Si bien en la mayoría de los casos el tiempo sana las heridas y mitiga sus dolores, es el mismo tiempo el artífice, en mayor o en menor grado, de permitir al menos que esas marcas subsistan a través de él.
He de escribir esta historia de consecuencias reales, mas no se me pida una explicación sugerente del porqué; algunas personas acuden a ciertos ardides de baja estirpe y caminos intrincados de dudosa procedencia moral cuando hay senderos directos que evitarían esas calamidades del pensamiento y la acción correspondiente. Pero así ocurrió.
Me encontraba yo de visita —de esto han pasado varios años—, disfrutando una estadía muy particular en un lugar de características paradisíacas.
Las flores en los jardines adyacentes de la mansión perfumaban el aire matinal. Los senderos de adoquines traían el encanto de su atmósfera antigua a los pasos de mi caminata silenciosa. Una leve brisa deambulaba errante entre los canteros floridos y el graznido de gaviotas cercanas me traía el soberbio presagio de la proximidad del mar.
Descendí unos cuantos pasos por una escalinata de piedra, la presumí forjada rudimentariamente a puro cincel y martillo en la roca viva del acantilado, aunque el resto del trabajo obrado por la erosión de tantos años, como un artesano fino, la había pulido en forma casi perfecta. A los lados de los peldaños, densos arbustos imposibilitaban toda tentativa de ver a dónde conducía el camino; pero lo vislumbraba. El aire salado se respiraba más denso a cada paso.
No podía ser de otra manera, la majestuosidad de aquella acuarela real, el mar, se reveló en todo su esplendor luego de traspasar el último matorral.
En aquel momento no pensé en nada; a decir verdad, en una única persona, mi amigo Walter Charmot. De hecho, haber contado con tan cordial invitación a su casa en la paradisíaca isla de Andros era la causa central por la que ese paisaje estaría guardado en mis retinas para el recuerdo eterno. Ser escritor algunas veces trae ciertas ventajas.
La casona de arquitectura soberana con reminiscencias de estilo gótico francés estaba construida sobre una elevación del privilegiado paraje en el extremo oriental de la isla, en las afueras del poblado de Kemps Bay, distante apenas doscientos kilómetros por mar de la ciudad de Miami.
Charmot era un acaudalado millonario venezolano, un señor bastante mayor de edad, viudo desde algunos años y recluido del trajinar de las populosas ciudades. Aún continuaba siendo un influyente empresario petrolero en el mercado. Aunque para mí no dejaba de ser un hombre dispuesto a llevar a la pantalla grande uno de mis libros recientemente editado; por no faltar a la verdad, el único editado.
La amistad con él era indirecta: yo era amigo de su único hijo, Alejandro. Con Alejandro compartimos tiempo atrás las aulas de la Universidad de Buenos Aires. Allí llegamos a ser, de algún modo y más allá de los libros, como hermanos de sangre.
Un terrible accidente automovilístico segó la vida de aquel entrañable joven emprendedor y carismático, de manera que su padre, a partir de ese momento, se relacionó conmigo con cierto carácter paternal. Yo era el único lazo de remembranza para un progenitor abatido por el dolor de la pérdida.
Mientras mis pies se hundían con suavidad en la húmeda arena sobre la orilla del mar, pensaba en Charmot y su soberbia camaradería, el buen trato que me brindaba y la preocupación constante por que me sintiera a gusto. Insistía en que disfrutara recorriendo su playa privada y olvidara los detalles estresantes del trabajo previo a la filmación de la película.
Él era un hombre de baja estatura, patillas generosas bien tratadas, mirada segura y dotado con un aire de grandilocuencia que ostentan los millonarios como un bien no negociable. Mantenía esa seguridad manifiesta en cada acción realizada, como si la posibilidad de un error fuese para él una ausencia preestablecida por designios naturales.
Así era Charmot, un hombre seguro de sus actos, emprendedor y, sobre todo, arriesgado; en su lugar jamás me hubiese animado a tanto con un escritor de bajo perfil como lo era yo, mucho menos para considerar semejante aventura de unos cuantos millones. A él apenas le había alcanzado con leer la obra Puerto Esperanza para tener la certeza de un destino oportuno para mi novela.
Las dos misteriosas botellas que encontré esa mañana en la playa fueron la causa de todo lo que siguió.
Su perrita Lucy ladraba a lo lejos entre los arbustos de los jardines que, desde la costa, se veían elevados. Joaquín, el jardinero, llevaba una carretilla repleta de tepes de césped para renovar. Ningún otro ser vivo se asomaba en mi campo visual; quizá Charmot pudiera hacerlo desde su despacho en el segundo piso de la mansión, pero era pura hipótesis. De modo que, cuando me incliné sobre el borde de resaca marina, repleta de algas y desperdicios del mar, a recoger esas dos botellas, casi con seguridad diría que nadie me vio. No estaban juntas, de modo que recogí la primera, me erguí con disimulo, caminé unos metros y allí tomé la segunda.
