DIVULGACIÓN: Animales simuladores

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Sables falsos


por Marcelo Dos Santos (especial para Axxón)
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Cuando en 1532 los españoles al mando de Francisco Pizarro conquistaron el Perú, se sorprendieron al descubrir a un extraño animal que campeaba por sus respetos en todos los Andes americanos.

Si bien ellos sabían que los amerindios desconocían los animales domésticos europeos, no pudieron menos que sorprenderse del tipo de ganado que los incas cuidaban: una bestia que semejaba ser un camello en miniatura —cosa que de hecho es—, a la que utilizaban como bestia de carga y fuente universal de carne, grasa, cuero y tendones.

Guanaco

Se ha estimado que por aquellos tiempos el guanaco (Lama guanicoe para los amigos) constituía una población de más de 500 millones de ejemplares distribuidos desde Panamá hasta Tierra del Fuego, lo cual apoya la idea de que, junto con el maíz, el tabaco, el cacao y la papa, el animal formaba parte de la base misma de la estructura económica del imperio inca (y, de paso, de todas las demás culturas aborígenes del subcontinente). Actualmente la especie ha perdido casi por completo su importancia económica, pero a pesar de ello su población asciende a más de medio millón de individuos.



En 1606, el capitán holandés Willem Janszoon dejó registrado en su bitácora el avistamiento de una tierra desconocida que podía corresponderse con la Terra Australis Incognita de las leyendas. Había, por supuesto, avistado el Cabo York en la península más septentrional de Australia. Casi dos siglos más tarde, el británico James Cook, aprovechando las minuciosas cartas de las costas norte y oeste de la gran isla que los neerlandeses habían relevado, y sabiendo que no habían manifestado ningún interés ni hecho intento alguno por desembarcar ni mucho menos colonizar el territorio, se dedicó a cartografiar la costa oriental de esas tierras. La bautizó Nueva Gales del Sur y recomendó a la corona establecer una colonia penal allí. Esos fueron los pioneros australianos: presidiarios y carceleros.

Como fuese, lo primero que llamó la atención de los ingleses fue la extraordinaria fauna australiana. No había allí mamíferos indígenas que no fuesen marsupiales. Las únicas excepciones eran algunas especies de murciélagos (que habían llegado volando), el dingo (perro semidoméstico introducido por el Hombre en tiempos inmemoriales), algunos roedores que también habían llegado como polizones y, por supuesto, el Hombre mismo, ya que los aborígenes australianos llevaban habitando allí poco menos de 50.000 años.

Pero el resto de los animales eran increíbles: monotremas (mamíferos que ponen huevos y no tienen mamas) como el ornitorrinco y el equidna, y una variada serie de marsupiales como el wombat, el koala, el lobo marsupial, el demonio de Tasmania y el rey indiscutido del catálogo mamífero de Australia...

Equidna

Se trataba de un animal con poderosas patas traseras y grandes bolsas abdominales (en las hembras). La desproporción entre las patas posteriores y las delicadas, mínimas manitos lo obligaba a desplazarse a grandes saltos, apoyándose, además, en la larga y musculosa cola.

Sorprendidos ante la extraña aparición, Cook y el naturalista británico sir Joseph banks —que lo acompañaba— preguntaron a los aborígenes cómo se llamaba el extraordinario animal. Claro, se lo preguntaron en inglés, y cuenta la tradición que los indígenas respondieron "Gangu-rrú", que en su lengua significa simplemente "No le entiendo". De nuevo en la nave, Cook anotó en su diario el 4 de agosto de 1770 que la bestia se llamaba "Kangaroo o Kangurú". Occidente acababa de descubrir el canguro.

Canguro gris




Existen cuatro especies de canguro: el canguro rojo gigante, el mayor de todos y el marsupial sobreviviente de mayor talla; el gris oriental, el gris occidental y el wallaby. Hay otras cerca de 50 especies de canguritos menores, estrechamente emparentadas con las cuatro grandes enumeradas arriba. Cuando llegron los europeos, Australia poseía más de 60 especies de macrópodos (como se denomina este grupo de marsupiales; el nombre griego quiere decir sencillamente "patas grandes"). Desde entonces, 6 de ellas se han extinto y otras 11 están amenazadas. Antes del arribo del hombre blanco, sin embargo, muchas más habían desaparecido por causas naturales.


