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F i c c i o n e s

CACERÍA DE SANGRE
Christopher Stires

EE.UU.
English Version

Ya estaba despierto cuando Hondo dio unos golpecitos en mi mejilla con sus dedos de mona. Desde hacía una hora estaba acostado en mi catre, con los ojos cerrados, escuchando a medias el caos prematinal que se agitaba afuera en la selva. Estaba recordando a una mujer que conocí por muy poco tiempo allá en la Tierra durante mi vida real y preguntándome que podría haber sucedido. Por lo general no pensaba en el pasado. Sin embargo, ahora que el grupo de cacería estaba reunido por primera vez, parecía mejor recordar el pasado que reflexionar sobre lo que iba a suceder.
      Hondo me dio unas palmaditas en el hombro y después en el pecho.
      —Estoy despierto, cara peluda —dije mientras abría los ojos.
      Hondo acercó su hocico arrugado y lo apoyó sobre mi cara para asegurarse de que no iba a darme media vuelta para volver a dormir. Su aliento era caliente y húmedo. Dios, era despiadada. Sonreí para mostrarle que estaba realmente despierto. Esta vez no empezó a chillar como hacía siempre o a tirarme del brazo hasta que le preparara el desayuno. Miró lloriqueando la escopeta militar Remington que había colgado del perchero de la pared. Salvo para limpiarla, no había sacado el arma del estuche en semanas. Incluso con su limitada inteligencia de simia, Hondo entendía que esta expedición era distinta a las demás.
      Este no iba a ser un safari para turistas con cámara de video.
      Rasqué el cuerno curvo de su frente mientras me sentaba en el borde del catre. En vez de ronronear, pasó por detrás de mí con pasos cortos y levantó mi almohada. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y puso la almohada de vuelta en su lugar. Quería comprobar que su delfín de peluche estuviera a salvo. Anoche, cuando la nave llegó desde la base minera, había agarrado el delfín —su juguete favorito desde que era pequeña— y lo escondió debajo de mi almohada. Nunca la había visto hacer algo parecido.
      Me levanté y eché un vistazo a la habitación para huéspedes. Las puertas dobles estaban abiertas. Tashtego y Quinwall todavía estaban durmiendo pero la cucheta de Pike, la encargada de resolver los problemas de la empresa, estaba vacía. Me pareció haber oído a alguien moverse más temprano. Fui hacia la plataforma de cocina. Afuera, al final del camino, cerca del arroyo, resplandecía la fluorescencia de la sala de duchas. Un descuido grave. Debería estar descansando como sus asesinos a sueldo. El día iba a ser largo y otros iguales lo iban a seguir.
      Hondo suspiró y señaló la cena que había dejado sin comer.
      Pike llegó tranquila de la sala de duchas. Estaba envuelta en una bata fina con capucha y un logotipo de MarsTel grabado sobre el bolsillo superior. Tenía las piernas desnudas y estaba descalza. ¿No se daba cuenta de dónde estaba? ¿No entendía el significado de la palabra "selva"? Si este era un ejemplo de su sentido común, tendría suerte si volvía a pisar su cubículo en la empresa alguna vez. Lo único que podía desear era que no me arrastrase en su caída.
      Mientras Pike subía por el camino fui hasta el cobertizo. En otro tiempo y en otro lugar, la hubiera considerado atractiva. Los ojos verdes y el pelo corto me hacían recordar a la mujer en la que había estado pensando antes. Pero eso era otorgarle cualidades que no poseía. Conocía muy bien cómo era Pike. Una esclava del trabajo.
      —Había olvidado lo refrescante que es bañarse con agua —dijo girando hacia la luz del alba que atravesaba el horizonte—. Hermoso lugar. Sólo los árboles valdrían fortunas en la Tierra.
      —Hay café preparado en la cocina —respondí.
      —¿Cómo te llamas en realidad? Sé que Boone es un nombre falso, ¿y de qué estás escapando?
      —El desayuno está casi listo.
      —La mayoría de los guías que trabajan fuera de la Tierra son fugitivos. Por lo general, escapan de la paternidad o de demandas judiciales. Algunas veces de delitos graves, como un robo o la deserción militar. Tal vez mataste a alguien. Mejoraría la opinión que tengo de ti.
      —Quiero estar en camino antes de que el sol esté sobre el horizonte.
      —Analicé tu bio-dex. Está muy bien hecha, pero es falsa.
      Señalé sus pies descalzos.
      —Necesitas zapatos. Hay ratarañas en esta región.
      Pike miró hacia abajo.
      —¿Qué son las ratarañas?
      —Artrópodos que parecen ratas diminutas. Tejen telas para atrapar a sus presas y su mordedura es tóxica. El veneno de cobra es un placebo comparado con el de la rataraña.
      Pike fue rápido hacia la entrada sin sacar la vista del piso.