Alguien en alguna oportunidad me comentó que se divertía arrojando botellas al río con saludos escritos. Además, esa persona solía colocar su dirección. Era un solitario y aquello lo divertía, pues en varias ocasiones, y desde los más remotos lugares, había recibido, mediante carta normal por correo, respuestas a su travesura de niño explorador. Otro caso similar, pero de trascendencia histórica, fue el de Shelley, "el ángel frenético", el poeta incinerado a orillas del Mar Rojo por Lord Byron y esposo de Mary Godwin (autora de Frankenstein). Distribuía su Declaration of Rights por medio de botellas que arrojaba al mar desde un acantilado. Pero éste sin dudas no era el caso.
Las botellas que hallé esa mañana estaban muy bien cerradas, no se trataba de una hoja con saludos o picardías infantiles. Dentro de cada una de ellas se veían varias páginas enrolladas. Eran recipientes de vidrio de tonalidad marrón y defectuosa manufactura: arriesgué un origen artesanal, pues sus formas eran rudimentarias. Su tapón consistía en una pieza de alcornoque presionado hasta el borde inferior del cuello, mientras un precinto sobre el tapón, realizado rústicamente en soga o liana vegetal, un material nada sintético, aseguraba mejor el cierre hermético.
Ambas botellas eran idénticas, aunque mirándolas con detenimiento se apreciaba que habían sido fabricadas a mano, ya que entre ellas se distinguía que algunas formas y tamaños (si bien eran similares) no eran exactos. Las revisé palmo a palmo: no existía en ellas inscripción alguna en el vidrio, ni otro signo que delatara su procedencia.
No sé por qué motivo, pero así lo concebí, no deseaba compartir el hallazgo con nadie. Se apoderó de mí una sensación mezquina de naturaleza extraña, un egoísmo que alcanzaba incluso a Charmot.
El contenido de los mensajes podía tratarse de alguna estupidez, o no, pero de igual modo hice caso omiso a las culpas. Oculté las dos botellas entre mis ropas y me encaminé resuelto al cuarto que me habían asignado.
En el ala este de la fastuosa mansión rodeada de jardines y verdores, en su segundo piso, se encontraba mi suite. En su enorme ventanal blanco, los cortinados de seda bordó habían sido recogidos a cada costado como una cascada de opulencia; esto permitía que entrara abundante luz, que se proyectaba sobre la vasta cama de roble antiguo.
Logré con gran esfuerzo calmar la ansiedad; eran las tres de la tarde y no resultaba prudente hacer esperar a mi amigo. Así que me reuní con él para tratar temas que comprendían al desarrollo del film. La reunión duró sin pausas hasta la hora de cenar. Recién a las nueve de la noche subí al cuarto, con una obsesión que me había mantenido todo ese tiempo ido de las conversaciones: abrir las botellas y leer los mensajes.
Marcos, uno de los empleados de la casa, me proveyó un sacacorchos y una botella de buen vino con su correspondiente copa, además del pequeño cuchillo que le había solicitado. Material que, además del hecho de que el asistente nunca se entrometía en asuntos privados, no levantaría ningún tipo de sospecha; cualquiera desearía beber una buena copa antes de dormir mientras disfrutaba de la lectura.
Apenas el muchacho salió de la habitación cerré con llave y me abalancé sobre una de las botellas... no la del vino, obviamente. Corté los hilos, quité el tapón y sacudí la botella. Esa labor fue inútil: las hojas, dentro, se habían adaptado al diámetro del cuerpo del envase, lo que provocaba que no salieran por el estrecho cuello de la botella. No tuve opción: con un golpe contundente y certero del atizador que reposaba hasta ese momento al costado de la chimenea, rompí uno de los envases, pero antes tomé la precaución de enrollarlo en un tapete pequeño que permanecía al pie de la puerta, para que no se oyera el ruido de vidrios rotos.
Dispuse con sumo cuidado los manuscritos sobre la cama, los desenrollé y volví a enrollar en forma contraria para quitarle esa curvatura que incomodaba la lectura.
Eran hojas apergaminadas y resecas, pero la letra era clara y estaba manuscrito en español moderno, a pesar de la supuesta antigüedad del texto. Quizá una parte de los rayos solares había logrado atravesar el vidrio y había degenerado las hojas, aunque es sabido que la mayoría de las medicinas y drogas químicas de laboratorio están envasadas en frascos de vidrio marrón, con el objeto de preservar mejor el contenido de la incidencia disgregadora de la luz. En efecto, tal vez las notas no eran tan antiguas, sino que la protección del envase no había resultado óptima; pensé.
Observé detalladamente y comprobé que mi capacidad de apreciación no había fallado. Eran varias hojas escritas en tinta negra, con letra manuscrita muy legible y prolija. Aunque la superficie no poseía renglones, la alineación de las palabras era magistral. Me recosté en la cama y leí...
