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El tiempo siempre lo había obsesionado, desde chico. Había invertido largas horas de su vida cavilando, reflexionando absorto acerca de ese fenómeno físico que marcaba de manera indeleble cada uno de sus actos. Había tratado de sentir cómo transcurría de mil maneras, pero no lo había conseguido. Sus sistemas de percepción no estaban preparados para captar el subrepticio paso de un instante hacia el siguiente, la imperceptible transformación del futuro en el efímero presente primero y en un recién nacido pasado después.
Lo desvelaba la idea de que no podía detener ese aluvión de segundos, minutos, sucesos e instancias de su vida que lo arrollaban, que pasaban tan rápidamente que a menudo se sentía como un espectador ante una enorme pantalla, viendo las escenas de un film que lo tenía como protagonista.
Qué no hubiera dado por tener la capacidad de retrasarlo a veces o acelerarlo en otras ocasiones o simplemente congelar un instante para poder disfrutarlo plenamente, para tener la plena conciencia de su ocurrencia sin la acuciante sensación de estar perdiéndolo sin remedio.
El tiempo era una fuente inagotable que alimentaba sus trasnochadas especulaciones, en las que se imaginaba jugándole alguna broma para evadirse de su asfixiante influencia, para romper los límites que le imponía su paso, tratando de abstraerse de las principales consecuencias de su constante fluir. Porque ese riguroso paso lo acercaba al inexorable final, dándole a todas las cosas una sensación de vanidad, de futilidad, de insensato sarcasmo.
Se decía que debía hacer algo para terminar con esa injusta esclavitud. Alguna vez había pensado en la muerte como una manera de poner fin a esa situación, pero comprendía que no sería más que un atajo, un escape, y la alternativa no podía ser considerada como una victoria de ningún modo.
Debía encontrar otra salida. Debía hallar la manera de romper con ese círculo de mañanas, desayunos, noches, cenas, sueños y despertares que lo enloquecía con su interminable rutina. Y qué decir del reloj, que con su cadencioso latir marcaba con su pulso el compás de la vida, manejándola como un perverso control remoto, como un marcapasos controla el corazón al cual pretende regular.
Observó detenidamente las estrellas, titilando en la negrura del espacio, ajenas a sus oscuras reflexiones. Ellas también estaban sujetas a la misma esclavitud que él, pero parecían estar libres de la aflicción que lo aquejaba. Trataba de adivinar en qué se fundamentaba esa extraordinaria indiferencia hacia las leyes que gobernaban el universo, como si esa variable física no fuera relevante en ese contexto, como si el implacable tirano no tuviera influencia sobre ellas.
Pensó que allá lejos, en el espacio, todo era diferente. El concepto del "infinito" cobraba un significado distinto cuando uno se enfrentaba a semejante inmensidad, a semejante ámbito imposible de mensurar y el tiempo cambiaba de sentido también, cambiaba de escala y el "infinito" de la tierra parecía empequeñecerse, haciéndose insignificante ante tamaña majestuosidad.
Como fuese, el dilema no tenía solución posible y el tiempo era un enigma sin resolver para él, por más que se afanara en encontrar la clave de su esencia. El tic-tac del reloj del living se tornaba insoportable, sobresaliendo entre los demás sonidos del ambiente. Decidió que no podía tolerarlo y se dirigió derecho hacia él. Lo miró con atención, admirando el exquisito trabajo de orfebrería que algún ignoto artesano había logrado realizar, una verdadera obra maestra. El reloj había estado en la casa paterna desde que tenía memoria. Según le habían dicho era antiquísimo y se trataba de una pieza única en su tipo, por lo que había decidido conservarlo.
Después de unos instantes de fascinada contemplación, buscó en la parte posterior del reloj la perilla que detenía el complejo mecanismo de la máquina. Tanteó durante unos instantes y por fin la halló. La giró completamente hacia la posición de parada. Escuchó un "clic" debido seguramente a que alguna palanca había trabado los engranajes del dispositivo.
