(Archivos Privados del Inspector Casales)
Ministerio del Interior
Registro General de Entrada
Procedencia: Departamento de Traducción del Ministerio del Interior. Registro de Salida.
Destino: Policía Nacional. Registro de Entrada.
A la atención de: Inspector Ernesto Casales, Comisario delegado del Departamento I.A.S.
Observaciones: Traducción del documento 491175-NYMPD-81299 (número de registro de la Policía Metropolitana de Nueva York) adjunto al informe sobre el "Caso Budge" (número de registro del Ministerio del Interior 482-MI/PN-5938211-RE), enviado por el Teniente Detective James Lipperbarns (Policía Metropolitana de Nueva York), atendiendo a solicitud oficial por parte del Inspector Ernesto Casales, Comisario Delegado del Departamento I.A.S.
—Documento 491175-MPNY-81299—
"En el primer día.
Gracias damos. Gracias damos.
No puedo entender lo que ha ocurrido. Al menos hasta donde yo sé, es lo más raro que ha traído Destino a la familia a lo largo de nuestra prolongada historia. La confusión me ha impedido escribir antes, aparte de que no tenía muy claro si debía o no hacerlo... He resuelto que mi obligación es seguir con los mandatos divinos que en casa lleva a cabo Madre, ya que en este raro lugar estoy sola y nadie más puede hacerlo por mí. Inicio, pues, una nueva rama del Testimonio de la familia; mucho antes de lo previsto, sí, pero obligada por la necesidad. Y lo comenzaré hablando de la extraña situación actual.
Todo se inició en casa. Como todos los días, estaba seleccionando a media mañana la comida que Madre había de preparar más tarde. Esa noche no había dormido demasiado bien —tal vez a causa del baño neural de anteayer— y desde un tenue y agradable inicio sentí cómo el sueño, incontenible cual agua de catarata, iba adueñándose de mí; todo por culpa del maldito madrugón. Yo sabía que lo de dormirse no estaba bien, y menos cuando una selecciona la comida, pero Cuerpo necesitaba descanso y, como dictan los Preceptos: "Nada se le negará a Cuerpo, por nunca jamás". Ya sé que nadie hace demasiado caso a los Preceptos hoy en día, pero siempre pueden usarse como excusa... Dormí pues, y pronto comencé a soñar.
He olvidado esos sueños —puede que aún esté en ello—, pero sí recuerdo que sentí un fuerte tirón encontrándome, sin poderlo remediar, ante una enorme puerta de piedra, toda ella cubierta de dibujitos y relieves. La piedra de la puerta era casi negra, con algunos destellos granates, lo que no ayudaba a hacerla más tranquilizadora... En ese lugar no había nada más que puerta y un sinfín de oscuridad; aun sabiendo que debía estar soñando todo parecía muy real, así que me pellizqué, para asegurarme. Con tantas ganas lo hice que tengo un morado de recuerdo. No parecía tener muchas opciones —la de la oscuridad no me pareció aceptable—, así que me dirigí hacia lo único que había allí, aparte de mí. Tras tocar aquella gigantesca puerta —que ya sabía yo que no tenía que haberla tocado— desperté, o eso creo, tendida en una cama que no era la mía. No era la de ningún miembro de casa, desde luego; más que nada, porque aquella no era mi casa. Estaba en un lugar repleto de muebles absurdos, antiquísimos, de los que sólo puedes contemplar en museos, películas históricas o formato "D". La misma cama en la que desperté era tan vieja que necesitaba patas para permanecer a una altura adecuada. En realidad, todos los muebles de la casa usaban patas, y no exagero ni pizca. Podían verse muchas más cosas anacrónicas en aquel lugar: espejos (¡de cristal!), mesas de madera, lámparas fijas que necesitan un cable para funcionar, creo que con energía solar, eléctrica, o de gas, aunque no estoy segura... Las puertas de madera que separaban las dependencias funcionan de forma manual, con agarraderos y todo, igual que en esas películas de época que estaban de moda hace no sé cuántos siglos. Además de toda una colección de objetos de difícil clasificación, como una especie de caldera que estaba situada bajo un aparato que daba agua, unas grandes cajas de madera repletas de cosas raras, como telas de colores, o esa otra caja, también conectada a la pared por un cable, que contenía vegetales y algunas materias sorprendentes a una temperatura muy baja. Debía ser algún tipo de adorno porque, al ser abierto, una luz iluminaba el interior para su perfecta observación. A mí no me gustó demasiado: nunca he comprendido ese tipo de arte. En fin, que me encontraba en el interior de un museo. Con la salvedad de que soy el único objeto que resulta atemporal al lugar. Y no hablo sólo de la casa... Las paredes de la misma estaban cubiertas por una especie de aberturas, tapadas por un cristal transparente que deja ver el exterior. Arcaico pero gracioso, ¿no? El caso es que me asomé por una de ellas, descubriendo con gran consternación que el exterior era tan antiguo como el interior: hasta donde se veía, había un buen montón de pequeños edificios de no más de cincuenta pisos el más grande. Yo misma me encontraba en uno de ellos. Estaban separados en dos mitades por un camino o carretera (aunque de ridículas dimensiones) en la que circulaban un buen