Nunca sabremos si Cook conocía a los camélidos americanos como el guanaco (seguramente Banks sí), pero existe entre ambas especies un rasgo de parecido que los biólogos no tardaron en intentar explicar. A pesar de que el guanaco y el canguro no tienen nada que ver el uno con el otro (están tan separados como pueden estarlo un marsupial y un placentario), sin embargo sus rostros, sus cabezas y sus aparatos masticadores son tan parecidos que, en una foto de primer plano, resulta difícil decir cuál es cuál.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué dos animales completamente diferentes, habitantes de dos extremos opuestos del mundo, comparten un rasgo esencial como la cabeza y difieren en todo lo demás?

 

Decida usted quién es quién

A los ojos del hombre contemporáneo, la respuesta es obvia: se trata de un típico caso de evolución convergente. Es cierto que los camélidos americanos y los macrópodos no tienen relación alguna entre sí. Es cierto que viven en lugares muy alejados y aislados uno del otro. Es cierto que morfológicamente son muy diferentes. Es cierto que ninguno de ellos intervino ni influyó de modo alguno en la evolución ni la genética del otro. Pero las planicies andinas y el desierto australiano poseen pastos similares, y, como se sabe, si la función hace al órgano, no es menos cierto que la alimentación determina la anatomía de la cabeza (y también de los labios, lengua, dientes y demás). El guanaco y el canguro no tienen nada que ver, pero ambos evolucionaron comiendo lo mismo: el duro y rústico pasto de las altiplanicies americanas o del Gran Desierto australiano. Por lo tanto, las bocas y cabezas de ambos se parecen de manera impresionante.



La evolución convergente es una de esas ingeniosas soluciones que la Madre Selección Natural desarrolló para facilitarnos las cosas a nosotros, los organismos vivientes. Y puede demostrarse que sin ella, este planeta estaría despoblado de vida.

Aparatos bucales semejantes en especies no relacionadas: convergencia adaptativa

Tal vez lo más impresionante de este fenómeno sea que no solo opera a nivel anatómico y visible, sino también a nivel molecular. Por dar un ejemplo: los peces antárticos y árticos forman dos grupos completamente diferenciados, que se separaron de su antepasado común hace muchísimo tiempo. ¿Nunca se ha preguntado por qué a ninguno de ellos se les congela la sangre? La respuesta es simple: el torrente sanguíneo de esos peces contiene un anticongelante, igual al que se coloca en los radiadores de los autos que operan en climas fríos. Está compuesto por glucoproteínas, moléculas que no solamente bajan el punto de congelación de la sangre del pez, sino que además envuelven a los cristales de hielo que pudieran formarse, impidiendo que crezcan. Lo interesante es que los peces de la Antártida y del Ártico se separaron mucho antes de que evolucionaran los genes que producen esas proteínas. Por decirlo fácil y simple: la Naturaleza, enfrentada dos veces al mismo problema, encontró en ambos casos la misma solución, que por otra parte era la única posible. ¿Cómo sabemos que lo hizo dos veces? Porque, sencillamente, las glicoproteínas anticongelantes de los peces árticos y los genes que las producen no tienen nada que ver con las de los peces de la Antártida. Fueron dos procesos enteramente aislados e independientes que llegaron a los mismos resultados funcionales.

Hay miles de ejemplos: la evolución encontró la misma solución para el vuelo del pterodáctilo, de las aves y del murciélago. Comiendo todos lo mismo, desarrolló el mismo aparato bucal en el tatú carreta, el gliptodonte, el pangolín africano, el oso hormiguero africano y el equidna (un monotrema australiano que pone huevos y es pariente del ya mencionado ornitorrinco). También las espinas del equidna evolucionaron en el mismo sentido que las del puercoespín.

Mismo problema, misma solución. Desde arriba: pteranodon, ave, murciélago

Las alas así como el aparato bucal de todos estos devoradores de hormigas evolucionaron hacia el mismo objetivo, pero mediante procesos totalmente independientes.

En realidad es sencillo: si dos especies ocupan el mismo nicho ecológico, la evolución convergente se encargará de dotarlos de equipamientos similares.



