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El informante

Ah, mis profanos lectores, ¡jamás llegaríais a imaginaros, por más que en ello pusieseis todas vuestras patéticas fuerzas, las magnitudes que alcanzan la desazón y la congoja que afligen a mi sistema endocrino al saberme desposeído de un lustro completo de mi existencia! No, aun si vivieseis lo suficiente como para contemplar con trashumanos ojos la postrer agonía del universo a manos de la cortesana termodinámica, jamás estaríais cerca siquiera de comprender de qué os hablo; es más, es posible que haya entre vosotros grandísimos truhanes que, en efecto, no posean la menor de las nociones acerca de lo que digo en este momento malhadado en que os concedo la inmerecida gracia de abriros mi corazón, maltrecho no menos por vuestra ingratitud que por el martirio de saberme un hombre incompleto. ¡Ah, descastados, vuestro vergonzoso silencio os delata! ¿En qué fatuas empresas habéis dilapidado el tiempo y el esfuerzo que deberíais haber dedicado a estudiar y atesorar las previas ediciones de AnaCrónicas? ¡Indignos sois de haceros llamar lectores míos!
      Oh, abandonad ya vuestra grotesca actitud de tiritar y ocultaros bajo las piedras cual vulgares blátidos; sabed que tras esta máscara de frío y reluciente mármol anida un alma magnánima y omnicompasiva, y por grave que sea vuestra falta, lejos está de despertar mi temible ira. ¡Adelante! Ínstoos a que sin admitir ya mayor demora, refresquéis vuestra aletargada memoria celebrando por renovada cuenta las revelaciones que os han sido concedidas en pretéritas ocasiones por mi buen amigo y confidente, el licenciado Carlitos Menditegui; pues inhábiles seréis de lo contrario de apreciar en toda su esplendente gloria la pieza singular que aquí os ofrezco.
      El episodio que os narraré, y que estremecerá las más íntimas de vuestras fibras si es que no sois impasibles esculturas de cloruro de sodio, principió no muchos días atrás cuando, siendo que encontrábame yo sumergido en una dulce ensoñación en la cálida penumbra de mis aposentos donde aroman el cedro, la lavanda y el pachulí, de tal grata circunstancia fui arrancado por el inclemente campanilleo que, falto de todo sentido de la oportunidad, indicábame ajenas intenciones de dialogar conmigo por intermedio de grahambelianos hilos. Salté con atlética agilidad de mi mullido lecho mientras indagaba retóricamente al cosmos acerca de la identidad del misántropo que había tenido a mal interrumpir mi sueño a tales intempestivas horas de la sacrosanta siesta. No pequeña fue mi sorpresa cuando, tras recoger con admirables gracia y donaire el auricular de mi terminal telefónico, resonó en el canal auditivo correspondiente al lado siniestro de mi simetría esquizoantropomorfa una voz, gravosa y arenisca, que parecía llegar desde un sitio lejano:
      —¿Señor Otis? Tengo información para usted. Yo sé lo que pasó en ese lustro completo de su existencia del cual se encuentra desposeído.
      —¡Oh, anónima voz que haciendo usufructo de la que es acaso la más prominente tecnología de la vigésima centuria, haceisme tan tentadora proposición, a sabiendas indubitablemente que me será inasequible un acopio de volitivas fuerzas de magnitud tal que contrapesen con una sólida negativa la seducción que, aun siendo yo incapaz de veros, ponéis ante mis ojos! ¿Quién sois, si me está permitido preguntar?
      —Un amigo mutuo. Encuéntreme a medianoche en el estacionamiento subterráneo más próximo a su domicilio. Y no lo olvide: venga solo, o me empaco y no hablo nada.