Diario del Doctor Enrique Sánchez Toledo
Día 1
Hemos arribado de emergencia a una isla presuntamente desierta, no sé dónde nos encontramos, estamos perdidos. Volamos en un hidroavión biplaza, propiedad de mi amigo Augusto, desde la ciudad de Tampico (México) en ruta Este, con destino a Santo Domingo. No llevábamos pasajeros. Los instrumentos de navegación colapsaron todos al mismo tiempo. Augusto pilotó con sumo esfuerzo para mantener la nave en el aire por un lapso de aproximadamente tres horas sin rumbo fijo. A nuestro parecer ya tuvimos que haber pasado Santo Domingo. Estamos definitivamente perdidos. Nuestra travesía de dos mil ochocientos kilómetros hasta nuestro destino nos demandaba entre seis y siete horas de vuelo normal; hemos volado diez.
Día 2
La radio del avión está muerta, las provisiones son escasas. Apenas hay cuarenta litros de combustible en los tanques de reserva. Según me informa Augusto, no se podrá intentar ningún despegue.
Día 3
Hoy ha llovido todo el día, el aislamiento nos va desmoralizando. La radio continúa muda. Las provisiones de comida se acabaron hoy por la tarde. Si de algo importa, creo que es 3 de julio de 1980.
Me sorprendí al leer la fecha, sentí la desesperación por la prueba a la que les enfrentaba la vida y me sumí en la agonía de aquellos hombres, en la más completa soledad y sujetos a un destino incierto en las manos de la naturaleza salvaje de ese territorio. Por aquel entonces, mientras leía en la casa de Charmot, era el año mil novecientos noventa y cinco. Ya nada se podría hacer, eso conjeturé, pues habían pasado quince años.
Descorché la botella de vino; con la ansiedad y avidez de lectura que me urgía, abandoné la copa sobre la mesita, bebí sin reparos directamente del envase, mientras continuaba leyendo sin tregua para calmar mi curiosidad.
Día 4
Tuve un poco de fiebre por la noche, en el botiquín del avión hallé unos antibióticos, eso me mejoró. No recibo señal alguna en la radio. Augusto intenta repararla, aunque me ha comentado que a la vista no tiene desperfecto alguno. Seguiremos esperando.
Día 5
Nos aventuramos entre la vegetación en busca de víveres, hay plátanos y cocos por doquier, es una isla paradisíaca pero solitaria, demasiado solitaria para mi gusto personal. Amarramos el avión con soga a una palmera próxima, el ancla pequeña del aparato no es suficiente para los oleajes de las noches, peor sería estar a la deriva en el mar.
Día 6
No deseo escribir, mi moral está cada vez más baja. Augusto, supongo, permanece igual que yo; casi no pronunció palabra en el día. Mañana saldremos a realizar una caminata por la isla.
Día 7
Caminamos a marcha lenta por la playa unas tres horas. Hemos regresado al punto de partida. La superficie total de la isla no excede el kilómetro cuadrado, abunda la vegetación y los frutos, no hallamos signos de vida. El centro de la isla está conformado por un montículo terroso de al menos cincuenta metros de altura en su parte más elevada, cubierto de líquenes, musgos y arbustos pequeños. Todo es de un verde muy brillante. El clima tropical y la humedad ambiente exaltan el crecimiento frenético de las plantas.
Día 8
Hoy por la mañana nos adentramos entre la tupida vegetación en busca de algún manantial de agua potable. No hemos tenido éxito por ahora.
Día 10
Hace mucho calor, las reservas de agua se están agotando, ¡Por Dios!, que más nos sucederá.
Día 11
El cielo y el mar se confunden en el horizonte dentro de una tonalidad muy extraña, todo es verde fluorescente, nunca he visto algo parecido, estamos en el trópico de seguro, no más lejos de algunas horas de avión dentro del Caribe y sería absurdo pensar en la aurora boreal, pero así se ve.
Día 12
Continúan ocurriendo hechos extraños, estamos confundidos. Las luces se multiplican en el horizonte. Quedan apenas dos bidones de agua, unos diez litros en total.
Día 13
Nos dormimos en la playa. Ha ocurrido un acontecimiento sorprendente, sé que no me he vuelto loco. Cuando desperté estaba ocultándose el sol, eran las nueve, casi noche, ahora estoy escribiendo a plena luz del día, son las siete de la tarde. Mi reloj camina en reversa, el sol también. ¡Esto es demasiado! El tiempo, ¡Dios!, el tiempo camina hacía atrás.
Día 14
Los días transcurren al revés, el sol sale por el Oeste y se pone en el Este, mi reloj continúa restando horas, pero de una manera inusual, he efectuado un burdo cálculo del asunto y según las necesidades de sueño de nuestros organismos, presumo que los días aquí duran apenas ocho horas, en lugar de las veinticuatro normales, lo chequearé nuevamente con mi reloj mañana. Es por ello que dormimos casi un día completo cada dos de vigilia, las consecuencias de este fenómeno las visualizo con respeto y terror, si no salimos pronto de la isla, cada año valdrá por tres y en diez años tendré treinta menos. ¿Y en veinte. . .?
