me acerqué al trapo amarillo sobre la mesa y lo abrí. No contenía nada. Sólo atiné a alzar la mirada hacia mi familia, que a su vez, fluctuaba entre la desazón y el desconcierto.


Ricardo Juan Benítez nació el 28 de noviembre de 1956 en el barrio porteño de Caballito de la Capital Federal de la República Argentina, lugar dónde reside actualmente. Retomó su pasión por la escritura a mediados del año 2004. Admirador de los clásicos cuentistas como Edgard Allan Poe, Ernest Hemingway, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Jack London y una lista por demás extensa, se dedica en exclusividad a la prosa. Tiene trabajos publicados en: ALMIAR Margen Cero (España), Alma de Luciérnaga (Israel), Resonancias Org. (franco-argentina), Herederos del Caos (USA) Azul Arte (Inglaterra), Uchronicles de Giampietro Stocco (Italia).



Axxón 175 - julio de 2007
Cuentos de autores de procedencias diversas (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Varios países).