Detrás de ella, Hondo estaba correteando. De repente, se quedó inmóvil, con la vista fija hacia arriba, cubierta por la sombra de Quimwall.
      —Sal de mi camino —masculló Quimwall.
      —No le hagas caso —dije sin alterarme.
      Me miró y sonrió. Era cálido. Genuino.
      Hondo corrió hacia mí pasando por donde estaban Quimwall y Pike. Se aferró a mi pierna temblando.
      Billy Quimwall era un tipo grandote, con hombros de toro y una chiva negra tupida. Sus manos eran enormes y calculé que podría usarlas para partir mi cráneo de un golpe sin esfuerzo. Leí en su bio-dex que había sido enviado antes de que llegara el resto del grupo. Fue sargento en las operaciones especiales de Andrómeda y lo condecoraron por su valor en el campo de batalla en el Levantamiento de la Luna de Saturno del '41. La prensa pirata, en cambio, lo consideraba el autor de una matanza. Una web-net afirmaba que el incidente de la Luna de Saturno por el que lo condecoraron era una farsa armada para que la población terrestre tuviera un héroe al que aclamar. Sólo Quimwall sabía la verdad, pero no estaba dispuesto a compartirla.
      Quimwall seguía sonriendo.
      —Las mascotas son mis amigos.
      Me agaché y le hice cosquillas a Hondo en las orejas. Escondió su cara en mi camisa.
      Billy Quimwall entró a la cocina. Anoche había visto el arma preferida del ex-sargento: un rifle Muster hecho a medida, con mira calorífica y balas de uranio que podían perforar el casco de un crucero Perth-Class. Llevaba un cuchillo de caza dentado enfundado en su bota y media docena de shuriken en el cinturón. Fuera quien fuera, su vestimenta no era decorativa.
      Pike carraspeó.
      —Boone —dijo—, hay un acuerdo de interés especial firmado por tus jefes en VOM y Caitlin Usher-Mars para esta cacería. Si la entorpeces, haré que te saquen la licencia y te detengan. Pero si tu disparo da en el blanco, lo incluiré como información destacada cuando reciba tu verdadera bio-dex.
      Puse a Hondo en mis brazos y me levanté.
      —¿Realmente crees que vamos a tener éxito sabiendo lo que le pasó a Montoya?
      —Estamos preparados.
      —También lo estaba Montoya.
      Tashtego caminó arrastrando los pies hasta la entrada. Se restregó los ojos con el puño tatuado en violeta.
      —El amanecer. Uno puede percibir claramente su lugar en el universo a esta hora. Odio el amanecer.
      Pike fue hasta la casa para huéspedes.
      Tashtego bostezó y se rascó el dragón tatuado en el brazo izquierdo.
      —Caitlin Usher-Mars exige unos requisitos de la puta madre antes de contratar a alguien. ¿Usted qué piensa, señor Boon?
      Señalé su tatuaje de serpiente de fuego.
      —Creo que lo mejor sería tener actualizados los datos de nuestros parientes más cercanos.
      