Percibo que es una verdadera locura, pero así sucede, las olas se recogen desde la arena, crecen, toman volumen y se extinguen en lo profundo del mar. Debemos tomar valor y descender nuevamente a la playa, necesitamos comer algo. Mi amigo esta muy asustado, aprecio en él cierta paranoia ante cualquier sonido extraño.
Día 15
Un ave pasó volando de cola al viento, obviamente en reversa, perdón, me corrijo, divisamos varias aves ahora de igual modo.
He verificado con mi reloj y en efecto, entre cada salida de sol hay un margen exacto de ocho horas. Para nuestra desgracia tenía razón.
Día 16
Estoy asustado. He regresado al interior de la nave luego de una caminata por la playa; bajé solo, Augusto no desea hacerlo últimamente. Algo aún más inexplicable me sucedió allí en la arena, no se lo mencionaré a mi camarada; eran cerca de la tres de la tarde cuando tomé varios frutos para traer a nuestro hogar flotante, cuando vi algo horrible; mi cuerpo no proyectaba sombra.
Interrumpí la lectura cuando escuché unos pasos en el corredor. Supe enseguida que Charmot, el mismísimo Walter Charmot, se dirigía a mi cuarto; de seguro habría olvidado comentarme algo. Dispuse rápidamente las hojas bajo la almohada y atendí.
Lo importante que recuerdo de aquella conversación fue que había venido a ponerme al corriente sobre la suerte de Stanley: el director de nuestra película estaba retrasado una semana. Dada esa circunstancia yo seguiría disfrutando de la estadía mientras aguardábamos su llegada.
Apenas se marchó Walter, continué. . .
Día 17
El agua, ya no es problema, un diminuto pero eficaz hilo de agua brota desde un riacho y asciende hasta un grupo de rocas distante unos doscientos metros de nuestro vivaque. Claro, no podría ser de otro modo, el agua sube, aquí todo ocurre en sentido inverso. Los únicos vestigios de humanidad que hallamos en toda la isla son tres botellas vacías; aprovechando este oleaje contradictorio a las leyes físicas, arrojaré la primera mañana con las anotaciones de este diario personal, con la rogada intención de que nuestro mensaje llegue a buenas manos.
Día 18
Aquí expondré nuestro testimonio. . .
Quien les escribe, Doctor en arqueología, Enrique Sánchez Toledo, junto a mi amigo y piloto augusto Sotomayor; ambos oriundos de la Ciudad de México D.C., llevamos casi veinte días extraviados, sin la posibilidad cierta de saber el sitio exacto en el que nos encontramos. Como sugerí antes, he de suponer que estamos ubicados en alguna pequeña isla de los Cayos de la Florida; aunque no poseemos certeza de esto ultimo; y a decir verdad absoluta, certeza de nada. Pareciera haber ocurrido algo extraño con el tiempo; mi reloj, el de Augusto, e incluso el del avión corren hacia atrás. El sol, las constelaciones, el universo entero transita en reversa; desde los seres más pequeños, como las aves, hasta la inmensidad del mar obedecen a estas manifestaciones físicas de igual modo.
Ayer comprobamos otra revelación extraña de la naturaleza adversa; hasta el mismo Newton sería incapaz de explicarla si viviera, en consecuencia jamás podría haber encontrado inspiración en esta isla para enunciar su ley de gravedad, ya que los dos pudimos observar cómo un plátano extremadamente maduro, que yacía en el suelo, ascendía en línea recta hasta colocarse en el preciso sitio donde había nacido en la planta, claro está, cuando todo funcionaba en el sentido correcto.
No hemos visto ni oído ningún avión de línea, ni de otro tipo surcar estos cielos. Montamos guardias de observación en el horizonte marino con la ayuda de prismáticos, con el objeto de divisar algún navío en estas aguas; ha sido en vano.
En un intento desesperado por encontrar algún sentido de ubicación geográfica, puedo mencionar apenas algunos datos, nada precisos. Volamos diez horas en total, tres horas de más que nuestro tiempo calculado de vuelo. Hasta la hora seis todo fue normal. De haber virado al norte inconscientemente nos hallaríamos en alguna pequeña isla del mar de Sargazos, en cambio descarto por completo un vuelo con destino sur, ya que, de ser así, estaríamos en Caracas, Venezuela. Un rumbo este no sería nada halagüeño, pues seríamos los únicos habitantes de algún pequeño escombro en el medio del vasto Atlántico.
Arrojamos esta botella al mar con la esperanza de un rescate. ¡Y que Dios se apiade de nosotros! In god we trust!
Había bebido media botella de vino cuando me dispuse a romper aquel otro envase que aguardaba bajo la almohada. Me moví con rapidez y utilicé el mismo procedimiento para abrirla; luego resolví cómo deshacerme de todos esos vidrios rotos al día siguiente, pero en ese instante mis deseos se nutrieron con la intriga de saber más sobre la suerte de aquellos hombres.