montón de curiosos vehículos con cuatro ruedas. Después descubrí que les llamaban "ford" o "camiones" dependiendo siempre de su tamaño: los más grandes eran camiones, y tenían más ruedas. Habían otros que estaban fabricados en un tamaño intermedio, repletos de gentes, pero no conozco todavía su nombre; y aun otros todavía más extraños que sólo tenían dos ruedas. Lo de las dos ruedas no se debe a que necesiten menos, por estar más desarrollados que los fords, no: es que son bastante más pequeños. Tampoco sé su nombre, pero les llamé "forditos" a la espera de conocerlo. Estos últimos son los más bonitos de entre todos los vehículos que he visto hasta ahora, pero también los menos prácticos, pues sólo pueden transportar a una o dos personas, quizá tres si se aprietan bastante. Supongo que en la antigüedad nosotros también tendríamos cosas así, pero yo no he visto ninguna, ni en la más imaginativa de las películas. Lo peor de todo es que hacían mucho ruido. Terrible. Y además está lo de las bocinas: no dejan de saludarse entre sí con unas horribles bocinas —parece ser que todos se conocen—. Toda la ciudad rebosa ruidos —porque digo yo que debe ser una ciudad—. No entiendo cómo permiten que los vehículos paseen por el centro justo de las divisiones, como si fuesen los verdaderos habitantes del lugar, pero hay tantas contradicciones aquí...
Lo que más me llamó la atención en un principio fue comprobar que todas las personas que caminaban por las divisiones, y también las que salían de los vehículos, estaban cubiertas con telas. ¡De verdad! Lo único que dejaban al descubierto eran las manos y la cabeza, ocultando el resto escrupulosamente. ¿No es increíble? Eso fue lo que me llevó a pensar que, desde luego, aquello no era el pasado de mi mundo: en la Tierra jamás nadie se hubiera tapado de esa forma. A mí me daría vergüenza, desde luego. ¿Tapar a Cuerpo? Qué barbaridad... No comprendía aquella blasfema costumbre, pero bueno, poco puedo hacer aparte de observar, asombrada.
En la casa encontré un objeto rectangular, del tamaño de una perisla (Nota del Traductor: me he puesto en contacto con diversos lingüistas del ministerio, así como con los que trabajaron en el Caso Budge, en Nueva York, y parece ser que "perisla" es una palabra inexistente. Es de suponer que se trata de un error en el mecanografiado), que contenía varios rectángulos de plástico y otros circulitos más pequeños de metal, junto a algunos papeles coloreados. Los papeles de colores y las pequeñas fichas circulares de metal las reconocí como parte del dinero que se utilizaba hace milenios en mi mundo, mucho antes de los primeros chips dermales. Las de plástico debían ser más avanzadas, y digo yo que tendrían más valor. Algunas llevaban impresa una foto en dos dimensiones, con atenuados e irreales colores, de una mujer joven que se parecía mucho a mí. De no saber que jamás me habría hecho una foto con telas por encima, incluso diría que la mujer era yo. El nombre que figuraba bajo la imagen era feísimo: Ellen Budge. Además de lo de cubrir a Cuerpo, no podía negarse que tuvieran un gusto pésimo para los nombres. En una de las habitaciones había una computadora, grande hasta la ridiculez pero de minúscula capacidad. No sirve para casi nada, aunque al menos podré escribir el Testimonio en algún lugar. Cierto es que le he tenido que hacer pequeñas mejoras para lograr algo más de rapidez —también programé un rudimentario Escritorio—, pero como el lenguaje del aparato en cuestión es tan sencillo no perdí mucho tiempo en ello. Después encontré unos discos de plástico plateado que contenían información, en forma de enciclopedias y cosas así; como su capacidad de almacenamiento es irrisoria en proporción al tamaño del disco las he dejado de lado. También había por allí algún otro programa de utilidades diversas, entre ellos un prehistórico escritorio llamado "AmiPro, su Procesador de Textos". Vaya nombres. Me decidí al final por utilizar este Escritorio en lugar del que había programado yo —en apenas treinta y cinco minutos... y ya sé que no se me da muy bien, pero quería acabar cuanto antes—; la verdad es que éste tiene una apariencia más bonita, con más colorines y eso... Se hace más entretenido. Le he hecho unos pequeños cambios en la velocidad de funcionamiento, y no ha quedado del todo mal —teniendo en cuenta lo torpe que soy para esto de las máquinas—. Lo que más me ha disgustado es lo de utilizar un teclado, pues hacía más de siete años que no lo usaba, desde la primera educación. No sólo usan teclados, sino que encima las letras están situadas en él de forma estúpida, yo diría que aleatoria, sin el menor sentido —no es que estén atrasados, es que están locos—. Cuando comprobé que podía escribir lo que quisiera, en cuanto quisiera, decidí bajar del edificio y descubrir algo más este lugar. Supongo que no tardaré demasiado en volver a mi casa, y quiero aprovechar para divertirme un poco; que pocas veces se tienen sueños tan sorprendentes... Aunque no me extrañaría nada que este sueño fuese cosa de algún programa del estúpido de 33323-Lou. Cada día es más idiota.