* * *


Una bestia había matado a seis personas según la red de noticias. El rumor en las tabernas y las estaciones era que se trataba de un lepanto gris y que en realidad la cantidad de muertos era diez veces mayor. El gobernador apareció en la red para asegurar que no había sido un lepanto, que sesenta personas no se habían convertido en el almuerzo de nadie y que el problema iba a resolverse rápido. Habían contratado expertos. Entonces, antes de ayer, encontraron los restos de Montoya y su cuadrilla cuidadosamente seleccionada en las ruinas cercanas al campamento de la Costa Superior.
      Los medios de transporte estaban atestados de turistas y empleados de la empresa minera, que exigían una nave que los sacara de aquí. Ahora estaban afectadas las dos industrias clave del planeta. El gobernador había ordenado un rastrillaje a gran escala.
      Helionaves armadas volaban por sobre las costas. Se triplicó la cantidad de patrullas de frontera. Anunciaron una recompensa. Contrataron más expertos.
      Hasta me llamaron a mí. Oí que la gobernadora estaba borracha cuando firmó los documentos de mi reclutamiento.
      Hace once años terrestres, una sonda espacial Bedford había descubierto este sistema, bautizado Raquel, y a este planeta se lo denominó sencillamente R-4 porque era el cuarto desde el sol. Aunque tenía cascos polares y tres enormes océanos, la mayor parte del paisaje estaba cubierta por selvas y bosques. Había siete cadenas montañosas con picos el doble de altos que cualquiera de la Tierra y miles de ríos atravesando los dos continentes. No se encontró vida humana pero sí los restos de una cultura que conoció las máquinas —estimada en quinientos años de antigüedad— desperdigada al este y al sur. Todavía no se había descubierto qué hizo que estos pueblos perecieran o abandonaran el lugar. Sin embargo, hasta ahora se habían clasificado más de dos mil especies en el registro oficial y cada semana se añadía media docena. En once años, también, el halcón pardo y el bisonte marino se extinguieron a causa de la caza indiscriminada. Había una docena de criaturas en la lista de especies en peligro de extinción.
      Y todo eso fue antes de que MarsTel obtuviera la licencia para extraer las reservas minerales del planeta.
      Al principio, la mayoría de los exploradores que llegaban a R-4 eran científicos y naturalistas. Todo cambió cuando hace cinco años se aprobó la explotación turística. Yo llegué con la primer ola de escoltas y exploradores. La gigantesca empresa Viajes de Otro Mundo me contrató como acompañante para zonas no exploradas. Me convertí en el guía más importante del sector sur en mi primera temporada. Montoya había obtenido un puntaje mejor pero él trabajaba principalmente en el sector oeste. Mis excursiones se distinguían de las de Montoya y de las de los otros guías en dos aspectos esenciales. Ellos salían en equipo; yo, solo. Además, yo únicamente hacía safaris para turistas con cámaras de video. Nada de trofeos de caza ni de hacer correr sangre. Yo era el único que iba armado en mis excursiones. Si encontraba un arma entre los participantes del viaje, la excursión se terminaba inmediatamente, sin reembolso.
      Mi contrato actual con VOM tenía dos condiciones: (1) nada de cacerías de sangre y (2) no se permite a empleados de MarsTel en mis grupos. Había una cláusula en letra pequeña acerca de la cancelación de las condiciones bajo circunstancias extremas. Mis jefes y la gobernadora habían invocado esa cláusula ayer. El incumplimiento de la misma conllevaba la detención.
      