Los carnívoros evolucionaron a partir de animales parecidos al visón denominados miácidos. El proceso ocurrió hace unos 65 millones de años, y derivó en las 17 familias y 260 especies de carnívoros actuales, desde la foca hasta el panda gigante, desde el hurón a la hiena y desde el perro hasta el oso polar.

Casi todos ellos son más o menos versátiles, lo que quiere significar que si no encuentran carne pueden arreglárselas con otros tipos de alimentos.

 

Cualquier parecido NO es mera coincidencia: equidna (izq.) y puercoespines bebé

Sin embargo, hay un grupo que es el carnívoro más estricto de todos, un especialista capaz de morirse de hambre sin carne, un verdadero asesino por naturaleza. Estamos hablando de los felinos.

Los felinos pertenecen a la familia Felidae, y comprenden 40 especies distribuidas en 14 géneros. Los felinos están con nosotros desde el Oligoceno, o sea desde hace unos 30 millones de años. Ya sé, el Hombre aún no existía, pero los gatos devoraban a nuestros ancestros homínidos tan campantes. La única especie doméstica, el gato doméstico (paradójicamente conocido como Felis silvestris sp. catus) se acomodó junto a la estufa de nuestra casa hace 10.000 años y allí sigue todavía.

Uno de los felinos más fascinantes fue el noble, temible y poderoso Smilodon, el célebre y bien estudiado "tigre dientes de sable". Si usted está leyendo este texto sentado en cualquier parte de América (de Alaska a Tierra del Fuego y de Lima a Nueva York), puede apostar doble contra sencillo a que en ese mismo sitio estuvo sentado, desde hace 3 millones hasta hace 10.000 años, un precioso depredador de esos, una especie de "gatito" de 200 o 300 kilogramos, dotado de una apertura mandibular de más de 120º (un león solo puede abrir la boca unos 65) y colmillos de más de 20 centímetros de largo. Aunque no sabemos si su piel era lisa, rayada o manchada, se ha demostrado que podía correr a 50 km/h y que mataba a sus presas desventrándolas con sus colmillos o partiéndoles la tráquea de una dentellada. ¿Y qué comía? Mamuts, megaterios (perezosos de más de 3 metros de altura), mulitas gigantes como el gliptodonte, elefantes americanos, bisontes, ciervos, wapitis, camélidos americanos y, en tiempos más recientes, seguramente también hombres. Hasta que un día el hombre inventó la lanza y los papeles se invirtieron, para desgracia del magnífico felino colmilludo.



Hace unos 15 millones de años, las dos Américas estaban separadas porque el Istmo de Panamá no existía. El Atlántico y el Pacífico estaban unidos, y sus aguas pasaban de un lado a otro sin obstáculo alguno. Pero, debajo, la tectónica de placas estaba haciendo un trabajo ciclópeo: la Placa del Pacífico y la Placa del Caribe se acercaron tanto que entraron en colisión.

El mundo debe haberse parecido al Apocalipsis para los animales que presenciaron aquella lucha titánica: terremotos monstruosos y el choque de las placas obligaron a la del Pacífico a deslizarse por debajo del Caribe. Las tremendas presiones y temperaturas provocadas por la fricción y el afloramiento del magma subyacente formaron nuevos volcanes donde antes no los había, y su lava, solidificada en contacto con el agua, se acumuló lo suficiente como para crear islas donde antes solo había mar abierto.

Por añadidura, el deslizamiento (que los geólogos llaman subducción) del fondo del Pacífico por debajo del fondo del Caribe impulsó a este último hacia arriba, disminuyendo aún más la profundidad del mar ya reducida por el material volcánico expulsado. Así, comenzaron a aparecer más islas, más terrenos afloraron, y el mar comenzó a retroceder. Los sedimentos barrosos y arenosos provenientes de ambas Américas rellenaron los huecos entre las islas y los fondos emergidos, hasta que, luego de 12 millones de años de trabajo, la tarea quedó completa. Hace unos 3 millones de años, el volcánico Istmo de Panamá estaba formado en su totalidad, y ahora los dos subcontinentes estaban unidos en uno solo.