Debo reconocer que mientras leía estuve a punto de arrojar todo a la basura, supuse que estaba siendo objeto de alguna broma pesada; burlones abundan en el mundo entero y no había motivos para pensar que en esa diminuta isla no los había. Pensé en Charmot como autor intelectual de semejante travesura, aunque no era una característica de su carácter, por lo que sabía. A la vista él no poseía ni pizca de un humor tan burdo. Las sospechas que en algún momento barajé sobre Charmot se basaron en su insistencia en que yo disfrutara de la playa. Luego de otro sorbo de vino, y tal vez más reflexivo, comencé a tener en cuenta con cierta seriedad la posibilidad de que había algo raro.
Me volqué en la cama, arrimé un poco más la luz de la pequeña lámpara de leer junto a la mesa de noche, bebí un gran sorbo de vino; la bebida nunca fue mi fuerte, pero la ansiedad me lo exigía. Y leí. . .
Diario del Doctor Enrique Sánchez Toledo
Día 22
Después de no haber tocado el diario por cuatro días, he imaginando el buen destino de nuestra botella arrojada al mar; me doy aliento a continuar esta escritura, con la resquebrajada esperanza de que sirva para algo; al menos si no para salvar nuestras vidas, la consecuencia sea que nadie más pase por esto.
Aquí nada ha cambiado. Ya nos acostumbramos a no proyectar sombra; este hecho me induce a pensar que de alguna manera no somos parte de esta realidad extraña, y eso me alegra un tanto. Augusto está algo animado y se aboca de lleno a la construcción de una choza; de gran ayuda fue tener palas, machetes, sogas y demás herramientas en el baúl del avión. Ya no soportamos dormir en las cuchetas de la aeronave, nos provoca mareos indeseables el oleaje nocturno.
El hecho de haber encontrado esas misteriosas botellas nos llevó a registrar la isla de palmo a palmo en estos cuatro días anteriores. No hemos visualizado ningún objeto más, ni puntas de flechas, ni construcciones abandonadas, ni nada que delate una antigua presencia humana en el terreno.
La deducción que hago me lleva a pensar que las botellas han sido traídas por el oleaje, ya que las hemos encontrado a escasos veinte metros de la costa.
Día 23
La bruma verdosa persiste en el horizonte. La radio no arroja esperanza alguna y la hemos desechado por completo de nuestras pruebas cotidianas. La brújula inserta en el panel de controles de la avioneta sigue girando sin parar desde las últimas horas de vuelo. Hace veintitrés días que gira; nuestra diversión radica en apostar por nada sobre el momento en que se detenga. La vivienda va tomando un aspecto aceptable.
Por alguna razón que escapa a mi comprensión, deduje que nuestra presencia ha sido el desencadenante de la anomalía temporal. He estado meditando al respecto e indagando en mi memoria sobre los primeros días. Con nuestra llegada, comenzaron las extrañas luces y recién al cabo de los trece días de nuestra permanencia en la isla el tiempo comenzó a manifestarse en sentido opuesto y a contraerse con respecto a su duración. Todo el siguiente razonamiento escapa por supuesto a una explicación científica rigurosa del caso, es simplemente una mera contribución observacional de los fenómenos (para quien lea estas notas) con el objeto de brindar un informe más detallado de semejante extrañeza. De alguna manera es como si nuestra permanencia en la isla suministrara una energía de vida o una justificación para que se desarrolle el fenómeno.
Día 24
Hartos de comer frutas, nos disponemos a la construcción de una red, con lianas secas. Abundan los peces.
Día 25
La pesca fue buena. La choza está terminada. Pero los inconvenientes se atropellan para presentarse ante nosotros. Las ramas de nuestra vivienda están reverdeciendo. La red, luego de poco tiempo, estimo, no servirá más, cada momento va perdiendo firmeza a medida que las lianas se llenan de savia y se hacen jóvenes en el tejido. Es difícil vivir con estas leyes físicas.
Día 26
Debemos comer el pescado crudo, pues el fuego es imposible encenderlo, la combustión no se produce hacia atrás en el tiempo. Hemos tirado la red de pesca, era ya una suerte de baba repleta de savia, será mejor que la regresemos a sus árboles originarios para no quebrantar este ecosistema tan particular.
Cada día marcado en el diario equivale a tres días de la isla, me resisto a declinar ante los cambios impuestos por la naturaleza caprichosa del lugar.
Día 27
Augusto me pidió escribir algo en el diario para su familia, mañana escribirá él. Me sorprendió sobremanera ver como de la boca de una diminuta iguana salía un grillo, para luego huir entre la maleza; el mundo bajo estas circunstancias es difícil intelectualizarlo hasta en esos pequeños acontecimientos. Llegaron nubes blancas como algodones del Este, al rato brotaba agua desde el suelo, las gotas ascendían e iban tiñendo aquellas nubes claras en oscuros mantos cargados de agua. Luego se marcharon. Desde el suelo, que ahora ocupa nuestra vivienda, también brotaba agua, mientras el piso permanecía seco por completo, el interior del techo estaba empapado.
