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La República Sarmientina
Por Andrés D.

El mes pasado prometí transcribir lo que leí (¿o viví?) en aquel libro tan extraño que había llegado a mis manos. Como lo prometido es deuda y no es bueno dejar que se acumulen los intereses, aquí está.

No sabía dónde estaba. Tampoco sabía cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era el libro. Aquel libro antiguo y misterioso que le había pedido prestado a DJ Morse mientras aquella pequeña mostruosidad (que, ahora que lo pienso, parecía un elefantito sin orejas y con muchas trompitas, pero eso ya no importa) sembraba el pánico.
      Aquel lugar, fuera lo que fuese, era oscuro y pestilente. Una luz siniestra entraba por un ventanuco que era demasiado pequeño y estaba demasiado alto como para cumplir otra función útil que dejar entrar una luz siniestra. El pálido haz iluminaba a su paso los vapores fétidos que viciaban el aire, y caía finalmente sobre un balde y un lampazo que, a modo de cruel burla, dormían inútiles desde épocas inmemoriales.
      Aquel lugar, pronto lo supe, era un baño. Un baño de escuela.
      Un punto de luz anaranjada iba y venía, trazando un breve circuito en la oscuridad. A medida que mis ojos se habituaban, observé que el punto de luz estaba unido a un cigarrillo. El cigarrillo, a su vez, estaba unido a una mano. La mano, afortunadamente, estaba unida a una persona. La persona era una mujer que se apoyaba en una pileta desvencijada. La pileta crujía.
      Algo no estaba bien. No era el punto de luz ni el cigarrillo: a pesar de las ilusiones ópticas causadas por las volutas de vapor, se veía claramente que uno no dejaba de seguir obedientemente al otro (aunque nunca supe cuál seguía a cuál). No, el problema era la mujer, vestida como estaba con un uniforme escolar: camisa, corbata y pollera. Aún en aquella penumbra tóxica distinguí que le sobraban unos veinte años para que aquellos ropajes le fueran adecuados, y unos veinte kilos para que le quedaran bien.
      Emprendí, con mucha cautela, la tarea de interrogarla discretamente. Tal vez pudiera darme datos sobre mi paradero sin revelarle mucho en el proceso.
      —¿Dónde estoy?
      —En un baño.
      No estaba funcionando. Decidí sobre la marcha cambiar el enfoque.
      —¿Qué hora es?
      —Las nueve y media de la mañana.
      —Uy, me debo haber quedado dormido leyendo.
      —Del 19 de septiembre.
      —Pucha, sí que dormí un rato largo.
      —De 2075.
      —¡No! ¡Otra vez me perdí el cometa Halley!
      Su respuesta reveló una indiferencia cósmica como pocas veces he visto.
      —Y bueh, qué se le va a hacer.
      —Y deci... ¿Qué es ese ruido?
      —¿Qué ruido?
      —Ése que viene de afuera. Como si unos uniformados estuvieran moliendo a palos a alguien.
      —Ah, eso. Estoy tan acostumbrada que ya ni me doy cuenta.
      —¡Pero yo quiero ver qué es! Dale, haceme pie para mirar por ese ventanuco que deja entrar una luz siniestra.
      Instalado sobre los hombros de la gorda, tuve una visión pesadillesca que me llenó de espanto. Efectivamente, unos soldados le rompían prolijamente los huesos a un pobre diablo, tal vez por estar también vestido con uniforme escolar, a contramano de su coronilla deforestada. No pude soportarlo. Me aparté inmediatamente del ventanuco.
      —Es para volverse loco. Esos tipos tenían uniformes muy parecidos a los de los anaclones.
      —¡Y claro! Si el Regimiento de Anaclones fue el germen de lo que ahora es el Cuerpo de Preceptores.
      La mujer se llamaba Sofía y, según me dijo, había tenido que rendir quince veces Historia Contemporánea. Aquello le daba un conocimiento privilegiado sobre los acontecimientos de las últimas décadas, el cual pasó a compartir conmigo.
      Lo que me contó hizo que la sangre se me helara y me hirviera varias veces en sucesión. Si hubiera tenido algún alimento en mi interior, éste se habría conservado.
      —Todo empezó a comienzos de 2005, cuando los anaclones tomaron el poder en la sección AnaCrónicas de la revista Axxón. Al principio, los lectores los saludaron como los salvadores que venían a sacar la sección del caos y la zafiedad en los que la había sumergido la administración anterior.
      »Todos estaban tan entusiasmados con el cambio de rumbo que no vieron lo que se venía. AnaCrónicas empezó a valerse de coberturas sensacionalistas y otras tácticas editoriales populistas y desaprensivas para atraer más lectores, aumentando así su popularidad y su influencia. Su éxito fue tan arrollador, que en cuestión de meses los anaclones desplazaron a todos los demás responsables de la revista. Para fin de año, la home page había cambiado su tradicional azul por el ovoamarillo, y el sitio recibía más de dos millones de visitas por mes.