Así como lo relatamos, la creación de un trozo de tierra tan pequeño no parece capaz de producir el impacto mundial que en realidad causó. Sus efectos y consecuencias fueron tan profundos y variados que nos maravillan aún hoy, a tal punto que los geólogos lo reputan como el evento más importante de los últimos 60 millones de años. Veamos.

Al cerrar el flujo de agua entre el Atlántico y el Pacífico, el istmo obligó a las corrientes oceánicas a desviarse en nuevas e impensadas direcciones: las del Atlántico viraron al norte para formar lo que hoy llamamos Corriente del Golfo. Así, las aguas cálidas del Caribe fueron llevadas al Atlántico Norte, produciendo un aumento de temperatura de más de 10ºC en el clima de Europa Occidental. A su vez, el calentamiento de Europa, húmedo, llevó el agua atmosférica al Polo Norte, formando el casquete Ártico y generando la Edad de Hielo que dominó el mundo en el Pleistoceno.

La salinidad del Atlántico aumentó mucho más que la del Pacífico, y esta diferencia organizó el resto de las corrientes oceánicas para llevarlas al esquema que observamos hoy. A su vez, las corrientes regulan las precipitaciones, por lo que las lluvias y las nevadas se ubicaron en lugares nuevos. Tras ellas, la erosión cambió el paisaje de muchas regiones.

Pero todos estos trascendentales cambios no son nada comparados con el impacto que la formación del istmo tuvo sobre los animales de las Américas.



Existe un error muy común acerca de las tres clases de mamíferos. Ellas son, como explicamos, los monotremas que no tienen mamas y ponen huevos, los marsupiales que nacen inmaduros y completan su desarrollo en la marsupia, y los placentarios como nosotros que somos creados y perfeccionados dentro del útero de nuestras madres. La confusión y el error provienen del término "mamíferos superiores" aplicado a estos últimos, lo que da a entender que los monotremas y los marsupiales son "inferiores" en el sentido de más primitivos o menos evolucionados.

De ahí a pensar que la Madre Evolución comenzó con los monotremas sus ensayos mamíferos, que, evolucionados, se convirtieron en marsupiales y ellos, a su vez, en los mamíferos como nosotros, hubo solo un paso..

No, señor. Nada más falso.



Hasta bien entrado el siglo XIX, la ignorancia general asignó a los monotremas ese estatus de "primitivos" que acabamos de señalar. Que eran inferiores, que se trataba de entidades cuasireptilianas, que eran el antepasado distante de los mamíferos "verdaderos" (o sea, como nosotros), que su control interno de la temperatura era anticuado e ineficiente, y mil mentiras más. Pregúntenle a un ornitorrinco que mantiene su sangre a 32ºC mientras nada en un río helado a 2º.

Similarmente, parecidos argumentos placentacéntricos se utilizaron para denostar a los marsupiales. Nacen inmaduros —un canguro rojo gigante de 1,80 metros y 90 kilos de peso nace como un pequeño gusano de algunos gramos—, los bebés son inmóviles durante gran parte de su infancia —sus bocas se sueldan al pezón que existe en la marsupia—, etc.

Así que la secuencia, según esta miope forma de comprender la evolución, era:

Monotremas ® Marsupiales ® Placentarios

presentados, como es lógico, de menos evolucionados a más (recuérdese que para los antropocentristas, "más evolucionados" siempre quiere decir "más parecidos a quien expresa la idea, el cual vengo a ser yo").



En 1982 esta falacia fue destruida por el paleontólogo M.J. Spechtt, quien presentó el registro fósil de los marsupiales más antiguos conocidos. El decano de ellos fue Sinodelphys szalayi, una pequeña comadreja que ya presentaba pulgar oponible y vivió en China hace 125 millones de años. El monotrema más antiguo fue Teinolophos trusleri, de 123 millones de años de antigüedad. Por comparación, el placentario más remoto es Eomaia scansoria (poético nombre que significa "mamá que trepa al amanecer"), con una antigüedad de... 125 millones de años.

Con ello se desvirtúa fácilmente la mentira, ya que las tres clases de mamíferos aparecieron simultáneamente y evolucionaron en paralelo aunque con mecanismos reproductivos independientes y disímiles.



