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F i c c i o n e s

LA PUERTA
Carlos Donatucci

Cuando el inmenso portón se abrió para darle paso y sus pies pisaron el exquisito embaldosado de mármol blanco y negro del enorme salón, se quedó sin habla. Como buen arquitecto que era, sabía que debajo de la cuantiosa cantidad de polvo había una fortuna en material de primera calidad, lo que dejaba en claro que no se habían escatimado recursos durante la edificación de la casona. Sus ojos recorrían el lugar admirando cada detalle. La escalera que llevaba a la planta alta tenía un desarrollo espectacular, con la baranda de madera y la alfombra de terciopelo rojo, que estaba lejos de su antiguo esplendor.
      Las ventanas de vidrio repartido y las inmensas arañas de caireles rememoraban tiempos de antaño. De seguro habrían sido testigos de fastuosas fiestas, bailes y más de un romance. Hoy el lugar estaba abandonado, puesto a la venta. Ricardo debía evaluar el inmueble y el costo de un reciclaje para convertir la suntuosa mansión en un exclusivo petit hotel. Subió las escaleras para contemplar desde arriba el salón central. Recorrió el piso alto, calculando el grado de deterioro de los dormitorios y los baños, de una anticuada elegancia, y consideró que la inversión para poner en marcha el proyecto sería enorme si pensaban ajustarse a los estándares internacionales.
      Al final del pasillo divisó una puerta que llevaba a una escalera caracol, posible acceso al altillo que remataba la propiedad. El estado de la escalera lo desanimó un poco; pero él siempre había soñado con tener una casa con altillo, un lugar mágico que fuese su guarida, donde tener un refugio, donde poder disfrutar de un tiempo a solas. Había sido un niño solitario, capaz de pasar horas leyendo clásicas novelas de aventuras en lugar de salir a jugar a la pelota. Más tarde se convirtió en un hombre tímido y retraído, pero increíblemente seguro y capaz a la hora de diseñar planos y bosquejos.
      Finalmente se decidió. Comenzó a subir la estrecha escalera tratando de proteger su vestimenta de la mugre y el óxido. Al llegar al piso superior consideró que el esfuerzo había valido la pena. Estaba en una habitación alucinante, iluminada por el sol que penetraba a duras penas por los tragaluces del techo en forma de rectilíneos rayos de distinto brillo, según el polvo que flotara en el ambiente. Las franjas iluminadas parecían ondular con el tenue movimiento del aire, produciendo un efecto asombroso.
      El lugar estaba atestado de cosas: muebles, esculturas, cuadros; pero lo que llamó de inmediato la atención de Ricardo fue una biblioteca que ocupaba toda una pared del altillo. Libros de todo tipo mostraban sus lomos polvorientos y se podía adivinar que hacía mucho que nadie los sacaba de aquellos estantes. ¡Qué pena, qué desperdicio!, pensó Ricardo, toda esa cantidad de conocimiento y pasión condenada a una muerte lenta pero segura por abandono, ¡es imperdonable!
      Comenzó a recorrer con su vista los lomos de aquellas obras. Los nombres de los más variados autores desfilaron ante sus ojos. Algunos títulos le resultaban familiares, otros los había leído y evocaban ecos de historias lejanas. Al llegar a un extremo de la biblioteca observó un escritorio con una carpeta de cuero y, sobre ella, un libro preparado para ser leído. En la tapa decía: "Lo que el viento se llevó". Lo abrió en cualquier parte y las páginas amarillentas exhalaron un olor húmedo, desagradable. Pasó el pañuelo por el sillón que acompañaba al escritorio y se sentó para echarle una mirada. Allí, delante de sus ojos, se desarrollaba una parte de la novela de Margaret Mitchel. La acción transcurría en la ciudad de Atlanta, donde confederados y abolicionistas peleaban una batalla decisiva en aquella guerra. El texto describía lo que fue una de las peores derrotas del ejército del sur y el baño de sangre que se había producido durante el combate.