* * *


Mientras caminábamos siguiendo el río hasta la Costa Superior, Hondo pasó dándose aires, moviendo sus largos brazos de arriba abajo como un recluta militar en un desfile. La había encerrado en la barraca cuando salimos pero logró escapar y, a tres kays de distancia, salió de entre los arbustos con su delfín de peluche en la mano y tomó su lugar habitual en nuestras expediciones. Intenté agarrarla dos veces. La segunda vez levantó sus puños sobre la cabeza para mostrar su desagrado y después chilló para demostrar que era en serio. Un tercer intento hubiera significado una mordedura. Lo sabía por viejas cicatrices que tenía.
      Para mostrarle mi desagrado, tomé una naranja —su comida preferida— de mi mochila y la tiré al río.
      Hondo olfateó, comprensiva, luego me dio su delfín y bajó por el sendero.
      Tashtego rió entre dientes.
      —¿Qué pasa ahora? —dijo Pike. Se había ubicado en nuestra pequeña procesión de una sola fila entre Tashtego y Quimwall. Después de dejar la tienda, se había puesto los auriculares, cargó su com-link y desde entonces había estado mandando informes a la oficina central de MarsTel.
      —¿Alguien puede contestarme? ¿Cuál es el problema?
      —Disciplinamiento de mascotas —dijo Billy Quimwall desde el fondo.
      Seguí a Hondo por las curvas del sendero. Pensaba que llegaríamos a las ruinas de la Costa Superior para el mediodía. Aquí habían visto al lepanto por última vez. Los restos de Montoya y su banda eran la prueba.
      Tashtego corría a mi lado. Su larga cabellera estaba atada atrás en una trenza pesada y el sudor moteaba su nariz atravesada por un aro. Llevaba un rife de asalto Winchester Clase M al hombro. Un cinturón con municiones adicionales cubría sus pechos enjutos. Las balas tenían puntas microscópicas. No mataban al blanco, lo aniquilaban.
      Inspeccioné los pájaros pescadores en los árboles que se erguían a la vera del río.
      —Creí que sólo cazabas bandidos en Nébula Omega.
      —Por lo general, señor Boone —contestó—. Invertí en acciones a las que no les fue demasiado bien. Los honorarios que Caitlin Usher-Mars ofreció pueden saldar mis deudas. Si obtengo la bonificación especial por lapidar al objetivo, podría andar tranquila por un largo tiempo.
      Me detuve. Las huellas de una manada de ponis gitanos se cruzaba en el camino. Eran frescas. Esto estaba mal, muy mal. Cuando un lepanto gris mantenía vigilado un territorio, las demás criaturas abandonaban la región. Era un hecho. ¿Qué hacían entonces estos animales aún aquí?
      Tashtego señaló un alce lanudo de cinco puntas que corría por entre los árboles.
      —Veo que MarsTel no te despierta mucha simpatía ¿Es por motivos profesionales o personales?
      —Ambos —contesté—. Existen muchos métodos para extraer minerales. La mayoría me tienen sin cuidado. Necesitamos los recursos. Pero la técnica favorita de MarsTel es despojar y vaciar las minas lo más rápido posible. He visto como devastaron planetas enteros.
      —Yo odio las comidas deshidratadas que sirven en los vuelos intersistemas. ¿Y qué? Así son las cosas y siempre han sido así. Se puede vivir con eso. Dígame, señor Boone, ¿lo hace feliz jugar al niño explorador en otros planetas?
      Eché un vistazo a sus ojos inexpresivos. ¿Qué podía saber? ¿Estaba a la pesca de información o quería dar señales de que ya sabía?
      Tashtego examinó el río, luego la línea de árboles.
      —No hay mucha información sobre lepantos en el data-com.
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      —Los lepantos son reptiles que suelen desplazarse en manadas pequeñas, de cinco o seis —contesté—. Son de un color marrón verdoso. Su cuerpo es parecido al del jaguar y tienen cabeza de lagarto. La población es de alrededor de cinco mil en todo el planeta. Viven aproximadamente veinte años. En el agua, alcanzan una velocidad de cuarenta kays por hora. En tierra, en distancias cortas, el doble. Son carnívoros. Atacan a su presa y le quiebran la columna vertebral. La presa sigue viva mientras la arrastran a su guarida. A los lepantos les gusta la comida fresca.
      —No parece tan terrible. ¿Por qué tanto escándalo?
      —Se supone que este es un lepanto gris.
      —¿Y?
      —Nace un lepanto gris por cada diez mil. Su primera presa suele ser la madre. Después mata al resto de la manada.
      —Es un caníbal.
      —Es una máquina trituradora. Los grises siempre se desplazan solos. Mantienen vigilado un territorio y luego matan toda cosa viviente suficientemente estúpida como para permanecer dentro del perímetro. Cuando no queda nada, marcan un territorio nuevo y empiezan otra vez. Hay documentos que indican que un gris puede arrancar la puerta de una helionave con la mandíbula y dar vuelta un tractor Rainmaker con la cola. Lo llaman gris porque ese es el color que tiene durante los primeros seis meses de vida. Después puede cambiar el color para mimetizarse con el entorno. Podrían avisarle a Quinwall que los lepantos tienen sangre fría. La mira calorífica de su rifle, como el termo-radar de las helionaves, no sirve de nada.
      —Lo puede averiguar solo. ¿El lepanto tiene algún enemigo natural aparte del ser humano y su propia especie?
      —Sólo sé de uno.
      —¿Cuál?
      Miré a la simia enana marchando delante de mí.
      Tashtego frunció el ceño.
      —¿Hay algún buen motivo por el que hayas querido que no nos acompañe entonces?
      —Encontré a Hondo cuando era una criatura. A su madre la mataron las ratarañas. Yo la crié. Está domesticada. Nunca vio en su vida a un lepanto, ni en fotos.
      —Espero que aprenda rápido, señor Boone.