      
¡Oh, cuánto más dulce es el sabor de la esperanza cuando cercana se la sabe! Aquí estaba al fin la respuesta que durante años se había mezquinamente negado a mis fervorosas y eclécticas plegarias a cuanta deidad medianamente presentable hallé en mi devenir. Mas ¡ay! de todos vosotros es conocida, si habéis dado adecuado cumplimiento a las consignas que os encomendé supra, mi triste inhabilidad de leer el paso de las horas en la cíclica fisonomía de los relojes. Mas entonces sabéis también que al término del período que nos ocupa, cuyo transcurrir no consta en mis sinápticos archivos, mi innata sensibilidad a los errores humanos habíase extendido prodigiosamente a los artefactos que el hombre utiliza para guardar medida del tiempo. De suerte que recurrí a una sencilla aunque ingeniosa treta que muy buenos frutos habíame redituado en anteriores ocasiones, y requerí a un solícito vecino que dispusiera las manecillas de mi reloj, cuya cadena de alpaca suele cruzar reluciente mi chaleco del mismo material, de tal modo que la medianoche señalaran; no sin antes vaticinarle que atroces calamidades acaecerían a su faz si acaso reincidía en su infame propósito de alimentar con energía potencial las mecánicas entrañas de mi preciado artefacto.
      Y así fue, merced a este inspirado ardid que a todos vosotros os ha dejado de un palmo de narices al comprobar una vez más que no se ha previsto vara que dé cuenta de la medida de mi genio, que arribé a tiempo al emplazamiento de la cita; y allí aguardábame ya mi informante, en un rincón donde otra luz no brillaba que el ígneo extremo de un nicotinoso cilindro, señal ésta que me permitió identificar el punto hacia el cual debía dirigir mi saludo:
      —¡Salud, rastrero representante del más humillante, ruin y narrativamente cómodo de los oficios!
      —Puede llamarme Morris. Philip Morris.
      —Os llamaré como plazca a mi capricho, abyecto siervo de guionistas adocenados. Vos y todos los de vuestra ralea sois tan planos y carentes de facciones como las sombras en que os ocultáis de tan artero y arquetípico modo. Ahora, ¡hablad!
      —Bien. Supongo que todo este tiempo se habrá preguntado qué pasó en esos cinco años que no recuerda.
      —Os aseguro, bribón, que a tal grado llega mi obsesión al respecto que referís, que no hallo sosiego en mis horas de vigilia ni reparo en las de sueño.
      —Y se preguntará también qué significa ese tatuaje.
      —¿Tatuaje? Por mi fe, vil señor, que no sé de qué tatuaje me habláis, como no sean las efigies de Alberto Migré y Abel Santa Cruz que, en una de mis esporádicas recaídas combativas, mandé fijar en mis antebrazos para luego unirme a la lucha contra los salvajes unitarios.
      —¿Cómo que no sabe? ¡Ese ojo que tiene atrás del cuello!
      —¡Ja! Incitáis mi hilaridad, caballero, y solicito compulsivamente vuestra venia para celebrar con dicacidad tal delirante ocurrencia; pues si yo tuviera como vos afirmáis a mis espaldas un ojo, ¿no debería ser capaz de contemplarlo en un espejo?
      —¡Pero es un...! Bué, no importa; la cuestión es que lo eligieron como sujeto para un experimento secreto.
      —¡Ábrase la litosfera bajo vuestras plantas y os degluta! ¿Un experimento, decís? ¿Quién en este orbe o en cualquier otro osaría mancillar con sus obscenas zarpas la integridad de mi organismo, y con qué inconcebibles y patológicas motivaciones?
¡Hablad si sentís algún apego por vuestro páncreas!
      —¿Alguna vez sintió que era superior a los demás, que estaba fuera de lugar entre las personas comunes?
      —¡Pardiez! Diría, innoble caballero, que me conocéis desde la cuna, si no fuese que me asiste la plena certeza de que tal es imposible; pues a no ser por el intervalo de marras, la nueve veces agraciada Mnemósine ha sido generosa conmigo y otorgádome el don de una capacidad de retención cuasi-funésica, la cual habríame impedido dejar de tomar debida nota en el caso de cruzar mis mayestáticos pasos con las torpes zancadas de alguien tan execrable como vos. En efecto, desde aquellos años de enternecedora inocencia y pasmosa precocidad en los que no tuvisteis el privilegio de conocerme, acompáñame la inequívoca impresión de que un singular destino aguárdame en olímpicas alturas.
      —Bueno, para el experimento hacía falta alguien así de petulante.
      —Tened a bien decirme, despreciable señor, ¿os falta aún un largo trecho para arribar a la parte sustancial de vuestra delación? Pues alcanzando tan altas cotas vuestro conocimiento, no ignoraréis que no es infinito el monto de las horas que sobre esta corteza de silicatos me han sido concedidas; y ansío la pronta llegada del segundo en que, con irreprochable sincronicidad, una detonación en las tinieblas me libre a la vez de vuestra irritante voz y de la revelación que, aunque desespero por conocer, con total certeza habría de resultarme intolerable.