Pero la cosa no ha sido tan fácil como imaginaba. Apenas llevaba unos minutos en la calle cuando me di cuenta de que la gente no dejaba de mirarme. Según caminaba, más y más personas me seguían con apariencia de estar pasándoselo en grande. Se reían y cuchicheaban entre ellos, los muy idiotas, e incluso los ocupantes de los vehículos llamados "ford" se quedaban absortos mirando. Me di cuenta tarde de que allí no había nadie que caminase como es debido, y pensé en que quizá debería haberme cubierto con alguna tela, pese a la repulsión que me da incluso pensar en hacer algo semejante. Después comenzaron los gritos "¡Está desnuda!", "¡Va en pelota picada!", y cosas así. Pues claro que iba desnuda... ¡eran ellos los que se tapaban! ¿O allí nacían con telas alrededor del cuerpo? También decían "¡Tía buena!", aunque eso no lo entiendo, la verdad. Parece una expresión típica del lugar, porque a ver a qué viene ir diciendo a gritos que tu tía está sana. Menuda imbecilidad. Lo que sí quedó claro es que la próxima vez, y pese a mis reservas, habría de cubrir a Cuerpo con algo si quería pasar desapercibida.
Al rato, cuando ya había aprendido a ignorar las tonterías que decían estos semimonos, apareció un señor que se tapaba con telas azules y que llevaba una cosa rara encima de la cabeza —a la que no le encontré ninguna utilidad, la verdad—, y una suerte de garrote largo y negro en la mano. Vino hacia mí y dijo algo así como que pensaba "detenerme por escándalo en el público". No sé a qué se refería, pero disimulé y le insistí en que no era mi culpa que el público se hubiera reunido para mirarme, y que la escandalizada era yo. Movió la cabeza de derecha a izquierda en varias ocasiones, vamos, como si estuviera negando algo con ella —aunque no creo que estas gentes utilicen signos gestuales similares a los nuestros—, e insistió en ponerme algo en las muñecas mientras murmuraba una y otra vez "Hippies, y yo que creía que desaparecieron en los setenta". El sabría lo que hacía, me dije, y se lo permití. Después me introdujo en un "ford" y me llevó a otro edificio repleto de hombres cubiertos con colores azules como él. Comencé a considerar la posibilidad de que fueran algún tipo de guardias, o algo así, sospecha que después se demostró acertada. En el viaje le pregunté por los nombres de los vehículos, y fue él quien me los dijo. Actué bien, creo, y no sospechó nada raro a raíz de mis preguntas. No quisiera que se asustaran de mí.
El caso es que en la "comisaría" —se llamaba así, lo juro—, se armó cierto revuelo cuando aparecí. Tomaron nota de mis datos y me llevaron a una habitación pequeña, donde había un señor muy feo que comenzó a mostrarme unos papeles con manchas de tinta y a preguntarme tonterías. Enseñaba un papel manchado y me preguntaba acerca de lo que veía. Supuse que se trataba de algún juego, y traté de seguirle la corriente; como era muy aburrido, al final me cansé. Qué voy a ver... ¡pues manchas de tinta! Será idiota... ¿cómo puede ser que mantengan entre la sociedad sana a semejantes deficientes mentales? ¡Ah!, una cosa importante que descubrí: me habían tapado con una tela azul oscura, y no dejaban de decir "¡Póngase algo de ropa, joder!", así que deduje que a las telas que servían para cubrir el cuerpo las llamaban "ropa", o "ropa, joder". Supongo que la diferencia estará en la forma o el color.
Ni que decir tiene que a estas horas ya me había entrado hambre —aunque yo como poco—, pero me daba vergüenza hasta pensar en la posibilidad de meter de nuevo la pata, por lo que preferí callar. Y suerte que lo hice porque, al poco, un hombre entró en el lugar donde me habían dejado trayendo una bandeja de metal, toda repleta de verduras y restos de animales muertos y quemados. Algo asqueroso, sí. Yo no dije nada, esperando a que el tipo me diese alguna pista de lo que pretendía que hiciera con aquello. Dijo "¿No piensa usted comer nada?". Por los innumerables demonios del Kuthein (Nota del Traductor: tres cuartas partes de lo mismo. Palabra inexistente), ¡quería que me comiese aquella barbaridad! La impresión pudo conmigo y caí desmayada. Madre dice siempre que soy demasiado sensible, y tal vez tenga razón.