El silencio que llenó por completo el lugar se hizo denso y cargado. Al principio se sintió aliviado al no escuchar el incansable sonido, pero luego comenzó a inquietarse. Se sentía raro, como en una cámara de vacío y todo estaba extrañamente calmo, detenido. Tomó conciencia de que no escuchaba el murmullo del tráfico que normalmente bullía a unos pocos metros de allí y la falta de los usuales ruidos del edificio era más que sospechosa.
Se dirigió a la ventana desde donde había observado la noche unos momentos atrás. La imagen que sus ojos le transmitieron lo dejó congelado, tan congelado como la imagen misma. Si estaba en sus cabales y no se trataba de una ilusión o un sueño, al detener el reloj un inexplicable acontecimiento se había producido.
Había detenido el tiempo.
Cuando logró salir del asombro inicial no sabía qué hacer a continuación. Todavía no podía creer lo que había pasado. Decidió hacer una prueba para verificar el hecho, para verificar que estaba en su sano juicio. Su mano temblorosa volvió a la parte trasera del reloj y quedó suspendida sobre la perilla de arranque, vacilante. Al final la giró. "Clic". Al instante pudo escuchar las bocinas del tránsito y el llanto del bebé del primer piso, que le pareció más claro que nunca, más cercano que nunca.
¡Era cierto!, se dijo. Por alguna causa sobrenatural y ajena a las leyes de la naturaleza, la antigua reliquia tenía la invalorable capacidad de ser un interruptor, una llave que le permitía cortar el avasallador flujo del tiempo. Se quedó observándolo durante un largo rato. Su mirada vagaba por los dorados arabescos del aparato para volver al principio en un interminable ciclo que le permitía evadirse momentáneamente de su increíble descubrimiento.
Por fin interrumpió la hipnótica ceremonia. Debía considerar con cuidado qué haría con él, estudiar para qué podría servirle. Su mente pragmática trajinaba analizando las distintas posibilidades a su alcance, pero a decir verdad, todavía desconocía las reglas que regían ese nuevo mundo del tiempo detenido y había una sola manera de averiguarlo: la experimentación. Decidió que en algún momento debía accionar el dispositivo y salir a verificar la naturaleza del fenómeno, pero no podía empezar esa noche. Estaba cansado, agotado por la magnitud del hallazgo y se fue a la cama sabiendo que a pesar del cansancio le sería imposible conciliar el sueño.
Al día siguiente se levantó y fue a trabajar, pero le costaba un triunfo concentrarse en sus tareas y estaba abstraído, sumido en profundos pensamientos. Para la tarde ya no aguantaba estar allí un segundo más y le dijo a su jefe que se sentía mal, que se retiraba a su casa. Al llegar dejó sus cosas y se plantó frente al reloj, observándolo con veneración.
Tenía que planear muy bien qué hacer. Por un lado debía verificar primero algunas premisas básicas antes de salir a la calle. Sabía que el tiempo era algo muy delicado y que si cometía algún error grosero durante el período de detención podía alterar el futuro o generar paradojas. Todavía era temprano y no veía la hora de comenzar la experimentación, pero por otro lado sentía un velado temor ante la posibilidad de operar el interruptor, un presentimiento de que nada bueno surgiría de toda esa locura.
—Ya es hora de empezar —se dijo en voz alta. Se paró delante del reloj y accionó la perilla. "Clic". El ominoso silencio del día anterior se hizo presente de nuevo. Aguzó el oído con atención durante unos momentos y nada se escuchaba.
—Vayamos por partes, como decía Jack —murmuró mientras se dirigía hacia uno de los interruptores de la luz. Lo pasó al lado contrario y observó que no se apagaba. Repitió la operación varias veces y estableció que la luz era un fenómeno que no podía ser alterado en el período de tiempo detenido.