      —Si está apurado, puedo volver otro día.
      —¡Ningún otro día, truhán de cuarenta el ciento! Si osáis poner uno solo de vuestros pies fuera de este recinto, cenaré vuestro hígado con alubias, acompañado de un buen Chianti.
      —Bué, ya que insiste... Los responsables del experimento descubrieron que usted tenía una habilidad mutante.
      —¡Diantre! ¿Qué cantan las oscilaciones que mis timpánicas membranas conmueven? ¿Una habilidad mutante? Decidme pronto, pues el televisivo tirano apremia: ¿a qué me faculta esta dudosa bendición en mi plasma germinal, además de alimentar la ya corrosiva envidia que profésanme los hombres?
      —Ése es el problema, era una habilidad mutante, cambiaba a cada rato. La fijaron en esa sensibilidad relojera de usted para que no escorchara.
      —¡Voto al chápiro, tunante! Mi reloj atrasa ya quince minutos y no he oído nada aún que justifique no ya la pecuniaria erogación en que me he visto obligado a incurrir para transportar mi magnificencia ante vuestra suprema estulticia, sino siquiera la mera existencia en este mundo de un espécimen como el que se arroga ahora la desfachatez de inficionar con su cochambrosa hediondez, aun hallándose cobardemente oculto en umbrosos espacios, mis vítreos y acuosos humores.
      —¡Oiga, oiga! ¡Que hasta ahora le tuve paciencia, pero ya me estoy cansando! ¿Dónde se ha visto que al buche lo traten de esta manera?
      —El tratamiento que os dispenso, vuestra anélida merced, no es otro que el que está reservado a los de vuestra calaña de miserables sabandijas que pululan y se arrastran en aquellos sitios donde no se alza el rostro de Febo, susurrando lascivamente en ajenos oídos los secretos que a vuestra discreción han sido confiados, como susurraréis ahora en los míos todo lo que acerca de mí conocéis.
      —¡Pero averiguátelo vos, payaso! Encima que te estoy haciendo un favor... ¡A ver si te creíste que te debo algo, infeliz!
      ¡Ay, suerte amarga! ¡Ay, destino impío que conmigo te ensañas y aparentas al hacerlo gozar cual un condenado, cuando el condenado soy yo! ¿Acaso siempre ha de escurrírseme la verdad cual diminutos granos playeros entre los dedos, sin dejar más que guijarros de torturante duda? ¿Acaso siempre han mis esperanzas de desmoronarse, cual se desmorona ante el embate inmisericorde de la marea de la adversidad una medieval fortaleza construida a escala utilizando esos mismos granos como mínimos ladrillos y salinas aguas como mortero? No tengo más que unir cada uno de mis párpados superiores con su correspondiente inferior y aparece ante mí, con una vividez que ningún orticón sería capaz de emular, la imagen de aquella aborrecible criatura tendida cuan larga era en la ceméntea superficie, tras haberme visto yo impelido a insertar las indescifrables agujas de mi ya inútil reloj en aquellos puntos de su anatomía en los cuales tenía por cierto, merced a ancestrales conocimientos adquiridos por medios que no me es dado divulgar, que obstruirían el flujo de qui lo suficiente como para causar el desprendimiento inmediato e indeclinable de su inmaterial materia. ¡Y no acaban aquí mis desdichas! Pues apostaría mi mano derecha, si no la tuviera comprometida ya a causas más nobles, que hay entre vosotros arpíos colegas de aquel murmurador platelminto de cuya pestilente carga he aliviado al universo, y no vacilaríais en admitir a vuestra propia madre como precio a cambio de denunciar ante opresivas fuerzas uniformadas lo que acabo de relataros, malogrando pérfidamente la candorosa confianza que en vosotros he depositado. ¡Exhórtoos, malandras, pues tan afectos parecéis ser a exhibir ampulosamente vuestros más recónditos conocimientos, a que conmigo compartáis vuestro paradero! Nada tenéis que temer de mi visita, os lo aseguro por vuestra salud.


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