CON UN PIE EN LA TRAMPA

Hernán Domínguez Nimo

Argentina

"ET es la mejor película de la historia para la familia".
Encuesta nacional realizada por el Channel 4 de Londres


Lo primero que le llamó la atención fueron los ojos. Eran su rasgo más humano, de un celeste cristalino, siempre abiertos en expresión de asombro permanente. En ese momento, casi de espanto.

El extraterrestre estaba más asustado que él.

Eso fue lo que tranquilizó a Jeremiah. Si el ser podía hacerle daño de alguna manera, no tenía por qué mostrarse asustado. Y era evidente que no salía huyendo despavorido porque el terror lo había paralizado.

—No tengas miedo, pequeño —dijo Jeremiah, apartando los matorrales en los que se escondía. Sólo había que verlo de cuerpo entero para perderle el poco temor que podía quedar: no tenía más de un metro veinte, barriga prominente, patas muy cortas y una cabeza enorme.

Descubrió que la razón de su estatismo era otra: una de esas patas estaba dentro de una trampa para liebres.

—¡McCormick! —escupió entre dientes. Sólo él era capaz de meterse en sus tierras para plantar trampas. No lo había creído capaz de volver después de su último encuentro. Iba a tener que explicárselo otra vez, con más énfasis.

—Calma, calma. Voy a sacarte de esa maldita trampa.

Con mucho cuidado, separó los dientes metálicos hasta permitir que la pierna se moviera libremente. Pero el pie era tan largo y ancho que casi no pasaba por la abertura.

—¿Cómo mierda hiciste para meter el pie acá adentro? —dijo Jeremiah y enseguida le largó una sonrisa estúpida; no sabía si entendía inglés, pero por las dudas mejor no insultarlo.

Sudó un buen rato hasta que consiguió que el pie pasara, torciéndolo un poco. La criatura apenas se quejó. Tampoco amagó a huir hacia la espesura del bosque cuando Jeremiah se entretuvo para cerrar la trampa con suavidad. Muchos las soltaban de golpe, apartando los dedos, pero conocía casos en que los dientes habían sido más rápidos que la mano del cazador.

—¿Qué voy a hacer contigo? —pensó Jeremiah en voz alta, y el extraterrestre lo miró con un asomo de miedo en los ojos azules; eso lo hizo reír—. ¡No te preocupes! Yo te voy a cuidar de tipos como McCormick.

Se sacó la desteñida camisa leñadora, quedándose en camiseta, lo envolvió y lo alzó a pesar de las quejas de su vieja espalda, rumbo a su cabaña.


Esa misma tarde, Jeremiah había escuchado en la radio el increíble relato del mayor avistamiento en vivo y en directo, un gigantesco navío espacial que había aparecido de repente sobre el pueblo de Blue Turtle, echando humo por todos lados. Algunos oyentes habían llamado a la radio para decir que en realidad la nave estaba a la altura de Chester o de Lorraine. Incluso hubo un lunático que afirmaba estar viéndolo encima de su casa, en Damonhill, en medio de las risas de los de la radio.

—Estos idiotas del oeste —había dicho Jeremiah entre dientes—. La próxima vez van a decir que el Lago Ontario está en California...

La nave flotó a la deriva durante veinte minutos antes de explotar en mil pedazos sobre algún lugar de Bosque Escondido. La radio informó de un pequeño punto alejándose de la explosión, una cápsula de escape dijeron, un paracaídas pensaba Jeremiah. Y era cierto que sus tierras quedaban algo lejos de Bosque Escondido, pero tratándose de extraterrestres, nada era seguro, ¿o sí?

Igual, la radio nada podía aportarle, muerta por un efecto eléctrico o magnético o algo así, culpa de la misma explosión. El efecto podía durar hasta una semana, habían dicho, entrecortadamente, antes de enmudecer.

Hasta donde él sabía, el que estaba en el dormitorio de su casa, entre la cama deshecha y el montón de ropa sucia —que Jeremiah dejaba acumular varios días antes de acudir al Lavamat del pueblo—, bien podía ser el único sobreviviente del accidente espacial. Nuevamente se preguntó, esta vez mentalmente, qué iba a hacer con él. Lo lógico era llamar a la oficina del sheriff, decirle a Braverman o a quien estuviese de guardia que tenía esa cosa ahí, que avisaran a quien hiciera falta, y desligarse del problema.