Recuperé la conciencia cuando uno de los hombres comenzó a llamarme, desde la otra parte de las rejas que cerraban el lugar en donde me habían metido. El señor dijo que mi "Novio" había venido a recogerme. Claro que desconocía la naturaleza de aquello que había decidido rescatarme, pero pensé: "¡Bienvenido sea!". Había esperado que se tratase de un criado, esclavo o similar de fabricación artificial, como nuestro Bo, pero no. El "novio" era un hombre muy joven, más o menos de mi misma edad, no muy guapo a causa de una expresión de honda preocupación que, por fortuna, se alivió al verme. Se supone que debía conocerle, por lo que no dije nada, pero como aquel buen chico me había comprado —pagando a una tal "fianza", si no entendí mal—, para sacarme de la "comisaría", imaginé que debía mostrarme agradecida. Estos meningíticos mantenían la venta de esclavos; hasta ahí llegaba su barbarie. El caso es que el joven se acercó a mí, sonrió, dijo "Estás loca", me abrazó y acabó por besarme en la boca. "Pues muy bien", pensé "al fin algo de cordura". Después fuimos a su ford y me devolvió a la que debía ser mi casa.
En el ford no dejó de hacer preguntas que no sabía responder; en todo caso debía de ser algo tonto, porque respondiese lo que respondiese, sonreía y me miraba alelado. Por lo que hablamos, descubrí que debíamos de practicar sexo juntos en ocasiones, y que se llamaba "Patri" o "Patrik" o algo así —este nombre es más difícil, sí. Anda que no lo complican todo—. Como me conocía decidí no hablar demasiado, por si acaso; aun así tuve que decir más de una inconveniencia, porque de tanto en tanto estallaba en carcajadas y repetía lo de "Estás loca". No sé lo que entiende este individuo por estar loca, pero espero que no tenga el mismo significado que en casa, o empezaré a molestarme con él. Como lo dice entre risitas y miradas tiernas no parece estar insultando... pero no sé qué pensar. Al llegar a mi supuesta casa preguntó si quería que subiese, y le dije que no. Vi perfectamente por donde iba, pero hoy estoy confundida y a Cuerpo no le apetece; no sé, es muy raro en mí...
Cuando subí hasta la puerta descubrí que no quería abrirse. La razón es que debes introducir un pequeño objeto de metal, que llaman "llave", en una minúscula abertura. Si esta última reconoce a la llave, la puerta se abre. Yo no tenía ninguna, pero por fortuna el "novio" sí. Tuve suerte. Después hizo una gracia sobre lo difícil que resulta esconder una llave de la forma en que había salido yo a la calle, y reí con él, para disimular la confusión. No entiendo muy bien el chiste, aunque en el fondo tenía razón: no podría esconderla en ningún sitio, ni aun sabiendo que tenía que cogerla. Lo que no comprendo del chiste es por qué tendría que esconder tan importante objeto: ¿y si luego no lo encuentro?
Ya en la casa, que el tal "Patri" llama "Aparta-mento", lo primero que hice fue buscar la maldita llave. Había allí un buen montón de ellas, por lo que tuve que perder un rato en descubrir cuál era la correcta. El resto debían de ser de otras puertas, claro, pero a saber dónde estaban las condenadas... Después pensé en preparar algo de "ropa, joder" por si decidía volver a la calle. Ya en mi primera inspección del "aparta-mento" había encontrado una gran caja empotrada en la pared que contenía muchas, y de nuevo perdí unos minutos en decidir qué ponerme. Basándome en los recuerdos de las personas que había podido ver por el exterior, me decanté por unas cuantas piezas que esperaba combinasen bien. Fue muy duro cubrir a Cuerpo con aquellas obscenidades, y en cuanto terminé de decidirme volví a quitármelas, aliviada. Creo que el motivo que les impulsa a cubrirse es el frío que hace por aquí, pues de lo contrario sería incomprensible que se autocastigaran así. Pero, de forma ilógica, prefieren taparse a algo tan sencillo como acabar con el frío. En fin. Deduje que el guardia, que aquí llaman "agente", me había llevado a la "comisaría" para cubrirme y resguardarme de las inclemencias de la temperatura. Lo que no entiendo todavía es lo de que me vendieran al "novio" "Patri", pero no puedo pretender comprenderlo todo en un solo día. Poquito a poco. Cuando acabé con el asunto de las "ropas, joder" comencé a escribir el Testimonio, y aquí he acabado por hoy. Tengo sueño, pero aún tengo mucha más hambre. Buscaré algún lugar donde pueda conseguir comida mañana, si es que todavía estoy por aquí.
