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El Mangazo
Por Andrés D.


¡Que suenen las trompetas, que aquí llega otro informe del notero comodín estrella de AnaCrónicas! Nuestro bienaventurado jefe de sección, tras recibir mi quincuagésimo octavo reclamo por escrito de que se me asignara algo que valiera la pena, ha vuelto a optar por fingir hipoacusia y me ha encomendado a renglón seguido desplazarme en transporte público hasta las antípodas para realizar la cobertura de “El Mangazo”, la convención mundial de manga y animé.
      Antes de comenzar, creo necesario aclarar un par de cosas. La primera es que mis recuerdos del acontecimiento no están del todo claros. La experiencia me saturó todos los sentidos, incluyendo dos o tres que ignoraba que tenía. Todavía estoy haciendo reconexiones neurales para terminar de asimilar todo lo que vi, y eso que no vi mucho. Describiré lo que recuerdo, lo cual puede no coincidir exactamente con la realidad. Y es a propósito de esto que tengo que hacer la segunda aclaración: en mi crónica hay cosas raras.
      Esas cosas raras empezaron apenas salí de mi casa, cuando en la parada del colectivo me encontré un mamut. No, por supuesto que no era un mamut de ésos que pueden verse en los museos y los billíkenes. Éste era un mamut bípedo, petiso y con flequillo. Aunque tal vez lo de bípedo fuese forzoso, ya que entre las patas delanteras llevaba una batería con los bornes conectados a los lados del nacimiento de la trompa, justo allí donde un mamut normal (es decir, debidamente cuadrúpedo, enorme y fosilizado) tendría sus enrulados colmillos.
      Por supuesto, no lo miré directamente; no quería hacerlo sentir incómodo. Pero aparentemente él no tenía el mismo prurito y me miró a mí. Un par de anteojos oscuros le tapaba los ojos, y el ya mencionado flequillo le habría tapado a su vez los anteojos oscuros si no hubiese sido por una vincha que decía “Aguante los ángeles y Francisco-san”.
      Me tocó el hombro con la trompa y me dijo algo que me hizo pensar que él también estaba interesado en el Mangazo:
      —Che, viejita, ¿tenés un pesito pa’l bondi?
      —Eeeh... No, no tengo.
      —¿Entonces cómo lo vas a tomar? —Se rió y le dio un golpe a uno de los platillos de la batería.
      —Ah... Pensé que era una batería de las otras.
      —No, es de éstas.
      —Ah... Ahí, ya estoy viendo al bondi.
      —Sí, yo también estoy viendo al bondi. Che, viejita, tengo una idea re-piola: cuando pare, vamos a preguntarle al fercho si sigue derecho. ¡Juajuá!
      En un momento pasamos de estar viendo al bondi a estar subiendo al bondi, y el chofer dijo:
      —Soy Pepe Colectivero, el chofer más comiquero. Vamos al Mangazo. ¡Qué fenómeno!
      El viaje hasta la isla desconocida en que se celebraba la convención transcurrió con toda tranquilidad. Durante dos cuadras, por lo menos. Allí, el colectivo fue abordado (nunca mejor utilizada la expresión) por una horda de fanáticos exasperados que llevaban enormes máscaras con ojos más grandes todavía. Saltaban y bailaban con furia, balanceando sus desproporcionadas cabezotas de títere, mientras no dejaban de cantar a voz en cuello:

Soooomos los otaku,
asustamo’ a las viejas
usando dracu-dracu.
Soooomos los otaku,
por mirar dragonbooool
faltamos a la facu.