      »Y no se detuvieron ahí. Pronto estuvieron vendiendo por cifras millonarias los derechos cinematográficos de los cuentos, de los artículos de divulgación, de las noticias y hasta del código HTML. Los chicos lloraban y pataleaban para que les compraran un muñeco articulado del Encarrilador en traje de astronauta, o con Wilson Evolve Action, o piloteando un caza espacial de la guerra contra los Kreacionors.
      »Para cuando alguien se dio cuenta de dónde querían llegar, ya era tarde. Los anaclones se volvieron tan populares que uno de ellos ganó las elecciones presidenciales de 2007. Poco después logró que se reformara la constitución para llevar a cabo su promesa de campaña: convertir en realidad el viejo sueño de Sarmiento de hacer de toda la república una escuela. Y aquí estamos nosotros, setenta años después, escondiéndonos de los preceptores en el baño.
      Un hombre entró dándole patadas a las cosas. Revoleó una mochila, haciendo pedazos la única lamparita que quedaba viva. No hizo gran diferencia; la lamparita probablemente era de medio watt.
      —¡Maldición! Lucas y el colorado cayeron en una emboscada del Preceptorkorps. Yo me salvé raspan... ¿Éste quién es?
      —Tranquilo, flaco, que todo tiene explicación. Mirá, te cuento: yo estaba leyendo un libro...
      —Pará, pará, que todo esto es muy raro. ¿Que estabas leyendo un qué?
      —Un libro.
      —¿Y eso qué es?
      —Ay, Gastón, ya te lo expliqué mil veces. Los libros son la fuente mítica de las fotocopias.
      —Sí, pero este libro no se puede fotocopiar. Cosas horribles le sucederían al que lo intentara.
      —¿Cosas horribles? ¿Cómo cuáles?
      —Qué sé yo, yo solamente estoy leyendo. A propósito, ¿qué es la reprografía?
      —Sofía, a mí me parece que éste es un espía. A ver, ¿dónde está ese libro? ¿Se puede ver?
      —Ése es el problema, ahora no lo encuen... Mirá, en la tapa tenía pegado un reloj sin agujas, igualito a éste que tengo colgado del cuello. ¿No lo vieron?
      —¿No es ése que está pegado al reloj?
      —Eh... Uy, sí. Je je... Con razón me empezaban a doler las cervicales.
      Sofía apagó el cigarrillo. Bah, en realidad lo apagó el agua. Lo único que ella hizo fue tirarlo al inodoro.
      —Ajá. ¿Me alcanzás aquel lampazo?
      —Sí, acá ten... ¡Uy, no! ¡No me pegues! ¡No!
      —¡Idiota! ¡Ése es el temido Anacronicón! ¿No sabés lo que es? ¿No sabés que el Gran Director se vuelve loco por leerlo? ¡Si llega a poner sus manos sobre él, tendrá poder absoluto!
      —Este... ¿No lo tiene ya? ¡Ay, no, no! ¡Eh, pará, loca!
      —Maldición, ahora vamos a tener que llevarlo al operativo. Ya no podemos dejarlo sin vigilancia colgado de los pies con la cadena de la cisterna como tenía previsto.
      —¿No podemos llevarnos el libro y dejarlo colgado igual? ¡Dale, gorda, yo ya me había hecho ilusión!
      —No, él es el tenedor del libro y debe ser él quien lo lleve. Cualquier otro se tentaría a usar su poder.
      —Eh, eso me suena de algún lado. Esperá que busco la página...
      —¡No hay tiempo! Gastón, ¿pudiste traer aquello?
      —¿Que si pude? Je je...
      Sacó de la mochila una hoja de carpeta arrugada y garabateada con biromes de colores.
      —Este... ¿Qué es eso?
      —¿Cómo que es esto, ignorante? Éste es un circuito electrónico con un bando insurgente codificado, o circuito BIC.
      —¿Un circuito? O sea, ¿es un diagrama para armarlo?
      —No, no, es el circuito mismo. Está dibujado con distintas clases de tintas conductivas. Las líneas verdes, azules y rojas conectan los componentes. Los corazones rosas son transistores, y las flores violetas son compuertas lógicas. Y estos puntos oscuros son... manchas de chocolate, me parece.
      —¿Lo puedo ver?
      —¡No! Es vital para el operativo. Dos compañeros fueron amonestados hasta la muerte para que esto llegara aquí.
      —Vamos, que llegamos tarde a la clase de matemática.
      Sofía abrió un armario y, de entre las escobas y los secadores, extrajo un uniforme para mí. Hacía tanto tiempo que estaba guardado allí, en aquel ambiente, que casi no habría necesitado tenerme adentro para salir caminando.