      Después de pasar un par de páginas Ricardo se sintió mareado, tal vez a causa del encierro y el aire cargado de polvo, que impedía una buena oxigenación. Las líneas del libro comenzaron a bailar delante de sus ojos mientras la autora describía el ruido de la artillería y el relinchar de los caballos. El ensordecedor griterío de la lucha se hacía cada vez más nítido. Los gritos de auxilio de los heridos resonaban en sus oídos. Cerró los ojos y puso las palmas de sus manos sobre su rostro al sentir un mareo más intenso. Casi podía ver las imágenes de la sangrienta matanza.
      De pronto se encontró en medio de un caos total. Soldados vestidos de gris y azul se masacraban a pocos pasos de él, cercenando miembros, introduciendo aceros enrojecidos en el cuerpo de sus adversarios, pisoteando con sus caballos a los que estaban caídos. Y el olor. Podía percibir el olor metálico de la sangre mezclado con el sudor y el hedor de cientos de cadáveres que ya comenzaban a descomponerse después de varios días de lucha, produciendo una combinación nauseabunda.
      Un cañonazo estalló muy cerca y el ruido de la detonación lo ensordeció por completo. Ricardo estaba aturdido, no entendía lo que le estaba sucediendo. Un viejo soldado con el uniforme gris casi destrozado y una larga barba fue a dar justo enfrente de él. El tipo era el más patético personaje que Ricardo jamás hubiera visto y se notaba que la guerra lo había consumido. Flaco y demacrado, casi sin dientes y completamente sucio, quedó en suspenso por un momento al ver a esa impecable figura delante de él. Estaba claro que no podía identificar si se trataba o no de un enemigo, debido a la vestimenta inusual que Ricardo llevaba.
      Después de unos instantes de duda, el hombre levantó el fusil y apuntó. Ricardo vio en su mirada que le iba a disparar. Levantó las manos gritando desesperadamente que no lo hiciera y luego cerró los ojos, esperando escuchar la detonación que pondría fin a su vida.
      Pasó un segundo. El fragor que unos momentos atrás lo había ensordecido cesó de repente. Durante el interminable segundo siguiente creyó que ese era el silencio de la muerte. Al abrir los ojos se encontró de nuevo en el altillo, sentado frente al libro. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente y su camisa estaba empapada. Respiraba agitadamente y el corazón le saltaba en el pecho.
      Se levantó tambaleante y abrió una pequeña ventana redonda que le permitió aspirar un poco de aire fresco y recuperarse de los efectos de esa alucinación que había tenido. Después de un rato, se dio vuelta y volvió a la mesa. El libro estaba en la misma página en la que lo había dejado. Lo cerró repentinamente, con temor reverente, y se quedó observándolo, buscando una explicación racional para lo que acababa de ocurrir. Se dijo que el calor del lugar y el aire irrespirable por el encierro le debían haber jugado una mala pasada. Debía salir de allí y terminar el recorrido de la propiedad para poder completar su proyecto. Miró de nuevo el libro con cierto recelo. Sin poder contenerse, lo llevó con él.