Recuerdo que, cuando era muy chico, me aterraban los payasos. No es divertido recaer en tales cosas cuando uno ya tiene un título terciario. Enfrentado a esa visión pesadillesca, me vi al borde de una decisión desesperada, debatiéndome entre un irracional impulso suicida y el arraigado instinto de conservación. Al fin el impulso irracional ganó por abandono, y seguí sentado tranquilamente donde estaba en lugar de tirarme del coche en movimiento por una ventanilla cerrada.
      —¡Uh, miren, loco! —dijo uno de los cabezudos— ¡Es José!
      —¡Josecito el Mamucito! ¿Qué hacé, mamú?
      —¿Cómo anda la mamúa?
      Ahí me cayó la ficha. La levanté y le pregunté a mi compañero de asiento:
      —¡Ah! ¿Así que vos sos el famoso José, la mascota de la barra otaku?
      —Sí, fierita. Yo soy José, el de la barrita —y barritó. Después volvió a tocar el platillo.
      —¡Qué grande Josecito!
      —¡Contate otro, José!
      Bueno, así todo el viaje, con el mamut contando chistes y los otaku saltando, cantando y sacudiendo el coche de lado a lado. Y los problemas apenas empezaban: cuando llegamos al sitio de la convención, encontramos la entrada vigilada por una enorme esfinge robótica. El coloso mito-mecánico refulgía bajo el sol con destellos dorados, plateados y cobrados.
      —¡Qué suerte pa’ la desgracia! —exclamó el chofer— ¡Una esfinge!
      —¡Juajuá! La esfinge, ¿es o finge?
      —¡Grande, mamú!
      —¡No te extingas nunca!
      —¡Io sono la Sfinge di Sebas! —rugió en falsete la esfinge—. Mi ha creato il professore Sebastiano Giammazzachi, e la organizzazione della mostra mi ha messo qui per ammazzare tutti quanti chi non rispondano propriamente la domanda: “¿Tieni biglietto?” Ma allora mi ha infettato un virus polimorfo e mascalzone che me fa dire: ¡Leggi la Bibbia! ¡Leggi il Neone, la Genesi e gli Evangelioni! ¡Non ascolti la scienza menzognera! ¡Il mondo ha seimila e setti anni e la evoluzione non è veritá! ¡Il registro fossile non me ne frega un cazzo! ¡La evoluzione non è veritá!
      —¿Ah sí? ¿Y entonces cómo hago yo esto? —dijo el mamut, y contradiciendo la perorata de la esfinge se puso a evolucionar ahí mismo. En pocos instantes pasó de ser un mamutcito a ser un mamutazo. La vincha ahora decía “Yankees Go Nagai”, y la batería dejó de ser de ésas o de aquéllas para convertirse en una batería de cañones navales de cincuenta milímetros, aunque vistos desde abajo parecían bastante más largos.
      Y entonces comenzó la batalla titánica entre la carne y el metal, entre la historia y la prehistoria, entre la mitología y la paleontología, entre... Entre treinta y cuarenta episodios duró la lucha, y en todo ese tiempo los otaku no dejaron de alentar:

Oooooh,
dale che mamúúúú,
che mamúúú, che mamúúú,
dale che mamúúúú.
Oooooh...

Ni hablar de la algarabía inmensa que estalló cuando la esfinge quedó convertida en una nube de polvo y gas radiactivo que fue disipada por el viento. Los otaku saltaban, se chocaban las cabezotas y se burlaban de la bestia derrotada cantado:

Siaaaamo gli ottacchi...