Día 28
Soy Augusto, escribo esto por si alguno lo encuentra por ahí, le mando un fuerte abrazo de mi parte a mi mujer Carolina y a mi amada hijita Consuelo, las amo mucho, las extraño, ya veremos con el profesor cómo diablos hacemos para salir de acá, bueno, las amo, adiós, Augusto.
Día 29
Fue una experiencia única ver llover desde la tierra al cielo, pero me atemoriza pensar en la idea de una tormenta eléctrica. Me pregunto: ¿cuál sería el efecto provocado por nuestra presencia en un sitio donde las leyes físicas discurren en un sentido opuesto al que nos movemos nosotros? Aún no visualizo esos alcances, pero tarde o temprano se verá el efecto en alguna parte. ¿Y que consecuencias traerá aparejadas esas acciones sencillas? Como la de comer un fruto, cortar una rama o simplemente mover ciertos objetos de lugar; justamente en un terreno donde nunca tendríamos que haber existido. Deduzco que bajo estas circunstancias nuestras vidas son agentes directos de transformación del medio, sólo que con la preocupante deducción de no vislumbrar la envergadura de esos cambios que afectarán el pasado, no el futuro.
Día 30
Con mi amigo hemos tomado una decisión. Nos abocaremos en los sucesivos días a la construcción de una balsa, las palmeras y las sogas que poseemos de seguro nos brindarán una buena contingencia de éxito con la embarcación. Apenas será una incursión con destino al manto verdoso que se ciñe en el horizonte. Aún dudo sobre la consistencia de esa bruma y sus efectos, pero es difícil la permanencia aquí, con aquella posibilidad latente aún sin experimentar de un escape de la isla. No arriesgaremos el hidroavión, lo dejaremos anclado sobre la costa. Con cuarenta litros de combustible no nos alcanza para ir y volver aún deslizándonos sobre el agua sin intención de volar.
Llevaremos los dos bidones llenos de agua potable y una buena cantidad de frutos, también algunos peces. La última botella, la llevaré con nosotros, quizá si logramos huir nos sirva para algo, tal vez para un mensaje final.
Estimo será un viaje de no más de cinco kilómetros y en el peor de los casos, otros cinco para el regreso, si acaso no logramos atravesar la maldita barrera. Al menos lo intentaremos.
Día 31
Se cumplió un mes desde nuestra llegada, hemos perdido peso corporal, aunque estamos bien de salud, nuestra dieta baja en calorías y grasas muestran su eficacia reductora. Debo arrojar la segunda botella, aún nos queda otra más. Augusto se muestra insistente con que envíe este mensaje para su familia, el pobre se ha tomado tan a pecho esta posibilidad remota que la interpreta como un despacho urgente por correo, sin siquiera barajar la posibilidad de un destino errado y la deriva por años de los mensajes. Esto último no se lo diré.
Repito, por si esta botella tiene mejor suerte; somos dos personas que se han extraviado en. . .
La siguiente página era reiterativa, ofrecía un racconto de los primeros días y datos de probable ubicación idénticos a los mencionados en el primer mensaje.
Esa noche, entre el vino que no acostumbraba a beber y esas notas venidas del mar; desembocó en una madrugada calamitosa.
A la mañana siguiente decidí que era demasiado enorme el secreto para morir en mí. Luego del desayuno marché resuelto hacia el despacho de Charmot, con la clara convicción de compartir con alguien aquel descubrimiento y la carga emotiva que provocaba el desamparo de esas dos personas.
Mi fraternal Walter quedó absorto ante esas letras y, al igual que me había ocurrido a mí, una sombra de tristeza le abrumó el rostro. A decir verdad noté que apenas pasó su vista por las escrituras sin profundizar demasiado en ellas. Me sugirió que hiciera copias, se las dejara en su escritorio y conservara los originales para mí. Yo no hice comentario al respecto y desde ese entonces Charmot se mantuvo distante de mí debido al caudal de sus ocupaciones.
A pesar de los recursos económicos con los que él contaba, resultaba inútil una búsqueda por aire o mar poseyendo datos tan imperfectos, y mucho más inverosímil era poner en práctica una titánica búsqueda después de quince años de lo acontecido. Por eso ni le mencioné la idea.
Durante esa semana recorrí palmo a palmo cada sector de la playa; faltaba la tercer botella que el manuscrito mencionaba y ésta no aparecía.
A partir de aquí los sucesos se tornaron oscuros. El señor Stanley se apersonó en esos días y tras una extensa reunión a solas con Charmot, de la cual no participé, tomaron una decisión. Con posterioridad me enteré de los resultados de la charla. Mi novela había sido reemplazada por aquella otra historia, la de las botellas, que sería el argumento del nuevo film dirigido por Stanley. Recibí un pedido de disculpas por parte de Charmot. Argumentó que era un producto fácil de comercializar, razonamiento que no me resultó difícil adivinar como original de Stanley, que era el entendido en la materia.
