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AnaCrónicas

por Otis

¡Abrumado estoy por vuestra inaudita generosidad, mis nobilísimos lectores! Pues ésta es apenas la segunda ocasión en que este producto del genio que he llamado AnaCrónicas ve la luz de los catódicos rayos, los fluidos cristalinos y los plasmas iridiscentes; no ha transcurrido más que la fugaz treintena que separa dos sínodos lunares consecutivos desde que mi pluma portentosa hallara propicio santuario en las incorpóreas páginas de Axxón, mas en ese breve lapso ¿cuántas visitas de los raudos hermes informáticos que vuelan con alas de electrones en sus sandalias virtuales ha visto mi digital estafeta? Comienzo la cuenta y las salobres lágrimas nublan mis córneas: mil, dos mil, tres mil... cinco mil... Sí, aunque tales guarismos parezcan inverosímiles a vuestra encallecida imaginación: ¡siete mil bytes de correspondencia! Verdad es empero, admítolo no sin cierto embarazo, que cerca de la mitad de tal inconcebible cifra corresponde a ofertas de falsos documentos habilitantes para el gobierno de vehículos automotores, apócrifos certificados de altos estudios y otras proposiciones comerciales non del todo sanctas. Mas, ¿he yo de permitir que tal baladí adversidad empañe, cual vapor sobre bruñida superficie especular, la dicha que estremece mi augusta humanidad? ¡Jamás!, respondo trémulo de pavor, erguido bravo. Pues el caudal de correo que he recibido de vuestra gentil mano sigue siendo arrollador, aun si hemos de descontar a aquéllos que han creído erróneamente reconocer en mi intachable persona la triste figura de un antiguo deudor. ¡Vade retro, infideles! No tenéis vosotros ningún asunto pendiente en este sacro recinto, y si tercamente persistís en vuestro error, mis devotos lectores darán buena cuenta de vuestra infame catadura.
      
Aclarado ya este punto, mis atentos huéspedes a través de las actualmente inexistentes distancias, invítoos ahora a compartir un escueto introito a lo que disfrutaréis en esta entrega de AnaCrónicas. Conforme vayáis familiarizándoos con las sutiles complejidades de mi personalidad, que no por transparente cesa de ser sofisticada y cautivante, tal vez comprendáis que resulta imposible a mi genio brindaros nada que esté por debajo de vuestro merecimiento; de modo que advertidos quedáis, tunantes, que si amanece el aciago día en que no halléis aquí más que divagaciones inconexas y chascarrillos varias veces centenarios, vuestra será la totalidad de la culpa. Mas ¡no desfallezcáis! que en esta ocasión os tengo reservado un menú digno de los más ensoberbecidos integrantes de la decadente aristocracia enemiga del proletariado, el cual os impelerá a sorber incivilmente vuestras falanges. Vuestras mesas vestidas de gala serán agraciadas en primer término con un soberbio opúsculo de divulgación acerca de las poco saludables cualidades que la popular sabiduría atribuye a cierta mezcla alimenticia. Como plato fuerte, os deleitaréis con el artículo bautismal de “Allende lo razonable”, una serie de investigaciones con las que vuestro seguro servidor os concederá la merced de procuraros una mayor compenetración de los fenómenos que se yerguen con toda sobrenaturalidad más allá del alcance de nuestro sensorial quinteto. Y finalmente, arrastrando la alegoría gastronómica hasta el extremo de lo admisible, disfrutaréis como postre del episodio nono de El Gaucho de los Anillos, esa magistral saga de épicas proporciones por cuyo descubrimiento mi nombre habrá de inscribirse con tipos áureos en los anales de nuestra especie. ¡Ah, bellacos, disfrutaréis los manjares que os ofrezco si no tenéis las vísceras tapizadas de gasa hidrófila y un trozo de feldespato por seso!

Sobre los efectos nocivos de la mezcla de sandía y vino
Investigación
Allende lo razonable: “Los Kuervos”
Artículo
El Gaucho de los Anillos
La comunidá del anillo (capítulo 9)


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