Gracias sean dadas. Gracias sean dadas.
En el segundo día.
Gracias damos. Gracias damos.
No he vuelto a casa. Como broma no ha estado mal... pero en cuanto regrese se va a enterar quien haya sido. Yo creo que ya está bien.
Al despertar, descubrí que mi pobre estómago necesitaba meterse algo dentro, pues llevaba dos días de ayuno y, aunque por lo general no me preocupo demasiado por comer, el actual caso era casi desesperante. No tanto por el hambre lógica que sentía, como por la necesidad de localizar un lugar adecuado donde poder conseguir los alimentos. Una vez localizado sabía que podría respirar tranquila. De forma que empleé la mañana en deambular de un lugar a otro en su búsqueda. Al principio no conseguí nada, pues las tiendas de alimentos rebosaban de porquerías inhumanas que jamás podría consumir. No deseo extenderme demasiado en lo que en aquellos lugares había, pues siento que el recuerdo me produce arcadas de asco.
La curiosidad del lugar donde ahora vivía me hizo olvidar por un instante mi verdadera preocupación. La arquitectura era prehistórica pero muy bella. No habían muchos niños en las divisiones, por lo que imaginé que debían estar en casa recibiendo las clases, pero estaba equivocada. Todos los pequeños de la ciudad estaban recluidos en unos gigantescos edificios, rodeados de muros y verjas, en donde a saber qué les hacían. Cada cierto tiempo salían a un patio exterior y allí jugaban. Eran extraños sus juegos, aunque es normal: estoy en otro mundo. Y estos lugares de encierro estaban por toda la ciudad. Quizá los reúnan para educarlos a todos juntos, o para cuidar la salud de los padres, o quién sabe... tal vez por las dos cosas. En lo que se refiere a los adultos, debo decir varias cosas. En primer lugar, estos sí que están locos. Es un caos vivir así: el ruido es casi insoportable, el mal olor llega a marear, violencia por doquier... Hay unos cuantos, de color oscuro casi siempre, que pasan el rato tirando una esfera —que da botes— hacia un pequeño aro. Si aciertan, porque se trata de acertar, se ponen muy contentos. Los de color más claro suelen enfadarse con este hecho, pues suelen ser más torpes. Es curioso, pero yo diría que las personas claras no aceptan demasiado bien a las oscuras, aunque el motivo parece evidente ya que, sin ninguna duda, en este mundo los de color oscuro están más evolucionados, son más inteligentes y tienen un físico superior al resto. Claro que los de color más claro como yo son mucho más numerosos, y supongo que deben tener envidia o miedo a extinguirse, no sé. Al fin y al cabo todos son humanos. Subdesarrollados pero humanos. La verdad es que los de color claro son bastante reaccionarios, pues se meten con todo el que se les cruza de diferente color. Entre ellos se aceptan bastante bien, aunque se observan los mismos instintos de envidia y repulsa cuando se encuentran con alguien más alto o más delgado. No lo comprendo muy bien, pero con los oscuros no suele pasar. Quizá se deba a que, como insisten en repetir una y otra vez, son todos familia: o tíos o hermanos. Seguro que ése es el motivo de la rabia que padecen los más claros, pues los más inteligentes hombres de piel oscura se deben negar a reproducirse con nadie que no sea de su color.
Lo que sí está claro es que, en público, los hombres oscuros son adorados por los claros. Hay un aparato que llaman "tele visión", cuyo nombre lo define con exactitud, que emite imágenes en dos dimensiones y de ínfima calidad. Su objeto debe ser informar o divertir, pero a mí me pareció bastante estúpida y cargada de contenidos vacuos. Allí, los hombres oscuros practican lo de tirar la esfera al minúsculo aro ante miles y miles de personas, en su mayoría claros. Estos los elogian por ello. También hacen cosas similares con otros objetos de diferente tamaño. En uno se visten con una especie de armadura con casco y se lanzan unos contra otros con el objetivo de salvar a un extraño objeto con forma elíptica del contrario, empecinado en robarlo. Aquí dejan participar a algunos claros, ya que parece más sencillo de ejecutar. También hay un espectáculo de lucha en el que los humanos se reúnen para ver cómo una y otra vez un hombre de color oscuro, con grandes guantes de colores vistosos, le da una paliza de muerte a otro de color más claro. Aquí visten con unos cómicos trozos de tela brillante que les cubren los testículos y poco más, supongo que para protegerlos o identificarlos. Lo que ocurre con esta actividad es que, al parecer, o no son muchos los claros que se atreven a pegarse con un oscuro, o bien se han cargado a todos los que se atrevían, por lo que al final tienen que hacerlo entre ellos, oscuro contra oscuro, para matar el tiempo. El objeto de todas estas actividades debe ser el de dirimir las diferencias de un modo menos sangriento que guerreando. En esto han evolucionado bastante rápido: eligen a representantes y ellos deciden el bando ganador. Digo yo. A los de color claro se les permite divertirse practicando otras actividades que los oscuros deben dejar por inútiles o por demasiado sencillas. Hay una en la que golpean con un palo largo de metal, en un prado verde y arbolado, a una casi invisible esfera con la intención de hacerla caer al final por un pozo o agujerito casi tan pequeño como la cosa redonda. Cuando lo consiguen levantan la mano, sonríen y saludan. Es una tontería, pero se divierten. Y también hay otra especialidad en la que tipos enormes, casi siempre claros, simulan un espectáculo de lucha teatral en la que suelen ganar a los oscuros. Es ridículo, pues la farsa es evidente, pero como los claros parecen creérselo se les permite hacerlo para dejarlos felices. Será por eso de eliminar frustraciones, como dice Padre. Desde luego, los oscuros han de andarse con mucho tiento por este mundo para no herir la sensibilidad de los claros y evitarse así varios y serios problemas.