El tigre dientes de sable es conocido desde 1841, año en que el paleontólogo danés Peter W. Lünd descubrió los primeros fósiles de Smilodon populator en unas cuevas de la localidad de Lagoa Santa, en el estado brasileño de Minas Gerais. Sobre el río Luján se descubrió el patriótico Smilodon bonariensis argentino, y en otras partes de América las demás especies conocidas: S. fatalis, S. gracilis, S. neogaeus, S. floridus y S. californicus.

Smilodon



Por ello causó gran impacto el descubrimiento, en 1933 por Elmer Riggs, de otra clase de dientes de sable que mataba a sus presas en la Argentina prehistórica, concretamente en la provincia de Catamarca. Se han encontrado dos esqueletos parciales en depósitos pliocenos, lo que significa que debió extinguirse hace unos 2 millones de años.

Riggs, un notable científico que descubrió, entre muchas otras especies, al gigantesco braquiosaurio, de inmediato comprendió lo que tenía entre manos. Las caderas de los especímenes eran estrechas. Demasiado estrechas. En todos los mamíferos placentarios, incluidos los grandes gatos, las caderas tienen que tener una separación suficiente como para permitir la expulsión del recién nacido, es decir, tienen que presentar espacio para poder parir. Y este no era el caso.

Su conclusión fue simple: el animal recién descubierto era un marsupial. Hoy en día sabemos que sus dos parientes más cercanos son las comadrejas y los canguros, y que por lo tanto no tiene absolutamente ninguna relación con los gatos, tigres ni demás felinos, y por supuesto tampoco con ningún otro placentario. A pesar de todo, el parecido con el Smilodon es tan notable que se lo denomina "dientes de sable marsupial".

El cráneo del animal de Riggs presenta dos largas prominencias en la mandíbula inferior, que le servían para "enfundar" los sables cuando cerraba la boca. Siguiendo el ejemplo de Smilodon, "dientes de cuchillo", Riggs bautizó a su descubrimiento Thylacosmilus, que quiere decir "dientes en sus vainas". La especie catamarqueña en concreto se llama Thylacosmilus atrox ("espantoso colmillo enfundado").

Comparación entre las reconstrucciones de Thylacosmilus (arriba) y Smilodon


Este magnífico depredador tenía varias características inusuales, incluso entre los dientes de sable. Además de las grandes fundas en la barbilla, los dientes tenían punta y doble filo (adelante y atrás), y el sentido de las fundas era que no se desafilaran cuando no se usaban. Además, al revés que los dientes de sable felinos, los dientes del Thylacosmilus continuaban creciendo durante toda la vida, al estilo de los dientes de los roedores modernos. Esto implica necesariamente que las fundas tenían que crecer también para poder albergarlos, so pena de que, en determinado momento, la boca le quedase trabada en posición abierta, matando al desventurado poseedor, o bien que los colmillos se desgastaban en vida. Es muy factible que todas estas características tan especializadas hayan sido la respuesta de la evolución a los cada vez más gruesos blindajes y armaduras que recibieron las presas de las que el Thylacosmilus se alimentaba.



Un tigre dientes de sable marsupial... un milagro de la selección natural hecho posible por la evolución convergente que describimos al principio de este texto. Del tamaño de un yaguareté, el sable marsupial era poderoso y robusto, una especie de gato giante de 130 kilos, con músculos pesados específicamente adaptados a la caza de emboscada. Contrariamente a los sables felinos, el Thylacosmilus no poseía garras retráctiles (una mejora nunca implementada en los marsupiales), pero la convergencia suplió esta carencia dotándolo de un cuello igual al del felino y de una articulación de la muñeca idéntica a la de los gatos modernos, haciéndolo capaz de sostener a la víctima con los miembros anteriores y de asestarle el "mordisco fatal" con los colmillos (técnica desarrollada en forma independiente para los smilodones y los felinos actuales).

Smilodon (izq.) y Thylacosmilus

La bolsa o marsupia no puede haber estado ubicada en el vientre como en los canguros, que tienen una postura vertical. Por el contrario, la hembra del thylacinus tiene que haberla tenido a la espalda, ya que de otro modo hubiese perdido a sus bebés (se le hubieran caído de la bolsa) al dar el salto mortal para caer sobre sus presas.