Afuera se reanudaron los ladridos. A Casper no parecía agradarle el visitante, sólo una buena paliza lo había callado al llegar. Ahora empezaba de nuevo, como si él solito llamara al cinturón...

Jeremiah se encaminó a la puerta del frente. Iba a abrirla cuando resonó un par de aplausos, renovando los ladridos. Espió por el mosquitero. Eran dos tipos, que Casper mantenía del otro lado de la pequeña tranquera. Estaban vestidos con lentes oscuros y piloto, como los del FBI de las películas. Sólo les faltaba el sombrero y un cartel de publicidad.

—¡Ya voy! —gritó y corrió sobre sus pasos hasta el dormitorio. Allí se quedó duro al ver que el extraterrestre abría la puerta del armario y cerraba tras de sí.

Los aplausos se repitieron, impacientes. Jeremiah volvió al frente y salió, cerrando una bragueta que nunca estuvo abierta.

Buenos días, señores. ¿Qué los trae por acá?

Los dos tipos lo miraron un rato antes de hablar, como si tomaran medidas. Eran distintos pero iguales, hasta en el corte de pelo. Jeremiah no hubiera podido distinguirlos entre sí en una ronda de sospechosos.

—Somos del Gobierno —dijo uno por fin, pero sin mostrar ninguna identificación—. ¿No vio nada raro en las últimas horas?

—¿Raro como qué?

El tipo tardó en contestar.

—¿No escuchó las noticias?

—Nada. Cuando me desperté de la siesta y encendí la radio, estaba muerta. ¿Tienen idea por qué?

—Entonces no vio nada raro. ¿Está completamente seguro?

—Bueno, el panorama cuando me siento en el inodoro al día siguiente de comer lentejas es un tanto raro, pero imagino que no es por eso que lo preguntan.

El que hablaba volvió a mirarlo fijo, muy serio. El otro no dejaba de revolear los ojos acá y allá, mirando el gallinero, las jaulas de liebres y ardillas, la huerta invadida por la maleza.

—Muchas gracias —dijo el primero y se fueron caminando hasta el Chrysler que habían estacionado unos metros más atrás, sobre el camino de tierra.

Jeremiah los miró irse hasta que los árboles ya no le dejaron distinguir las luces rojas del auto. Entró a la casa y abrió la puerta del armario del dormitorio. Asomados apenas de una camisa y un viejo sombrero de paja, se veían los ojos asustados del extraterrestre.

No pudo evitar la carcajada, que de a poco relajó y suavizó los rasgos de la criatura.

Al parecer, Jeremiah había decidido sobre la marcha.


No era fácil elegir los alimentos adecuados.

Vegetales, seguro comía vegetales. Legumbres y hortalizas tenía en casa, todo sembrado con sus propias manos, sin pesticidas —bueno, apenas un poco del viejo y servicial DDT, pero nada de semillas transgénicas ni cosas raras—. Agarró frutas: manzanas, naranjas, pomelos. La única forma de saber qué podía comer era darle a probar un poco de todo. Algo debía gustarle. Si no, no hubiera ido de visita a la Tierra, ¿no?

Estaba convencido de que nadie en todo el planeta —o el país— estaba mejor preparado que él para cuidar del extraterrestre. ¿Qué sabían los del Gobierno, con sus sobretodos o sus guardapolvos, sobre criaturas de otro mundo? No más que él, seguro. Nadie había visto ninguna hasta el día anterior. Y ninguno de los animalitos que él criaba se había quejado alguna vez.

De los estantes de conservas llevó carne enlatada, salchicas, papas fritas y —no pudo evitar el impulso— un paquete de M&M.

En la caja, Henderson lo miró, sonriente, mientras sumaba las cosas.

—Qué raro usted por acá, Hutton. Nunca aparece hasta la segunda quincena de cada mes.

—Esta vez la glotonería me jugó una mala pasada y acabé con la despensa antes de tiempo.

¿Le parecía a él, o Henderson lo miraba con un brillo de desconfianza, como si quisiera sacarle verdad por mentira? Una mirada no muy distinta que la de esos tipos del gobierno.

—Pero no se preocupe —le dijo a Henderson—. Si es por mí, hasta el mes que viene no me ve ni un pelo.

Pagó y salió sin despedirse. Los entrometidos lo ponían de mal humor.

De camino al estacionamiento se cruzó con la vieja Woods. Jeremiah le había vendido una ardilla dos meses atrás, sólo porque sabía que realmente la cuidaría.