—Probemos con otra cosa. —Se dirigió directamente al equipo de audio y presionó el botón de encendido del reproductor de discos compactos. Nada. Ni un miserable sonido salió del aparato y pudo ver que el disco no estaba girando. Golpeó con sus nudillos la superficie del mueble bajo y no escuchó un solo eco. El sonido no podía ser manipulado e intuyó que podía oír su propia voz a través del interior de su cuerpo, pero que no podía escuchar ningún sonido ajeno a él.
Miró sobre la mesa y vio el paquete de cigarrillos que había dejado hacía un rato. Lo corrió medio metro. El paquete se quedó inmóvil en sus nuevas coordenadas y esto le demostró que al menos las cosas podían ser llevadas, movidas, reubicadas a su gusto y consideró que no era un beneficio menor.
Si podía cambiar las cosas de lugar, también podía llevárselas, no para robar, por supuesto que no, pero podía introducir alteraciones que se propagarían hacia el futuro, como los círculos concéntricos se expandían en el agua cuando se arrojaba una piedra. Perturbadora idea, se decía, la de ser una especie de "generador de cambios". Debía pensar en ello con cuidado, después.
Fue hacia la puerta del departamento y la abrió sigilosamente. Afuera todo era quietud. Salió al pasillo con cautela y luego se dirigió hacia el ascensor. Estaba detenido en el séptimo piso. Presionó "segundo" en la botonera pero nada pasó. Se quedó un instante pensando en este hecho y concluyó que todo lo que involucraba alguna clase de energía cinética estaba fuera del sistema actual. Las cosas sólo cambiaban de posición si él las movía, de otra forma se mantenían en un completo estado de reposo.
Se sintió satisfecho y concluyó que podía salir a la calle sin temor. Todo debería estar inmóvil y nada se movería a menos que él produjera el movimiento. Sin dudar un momento más bajó por la escalera y salió a ver lo que pasaba afuera.
El paisaje callejero lo había dejado enmudecido en un principio. Ahora se sentía como un fantasma vagando entre las tumbas de un cementerio donde estáticas figuras lo miraban con ojos perdidos, sin verlo en realidad. Observaba a la gente en la calle, en sus autos, a través de las vidrieras de los negocios y le causaba gracia las posturas en las que habían sido sorprendidos. Sí, los observaba detenidamente pero no se animaba a tocarlos, no se animaba a poner su mano sobre aquellos cuerpos indefensos y expuestos a su curiosidad.
Su aleatorio caminar lo llevó hacia un lugar apartado y desierto, donde la luz mortecina de un farol iluminaba apenas la escena. Escuchó un ruido. ¡No puede ser!, se dijo alarmado, ¡el sonido no debería trasmitirse en este momento! Corrió hacia el lugar desde donde le parecía que el ruido había venido. Entre un montón de basura, botellas y bolsas de residuos pudo ver una enorme rata parada sobre sus patas traseras, cuyos ojos penetrantes no se despegaban de él.
—¡No es posible, no es posible!, ¿qué es lo que está pasando? —Por alguna razón la rata no estaba sujeta al parate de la misma forma que él no lo estaba.
Comenzó a caminar hacia el roedor y éste se arqueó levantando la cola, chillando siniestramente, para luego salir disparado hacia el interior del callejón, deteniéndose delante de una puerta entreabierta, como si lo estuviera esperando. Sintió una enorme sensación de repulsión. Nunca había soportado ni ratas, ni lauchas, ni cualquier clase de alimaña parecida. Se dijo que debía averiguar por todos los medios qué era lo que sucedía, dado que esto podía repetirse con algún otro ser, humano o no. Venciendo su disgusto fue en su búsqueda.
Al atravesar la puerta se encontró dentro de una vivienda miserable y vio a dos ancianos sentados a la mesa, que habían sido sorprendidos por el interruptor mientras consumían una humilde cena. El animal lo esperaba al final de un pasillo y él se dirigió derecho hacia allí. Ni bien comenzó a transitarlo, la rata escapó hacia uno de los lados, haciéndolo sentir totalmente estúpido. Estaba en la misma situación que Alicia persiguiendo al conejo, pero su situación era mucho más compleja.