Todo es bastante incomprensible para mí, pero también hay algunas ocupaciones que me son afines, como la búsqueda de la comida —sea lo que sea que coman—, que al igual que en la Tierra suelen realizar las mujeres, o las reuniones públicas en lugares donde se grita y se dan saltos, parecido a nuestras Asambleas, sólo que mucho más salvajes. El único problema es que algún imbécil pone música mientras la gente discute, a un volumen inconcebible, y así no hay quien se entienda. Lo he visto anunciado en el aparato de "tele visión", y las celebran los días llamados "Viernes" o "Sábados" por la noche. Parece legal, aunque acuden jóvenes en su mayoría, digo yo que será por la energía física que se necesita: se pasan el rato bebiendo líquido, lo que no me extraña, porque el calor debe ser terrible en esos sitios —y siguen sin quitarse las "ropas, joder". Increíble—. Intentaré asistir a una de ellas. También pierden mucho tiempo en el interior de sus vehículos, como nosotros, con la diferencia de que ellos lo hacen por el interior de la ciudad. En definitiva, hay grandes contradicciones, ocupaciones incomprensibles para mí e instintos demasiado cercanos a la bestialidad, pero en el fondo son humanos como nosotros. Quizá sea el frío lo que les hace actuar de forma tan extraña.
El caso es que no lucharé por entenderlos, ni tampoco por pretender cambiarlos: trataré de adquirir sus costumbres hasta que alguien decida devolverme a mi mundo. Además, el problema de la comida ya no lo es tanto, pues es más sencillo conseguirla de lo que imaginaba. Lo explicaré, pues algo de curioso sí que tiene. Comenzaba a atardecer, y volvía del edificio donde había podido contemplar los aparatos de "tele visión" —creo que le llaman "Almacén", un lugar lo bastante grande como para permitir a las personas que paseen tranquilamente, sin ruidos ni "fords" molestando—. Había decidido regresar tomando un camino diferente, para familiarizarme con la pequeña ciudad. Había llegado a una zona de inusual pobreza, de tonos tristes y oscuros, repleta de suciedad, humedad y ratas, a la cual llamaban "Bronx". Paseaba con tranquilidad, admirando la magnífica paz que se respiraba por allí, lugar vacío de vehículos en funcionamiento o de gritos de personas. De tanto en tanto se escuchaba, eso sí, una especie de estampido ocasional, en ocasiones solitario y en otras junto a toda una coral de estampidos similares. El caso es que en una esquina había un tipo muy grande, de cabellos largos, que absorbía aire de un pequeño cilindro de color blanco. No lo había comentado antes, pero en esta ciudad hay bastante gente que padece de algún tipo de enfermedad respiratoria —quizá relacionada con el asma—, y necesitan de esos curiosos cilindros para respirar con bastante frecuencia. Después convierten el aire en un humo blanco-grisáceo que expulsan por la nariz y la boca. El problema es que estos cilindros se agotan con relativa prontitud, obligando a los pobres enfermos a comprar más y más —parece ser que los hay de diferentes calidades y precio, y los que fumaba ese hombre se llaman Camel—. Pero voy a seguir con lo que estoy contando.