Además, los cráneos descubiertos por Riggs tienen otra sorprendente característica: una proyección ósea conocida como barra portorbital. Esta barra servía como anclaje para las fibras terminales del músculo temporal (responsable de la masticación) y de la fuerte membrana que lo recubre, llamada aponeurosis temporal. La función de la barra y de las fibras que en ella se asentaban era ni más ni menos que "blindar" y proteger los globos oculares de la enorme presión ejercida por los músculos al morder. De otro modo, el thylacosmilus se hubiese reventado los ojos a sí mismo al cazar. Otro ejemplo de convergencia evolutiva: el pájaro carpintero tiene los temporales dispuestos de la misma forma, de modo de "atrapar" los ojos en el momento de golpear el tronco del árbol con el pico. Así, la energía del impacto es absorbida por los músculos que cierran el pico y los ojos no salen despedidos de las órbitas ni tampoco el cerebro recibe el peso completo del golpe.



Existen dos teorías acerca de cómo se dispersaron los marsupiales. Una dice que se originaron en Norteamérica (que tiene marsupiales actuales nativos, como las comadrejas) y desde allí se fueron caminando por la banquisa de hielo ártico hasta Europa. Luego pasaron a Asia y África, llegando a Sudamérica antes de que esta se separara de Gondwana. De América del Sur a Oceanía había un solo paso (un "pequeño" paso: cruzar la Antártida caminando). Cuando llegaron a Australia, los placentarios no tenían presencia en la gran isla-continente.

La segunda hipótesis es completamente opuesta: los marsupiales se originaron en Australia, cruzaron la Antártida y, haciendo el camino inverso, colonizaron Sudamérica y luego avanzaron al norte.



Así fue que los marsupiales sudamericanos como Thylacosmilus quedaron tan aislados en Sudamérica —recordemos que el istmo de Panamá no estaba todavía en su lugar— como sus primos en Australia. Nuestro subcontinente era también una isla-continente donde ellos pudieron medrar y evolucionar, produciendo soberbias especies como la que nos ocupa. En su momento, los sables marsupiales dominaron toda Sudamérica, ya que aparte de Brasil, Uruguay y la región andina se los ha encontrado en lugares tan lejanos como Miramar, en la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires.

Nacidos probablemente de pequeños marsupiales insectívoros, los thylacosmilus pudieron, al convertirse en depredadores estrictos, ocupar con comodidad los nichos ecológicos que quedaron vacantes luego de la extinción de los dinosaurios carnívoros. Así pudieron vivir tranquilos (para intranquilidad de sus presas) hasta hace aproximadamente 2 millones de años.

Thylacosmilus

Pero... ¿por qué se fueron? ¿Qué sucedió entonces?

Fueron tres cosas, de una de las cuales —la más importante— ya hemos dado una gran pista.



Cuando el puente de tierra entre América del Norte y Sudamérica quedó completo, ocurrió un fenómeno sorprendente: los paleontólogos lo llaman Gran Intercambio Americano, y cambió para siempre la forma y la composición de la paleofauna americana. El suceso (uno de los más tarscendentales para la fauna a nivel planetario) ocurrió, como dijimos, en el Plioceno Superior, es decir, hace unos 3 millones de años.

La consecuencia fue inmediata, aunque el efecto del puente se observa aún hoy en día: los mamíferos, aves corredoras, reptiles, anfibios, peces de agua dulce y artrópodos utilizaron el istmo como autopista, y en unos pocos cientos de miles de años las especies que hasta entonces habían sido exclusivamente australes colonizaron el norte y viceversa.

Como fácilmente se comprende, este intercambio tejió de inmediato un nuevo universo de redes ecológicas. Las cadenas alimentarias se modificaron, especies que antes no tenían competencia se vieron enfrentadas a competidores de gran eficiencia, especialistas se volvieron generalistas —y viceversa—, etc.

La fauna sudamericana estaba esencialmente compuesta de especies exclusivas, en particular marsupiales, hormigueros, mulitas y perezosos, aparte de los endémicos camélidos americanos.