Al doblar el codo del pasillo la vio parada en una puerta trampa en el piso, que llevaba a un sótano. Cuando él se encontraba a unos pocos pasos, el enigmático roedor se deslizó por la puerta y desapareció de su vista. Otro de sus miedos atávicos le hacía imposible continuar con la persecución. Le temía a los lugares oscuros y profundos que podían ser refugio de quién sabe qué clase de horrenda criatura o criaturas. Se dijo que si había llegado hasta ahí, debía continuar.
Bajó las escaleras y se encontró en medio de un desorden total. La rata se introducía en un largo y oscuro pasadizo, cuya entrada estaba en la pared del fondo de la habitación. Dejó escapar una maldición cuando la vio desaparecer y comenzó a transitar el pasadizo sin dejar de jurar. El lugar era lúgubre, húmedo y estaba apenas iluminado por un reflejo que provenía del final del mismo. A medida que se aproximaba al otro extremo el techo del pasadizo se hacía más bajo y ya le resultaba incómodo caminar.
Al salir del estrecho pasaje se encontró en una cámara donde una lámpara de aceite daba una extraña e increíble luz. Le pareció raro que esa antigüedad pudiera iluminar el lugar por el cual había llegado, pero más le sorprendía la total inmovilidad de la llama. El miedo, que había comenzado a invadirlo de a poco, lo llenaba ahora con mayor intensidad a medida que seguía adentrándose en las profundidades del laberinto.
La rata no estaba. Miró en todas direcciones pero no la vio. Lo que sí vio fue una estrecha abertura en uno de los lados de la cámara. Se dirigió hacia allí y se agachó para mirar en el interior del túnel. En medio de la oscuridad pudo percibir el inconfundible chillido de la rata y fugazmente, el brillo de sus ojos. La maldita se había metido en un lugar donde él era incapaz de seguirla. Tendría que abandonar la persecución y volver a su departamento. La idea le resultó imposible. Le pareció que su departamento se encontraba a años luz de allí, tan lejos como la luna.
Estaba en una encrucijada. No sabía si seguir o volver. Una furia ciega comenzó a surgir de su interior sobrepasando al miedo y a la angustia que lo había dominado anteriormente. Sentía que la sangre le ardía y le golpeaba las sienes con violencia. Por un momento dejó de lado todos sus miedos y se sumergió sin pensar en el estrecho túnel, caminando sobre sus rodillas y manos, en medio de una oscuridad que sólo alteraba un pequeño punto de luz al final del trayecto.
A medida que se introducía en el pasadizo, sus manos se sumergían en una sustancia pegajosa y desagradable, una especie de barro gelatinoso y sus rodillas resbalaban haciéndole difícil avanzar. Trataba de reprimir el asco que sentía y no pensar en qué clase de porquería estaría chapoteando. El aire se volvía irrespirable y la hediondez del mismo lo estaba matando.
Estaría en la mitad del recorrido cuando su cara se vio envuelta en "algo" que se le adhirió como una máscara asfixiante. El terror lo hizo incorporar como un resorte y su nuca golpeó con dureza el techo del pasadizo. Sus manos fueron instintivamente hacia su cara y sintió el pegajoso barro tapándole los ojos, la nariz, la boca. Sintió un asco profundo y visceral y las arcadas lo comenzaron a sacudir con violencia. Algo caliente y húmedo le recorrió los muslos y la desesperación que lo dominaba hizo explotar sus pulmones en un alarido bestial e inhumano. Después del estallido quedó doblado sobre sus rodillas, abrazado a su propio cuerpo, al mismo tiempo que lloraba como nunca antes lo había hecho en su vida.