Al llegar a su casa puso sobre la mesa del living las cosas que traía. Agradeció el hecho de que su hija fuera a pasar el fin de semana con su ex esposa, ya que deseaba tener un tiempo de tranquilidad para estudiar el diseño del reciclaje. Miró de reojo el libro que reposaba quietamente sobre la mesa y resistió la tentación de abrirlo. Su mente racional ya había procesado lo ocurrido esa tarde, eliminando todo elemento sobrenatural. No era partidario del pensamiento mágico y ya había establecido las causas estrictamente científicas de su alucinación.
      Se dirigió al baño y dejó correr el agua de la ducha mientras buscaba una toalla y ropa limpia. Se mantuvo debajo del chorro un largo tiempo, permitiendo que el agua le recorriera el cuerpo como un suave masaje. Se secó despacio y luego se dirigió a la cocina para prepararse un sándwich, que comió mirando los planos de la casona. El proyecto lo absorbió y cuando se dio cuenta, habían pasado varias horas. Se dijo que ya había sido suficiente trabajo para el día y que necesitaba un poco de distracción. Pensó en encender el televisor pero la idea no logró seducirlo. Recordó el libro. Decidió llevárselo a la cama y disfrutar de un poco de lectura antes de dormir.
      Allí estaba, sobre la mesa del living. Lo tomó y, tras quitarle el polvo que traía, estudió la portada. Se quedó atónito: el título de la obra había cambiado. Sus ojos recorrían una y mil veces la línea que ahora decía "El conde de Montecristo" sin que pudiera dar crédito a lo que veía. Una creciente sensación de irrealidad lo recorría mientras trataba de comprender el raro poder que se encontraba contenido en esa vieja obra. Ya no se trataba de una alucinación; comenzó a intuir que estaba entrando en contacto con fuerzas que estaban más allá de su entendimiento.
      Una vez recuperado de la sorpresa, se dirigió al dormitorio con el firme propósito de poner a prueba al libro. Se arrellanó sobre las almohadas. Decidió que "El conde de Montecristo" sería una lectura adecuada para el experimento. Conocía la novela vagamente, por referencias, y le pareció una buena oportunidad para profundizar el argumento. Fue pasando las hojas al azar hasta que encontró un punto importante de la trama a partir del cual comenzó a leer con mayor atención.
      En el relato, Edmundo Dantés es víctima de un complot y resulta injustamente recluido con una condena de por vida en la Isla del Diablo. Logra hacer un túnel para comunicarse con la celda contigua y el otro prisionero, un viejo sabio, le abre los ojos sobre cómo descubrir a quienes lo traicionaron. Edmundo jura vengarse de los responsables y la llama de ese sentimiento lo mantiene vivo. El anciano le revela el lugar donde se encuentra escondida una cuantiosa fortuna, que le servirá para concretar la venganza. Al poco tiempo el viejo muere. Edmundo comprende que la única salida es tomar el lugar del cadáver, envuelto en un grosero saco de arpillera. Edmundo pasa el cadáver del viejo a su celda y se introduce en la tosca mortaja a esperar que lo sepulten, para después salir de la tumba y escapar de la cárcel.
      A esta altura de la lectura, Ricardo ya sentía extraños síntomas. Lo inundaba una sensación de asfixia. De nuevo las líneas ondulaban ante sus ojos, haciéndole sentir náuseas. Soltó el libro y trató de levantarse de la cama, pero no pudo hacerlo. Estaba atado y la oscuridad lo cubría por completo. Lo recorrió un escalofrío de miedo al darse cuenta de que se encontraba en el saco mortuorio, dentro de la cárcel, esperando que lo sepultaran. La primera reacción fue gritar, pero no llegó a hacerlo: escuchó voces y quedó congelado. Un par de guardias se acercaban, bromeando entre ellos. Entre juegos y risotadas, lo cargaron sobre una carretilla y lo sacaron de la celda.
      ¡Me van a enterrar vivo!, se dijo, con el terror atenazándole el corazón. Después de recorrer un trecho, el frío viento marino le golpeó el cuerpo a través de su mortaja, clara muestra de que estaban al aire libre. Los hombres seguían bromeando y ahora hablaban acerca de una "bala". Ricardo no entendía a qué se referían. Finalmente se detuvieron y arrojaron bruscamente el cuerpo al suelo; Ricardo tuvo que soportar en silencio el dolor de ese golpe. Notó que hacían algo con sus pies, y enseguida supo que los estaban amarrando con una soga. Se sintió alzado por las axilas y los tobillos. Por un momento pensó que la tumba ya estaría cavada; pero los hombres comenzaron a balancearlo de un lado a otro y la respiración se le detuvo cuando escuchó: ¡uno, dos, tres!
      De golpe estaba en el aire, jalado con fuerza de los pies, cayendo al vacío. Pensó que moriría en segundos al dar contra el suelo. Su sorpresa fue mayúscula cuando su cuerpo entró en contacto con el cortante frío del mar. Comprendió al instante en qué tipo de tumba lo estaban sepultando y para qué habían usado una bala de cañón atada a sus pies. Una brutal desesperación lo dominó al notar que estaba hundiéndose en una profunda bóveda marina. Retuvo la respiración. Sus pulmones estaban a punto de estallar por la falta de aire. La desesperación le ganó: lanzó un grito desgarrador, que brotó ahogado de su boca, perdiéndose en una miríada de burbujas. Sus manos se aferraron con fuerza a su mortaja tratando de desgarrarla, buscando liberarse. Era imprescindible que se desatara del peso que lo hundía. Se revolvía como un loco, luchando a ciegas, echando mano al último aliento que le quedaba.
      Al caer de la cama golpeó contra el piso del dormitorio. El frío del agua desapareció de inmediato. La familiar imagen del cuarto cobró vida ante sus ojos. Ricardo respiró honda y profundamente durante largos minutos, sin poder creer que había vuelto. Pique para ampliarEstaba tan impresionado que tenía ganas de llorar para descargar la tensión que había acumulado en la pesadilla. Cuando logró calmarse un poco vio el libro tirado en el suelo. No puede ser cierto, se dijo; ya era la segunda vez que había sido atrapado e introducido en la historia que estaba leyendo. Había sido una suerte que el golpe de la caída lo trajera de regreso.
      Ricardo estaba exhausto. El realismo de ese sueño lo había dejado maltrecho. Se dirigió al baño para lavarse la cara. Cuando se contempló en el espejo le pareció que había envejecido. Notó su rostro más arrugado, algunas canas poblaban su cabello y profundas ojeras colgaban de sus ojos. Tengo que descansar un poco, se dijo en un suspiro. Salió del baño y se desplomó sobre la cama, durmiéndose de inmediato.