—Buen día señor Hutton.

—Buen día señora Woods. ¿Cómo está Lucila?

—Oh, está muy bien, muy bien... —la anciana se quedó en silencio, mirando sin ver.

Jeremiah se preguntó si se habría vuelto senil repentinamente. Apenas tenía un par de años más que él. Incómodo, dijo lo primero que se le ocurrió.

—Parece que todos nos pusimos de acuerdo para venir de compras hoy.

La anciana pareció volver de algún lado.

—¡Ah, sí! Así parece —dijo y se inclinó para mirar dentro de la bolsa de compras de Jeremiah—. No sabía que le gustaba el chocolate, señor Hutton.

Jeremiah enrojeció y se puso en guardia. No le gustaba ni el tono ni la mirada suspicaz de la vieja Woods.

—Es un vicio que me doy de vez en cuando —dijo, y con una inclinación de cabeza dio la charla por terminada.

Puso la bolsa de papel en el asiento de la vieja Ford y se sentó frente al volante. La sensación de ser observado lo hizo volverse. La anciana estaba en mitad de la calle, mirándolo del reojo, pero siguió su camino apenas él se volvió.

Puso en marcha la camioneta y salió echando humo.

En todo el camino hasta la salida del pueblo, en todos los habitantes que cruzó, adivinó miradas de sospecha, como si todos en el pueblo olieran algo. Pero la sensación de que había algo raro no tenía que ver con esas miradas. Había algo más, que Jeremiah no podía precisar.


Apoyado en la tranquera de su entrada estaba McCormick.

—¿Qué pasa? —preguntó Jeremiah para sí mientras detenía la camioneta—. ¿La radio volvió a funcionar y anunció en las noticias que Jeremiah Hutton tiene un ET en el placard?

Bajó de la cabina llevando la bolsa de compras, abrió la tranquera y pasó junto a McCormick sin saludarlo. Estaba por abrir la puerta del mosquitero cuando el otro, que había permanecido junto a la tranquera, lo llamó en voz alta:

—Jeremiah.

Hubo algo en la voz —quizá que lo llamara por su nombre de pila por primera vez en doce años— que detuvo su ademán empecinado.

—¡Ah, McCormick! —giró el cuerpo hacia la entrada y simuló sorpresa—. No te había visto.

McCormick arrugó la cara, como conteniendo una respuesta enojada. Luego suavizó los rasgos.

—¿Por una de esas casualidades no viste alguna de mis trampas? Alguien se metió en mi granero y...

—¿Que sí la vi? ¡Claro que la vi! ¡La pusiste cerca del arroyo seco! ¡Y ya habíamos hablado de eso! —Jeremiah apretó la bolsa y deseó tener la escopeta en su lugar.

—No... yo no puse ninguna trampa —McCormick parecía confundido.

—No esperes que te la devuelva. Voy a venderla por kilo al herrero. Aunque yo miraría todas las noches dentro de las sábanas, antes de meterme en la cama.

En lugar de devolver el ataque, McCormick dudó, girando la cabeza hacia los lados, como si buscara algo. A Jeremiah el gesto le recordó demasiado a la visita anterior.

—Bueno, si eso es todo, tengo muchas cosas que hacer, McCormick.

Jeremiah entró y cerró la puerta. Apoyó la bolsa en la mesada de madera tajeada y espió por entre las cortinas de plástico de la ventanita. McCormick aún estaba ahí, mirando hacia un costado. Jeremiah pensó que iba a abrir la tranquera para entrar y comenzó a rebuscar debajo de la mesada, donde estaba su famosa escopeta —que no funcionaba, claro, pero nadie no lo sabía.

McCormick giró y se fue por el camino que llevaba a su casa.

Jeremiah comenzó a vaciar la bolsa, el oído atento al interior de la casa, el ojo al exterior. Todo estaba tranquilo. El ET debía estar en el armario, oculto. Sin embargo, la sensación de extrañeza que sintiera al salir del pueblo se había intensificado. Pero claro, McCormick no podía generar más que dolores de cabeza.

Si algo detestaba de ese sujeto era que se creyera compadre suyo, un hombre del bosque. Su casa estaba a un centenar de metros del final de la Avenida 4 de Julio. Nadie podía considerar bosque a ese lugar. No entendía por qué insistía en querer vivir de la naturaleza. Había gente apta para eso y otra que no. Que McCormick se quedara en la ciudad, que ahí había nacido.