Mi presencia ya no tenía motivo, me despedí con saludos poco efusivos. Continuaba molesto por la ilusión que me habían arrebatado, de una manera tan abrupta y repentina que no me permitía ningún tipo de disimulo de mi estado de ánimo.
Había despachado el equipaje en la zona de embarque del aeropuerto de Kemps Bay, donde abordaría un pequeño charter con destino a México, desde donde regresaría a mi país de origen, Argentina. Claro que la travesía acontecería sin encanto alguno, la recorrería mordiendo el polvo de la derrota y el fracaso. Había sido bello soñar un mundo de estrellas, pero no podía quejarme, era injusto hacerlo. No muy lejos de allí otros dos hombres habían vivido, o con mucha suerte vivían (no me atrevía a aseverarlo) una realidad mucho peor a la mía, la soledad y la prisión de un aislamiento no deseado. Una libertad tan enorme que la imaginé un claustro demencial, con fronteras naturales del abismal océano y a merced de un destino incierto. En aquel momento no dejaba de preguntarme sobre la travesía en la balsa. ¿Qué habría sucedido? ¿Estarían de regreso en su isla fantasmagórica con el fracaso a cuestas o habrían logrado atravesar la bruma?
Aún faltaban cuatro horas para el vuelo, decidí dar un paseo por los alrededores, recorriendo algo del pequeño y pintoresco poblado de Kemps Bay.
Luego de una hora de caminata me detuve en un típico bar céntrico. Se notaba a la ligera ser el más popular y asistido del lugar. Pedí una comida sencilla y un aperitivo. Junto a la mesa que escogí, dos lugareños conversaban animosamente sobre la pobre y estática economía de la isla. Yo dominaba fluidamente el idioma inglés, por lo cual no me fue nada difícil seguir la trama de una conversación ajena, pero interesante.
El más joven de ellos se preguntaba quejosamente qué debía hacer para resolver su cuestión económica; hablaba de un crédito que le habían otorgado y el problema de las plantaciones, que ese año no redituaban lo necesario para cubrir las obligaciones contraídas. El más viejo apenas lo interrumpió; con el afán de darle ánimo recreó a modo de ejemplo lo errante y cambiante del destino. El joven dejó que el otro hablara y ése fue mi castigo o mi bendición; no termina de estar claro aún. Con el tiempo descubriré el paño que obstaculiza el uso de mi balanza personal para ponderar esa suerte. O tal vez no lo haga nunca.
El viejo se quejó por espacio de al menos diez minutos sobre la injusta reputación que se le daba a su oficio de cartógrafo, que por esos días se consideraba más una excentricidad de hobbista que un oficio digno de valoración. Maldijo a las computadoras, la tecnología de la nueva era y auguró tempestades de oprobios para toda forma de adelantos técnicos del mundo, haciéndolos directamente responsables de la falta de trabajo y la desaparición de muchas ocupaciones laborales, incluida, obviamente, la suya.
Mientras disfrutaba del almuerzo no dejaba de prestar atención a esa charla de dos extraños que ni miras tenían de cuidarse en sus modos.
Allí fue cuando el anciano relató su giro personal en la danza de la fortuna, con el cual el destino lo había gratificado. Estoy seguro que lo hizo con el único objeto de levantar la moral del joven. Le contó que, diez días atrás, un tal Marcos se le había presentado como empleado de la mansión Charmot, con un encargue por demás extraño. Debía escribir unos apuntes en hojas tipo papiro, asemejándolos a escritos antiguos. El texto que le traía debía copiarse textualmente sin el agregado ni omisión de ninguna palabra, tal como se lo leía en los apuntes de un tal Stanley. Además, debía separarlo e introducirlo en dos botellas con un cierre especial, que también se detallaba en la nota.
El viejo comentó que apenas pagó unas monedas por la confección de dos botellas artesanales de la mano de un tal Colins. Éste trabajaba el vidrio de manera soberbia y los domingos vendía sus chucherías de cristal en la feria artesanal del poblado.
El anciano, entusiasmado con su historia, relató también que el tonto de Colins casi había arruinado el encargue. El artesano acostumbraba colocar su sello de marca en el vidrio fundido y eso mismo había hecho. En la base de las botellas se leía Colins Inc. El joven miraba perplejo el rostro de felicidad del anciano. El viejo le contó que el pago por aquel trabajo lo mantendría por dos años sin problemas monetarios; no sólo por el trabajo, sino por su discreción en el asunto.
El cartógrafo continuó su relato, exaltado y ajeno a la escucha disimulada que un turista como yo le otorgaba a los pormenores de la charla. El anciano agregó, entusiasmado y dándose corte de ello, que había pisado la fastuosa mansión por primera vez en su vida. Debió presentar el trabajo personalmente, y así fue como conoció a Charmot en persona. El millonario había notado los sellos grabados de Colins Inc en el vidrio, pero ya era tarde para corregir el error. Así que, un tanto ofuscado por esa torpeza, le ordenó al viejo que esa misma noche depositara las botellas en su playa privada, a la orilla del mar.