Al despertarse, recordó su increíble experiencia. Las terribles sensaciones volvieron al asalto. No podía alejar de su mente lo que había pasado. Comprendía que se había topado con algo que sacudía las bases de su estricta racionalidad, aunque no había querido reconocerlo. Miró el reloj y comprobó que ya era más del mediodía. Estaba desconcertado, no podía pensar con claridad. El libro seguía en el suelo, en la misma posición en la que había quedado por la noche. Lo levantó y lo contempló pensativo.
      Si el libro le permitía irrumpir en medio de los relatos, ya fuera como espectador o como protagonista, entonces el libro era una "puerta", un medio para pasar a otra dimensión y vivir, de alguna manera inexplicable, la vida de aquellos personajes que animaban la historia. Bueno, pensó, de ser así sé perfectamente como entrar, pero no sé cuál es el mecanismo que regula la salida En sus dos experiencias anteriores había estado a punto de morir y la terrible situación límite había funcionado como disparador del proceso de vuelta; pero ese disparo había sido involuntario.
      Ricardo estaba acostumbrado a tener el control de las cosas. No le gustaba dejar nada librado al azar. Si bien ahora intuía cuál era la clave que activaba el regreso del viaje, no sabía ciertamente si podría manejar el proceso cuando lo necesitara. Se preguntaba para qué querría él correr el riesgo de exponer su cordura como lo había hecho, de pasar por una experiencia que podría dejarle huellas para el resto de su vida. Por la misma razón, se contestó, por la que algunos beben, otros se drogan y otros experimentan hasta la muerte con tal de evadirse de sus alienantes realidades.
      ¿Es eso lo que estoy buscando?, ¿evadirme? Dejó la respuesta en suspenso y comenzó a caminar a grandes pasos por el dormitorio, yendo y viniendo, mientras su mente analizaba sin pausa las preguntas que se había formulado. Lo que sí sabía a ciencia cierta era que hacía mucho tiempo que no vivía sensaciones tan intensas como las que había sentido atravesando la "puerta". Del otro lado había estado a punto de morir, era verdad, pero, paradójicamente, nunca se había sentido tan "vivo" como en aquellos momentos, tan consciente del valor intrínseco de la vida.
      El reloj le informaba que hacía un largo tiempo que estaba allí, en su dormitorio, con su mente presa de inciertas reflexiones que no podía dilucidar, ni abandonar. Tal vez el poder del libro lo había sacudido, despertándolo del letargo de siesta en el que se encontraba, pasando día tras día de la misma forma, sin sentirlos, tan sólo sobreviviendo. Y ahora tenía un arma, un medio para vivir experiencias fantásticas que le permitieran trascender la mediocridad de su entorno.
      La tentación de volver a leer se hacía cada vez más fuerte, más intensa. Ricardo pensó que algo muy parecido les pasaría a los adictos, que no podían resistir el llamado de aquello que los esclavizaba y caían bajo el dominio de su adicción sin poder evitarlo, perdiendo el control sobre sus actos y sus vidas. Se dijo que de ninguna manera había llegado a ese extremo y que aún tenía el control de la situación.
      Ni el miedo a lo desconocido ni el llamado de la razón lograron disuadirlo. Tomó el libro con decisión y vio que el título había cambiado nuevamente: "1984". El cambio ya no lo sorprendió; lo esperaba. No había leído esa novela y no sabía de qué se trataba. Se tiró sobre la cama y comenzó a recorrer el texto con cierto reconcentrado fanatismo. La historia lo atrapó. Leyó durante varias horas sin atravesar la "puerta" La solitaria lucha del hombre como individuo contra el poder global y la manipulación de la realidad lo tenían absorto. Los filosos diálogos entre Winston y O'brien no tenían desperdicio.
      Llegando al final de la obra, O'brien, en pos de reeducarlo, reduce a Winston a la mínima expresión que puede alcanzar un ser humano, una piltrafa, degradando todo lo sagrado para él, excepto una cosa: su amor por Julia. Para demoler el último baluarte de lealtad que le quedaba, lo llevan a la habitación ciento uno, un lugar donde cada persona se enfrenta con aquello que considera "lo peor".
      Ricardo presintió la proximidad de la puerta y trató de interrumpir la lectura, pero ya era tarde. Ya había cruzado el umbral. Estaba fuertemente atado a una silla e imposibilitado de moverse, ni siquiera podía mover la cabeza. O'brien le hablaba pero el miedo que lo poseía le impedía atender. De repente oyó que le decía: "En tu caso, lo peor de todo son las ratas". No se percató del cabal significado de la frase hasta que vio un conducto que terminaba en una especie de máscara y, del otro lado, una jaula con enormes y asquerosas ratas.
      Un ayudante ajustó la máscara a su rostro. Su inteligencia le impedía ignorar cuál era el juego y comenzó a sentir un terror como jamás había experimentado en su vida. La voz le hablaba pero no podía escuchar. O'brien apretó un botón. Una pequeña reja se abrió y una de las ratas recorrió casi la totalidad del conducto, quedando a un palmo de su cara. Tan solo lo separaba de ella una segunda reja, que seguramente podría ser levantada como la anterior. Ricardo seguía escuchando la voz a su lado pero la desesperación lo trastornó. Se revolvía como un loco en la silla, gritando, vociferando que lo sacaran de allí y esperando llegar al punto de regreso, pero el proceso de vuelta no se activaba.
      La rata estaba ahí, enardecida, presintiendo lo que sucedería a continuación. Los ojos de Ricardo se desorbitaron cuando vio la mano de O'brien dirigirse al segundo botón. Sus gritos inundaban la habitación. Se escuchó el chasquido de un mecanismo y la reja que separaba la rata de la víctima se levantó. El animal saltó directo hacia los ojos de Ricardo, que se sumieron rápidamente en la más profunda oscuridad.