* * *

Billy Quinwall examinó la meseta desierta.
      —Las patrullas ya exploraron este sector. No sirve de nada que empecemos por aquí —dijo.
      Lo ignoré. Este era el lugar donde lo habían visto por última vez. ¿Qué más se necesitaba decir?
      Hondo descubrió una liebre y persiguió al tímido animal hasta su madriguera.
      Escudriñé el campamento con un giro completo de trescientos sesenta grados. ¿Cómo pudieron tenderle una emboscada a Montoya aquí? ¿Estaban todos los miembros de su equipo dormidos? El campamento mismo estaba en un terreno abierto y llano. Al sur y al oeste de la meseta se veían colinas boscosas bajas. No había muchos lugares donde esconderse ahí. El río cruzaba el perímetro norte y una amplia quebrada marcaba el límite por el este. Un detector de movimiento habría alertado a Montoya sobre cualquier cosa que se acercara al campamento. No podía entender lo que había sucedido.
      Tashtego agitaba su cabeza mientras se dirigía a la orilla del río.
      —La maldita nave que recogió los cuerpos borró todas las huellas al aterrizar.
      Miré el círculo oscuro que manchaba la tierra. Sangre. No todo había sido borrado. Pateé un paquete de comida vacío a la madriguera de una liebre.
      —Esta fue una caminata innecesaria —dijo Quinwall, apuntando con el rifle a una serpiente torneada que se metía en la quebrada.
      —No gaste sus balas, sargento.
      —Matar serpientes no es desperdiciarlas.
      Inmóvil, bajó su rifle y sacó la cantimplora de su cinturón.
      Pike se sentó sobre un bloque de hormigón mientras hacía circular con rapidez el texto de su com-link. En el centro de la meseta había cimientos de un edificio rectangular antiguo. Me hice la misma pregunta que me hago cada vez que veo estas ruinas. ¿Qué era lo que esa sociedad desaparecida hace quinientos años había estado buscando? El terreno siempre me había parecido un yacimiento minero.
      —Acabo de recibir un boletín de noticias —dijo Pike—. Una nave acaba de estrellarse cerca del Campamento Doce de MarsTel. Una bandada de aves pesqueras voló hacia ellos y cayeron en picada. No hay sobrevivientes. El Campamento Doce está en la Pradera Bīldad. ¿Dónde queda eso, Boone?
      Señalé hacia el noroeste.
      —La Pradera está en la base de la cadena montañosa. A pie desde acá son tres días.
      Pike asintió y ajustó sus auriculares.
      Miré hacia al cielo rojo. ¿Un bandada de pájaros pesqueros había derribado una helionave? Se necesitarían cientos de esas aves minúsculas para detener un motor. Miré a Hondo. Estaba dando saltos de un lado a otro entre los tres hoyos de las liebres. Quería que la criatura asomara la cabeza para poder jugar. Algo estaba mal. Un lepanto gris vigilaba este territorio. La prueba era la aniquilación de Montoya y su equipo. ¿Por qué las aves y los mamíferos locales seguían aquí? Deberían haber migrado hace tiempo. O deberían estar muertos.
      —Esto es una locura —Pike sacudió su com-link—. Acabo de recibir otro boletín que dice que hay una invasión de ratarañas en la Planta G de la base principal. No puede ser. La Planta G está en el séptimo subsuelo.
      —Guía turístico —dijo Quinwall, parado cerca del borde de la quebrada.
