«Dijo Rab Ishmael: ‘Me dijo Metatrón: Ven y mira las Letras con las que fueron creados los cielos y la tierra... los mares y los ríos,... las Letras por las que fueron creadas las estrellas) y las constelaciones... por las que fueron creadas la rueda de la Luna y la Rueda del Sol, Orión,... las Letras por las que fueron creadas el Trono de la Gloria y las Ruedas de la Merkabáh..., las Letras por las que fueron creadas La Sabiduría (Jojmáh hmkx), el Entendimiento (Bináh hnyb), el Conocimiento (Daat?/tid?), la Prudencia, la Mansedumbre y la Rectitud en los que el mundo entero se sostiene.’»
De Sefer Hekalot
Apócrifo, S.V
Abraham sostuvo en su mano el engranaje de doce muescas que estaba terminando de pulir, lo observó con ojo crítico bajo la luz halógena del taller hasta quedar satisfecho con la pureza de la pieza. La fijó al torno y empezó a grabar en ella, con infinita delicadeza, cada una de las letras simples: Hei, Vav, Záin, Jet, Tet, Iod, Lamed, Nun, Samaj, Áin, Tzadi y Kof. Una letra para cada elemento del engranaje, una constelación, un mes del año. Cuando terminó con las letras simples, le dolía la cabeza y la vista. El reloj marcaba ya avanzada la madrugada, hora de intentar dormir un poco después de una dura jornada de trabajo. Soltó el engranaje del torno y admiró una vez más la belleza espejada del oro pulido, sonrió y lo envolvió en un trapo de algodón antes de dejarlo junto a otro engranaje de su máquina. La pieza doble, pensó Abraham, y no pudo evitar
sacarla de su funda para mirarla una vez más. Tenía siete muescas, y en cada una de ellas Bet, Guimel, Dalet, Jaf, Resh, Tav y Fei. Las letras dobles, los días de la semana, los agujeros de la cabeza, los antiguos planetas hebreos.
Al salir de su taller de relojería, Abraham todavía podía notar las letras grabadas en sus ojos, como si hubiera estado mirando mucho rato una luz intensa. Mañana empezaría la última pieza, la más pequeña de las ruedas, la más importante. Pero ahora le convenía dormir, subió a su habitación, justo encima del taller y entró en su habitación. Los libros ocupaban casi cada rincón del cuarto, esquivando varios montones abrió la ventana que daba a la Calle Alta y dejó que el aire de la noche refrescara el ambiente viciado de humedad. Una polilla rebotó en la farola naranja que iluminaba la calle y entró en la habitación, Abraham se asomó y vio que decenas de polillas se arremolinaban junto a la luz.
La polilla se paró encima de una torre de libros, "De oculta philosophia" de Agrippa, según observó Abraham al acercarse, había llamado la atención del pequeño insecto. Lo cogió con delicadeza y se acercó de nuevo a la ventana, sacando a la polilla con cuidado antes de volver a cerrar la ventana.
Apartó varios libros más de su cama y se tumbó agotado, ya estaba mayor para esos esfuerzos, pero veía tan cercano el final que no podía detenerse. En el techo del cuarto había colgado los esquemas de su máquina, el AlefBet, un innumerable caos de ruedas dentadas, coronas y engranajes en decenas de papeles dispersos. Y desde la cama Abraham los unía en su mente, engarzaba cada tornillo en su lugar y veía el movimiento, sincrónico, perfecto, de la creación. Con ese pensamiento se durmió, agotado, entre montañas de libros.
Una voz le llegó entre susurros, haciéndose camino en sus sueños.
Kasdiel a mi derecha, Kaniel a mi izquierda, Rajmiel en mi cabeza: ángeles, favorézcanme para hallar favor y gracia ante todos los hombres, grandes y pequeños y delante de quien tengo necesidad, Amén, Amén, Amén, Selah, Selah, Selah.
Abraham se revolvió inquieto en la cama, sus sueños se deshicieron lentamente, como si se derritieran, dejando en su lugar una luz blanca de la que emanaba una voz familiar.
Kasdiel a mi derecha, Kaniel a mi izquierda, Rajmiel en mi cabeza: ángeles, favorézcanme para hallar favor y gracia ante todos los hombres, grandes y pequeños y delante de quien tengo necesidad, Amén, Amén, Amén, Selah, Selah, Selah.
"Selah", el eco de la palabra le hizo abrir los ojos en la oscuridad, pero ella no estaba. Raquel. De nuevo su voz, tan hermosa, acercándose en la noche. Desde que estaba llegando al fin del AlefBet podía sentir su presencia cada vez más cerca. Rezando por él. Esa era una de las señales que le impulsaban a continuar, cuando terminara su máquina lo de abajo subiría arriba, se formaría el Todo y en el Todo estaría Raquel.
Antes de darse cuenta, el sol se introdujo de puntillas en su habitación, despertando polvos y papeles rotos. El viejo relojero se sintió incapaz de dormir de nuevo, se vistió y bajó a preparar la tienda.