Los grandes y feroces predadores marsupiales como nuestro thylacosmilus competían solamente con los temibles y gigantescos forusrhácidos, enormes pájaros carnívoros corredores, comparados con los cuales un avestruz moderno parece un pollo mojado. Estas aves no solo eran más grandes que el sable marsupial, sino también más feroces, más voraces, más agresivas, más prolíficas, más rápidas y más resistentes en carreras de distancia.

También tenía que competir con carnívoros norteamericanos del tipo del visón que habían llegado mucho antes de la formación del istmo. Rápidos y veloces, es posible que estos animales derrotaran al sable marsupial en la competencia por las presas más pequeñas.

Podemos considerar que la competencia con pájaros y pequeños carnívoros es la segunda de las causas que condenaron a los sables marsupiales.

La primera es que, concluida la construcción del puente de tierra, los felinos verdaderos llegaron a Sudamérica y se decidieron a exterminar a los pobres falsos sables, que de este modo vieron colocar ante sus agudos ojos el verdadero principio del fin.



Los felinos pisaron Venezuela y creyeron haber muerto y llegado al Cielo. Yaguaretés, grandes pumas y el rey de todos ellos, el soberbio y eficiente Smilodon, habían puesto las almohadillas de sus patas en una especie de paraíso cárnico: caballos, bisontes, llamas, guanacos, marsupiales, y toda una lista de herbívoros grandes, lentos y pesados como gliptodontes y megaterios. Lo más interesante es que solamente había allí un carnicero de gran porte capaz de amenazar a los nuevos conquistadores.

 

Lucha de titanes: Thylacosmilus (izq.) y Smilodon

La lucha fue desigual: los thylacosmilus, poco prolíficos, pronto fueron superados por los depredadores superespecializados que venían del norte. Los yaguaretés, pumas y sables verdaderos, placentarios y más adaptables y versátiles que cualquier marsupial especialista, en breve lapso tomaron control de los rebaños de vegetarianos y obligaron al sable marsupial a pasar de la caza a la carroña... y posiblemente más allá.

Así como los grandes pájaros carnívoros le habían amargado la vida en el pasado, los felinos modernos lo empujaron a la muerte. Mal de muchos, consuelo de tontos, reza el antiguo refrán. Si el thylacosmilus hubiera sido tonto, posiblemente se hubiese alegrado al ver que las grandes aves tampoco fueron capaces de luchar contra los gatos, y también se extinguieron poco después que el infortunado sable falso.



Dijimos que habían sucedido tres eventos que empujaron al sable marsupial a la total inexistencia. El Gran Intercambio y la competencia contra las aves son los dos primeros.

El magnífico sable marsupial

El tercero es que, como si le hubieran faltado problemas, hace 2,15 millones de años, justo cuando luchaba ferozmente por su vida frente a sus competidores, un gran asteroide impactó contra el Pacífico frente a la costa de América del Sur. El evento se conoce como "Impacto del Plioceno Tardío" o "Colisión del Asteroide Eltanin". El objeto no era muy grande (aproximadamente la mitad del de Yucatán que eliminó a los dinosaurios), pero tuvo entidad suficiente como para producir una onda expansiva de nivel global, una tsunami de cientos de metros de altura, cubrir casi toda Sudamérica con una capa de partículas de vidrio (arena fundida por la temperatura generada en el choque) y provocar una noche nuclear que puede haber durado meses o años, con la consiguiente baja de la temperatura global y una posterior miniglaciación. La prueba de que el Eltanin terminó el trabajo que habían comenzado las aves y el istmo se encuentra en el hecho de que todos los thylacosmilus hallados hasta el presente se encuentran en estratos geológicos ubicados por debajo de la capa de vidrio. Ninguno por encima. Ningún sable marsupial fue capaz de sobrevivir a este golpe postrero.



Así, pues, el maravilloso organismo que fue diseñado para comer y no ser comido, modelado por la evolución convergente para aplicar las mismas soluciones anatómicas que el Smilodon, aquel que había dominado nuestro continente durante decenas de millones de años, sufrió una extinción tan masiva y completa como los mismísimos dinosaurios. Tal el extraño, trágico destino de nuestro paisano argentino, el hermoso y sorprendente dientes de sable marsupial.


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