      Caminé hasta él bordeando unas cuantas madrigueras. Debajo, extendiéndose a lo largo de toda la quebrada, había una telaraña blanca gigantesca. Era la más grande que había visto. Diez veces más grande que lo normal. Uno de los bordes estaba suelto y flotaba como un fantasma con la brisa.
      —Tela de rataraña —dije.
      —¿Una qué?
      Pike se puso entre nosotros y miró hacia abajo.
      —Parece abandonada —añadió Quinwall.
      —Suelen hacerlo.
      Observé a Tashtego mientras bajaba por la orilla del río.
      —Se esconden hasta que una criatura queda colgando y entonces todas se abalanzan sobre ella.
      —Asegurémonos —Quimwall sonrió—. Llamemos a tu mascota.
      —Cierra la boca —dijo Pike bruscamente. Se estremeció de miedo y se alejó del borde.
      Quinwall se puso en cuclillas y empezó a ensamblar el detector de calor. Era un ejercicio inútil y sin sentido. También lo era decírselo.
      —Bueno, bueno —masculló Pike y luego se rió.
      Un escalofrío saltó sobre mis omóplatos mientras la observaba cerrar su hand-com.
      —Llegó la hora del ascenso —dijo.
      —¿Qué es lo que crees que sabes? —pregunté.
      Sonrió. Era más hermosa que la mujer a la que me hacía recordar.
      Hondo se levantó lentamente del hoyo de la liebre que estaba inspeccionando. La simia enana olfateó el aire.
      Pike dio unos golpecitos a su com-link con el dedo índice.
      —Hace cinco años, en la oficina general de MarsTel en Corpus Christi, el vicepresidente ejecutivo tuvo una discusión acalorada con Caitlin Usher-Mars acerca de los métodos de extracción de minerales. Ese mismo día el sujeto desapareció. Simplemente no se supo más nada de él. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Caitlin Usher-Mars ofreció una recompensa a quien lo encontrara y desde entonces la ha duplicado cada año. Quiere encontrar a ese hombre. Es su hijo.
      Hondo pegó un alarido.
      Cuando me di vuelta, mientras cargaba una bala en la cámara de mi escopeta, sabía que ya era tarde, que nosotros éramos la presa. A la banda de Montoya la sorprendieron porque sus detectores de movimiento estaban monitoreando afuera del campamento, no adentro. El lepanto gris salió de la zanja en la que se había enterrado al lado de los cimientos antiguos. El polvo cayó en cascada de su ancho lomo. Tenía ojos color amarillo carmesí centelleantes y dos hileras de dientes puntiagudos enormes. Serpenteaba y agitaba su larga cola. La bestia no dudó por un instante. Se levantó y embistió. Disparé la escopeta a la criatura, que se acercaba como un rayo hacia nosotros. La carga atravesó su cuello escamoso y uno de sus hombros. La sangre negra cubrió de neblina el aire.
      El lepanto gris aceleró su paso.
      Y se abalanzó sobre nosotros.
      Pike gritó. En retirada, arrojó su com-link hacia el animal y luego cayó por el borde de la quebrada. Billy Quinwall disparó su rifle de asalto. La bala de titanio hizo un surco en el cráneo del lepanto mientras éste se lanzaba sobre el sargento. Sus garras le quebraron la columna mientras sus fauces trituraban la garganta y el rostro. Su cola me golpeó la cadera y salí disparado por el aire, con los huesos rotos, hasta chocar contra el cemento.
      Hondo gritó.
      Tashtego disparó. Una, dos, tres veces. Los disparos sonaron como uno solo.