Tarde advirtieron que la esfinge sólo había simulado ser reducida a sus átomos constituyentes, y ni lerda ni perezosa aprovechó la guardia baja de su oponente para impactarlo con una trompada que lo puso en órbita rasante.
      —¡Ha questo, brigante! ¡Vaffanculo!
      Hay que reconocer que es algo inusual ver un mamut artillado que se desplaza haciendo sapito por el Mar del Japón. Tan inusual que es posible que no haya sucedido nunca, y que semejante espectáculo sólo se haya visto aquella vez que estoy relatando en la Bahía de Osaka. Como sea, su trayectoria se vio prontamente interrumpida por la masa del monte Fuji Vape.
      —Uuuh, vieja, mató —dijo en el fondo del cráter del segundo impacto (el primero fue el de la trompa), y dio su barrito final.
      —¡Patapúfete! ¡El mamú quedó hecho pomada! —dijo el colectivero—. Pero esto no va a quedar así. ¡No señor! ¡Todo el mundo abajo! —Pisó el embrague, puso la palanca de cambio en la posición “COMBATE”, y el bondi se transformó. La mole de acero comenzó a abandonar la postura horizontal y a quebrarse en varios puntos; del chasis surgieron contundentes extremidades mecánicas cubiertas de fileteados. En uno de los brazos, a modo de tatuaje patibulario, estaba escrito “La vieja y Boca, lo más grande que hay”, y en el otro “¿Cómo manejo? Llame al 0-800-ROBOTO”. Sobre el parabrisas, devenido ciclópeo ojo de vidrio con borlitas, donde antes decía “AL MANGAZO” ahora podía leerse “PEPE JUSTICIERO, EL ROBOT GASOLERO”.
      Sí, todo muy impresionante pero qué quieren que les diga, a esta altura ya me había aburrido. Dejé que siguieran agarrándose de los Mechas todo lo que quisieran y entré en el salón de la convención (aprovechando, por otra parte, que la esfinge estaba distraída en otros asuntos y no pedía las entradas).
      No llevaba más que unos instantes en el predio cuando anunciaron por los altavoces que en una de las salas estaba por empezar la exhibición del nuevo OVA de la serie Toka no botono, subtitulado en húngaro por la asociación Enemigos del Manga y el Animé (EneMA). Como todavía no tenía mucho para la crónica, hacia allá fui. Pero pasó algo a mitad de camino, y no llegué jamás.
      En un ámbito menos concurrido y con iluminación más tenue, habría interpretado de otra manera el gesto con que aquella señorita me detuvo. Pero delante de toda esa gente, parecía improbable que su intención fuera asaltarme.
      —¿Quiere darse un sake? —me dijo con una sonrisa.
      —¿Eh? —respondí yo, sin una sonrisa.
      Me explicó que el sake es un aguardiente de arroz tradicional de Japón, y que lo que me estaba ofreciendo probar era una nueva línea de producto, hecha con arroz con pollo. “Y dale”, dije. Me llevé a la boca el cuenquito de porcelana, tiré la cabeza hacia atrás y dejé que la gravedad hiciera el resto.
      “Gravedad” es una buena forma de decirlo. Este evento marcó un antes y un después en la historia que estoy contando. Lamentablemente esta división no tiene mucho sentido, ya que mis recuerdos del “antes” no son menos estrafalarios que los del “después”. De estos últimos, el primero que tengo es que me estaba revisando un médico que, a primera vista, me pareció extraño. Después, cuando lo vi mejor, me di cuenta de que efectivamente era extraño. Bah, a lo mejor no es algo tan raro y todo se reduce a que me falta mundo, pero yo nunca había visto a nadie que fuera finlandés del lado izquierdo y masai de Kenia del derecho, salvo en un par de ocasiones.
      —Soy el doctor Bagley —me dijo—. Va a estar bien, no se preocupe. Su organismo rechazó inmediatamente la bebida y la expelió por la misma vía de ingreso. La próxima vez, trate de no darse un sake cerca de alguien que esté haciendo malabares con antorchas encendidas mientras canta “Great balls of fire”.
      —¡No me diga! ¿Alguien salió lastimado?
      —Los que peor la pasaron fueron unos camcorders Sony. Pero no se preocupe: están bien y los japoneses en que se desplazaban estaban asegurados contra dragones eventuales. El que sí estuvo en peligro fue usted. Un matadragones de incógnito quiso llevarse un trofeo para pedirle deseos.
      —¿Qué trofeo?
      —Eeh... no importa. De todas formas, fue reducido por el personal de seguridad y lo pusieron a la sombra de un bonsai.
      —Qué bueno. Ahora, si me permite, tengo que seguir con mi cobertura del evento...
      —¿Qué cobertura ni cobertura? Dígame, ¿ésta le parece una enfermería común y corriente?
      Tuve que reconocer que no. Era un cuarto circular de paredes de piedra desnuda, sin otro acceso que una trampilla en el piso y una ventana por la cual se veía un mar rugiente. Parecía una habitación de una torre que estaba al borde de un acantilado.
      —Es una habitación de una torre que está al borde de un acantilado —me confirmó el médico bicolor—. Si no lo hubiera traído aquí, habría quedado a merced de la violencia de los otaku.
      —Los otaku...
      —Se pusieron a destrozar toda la muestra, en venganza por la muerte de su mamut. ¿Los escucha?
      Los escuchaba. El canto llegaba amortiguado desde los niveles inferiores:

Soooomos los otaku,
vamo’ a matar a todos,
hasta al grone Baracus.
Soooomos los otaku,
lo vamos a tiraaaar
en el Rano Raraku.