Cuando llegué a su lado el hombre me dijo "Eh, nena, ¿quieres pillar?", "¿Pillar, qué?" le respondí, "Mierda. Tengo de toda la que se te ocurra imaginar", "¿Mierda?", le dije, "¿y para qué iba yo a necesitar algo de tu mierda?", "anda la hostia. ¿Estás gilipollas o algo parecido?", "No lo sé. Puede", respondí con perspicacia, añadiendo "¿Y tú, estás gilipollas?". El tipo me observó de arriba a abajo, dijo "¡Coño con la nena!" y "¿Te quieres quedar conmigo?". Yo no sabía si se refería a que si quería quedarme en su compañía o a que si quería quedármelo, por lo que respondí con otro "Puede", que parece dar un buen resultado. El hombre abrió aún más los ojos y, tras sopesar las diferentes posibilidades se llevó la mano a los testículos balanceándolos de arriba a abajo y entonces dijo: "¡Anda ya, tarada!, ¡ven y cómemela!". Aquello sí que lo comprendí, aunque era bastante raro, por lo que le dije, precavida, pues no quería meter la pata o herir su sensibilidad, "Pero... ¿aquí?". El hombre se quitó la mano de los testículos, se la llevó a la barbilla, me miró, más minuciosamente esta vez —sobre todo las tetas. He visto que los hombres de aquí se fijan mucho en las tetas de una—, sonrió mientras se mordía el labio inferior, puso la mano izquierda sobre mi pecho derecho, lo apretó dos veces, él sabría la razón, y respondió "¿Dónde?". Ahora quien sonrió fui yo. ¡Al fin me entendía con alguien de este mundo! A Cuerpo le apetecía mucho, y pensé que un buen lugar podría ser mi nueva casa, pues era bastante tranquila. Así se lo hice saber. Volvió a sonreír y dijo "Puta madre, muñeca, puta madre. Pero no pienso darte ni un pavo por esto, nena". No sé para qué querría yo un pavo, pero preferí no comentarlo, por si acaso. Después me cogió de la muñeca primero, me dio una palmada en el culo al instante siguiente y me dijo "Venga tía, te llevo en mi coche". Sufrí una pequeña decepción al comprender que toda la amabilidad de aquel hombre se debía a que me había confundido con una de sus tías, pese a que yo era mucho más joven que él. Pensé en decírselo, la verdad, pero bueno, ya que estaba en ello... Sé que es una ciudad pequeña, y que casi todos deben ser familia, pero lo cierto es que no me parecía en nada a él —a lo mejor la tal Ellen Budge sí que era su tía, y me había confundido con ella, como el "novio" "Patri"—.
El "Coche" resultó ser un "ford" bastante destartalado que olía a sudor e incienso. Le indiqué cómo ir a la casa y llegamos en pocos minutos. Parecía nervioso, pues no cesaba de increpar e insultar al resto de los vehículos por nimiedades como no ir "por su derecha". Ya había dejado de intentar comprender aquella jerga extraña, era demasiado complicado, por lo que no hice preguntas. En mi mente barajaba la posibilidad de que se hubiese producido alguna confusión entre nosotros, y eso me tenía bastante azorada. Si me había confundido quedaría bastante en ridículo ante aquel buen hombre, y ya estaba bastante cansada de avergonzarme una y otra vez, pero ¿qué podía yo hacer?
Al llegar a casa me despojé de las "ropas, Joder" para estar más cómoda. Además, como hacía bastante calor supuse que no le importaría. Cuando vi que también él se las había quitado supe que no me había equivocado: al parecer habían cosas que se hacían igual allí que en nuestro planeta. Le mostré la habitación donde estaba mi cama y le dije que si quería se podía tumbar allí, para estar más cómodo, cosa que hizo con rapidez. Al poco volví con lo que pude encontrar, que no era mucho, pero cuando el hombre vio los pobres cuchillos que llevaba volvió a sonreír e insinuó si no prefería atarle. Dijo "Así me gusta, nena. Que seas retorcida". Me encogí de hombros. Si quería que lo atase, lo ataría. No iba a meterme de por medio en sus costumbres. Busqué algo para hacerlo y encontré varias telas, de resistencia y tamaño adecuado, con las que le sujeté a la cama de manos y pies mientras que él trataba de lamerme las tetas con la lengua, cosa que encontré muy desagradable. Después tomé uno de los cuchillos y me acerqué, mientras el hombre decía una y otra vez "¡Chúpamela, chúpamela!". Desde luego que aquel hombre tenía una auténtica fijación con lo de chupar, pero yo tenía demasiada hambre como para perder en tiempo en tonterías. Aparte de que una cosa era que me lo iba a comer, y otra muy distinta empezar a lamerlo cuando además tenía el pobre un aspecto tan desagradable. Lo que no entendí fueron los gritos que comenzó a soltar cuando empecé a trincharle, pues yo sé que no hago ningún daño cuando corto, ya que siempre se me ha dado bien. Al menos eso dicen en casa. No cesaba de gritar, y habría molestado a los vecinos cuando decidí ponerle un trozo de tela en la boca mientras seguía cortando, para que dejase de molestar. Repetía varias veces "¡Zorra caníbal, eres una maldita caníbal!" cuando le introduje la tela en aquella abierta bocaza. Según un antiguo diccionario en papel que hay en un estante, junto a la mediocre computadora, "caníbal" es: "Dícese del salvaje de las Antillas, que era tenido por antropófago". Y "antropófago" era: "Que come carne Humana". ¿Pero, qué tiene eso de malo? Más tarde observé su cara, y vi que se reflejaba la sorpresa en ella, pues al fin se había dado cuenta de que no le causaba ningún dolor. Creo que estaba anonadado, supongo que porque por aquí no se debe cortar muy bien —están tan atrasados— y el cambio le resultaría demasiado nuevo.