Observó los víveres desparramados. El colorido paquete de M&M parecía llamarlo. Agarró uno y salió de la cocina, sonriendo. Mientras subía la escalera se dio cuenta de qué era lo que le había molestado todo el tiempo: de todos los que se había cruzado en el pueblo, ninguno había mencionado el avistamiento.


Un dedo ancho y largo como un grisin separaba los rojos hacia un montón a la derecha. Otro, agrupaba los marrones y los amarillos a la izquierda. Los azules y los verdes iban a parar a la boca sin escalas. En ese momento, aunque aún faltaba un par de horas para el amanecer, el gallo idiota cantó una vez, por las dudas.

Jeremiah llevaba un rato largo observando al ET, buscando una razón, algo que justificara su comportamiento. No era que los demás no le gustaran. Si repetía el proceso de las veces anteriores —y Jeremiah estaba seguro que iba a ser así— al terminarse los azules y verdes atacaría la pila de los rojos y después la de marrones y amarillos.

La gula del ET no parecía tener límite. El primer paquete, el que había comprado a manera de prueba, había durado tres minutos después del primer bocado dubitativo. Cuando le ofreció las verduras y las frutas, ni las tocó. Lo mismo con la carne y el fiambre. Parecía una máquina de comer confites de chocolate.

Con la cabeza gacha, había llevado la camioneta hasta lo de Henderson. No quería escuchar preguntas, pero la vergüenza se esfumó cuando vio el estante vacío.

—¿Dónde están los M&M? —le preguntó, furioso.

—Me los llevaron todos —dijo Henderson, con una sonrisa apenas disimulada.

—Pero...¡la góndola estaba llena! —dijo Jeremiah antes de llamarse a silencio. Era obvio que Henderson había escondido todos los paquetes. Un mes atrás había hecho lo mismo con las hojitas de afeitar "Legend", las que él solía comprar. "Ya nadie usa esa antigüedad, Hutton; cómprese una Gillette" le había dicho. Fastidiarlo era su mejor deporte, y se aprovechaba de que los otros almacenes eran demasiado pequeños y de acceso incómodo.

Desesperado, había salido a recorrer los más cercanos. No había un solo paquete. "No me quedó ninguno" y "Se me acabaron" fueron las respuestas en el almacén de Lloyd y en lo del maldito mexicano, Lorenzo. La paranoia de Jeremiah engrendró imágenes de Henderson hablando con ellos para que vaciaran sus estantes, pero sacudió la cabeza para espantarlas como moscas molestas.

Encontró M&M cerca de la medianoche, en una gasolinera a la salida de la interestatal. Dos paquetes marrones se acurrucaban en el fondo del estante. Jeremiah manoteó los dos y casi se va sin pagar, tan en su derecho se sentía por haber hallado su tesoro.

Ahora, contemplando al ET devorar la pila de color amarillo, se preguntó si Spielberg habría conocido uno igual. No lo creía. Seguramente los científicos dirían que había una razón química o algo así por la cual el chocolate les gustaba. Y todos sabían cuál era el chocolate más rico. El problema lo iba a tener Jeremiah al día siguiente. No imaginaba adónde ir a comprar más.

Se acomodó en el sillón con los ojos cerrados, expresando en voz alta el quejido de dolor de su espalda. Manejar todavía era una experiencia placentera, pero el esfuerzo que le generaba girar el pesado volante de la Ford siempre lo sentía después. Y ese día había manejado mucho más que en todo el último mes. Además, ya casi estaba amaneciendo y no había dormido nada. En parte por la maratónica vuelta que había dado para encontrar los M&M.

Pero también —tenía que admitirlo— porque no le gustaba la idea de dormirse con ese bicho dando vueltas por ahí. El ET no parecía necesitar dormir. Tampoco ir al baño, sólo comía. Había pensado encerrarlo en el armario, pero no le parecía nada cortés. Y después de verlo tirado en el piso, comiendo confites como un nene goloso, no se le ocurría qué podía tener de peligroso esa criatura.

Algo rozó su espalda y lo sobresaltó. Abrió los ojos. El ET había abandonado los M&M y se había acercado por atrás.

—Auch —dijo el ET, y no el dedo sino toda la mano se encendió como una bombita naranja.

Más por sorpresa que por confianza, Jeremiah lo dejó acercar la mano iluminada a su espalda. El alivio fue casi inmediato. La sensación de calor irradiaba desde la palma y se deslizaba como un bálsamo por su piel y sus músculos maltrechos.