Lucía atendió el teléfono. Le parecía extraño que la llamaran de parte de Ricardo un sábado por la noche, pero los vecinos le decían que habían escuchado terribles gritos en el departamento de su ex marido y que habían llamado a la policía. Ella acudió de inmediato. Hacía varios años que se habían separado, pero la relación pos matrimonial siempre había sido cordial.
      Cuando entró al departamento no vio nada anormal. Todo estaba impecable, no había signos de violencia. Los agentes estaban en el dormitorio y se dirigió hacia allí.
      Ricardo se encontraba tendido de espaldas en la cama, que estaba hecha un revoltijo, con los ojos abiertos mirando fijamente el techo, sin parpadear. Le dijeron que estaba en un estado de trauma psíquico, que no respondía a ningún tipo de estímulo y que, como sus signos vitales parecían normales, el juez de oficio ordenaba internarlo en una clínica psiquiátrica para una mejor evaluación.
      Lucía no pudo soportar la vista de su ex marido en ese estado y se dirigió al living, pensando cómo haría para decírselo a su hija.
      Los policías se retiraban llevando al enfermo. El médico forense aún estaba en el dormitorio, observando minuciosamente el entorno de la víctima. Vio un viejo libro tirado en el suelo y lo colocó con prolijidad sobre la mesa de luz. Luego abandonó la habitación.