En fin, todo era casi como en casa. Se me había ofrecido con claridad y yo me lo comía. A fin de cuentas no están tan atrasados como parecen, aunque las formas y modos de comportamiento sean diferentes. Creo yo que será el miedo al dolor el que les hace comer animales muertos —¡pero qué asco!—, mas éste es un aspecto que sin duda mejorará con el tiempo.
Empezaba a preguntarme por el precio que exigiría al acabar de saciarme cuando, mientras comía un trozo de su bíceps derecho, comprobé que el pobre se había muerto, al parecer por una parada cardiorrespiratoria leve. El muy idiota. Si en ese entonces hubiese tenido menos hambre me habría dado cuenta y lo hubiera solucionado —que nadie se muere por semejante tontería—, pero como le tapé la boca a causa de sus gritos ni me enteré. Miré un trozo de carne que sujetaba entre los dedos un tanto asqueada, interrogándome sobre la posibilidad de que el sujeto estuviera más enfermo de lo que creía —lo del asma no me había importado mucho, la verdad—, pero ahora ya estaba hecho, y no pensaba devolver lo comido. Lamenté su muerte, pero si estaba enfermo no era mi culpa. Por fortuna, a esas alturas ya había comido su pierna derecha casi al completo y parte de su brazo, por lo que Cuerpo estaba bastante satisfecho. La lástima es que al dejarme las partes más sabrosas para el final, se habían perdido para siempre. Le retiré los toscos torniquetes que había hecho con más tela y dejé que se desangrara del todo. No caí hasta entonces en la imposibilidad, aparente cuanto menos, que hay en este lugar de reciclar la carne sobrante. No creo que posean tal tecnología, por lo que los tullidos deben de ser abundantes. Había muerto, así que ya no necesitaba cicatrizarle; mejor, porque me aburre hacerlo. Después de asearme comencé a escribir.
Me he dado cuenta de que la sangre del hombre es absorbida con demasiada rapidez por el suelo, por lo que no me extrañaría que mi vecino de abajo tenga unas desagradables goteras rojas. No sé como hacer desaparecer toda esa sangre sin molestar a nadie, pero creo que tendré que pedir algún utensilio de limpieza a alguien —que digo yo que algo sí limpiarán—. Mira, ¿no lo había dicho?, ya han llamado a la puerta. Dicen que son "la policía", y creo que es algo relacionado con el "agente" que me "detuvo" ayer. No sé que es lo que querrán, pero me pondré algo encima para que no se importunen. Y de paso les pediré que, si no es mucha molestia, se lleven el cuerpo del hombre asmático, ya que yo sola lo tengo bastante difícil. Insisten en la llamada, así que seguiré mañana. "¡Ya voy!", grito.
Gracias sean dadas. Gracias sean dadas."
© Víctor Manuel Ánchel 2002.
Víctor Manuel Ánchel Estebas
Víctor Manuel Ánchel Estebas es español. Nació el 29 de diciembre de 1973. Es músico, oboista, y toca en la primera orquesta de su país: la Orquesta Nacional de España (con ella vino a Buenos Aires y tocó en el Teatro Colón). Además es profesor de oboe en la Escuela Superior de Música "Reina Sofía", de Madrid, que pasa por ser la más prestigiosa escuela de música de España. Dice ser un lector enfermizo, con especial predilección por la literatura fantástica y la ciencia ficción, y está orgulloso de su biblioteca (con muchos libros descatalogados, como la obra completa de Fritz Leiber o Moorcock). Los libros viejos son otra de sus pasiones. Se confiesa rendido admirador de "o Rei" Quevedo.
Teniendo en cuenta ese amor por los libros y sus maravillosas realidades alternativas, no es difícil entender que acabase por escribir. Lo hizo a los 15 años, con un relato corto del cual guarda un buen recuerdo. A partir de entonces no ha dejado de aporrear las teclas de sus diferentes ordenadores. Además, es un buen "vampirólogo": colecciona todos los libros de vampiros que puede encontrar, y tiene un incunable del siglo XVIII del "Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires où les revenans de Hongrie, de Moravie, etc.", del padre Dom Augustin Calmet, que le costó dos sueldos...
Fue premiado en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes,
por la novela de Fantasía Más Allá del Sueño:
El Medallón (Axxón 116). En el
número 112 de Axxón
los lectores podrán encontrar otro relato de su serie
"Más allá del sueño" y uno más, fuera de la serie,
en el número 113 de Axxón.
Axxón 121 - diciembre de 2002