      La bestia gris se sacudió violentamente cada vez que una bala con punta explosiva estallaba penetrando en su cuerpo. Se paró sobre las patas traseras y cayó al suelo. Los ojos amarillos carmesí se cerraron lentamente. La gruesa lengua cayó por una de las comisuras de la boca. Sangre negra borboteaba de las heridas.
      Hondo chillaba y corría en un semicírculo alrededor del cuerpo del lepanto gris tendido boca abajo.
      —¿Se encuentra bien, señor Boone? —preguntó Tashtego, acercándose.
      Emití un gemido.
      —Nunca vi a un animal moverse tan rápido.
      Me derrumbé sobre mis espaldas.
      Tashtego se detuvo cerca y apuntó su rifle a la cabeza del gris. Le dio una patada en el hombro.
      —Mierda, es asqueroso. Acá está mi bonificación.
      Hondo continuaba su semicírculo, su chillido se hacía cada vez más fuerte.
      ¡No! Hice fuerza para levantarme con un dolor punzante atravesando mi cadera.
      —¡Tash, está fingiendo!
      El gris arremetió contra Tashtego y sus garras le arrancaron la carne, del esternón a la entrepierna.
      Se tambaleó hacia un costado, aturdida, tiró el rifle y rodeó su propio cuerpo con los brazos en un intento de mantener los órganos adentro. No lo logró.
      El lepanto gris giró hacia mí.
      Hondo saltó hacia adelante y se subió a su lomo. La bestia aulló mientras se sacudía hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro. Apunté con mi escopeta, rezando por un buen tiro. Uno solo. Hondo se aferró al cuello del gris. La bestia dio vuelta la cabeza y mordió a la simia enana. Hondo clavó sus dedos en los ojos amarillos. El gris chilló con las fauces abiertas. Mientras Hondo hundía sus dedos en las cuencas de los ojos, metí la escopeta en la boca del gris y disparé. Se derrumbó. El humo salía de un hueco abierto en su garganta. Hondo corrió hacia mí. Volví a disparar la escopeta, una y otra vez. Cuando el arma se vació, volví a cargarla y a disparar sobre el cadáver.
      Hondo aulló y acarició mi brazo.
      Yo le di palmaditas en el cuerno.
      Recorrí el lugar con la vista, desde Tashtego hasta Billy Quinwall, y luego la quebrada. Mi cadera ardía mientras me arrastraba con los codos hacia el borde. Abajo estaba Pike, enrollada en la tela de la rataraña. Tenía los ojos aterrorizados y la boca abierta en un grito mudo. El nido estaba abandonado como había sugerido el sargento pero ni yo ni nadie iba a poder decírselo a Pike. En su mente, las ratarañas ya la habían atrapado.
      El com-link de Pike, pensé. Si no se había roto podía usarlo para pedir ayuda.
      Me levanté apoyándome sobre la escopeta. El dolor era intenso y continuo. Sabía que iba a morir en cualquier momento. Lo sabía. Olas negras brillaban frente a mis ojos. Mi estómago se anudaba hacia arriba en el pecho.
      Hondo me tomó por el brazo.
      Un lepanto gris, dos veces más grande que el que estaba muerto a nuestro lado, avanzaba pesadamente a través de los cimientos abandonados. Otro caminaba a lo largo de la orilla del río. No, nunca se había registrado la existencia de dos lepantos grises al mismo tiempo y yo estaba viendo a tres.