Después de agotar la totalidad de las lágrimas que era capaz de llorar, todos los gritos que era capaz de vociferar y después de arrepentirse mil veces de lo que había hecho, quedó inmóvil y en silencio durante un largo rato. Finalmente, se obligó a encarar la dura tarea de salir del inmundo lugar donde se encontraba atrapado. Miró hacia el extremo del túnel y la pequeña luz al final del mismo todavía estaba allí. Comenzó a desplazarse paulatinamente, laboriosamente y el final del camino se acercaba hacia él. Aún temblaba un poco y moverse era un esfuerzo inconcebible para sus escasas fuerzas.
Por fin alcanzó la salida y desembocó en una cámara como la del otro extremo, pero casi a oscuras. La silueta de una puerta formaba una brillante figura geométrica, hábilmente dibujada por la luz que provenía del otro lado y se filtraba a través de los finos intersticios del marco. Se incorporó como pudo y quedó parado frente a ella sin atreverse a abrirla por miedo a lo que encontraría del otro lado. Se sentía completamente miserable y otra vez las lágrimas afloraban a sus ojos sin que pudiera impedirlo. Se había excedido, había jugado con lo desconocido y estaba pagando las consecuencias. El miedo y el terror volvían al comprender que tendría que abrirla y enfrentar lo que hubiera detrás. Ya no aguantaba más, sólo quería descansar.
Su mano vacilante tomó el picaporte y tiró de él. Una luz intensa lo cegó por completo pero igualmente se lanzó a través de la abertura al espacio contiguo, con los ojos cerrados, dando un par de pasos inseguros. Después de unos segundos se obligó a abrir los ojos y quedó atónito, parpadeando con dificultad ante el espectáculo que tenía ante sí.
Estaba en su departamento. Había vuelto al principio de su camino.
El corazón le saltó en el pecho cuando delante de él vio una imagen horrenda, una forma negra, cubierta de un asqueroso barro de pies a cabeza y con los restos de sus vestiduras en un estado lamentable. Pudo percibir también el hedor a basura y orín que emanaba de su cuerpo y se sintió enfermo de nuevo. Había visto su propia imagen reflejada en el espejo largo del living y no podía creer que ese despojo infrahumano fuera él.
Un chillido familiar desvió su atención hacia otro punto del cuarto. Allí estaba la rata, sentada sobre sus patas traseras y las delanteras apoyadas sobre el reloj. La pesadilla se renovaba, interminable. Debía ir hacia el interruptor y ubicar la perilla en la posición de arranque para que todo volviera a la normalidad; después se ocuparía de ella. Movió un pie, luego otro; la meta parecía inalcanzable. El roedor lo miraba divertido y movía el hocico, sacudiendo los bigotes.
Un nuevo chillido peor que todos los anteriores llenó la habitación y el espanto lo detuvo al ver lo que el siniestro animal estaba haciendo. La bestia sacudía el reloj con todas sus fuerzas, usando las patas delanteras, y éste se balanceaba peligrosamente de un lado al otro. En uno de los vaivenes, la fuerza que lo hacía volver a su posición original fue superada, desplazando el centro de gravedad del aparato y éste debió girar para encontrar una nueva posición de equilibrio, volcándose hacia adelante.
Quiso gritar al comprender que el interruptor caería al suelo empujado por la rata sin que él pudiera impedirlo. Segundos después impactó sobre el piso del living y el vidrio del cuadrante de destrozó en múltiples astillas. El reloj quedó inmóvil y la rata había desaparecido de la escena. Quiso caminar hacia él pero no pudo hacerlo; algo le impedía moverse y se sentía como en esas pesadillas donde era perseguido por algún monstruoso personaje y quería correr, escapar, pero su cuerpo no le obedecía.
De pronto, el reloj se desvaneció también y una infinidad de planos paralelos se fueron corporizando delante de sus ojos, como sucesivas pantallas de cine traslúcidas y en cada una de ellas se proyectaban imágenes de las que pudieron ser sus probables vidas. Una tras otra, distintas tomas lo reflejaban haciendo las cosas cotidianas, trabajando, durmiendo o simplemente mirando las estrellas. Algunas escenas eran muy parecidas o estaban levemente desfasadas, pero otras eran diferentes en su totalidad, evidenciando que alguna drástica decisión tomada en el pasado habría cambiado por completo su futuro.