Sociales. De nuestra Redacción: Hoy se inaugura la Mansión Lazarrigue, que ha sido refaccionada en su totalidad para ser utilizada como petit hotel. La mansión perteneció por muchos años a la familia del prestigioso filántropo Eugenio Lazarrigue, que al morir legó todos sus bienes a su único hijo Franco. Este último se ocupó de los negocios familiares hasta que contrajo un extraño desorden psíquico que obligó a la familia a internarlo en un instituto neurológico. Más tarde la casona fue adquirida por un consorcio internacional y refaccionada en su totalidad para ser destinada a su nuevo uso.
      

El empleado de la inmobiliaria evaluaba el departamento para establecer el precio del alquiler. Recorría las habitaciones una por una, observando con cuidado cada detalle y haciendo anotaciones en una libreta. Ya había recorrido casi todos los ambientes. Se dirigió al dormitorio, que había quedado para el final. Al entrar en la habitación se dedicó por un rato a sus acostumbrados apuntes y luego se detuvo a mirar por la ventana el activo trajinar callejero. Al girar para retirarse, notó que sobre la mesa de luz había un viejo libro, que el anterior dueño habría dejado olvidado. Pensó que si estaba allí era porque nadie lo había echado de menos.
      Miró de nuevo el libro y, sin poder contenerse, lo llevó con él.



Carlos Donatucci

Carlos Donatucci es argentino, casado, un hijo. Es Licenciado en Ciencias de la computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Trabaja como especialista en software.

Incursionó en distintos géneros, como Ciencia Ficción y Fantasía, además de temas variados. Participó en diversos certámenes de cuentos y fue finalista en varios de ellos, tanto en Argentina como en España.

Logró el primer premio del Concurso Axxón 2001 en la categoría Cuento de Fantasía con el relato "El interruptor". También logró el primer premio en el concurso Muestra de Artistas independientes 2014 con el relato "Tiempo Presente".

Sus cuentos han sido incluidos en varios sitios literarios como Proyecto Sherezade, El mundo del cuento y Axxón, entre otros. También han sido publicados en antologías, como "La Ruta", libro Historias de viajes, Editorial Silva, Tarragona, España (2003); "El sueño de Helena", libro Pequeños Grandes Cuentos, Editorial Ábaco, Madrid, España (2006); "El tren", libro S.O.S 2012, la cesta de las palabras (2012); "El juego de la Cenicienta", libro Un cúmulo de circunstancias, editorial Marlex, España (2012); "Ocaso", libro Historias de Inmigrantes italianos, Ediciones de las tres lagunas, Argentina (2012); "El Timbre", libro Antología Dimarco, Editorial Dragones Voladores, Argentina (2013), entre otros.

Otros relatos finalistas: "La vida por delante" en el XIII certamen de relato breve Alfonso Martinez-Mena 2013, Biblioteca Municipal de Alhama de Murcia, España; "El arco iris caído", 2da Mención en el IV concurso literario nacional "Sucedió bajo la lluvia" 2013, Biblioteca Popular Beck-Herzog, Humboldt, Santa Fe, Argentina.

Más sobre este autor, en su sitio El hacedor de cuentos.




Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 114 - Mayo de 2002

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