*
La mezcla única de los siete metales se enfrió lentamente en el molde con forma de corona. A través de la lupa de Abraham los colores de la pieza cambiaban fugazmente con cada reflejo de luz, de morado a rojo, de azul a amarillo, metal caprichoso y cambiante. Cerró el libro de Paracelso y lo puso encima del de Picco de la Mirandella, ya no los iba a necesitar, la amalgama estaba terminada y ahora sólo quedaba grabar las últimas letras. Dio las gracias a aquellos alquimistas, visionarios en un mundo de tinieblas, que habían guiado su propia vista y manos para realizar su objetivo. Cuando tuvo en su mano la pieza dibujó en su mente dónde irían las últimas letras, las más importantes, se dijo, Alef, Mem y Shin, Aire, Agua y Fuego, las palabras madre. Tardó treinta y dos días en grabar cada letra, cuidando cada medida de acuerdo a la antigua Torah y el orden de las Sefirot, su pulso no vaciló nunca pese a que cada noche podía dormir menos y asaltaban sus sueños delirios de otras esferas. Sesenta y seis días después terminó su trabajo, todo su banco de relojero lleno de piezas únicas, esperando ansiosas su ensamblaje.
Con precisión absoluta, Abraham fue montando los elementos de su AlefBet, primero la mecánica más simple que se correspondía a su oficio, el reloj. Le había puesto dos pesos de plomo y el interior del mecanismo era de hierro y cristal, no tardó demasiado en terminarlo. Casa pieza tenía escrita su función, tiempo, giro, contravuelta, labrado todo en finos ornamentos. Comprobó la velocidad del primer extrogiro, veintidós segundos por vuelta, extrajo la primera pieza y la encajó con un delicado sonido metálico. Luego extrajo la segunda rueda, la de las letras dobles, hecha de la plata más pura. La dispuso de acuerdo a los planos, para que girara hacia la derecha en una órbita elíptica sobre la pieza central. Introdujo una varilla en el huso del eje y dejó preparado el enchanche para la última pieza, la de las letras simples. Como si de un cirujano se tratara extrajo la rueda de doce muescas, la de oro macizo, y la insertó en su lugar. El AlefBet estaba completo.
Introdujo la llave de estaño en su lugar privilegiado entre los pesos y soltó el seguro, la rotación empezó tal y como estaba prevista, veintidós segundos por vuelta que se combinaban con la elíptica de la segunda rueda a siete segundos por vuelta y la de la tercera, sobre las dos anteriores y en dextrogiro, a tres segundos por vuelta. Un ruido de fino metal contra metal resonó en las paredes del pequeño taller, la luz de la luna, una luna llena, madre, diosa pagana, atravesó con fuerza el pequeño ventanal que hacía de respiradero, cayendo sobre el perfecto AlefBet del viejo Abraham. Con cada coincidencia de engranajes una palabra se formaba en el aire y la luz de la luna, utilizando quién sabe que antigua magia, la dotaba de forma por un momento, en forma de ilusión, de espejismo, de niebla.
Kasdiel a mi derecha, Kaniel a mi izquierda, Rajmiel en mi cabeza: ángeles, favorézcanme para hallar favor y gracia ante todos los hombres, grandes y pequeños y delante de quien tengo necesidad, Amén, Amén, Amén, Selah, Selah, Selah.
De nuevo la voz de Raquel entre el silbido metálico del aparato mientras buscaba los setenta nombres de Dios y los hacía reales. Todo está en la Torah, pensó Abraham, tanto lo pasado como lo futuro, lo que está arriba y lo que está abajo.
La rueda inferior giró doscientas cincuenta y seis veces, la segunda cuatro giró ochocientas cinco y la tercera mil ochocientas setenta y siete vueltas formando un número igual a la potencia de la suma de las letras y sus vueltas. El reloj de Abraham, su AlefBet, dio una vuelta completa y terminó su ciclo.
En el siglo XVII, el rab Ibrahim terminó su libro.
En el siglo V los rollos con los apócrifos judíos fueron escondidos.
En el siglo III antes de Cristo los magos dijeron sus profecías.
Antes de todo eso los druidas colocaron la última pieza de su círculo.
Antes incluso, el hombre cantó a la luna sus plegarias bailando alrededor del fuego.
El reloj de Abraham dio la vuelta, lo que estaba arriba pasó a lo que estaba abajo, el verbo fue nada y la nada fue verbo. Raquel no fue y Abraham tampoco. El giro se completó y las estrellas con él.
Se hizo el silencio en la tierra joven. Era, de nuevo, el principio.
ALFREDO ALAMO
Alfredo Álamo es de Valencia, España. Nació en 1975.
Fue finalista en el concurso de poesía de ciencia ficción de Ciencia
Infusa del 2002. Ha colaborado en la revista Alfa Eridiani. Nos ha comentado que
le apasionan "la ciencia ficción, el Aikido y la Guiness negra bien fresquita".
Axxón 133 - diciembre de 2003
Ilustró: Valeria Uccelli
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