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F i c c i o n e s |
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LA TRASLACIÓN |
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No es que Arturo fuera una de esas personas que gusta de llevar la contraria. No fue por eso que permaneció tranquilo durante la catástrofe, o que luego se mostró descontento con un final en apariencia satisfactorio para el resto del mundo. Y aunque fueron pocos, varios reaccionaron como él.
La oscuridad de sus pensamientos estaba por opacar el brillo del sol cuando se oyó el primer grito. ¡Me voy! ¡Me voy! gritaba con desesperación una mujer. (Años más tarde, Arturo comentaría que las catástrofes siempre se anuncian con gritos femeninos.) La dueña de la voz estaba de pie en una esquina, a escasos metros de Arturo. "¡Me voy, me voy!", seguía gritando. Y todos a su alrededor se daban cuenta de que se iba, pero nada podían hacer: el cuerpo de la mujer se estaba desvaneciendo progresivamente, como un halo de vapor abandonando un vidrio. La voz se fue apagando, hasta que sólo hubo un grupo de curiosos que observaba un espacio vacío. Algunos, frente a esa situación un tanto ridícula, sólo atinaron a retirarse. Otros aplaudieron, esperando que la mujer reapareciera. Nadie dijo nada: nada había para decir. Arturo siguió camino. No avanzó demasiado: dos cuadras más adelante un edificio de varios pisos estaba desapareciendo, como si un gusano invisible se lo fuera tragando de arriba hacia abajo, haciéndolo invisible también. A su lado, un hombre comenzó a gritar: "Me voy, me voy", mientras se miraba las manos, que pasaban de traslúcidas a transparentes y luego a no existir. Segundos después, el caos a su alrededor era completo. Muchos vecinos caían de rodillas, pensando que había llegado el Juicio Final y rogando al cielo para ser absueltos en lugar de disueltos. Perros, faroles, zonas enteras de empedrado, más y más personas se unían a las huestes de la nada y de pronto el sol se apagó. La electricidad debía estar cortada también, por que no se encendió ninguna luz. Por unos instantes no se pudo ver, tan sólo oír por todas partes los consabidos gritos de la gente que se "iba". Luego los ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas, que era algo así como la idea de una luz. Arturo se quedó quieto. Los gritos eran cada vez más dispersos. El suelo dejó de sostenerlo y Arturo se sintió flotar en la oscuridad. Parecía que no había ya nadie, que él era el último. Comenzó a sentir un hormigueo en la piel. "Me voy", murmuró, pero nadie escuchaba. Realmente daba la sensación de que se movía, de que estaba pasando de un lugar a otro. Fue como aplastarse lentamente contra una membrana de látex que cediera y luego lo fuera apresando, englobando y finalmente, con un ¡pop!, lo dejara ir. Del otro lado, lo cegó la luz del sol. Cerró los ojos y esperó unos segundos antes de abrirlos lentamente. Todo estaba igual. Todo seguía malditamente igual: la misma calle, la misma gente, el mismo hermoso día. No es que no hubiera pasado nada: todavía quedaban corrillos en las esquinas y muchas personas conservaban una expresión de extrañeza. Pero por lo demás, todo seguía exactamente igual. Un colectivo se detuvo a unos metros de Arturo, subieron tres personas y se alejó por la calle. Parecía que lo sucedido era demasiado embarazoso como para admitir que había sucedido. Por un instante consideró la paranoica idea de se el único excluido de un pacto de silencio. Arturo siguió caminando hasta la fábrica. Le mostró su credencial al guardia y marchó hacia su sección. Había llegado tarde pero el capataz no dijo nada, sólo lo miró mientras Arturo insertaba su tarjeta en el reloj. Sobre el escritorio del capataz había un diario. Había asumido un nuevo ministro de economía. El gobierno implementaba un nuevo programa de ayuda para los pobres. Una actriz de segunda se había puesto siliconas en los pechos. Nadie había ido a ningún lado. Me voy dijo Arturo. Dio media vuelta, y se fue.
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