      El exterior era peor que el interior. Los omnipresentes afiches de propaganda le daban al ambiente un tono de amenaza: “Por una República Sarmientina fuerte y unida”, “Denuncie a los revoltosos”, “Feria de platos”... Lo más estremecedor, sin duda, era ver uniformados a los peatones, jóvenes y viejos, hombres, mujeres y niños. Todos iban vestidos igual: camisa blanca, blazer gris, corbata reglamentaria y pollera a cuadros.
      Ya antes de llegar al sitio de confluencia pudimos oír por los altavoces la voz graznante:
      —Si tres o más paralelas son cortadas por dos transversales, dos segmentos de una de éstas, dos segmentos cualesquiera...
      En la plaza donde se dictaba la clase, varios miles de alumnos se alineaban con rigor geométrico ante una pantalla gigantesca. En una mitad de la pantalla, puntos definían rectas y rectas definían planos. En la otra mitad, arrugas sinuosas y cosméticos de ocho colores diferentes definían la cara de la profesora.
      —... vemos que OP es a PQ como MN es a NT... ¿Están tomando nota? ¡Miren que yo no repito!
      No quedaban muchos lugares vacíos, pero nos arreglamos para acomodarnos. Gastón sacó discretamente de su mochila la hoja del circuito BIC y comenzó a plegarla en una configuración aerodinámica.
      —Esto se acabará muy pronto. Cuando el BIC entre en contacto con los circuitos de la pantalla, todos verán nuestro mensaje revolucionario. ¡Je je je!
      Casi me da un infarto cuando sonaron los timbres de alarma. Los murmullos crecieron entre la concurrencia; varios preceptores, instalados en atalayas en torno a la plaza, prepararon sus rifles. El origen del tumulto estaba a pocos pasos de nosotros: alguien había levantado la mano, interfiriendo la red de sensores láser que cubría el área a un par de metros de altura.
      —¿Sí, señor? ¿Tiene alguna duda?
      —Señora profesora, el alumno que está atrás mío se está riendo.
      —A ver, señor, cuéntenos el chiste, así nos reímos todos.
      —¡Tiene un proyectil!
      El grito sonó como un disparo. Los disparos también. Desde sus puestos elevados, los preceptores arremetieron contra Gastón con balas de goma. La goma reventó contra su cuerpo, atrapándolo en una masa de la textura del chicle masticado que se secaba rápidamente al sol.
      —Menta... ¡Aj!
      Con todo orden y disciplina, empezando por las últimas hileras y procediendo hacia adelante, las personas congregadas echaron a gritar y a correr despavoridas en todas direcciones. Vi en aquello una buena ocasión para confundirme entre la muchedumbre.
      —¡El proyectil! ¡El proyectil está en el aire!
      Así era: con admirables reflejos, Gastón había logrado lanzar el BIC antes de quedar atrapado en su cárcel gomosa. Ahora, el circuito planeaba gallardo sobre las cabezas de la multitud alborotada, perfectamente balanceado gracias al clip de la punta, y por completo indiferente a las cargas antiaéreas que reventaban a su alrededor. Si hubiera tenido piloto, éste habría sido un héroe entre los pitufos.
      Pero ¡ay! Aun con su hábil muñeca, Gastón no pudo lograr un lanzamiento perfecto en condiciones tan apremiantes. El avioncito se fue apartando poco a poco de la parábola calculada, y fue a insertar su nariz entre los enormes pixeles cerca de una esquina de la pantalla, en lugar de en el centro, donde estaba previsto. El clip cerró exitosamente los contactos, pero el mensaje fue visible sólo parcialmente durante breves segundos.
      —¿El director Selaco? ¿Quién es el director Selaco?
      Vi de lejos cómo los preceptores despegaban del suelo el ya petrificado mazacote que contenía a Gastón y lo cargaban en una camioneta. No quise imaginarme qué horrible suerte le esperaba al pobre.
      Volví a encontrar a Lucía en otro baño, un par de horas después.
      —¿Cómo supiste que éste era el punto de reunión si algo salía mal?
      —No sabía nada, yo solamente quería usar el baño.
      —Escuchame, tenemos que rescatar a Gastón de esos salvajes.
      —Sí, todo lo que quieras, pero ¿podés mirar para otro lado un segundo? ¿Qué pasa, ya no hacen baños separados?
      —Gastón sabe cosas que pondrían en grave peligro a nuestro movimiento si llegaran a oídos del personal directivo, señores docentes, señores preceptores, señores padres, personal de maestranza, alumnos. Me enteré por un informante que lo llevaron directamente a la Torre de Marfil del Gran Director. Tenemos que entrar ahí... aunque nos cueste la vida.
      —Uf, menos mal que acá se termina el capítulo.

Es cierto, se termina el capítulo, pero ¿quién deja de leer ahí? ¡No se pierdan el mes que viene la continuación de esta apasionante cobertura!

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