—¡Oh, sí, Spielberg. ¡Te he pillado de veras! No hay nada de imaginación en tu película...

Jeremiah se acostó boca abajo y lo dejó hacer.


Oh, Dios...

Si no dejaba de beber el licor del viejo Lovitt, iba a terminar por matarlo. Su cráneo ya debía estar partido, abierto como una sandía reventaba, por la forma en que le dolía. Se incorporó hasta sentarse, con los ojos aún cerrado, esperando a que el dolor en las sienes —¡esa terrible palpitación!— remitiera un poco. Unos minutos, horas o segundos después, se redujeron a latidos sordos, pero aún dolorosos, como si el corazón quisiera avisarle que, a pesar de que Jeremiah no lo cuidaba, él aún estaba ahí, haciendo su trabajo: mantenerlo con vida.

Abrió los ojos. Y al ver los M&M desparramados por el piso recordó que no había tomado ningún licor.

¿Por qué ese terrible dolor de cabeza entonces?

Se levantó de golpe y los latidos redoblaron, como si quisieran anunciar su aparición en la arena de un circo. Esperó un momento con los ojos cerrados, a que apaciguaran.

¿Dónde estaba el ET?

Intentó llegar hasta la cocina pero en el trayecto el piso se le vino encima y golpeó contra la pared antes de terminar tirado. Todo el lugar daba vueltas como en la peor resaca de su vida. Luchando con las punzadas de dolor se puso en cuatro patas y gateó hasta la cocina, como si en sus épocas mozas buscara el inodoro para vomitar.

Allí no estaba el ET. Pero el olor...

A veces el piloto automático toma el control en el momento adecuado. La mente de Jeremiah estaba perdida en el limbo y sin embargo, sus ojos terminaron fijándose, por alguna razón, en las perillas de la cocina. Tardó un buen rato en darse cuenta de que estaban abiertas al máximo. Y él no recordaba haber abierto ningún fuego...

Gateó como pudo hasta la puerta del fondo, se incorporó agarrándose del marco y al abrirla se desplomó afuera. Pensó que iba a desmayarse, pero el aire fresco —y oxigenado— era una bolsa de hielo aliviando el dolor de cabeza.

Se quedó un rato ahí, tirado, hasta que todo dejó de dar vueltas, el corazón se apaciguó y fue capaz de sentarse sin que nada empeorara.

Cuando su mente fue capaz de hacerse cargo, el piloto automático se desconectó.

El ET abrió todas las hornallas pensó.

La idea le parecía ridícula. Pero estaba seguro que él no lo había hecho. Ni bebiendo el licor de Lovitt podía hacer semejante estupidez. Hasta un niño sabía lo peligroso que podía ser. Si no te mataba alguna chispa juguetona, lo hacía el mismo gas.

Claro. Pero el ET ni siquiera era un niño. Nunca le habían dado una buena paliza por jugar con fósforos o con hornallas.

La risa brotó como un suspiro primero, y lo sacudió un buen rato.

—¡Dios, qué cerca estuviste esta vez, Jeremiah Hutton! —dijo al fin, incorporándose del todo.

Se acercó a la puerta de la cocina y, tomando una buena bocanada de aire, se metió. Un momento después las cuatro hornallas estaban cerradas. Jeremiah trabó la puerta y abrió las ventanas. En la sala principal, fue abriendo de a una todas las ventanas. Todo había estado completamente cerrado. La atmósfera era irrespirable. En ese instante comenzó a preocuparse por la suerte del ET. Quizá él sí se había sofocado.

Se dio vuelta para ir a buscarlo a la habitación y casi se lo lleva por delante.

—¡Oh, ahí estás! —el ET estaba extrañamente rígido, como si no pudiera moverse—. ¿Estás bien?

Jeremiah se acercó agachado, para verlo mejor, pues hasta su piel le parecía pálida, y el ET blandió una cuchilla que pasó a escasos centímetros de su estómago.

—¿Qué diablos...? —empezó Jeremiah, paralizado por la sorpresa.

El ET avanzó con el cuchillo hacia adelante, buscando su pierna derecha. Jeremiah saltó hacia atrás y comenzó a correr, primero hacia la cocina y luego saliendo por la puerta abierta hacia el patio. Allí se detuvo apenas, volviéndose para ver al ET aparecer por la abertura a una velocidad pasmosa. Sin dudarlo ni un segundo, Jeremiah se internó en el bosque a la carrera.