      Una liebre salió de su madriguera. Una bandada de pájaros pescadores minúsculos rodeó el campamento y luego ocupó las tres ramas del otro lado de la quebrada. Uno aterrizó sobre la cabeza del gris gigante. Varios ponis gitanos y alces lanudos bajaron por la colina hacia la meseta. Un león del pantano siguió al segundo gris. Había víboras chapoteando en el río.
      Ahora entendía lo que había sucedido con esa antigua civilización hace quinientos años. Sabía lo que nos iba a pasar por saquear este planeta. Lentamente, muy lentamente, aproximé la escopeta.
      El gris gigante, mirándome fijo con sus ojos sin vida, se acercó hacia mí.
      Puse una bala nueva en la cámara de la escopeta.
      Hondo agarró el cañón y tiró de él. Me tambaleé. ¿Qué estaba haciendo? Tiró más fuerte de la escopeta, chillando, con su pequeña mandíbula apretada con fuerza. ¿Qué era lo que...? Finalmente lo comprendí y solté el arma. Brincó en círculo con la escopeta sobre su cabeza. Después aulló y arrojó el arma a la quebrada.
      El gris gigante empezó a marchar más despacio.
      Hondo saltó hasta mi lado y golpeó sus puños contra su pecho.
      El gris gigante se detuvo. Su aliento pesado formó un torbellino de polvo.
      Hondo gritó en dirección al cielo.
      Los ponis y el alce giraron en dirección a la selva; las aves pescadoras remontaron vuelo. Las liebres volvieron a sus madrigueras; el león de los pantanos regresó por la orilla.
      Los dos lepantos grises se metieron juntos en el río. Observé como se reunían con una manada de otros cincuenta lepantos grises en la orilla opuesta. La manada se dirigió a la selva como si se tratara de un solo animal. Iban hacia el noroeste, hacia el Campamento Doce de MarsTel en la Pradera Bīldad.
      Hondo me acarició la mejilla y luego caminó bamboleándose con pasos cortos hasta el com-link de Pike. Sosteniéndolo con cuidado entre las dos manos, lo trajo hasta mí. Hurgó en mi mochila y arrancó su delfín de juguete mientras yo me ponía en contacto con la base de MarsTel.
      <<Ubicación>> solicitaba el servicio médico.
      —Campamento de la Costa Superior —contesté. Hondo puso su delfín y una naranja sobre mi regazo.
      <<Naturaleza de las heridas>>
      —Dos muertos. Dos lisiados.
      Hondo me besó la mejilla y acarició delicadamente la parte de atrás de mi cabeza.
      <<Su nombre, por favor>>
      Hondo se fue correteando hacia las colinas boscosas.
      —Nicholas Usher-Mars —contesté.
      Hondo se detuvo en el límite de la vegetación, se dio vuelta y saludó. Después desapareció.
      Treinta largos minutos después, una nave médica que parecía un ataúd blanco volador surcó el horizonte. Pronto regresaría a mi mundo. Ya era hora. Agarré el delfín en mis brazos mientras la nave médica aterrizaba en la meseta desierta.

Traducción de Damián Levín


Christopher Stires

Este cuento, cuyo título original en inglés es Blood Hunt, apareció por primera vez en Of Unicorns & Space Stations en agosto de 1999.
      El autor es norteamericano, vive en Riverside, California, y ha publicado trabajos en Fangoria, Fantastic, The Edge: Tales of Suspense, Vestal Review y otras. Zumaya Publications lanzará este año su novela de terror The Inheritance.


Axxón 127 - junio de 2003
Ilustró: Luis Di Donna


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