Mi comida ya no pasaba por mi boca, ahí mismo en la mesa de un modesto café de Kemps Bay comprendí, para ser más exacto, aprendí, que los millonarios también se equivocan, a diferencia de lo que pensaba antes, sólo que poseen el recurso económico para disimular sus errores y de ese modo no permiten ser descubiertos.
El film de Stanley sobre los manuscritos de las botellas tuvo un mediano éxito comercial. Luego de un año de filmación y una campaña de marketing de importante envergadura no podía pedirse menos. La cuestión que más lamento es haber sido utilizado tan vilmente por alguien que consideraba un amigo. Fui aludido de manera indirecta en la campaña de lanzamiento del film, cuando el director de la película, de seguro autorizado por Charmot, manifestó ante los medios que los manuscritos en los que se basaba la obra habían sido encontrados por un escritor en las playas de Andros y que el film estaba basado en un hecho real.
Ellos lo ignoran, pero yo tengo una visión distinta de los acontecimientos.
Lo que ambos desconocen, me refiero a mi ex amigo Charmot y el señor Stanley, es que las botellas halladas en la playa aquel día no tenían ninguna inscripción y también ignoran lo mejor: su infantil película sobre la búsqueda de un tesoro pirata y los pergaminos de un loco nada tiene en común con el argumento de los manuscritos que guardo en mi poder.
La marea alta de la noche debió arrastrar al mar profundo las botellas fraudulentas, mientras el destino quiso que aparecieran unas verdaderas. La casualidad es una opción más en el abanico de posibilidades con las cuales el destino ventila las suertes.
Más tarde comprendí que las copias que Charmot me solicitó esa mañana las debe haber arrojado a un cesto de basura sin leerlas, ya que sólo las necesitaba como excusa para justificar el cambio de libreto de la película. Un error del genio millonario. Si las hubiera leído... ¿Quién sabe? Todo hubiese resultado distinto.
También ignoran una cuestión mayor. Aquella tarde no abordé el avión hacia México; a cambio de ello renté una habitación en un pequeño hotel del centro de Kemps bay, con un único objetivo: encontrar la tercera botella mencionada en los escritos. Patrullé a pie durante algunos días la playa. Una mañana la encontré.
Hoy rememoro, en imágenes desordenadas por el paso del tiempo, las postales de aquellos días. Ya han pasado seis años desde los hechos en la casa de Charmot y algo más de veinte del extravío de los dos hombres.
Es tres de febrero del año dos mil uno (al menos eso creo). No es un día como los demás, es mi cumpleaños, y me encuentro en la más absoluta soledad. Mi vida ha cambiado drásticamente desde entonces. Un descreimiento supremo hacia la sociedad y sus miserias cotidianas terminó por asquear mi espíritu. Me he recluido por voluntad propia y para satisfacción de mi sentido de justicia.
Mientras acabo de escribir estas hojas, me pierdo en un paisaje privilegiado tras la pequeña ventana de la casa, que, por cierto, más de uno envidiaría.
El último envase que hallé en la remota mañana de Kemps Bay estaba vacío. Lo conservé todo este tiempo con el debido respeto. Ahora soy yo quien arroja al mar de las suertes el mensaje con mi historia, sujeto a la intención de un destino romántico y no como una necesidad de rescate. Después de todo no estoy tan mal, lejos de los vicios de una sociedad injusta y mentirosa. Permanezco descontando días en un almanaque imaginario y los restos de dos niños náufragos, sentados a la mesa, me hacen eterna compañía en un día, para mí, tan especial.
Daniel Grau
Nos cuenta el autor sobre sí mismo:
Mi nombre Daniel Grau, 40 años, nací un 3 de febrero de 1962 en Avellaneda, provincia
de Buenos Aires. Cursé estudios en Ciencias Exactas, específicamente en Ciencias Químicas.
Ése soy yo. El que escribe
cuentos es alguien del cual no tengo demasiadas referencias, sólo puedo aventurar que es un ser al que le he dado
licencia para soñar, imaginar y portarse mal, todo esto bajo el resguardo de mi integridad física.
Ha escrito cerca
de cuarenta cuentos y se debate en estos momentos en la maraña de una seudonovela. Se encuentra cursando
un taller de narrativa y compulsivamente intenta limar las asperezas de una prosa rudimentaria a puro esfuerzo y
sacrificio. Las horas de soledad de las cuales se nutre frente al teclado son producto de su cuestión privada y
personal, yo sólo me remito a observarlo sin intromisiones y le presto un nombre y una identidad. Con el tiempo
quizá vea qué ha hecho ese ente perverso dentro de un universo de ceros y unos, para
recién allí poder ponderar
la verdadera imagen de lo que ha creado dentro de esa libertad que le he otorgado. Espero sea una aceptable
imagen y no un vano espejismo crepuscular.
Axxón 121 - diciembre de 2002
Ilustrado por Valeria Uccelli
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