Una risa insana e incontenible brotaba de su interior al comprender que estaba atrapado en una cárcel de la cual no podría salir, condenado a ser un mudo espectador de sus posibles vidas hasta... ¿hasta cuándo?, ¿hasta que todos sus posibles alter ego murieran?, era imposible saberlo. Su mirada vagaba de un cuadro a otro y fue consciente de la tremenda ironía de la situación. Había querido "detener" el tiempo y el tiempo lo había detenido a él, mientras sus homónimos seguían viviendo, ignorando totalmente el drama que protagonizaba.
Una sensación de entumecimiento progresivo lo invadía lentamente. Su carne se transformaba en otra cosa, otro tipo de materia, más dura, más densa , y comenzó a sentir una rigidez mortal. Mientras se producía la metamorfosis, los latidos de su corazón cambiaban de sonido, de ritmo, pasando a otro más mecánico, menos humano y el mismo órgano que había bombeado la sangre dentro de su cuerpo durante tantos años se sentía diferente también, como una precisa maquinaria.
Súbitamente un tic-tac comenzó a brotar de su interior, cada vez con más fuerza, hasta hacerse ensordecedor. Las caras de los múltiples "él" de las múltiples pantallas se volvieron a mirarlo con curiosidad. Veía su propio rostro infinitamente replicado acercarse y observarlo con atención. Las infinitas manos lo tomaron para ponerlo en hora y luego colocarlo nuevamente sobre el mueble bajo del living, con sumo cuidado.
Los observó darse vuelta y continuar con sus vidas. Él había resuelto el enigma que siempre lo había desvelado, el interrogante que tanto había querido descubrir acerca de la naturaleza del tiempo, porque comprendía al fin que a partir de ese momento, ambos se habían fundido en una misma cosa.
Carlos Donatucci
Carlos Donatucci es argentino, casado, un hijo. Es Licenciado en Ciencias de la computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Trabaja como especialista en software.
Incursionó en distintos géneros, como Ciencia Ficción y Fantasía, además de temas variados. Participó en diversos certámenes de cuentos y fue finalista en varios de ellos, tanto en Argentina como en España.
Logró el primer premio del Concurso Axxón 2001 en la categoría Cuento de Fantasía con el relato "El interruptor". También logró el primer premio en el concurso Muestra de Artistas independientes 2014 con el relato "Tiempo Presente".
Sus cuentos han sido incluidos en varios sitios literarios como Proyecto Sherezade, El mundo del cuento y Axxón, entre otros. También han sido publicados en antologías, como "La Ruta", libro Historias de viajes, Editorial Silva, Tarragona, España (2003); "El sueño de Helena", libro Pequeños Grandes Cuentos, Editorial Ábaco, Madrid, España (2006); "El tren", libro S.O.S 2012, la cesta de las palabras (2012); "El juego de la Cenicienta", libro Un cúmulo de circunstancias, editorial Marlex, España (2012); "Ocaso", libro Historias de Inmigrantes italianos, Ediciones de las tres lagunas, Argentina (2012); "El Timbre", libro Antología Dimarco, Editorial Dragones Voladores, Argentina (2013), entre otros.
Otros relatos finalistas: "La vida por delante" en el XIII certamen de relato breve Alfonso Martinez-Mena 2013, Biblioteca Municipal de Alhama de Murcia, España; "El arco iris caído", 2da Mención en el IV concurso literario nacional "Sucedió bajo la lluvia" 2013, Biblioteca Popular Beck-Herzog, Humboldt, Santa Fe, Argentina.
Más sobre este autor, en su sitio El hacedor de cuentos.
En Axxón ha publicado anteriormente LA PUERTA.
Axxón 117 - agosto de 2002
Ilustrado por Valeria Uccelli
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