—Eso me preocupa —me dijo el doctor—. Baracus es mi medio hermano.
      —No entiendo. ¿Por qué no se la agarran con la esfinge, que fue la que causó todo?
      —Son vengativos pero no comen vidrio. ¿Ya vio cómo quedó el bondi?
      —¿Cómo vamos a salir? ¿Qué vamos a hacer? —dije exasperado, y me puse a medir a pasos eufóricos el diámetro, la circunferencia y las cuerdas de la habitación—. Si no nos agarran los otaku, nos agarra la esfinge; y ésta, o nos amasija por no tener entradas, o entra en un bucle piadoso y nos predica. ¿Qué vamos a hacer? ¡¿Qué vamos a hacer, por San Seiya?!
      —¡Eh! ¡Tranquilo! —me reconvino el doctor Bagley, y me dio un par de cachetadas terapéuticas—. Vamos a salir de acá. ¿Confía en mí?
      —Esteee... ¿Puedo decir “a medias” sin que parezca racista?
      —Hmmmm... Me temo que no.
      —Bueno, entonces no me queda otra que confiar.
      —Excelente. Pude comunicarme con el general Látigo Koji por el Messenger Z. Me dijo que no va a poder venir, pero me dio instrucciones precisas. ¿Puedo contar con usted?
      —¡Por supuesto! Dígame qué es lo que hay que hacer.
      —Bueno, básicamente el plan consiste en detonar la bomba nuclear táctica de veinte kilotones que estaba preparada para el fin de la convención.
      —¿...? ¿H...? Discúlpeme, ¿no?, pero... ¿Me puede explicar, en términos sencillos y comprensibles, por qué tienen una bomba de veinte kilotones?
      —Porque para una de medio megatón como la que querían los organizadores se necesitaba personería jurídica.
      —Ah...
      Mientras el doctor me explicaba sobre un plano algo que no escuché, estimé que ya había hecho suficientes mediciones a pasos de la habitación circular. Saqué una calculadora y las promedié: me dio unos seis metros de diámetro. Hice más cálculos: velocidad angular, velocidad tangencial, resistencia de la piedra, fuerza centrípeta... Me tomé el pulso, extrapolé la presión arterial, multipliqué por la capacidad calórica del almuerzo, sumé un vector perpendicular de 9,8 m/s²... Sí, las condiciones parecían ser adecuadas. Guardé la calculadora y me puse a caminar por las paredes.
      La nueva perspectiva davebowmaniana me permitió ver cosas en las que antes no me había fijado. Por ejemplo, el objeto en el que estaba sentado el doctor.
      —¿Qué es eso?
      —¿Qué...? Ah, ¿esto? Nada, que hace un rato trató de entrar un otaku. Cuando me vio salió corriendo, no sé por qué, y se le cayó la máscara.
      Me bajé de la pared y lo miré. El tipo seguía hablando.
      —Bueno, una vez que haya retirado la cubierta, va a encontrar dos cables. Tiene que cortar el cable verde con bandas violetas, no el violeta con bandas verdes. ¿Me sigue?
      —Oiga, acá tenemos la máscara de un otaku. ¿No se le ocurrió que podemos usarla para escapar?
      Me miró. Tenía en los ojos un brillo extraño, más todavía que su propia persona. Inmediatamente me arrepentí de haber abierto la boca: ahora lo sabía. Éramos dos y sólo había una máscara. Se oyó una tensa música de cítaras.
      Tenía que ser más rápido que él. Lo empujé al suelo y tomé la máscara gigantesca. Pesaba más que lo que había supuesto. No me di vuelta a ver lo que hacía el doctor; simplemente aferré la máscara por las puntas sueltas de la enorme vincha que la ceñía, me la eché sobre el hombro y salté por la ventana hacia el mar rugiente.
      Funcionó bastante bien. Los agujeros de los ojos estaban cerca del del cuello, así que se mantenían por encima de la línea de flotación y casi no entraba agua. Y con la vincha pude improvisar una vela aceptable. A los pocos días me rescató un barco ballenero que, según me contaron los tripulantes, andaba tras un hipocampo de ochenta metros de largo que había dejado clavado al capitán con no sé que asunto de garantías hipotecarias. Pero esto último me parece sospechoso, y es posible que no haya sucedido tal como lo recuerdo.

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