Ilustración: Mili Giacomini

Corría y corría, trastabillando como un chiquillo con raíces y pozos cubiertos de hojas podridas. Toda su carrera era como una larga caída hacia adelante, que nunca llegaba a concretarse. No se oía ningún otro ruido que el de sus pisadas torpes y agotadas, el de su respiración agitada. La cabeza había vuelto a latirle y el pecho se negaba a seguir haciéndolo.

Pocas veces se animó a volver la cabeza, por miedo a tropezar y ser incapaz de volver a levantarse. No pudo ver al ET siguiéndolo. Ni siquiera una sombra fugaz.

Quizá lo había perdido. Al principio, había corrido como un loco, sin ton ni son, sin dirección. Al final, había enfilado hacia la cabaña de McCormick, la primera construcción de camino al pueblo. Ya estaba cerca. Jeremiah reconoció algunos de los árboles marcados por el cazador, donde solía plantar sus trampas.

Las trampas.

McCormick le había preguntado por una de ellas y él había pensado que se estaba burlando. Lo más probable era que el ET la robara del cobertizo de McCormick.

¿Para qué, por amor de Dios?

Para que pareciera desvalido. Para que nunca lo imaginara capaz de atacarlo con sus garras. Ni con una de sus cuchillas.

La imagen del ET metiendo un pie adentro de la trampa se instaló en su mente y Jeremiah no tuvo fuerzas para echarla.

Rodeó una hilera de abetos y apareció la cabaña. Sin perder un segundo ni para mirar atrás, corrió hasta la puerta que daba a esa parte del bosque, la abrió —allí sólo se cerraban las puertas con candado al partir de vacaciones, y eso nunca sucedía— y se metió.

—¡Dios!

El olor a gas era terrible.

Jeremiah cerró las llaves del gas y abrió las ventanas rápidamente. Esperó unos momentos a que el fresco del aire se hiciera dueño de la cocina y recién entonces fue hacia la sala. No se sorprendió al tropezarse con el cuerpo de McCormick, tirado cuan largo era en el inicio de la escalera que llevaba al sótano.

La sorpresa se la llevó al girar los ojos y descubrir al ET en medio de la sala.

Estaba de espaldas, con la cabeza inclinada a un costado, como si escuchara un secreto. Al parecer, no se había movido mientras Jeremiah golpeaba las puertas y ventanas de la cocina. Pero apenas se quedó allí, petrificado, en silencio, se volvió hacia él.

—¡Es imposible! —gimió Jeremiah—. ¡No puede haber llegado antes que yo!

El ser comenzó a avanzar hacia él y descubrió que no era su ET.

Éste llevaba una bata pequeña, de seda algo deshilachada, con las iniciales MC bordadas a mano. Pero además, su rostro era... distinto. Se parecía a...

A McCormick, pensó divertido, y la risa casi se le escapa de la boca desencajada. Se parece a McCormick.

Retrocedió hacia la cocina, tropezando apenas con una banqueta que estaba junto a la mesita del teléfono. Instintivamente levantó el tubo del aparato pero la línea estaba muerta.

El latigazo de dolor en la pantorrilla le hizo olvidar el teléfono, que cayó y rebotó un par de veces en el piso de madera como un yo-yo sin dueño.

Atrás estaba ET, su ET, sosteniendo la cuchilla ensangrentada.

Jeremiah dio un paso hacia un costado, para alejarse de ambas criaturas, pero hubo un chasquido de rama seca y su pie se dobló como si alguien le hubiera sacado los huesos del interior. Jeremiah cayó al piso una vez más. Intentó levantarse pero la pierna derecha no obedecía. En la pantorrilla comenzaba a formarse una mancha oscura.

El ET le había cortado el tendón de Aquiles con su propio cuchillo.

Por primera vez afloró a su mente algo parecido a la furia, algo que pudo sobreponerse un poco al pánico que lo dominaba por completo.

—¡Maldito bicho del demonio! —gritó y agarrando lo primero que encontró, que afortunadamente era el duro tubo de baquelita del teléfono, lo revoleó contra uno de los extraterrestres —su ET—, arrancándole el cuchillo de la mano.

Entonces Jeremiah se quedó paralizado.

El golpe había arrancado también parte de la piel de aquel ser. Y mientras el ET se agachaba, Jeremiah observó fascinado los diminutos servomecanismos metálicos que se accionaban para recoger otra vez el cuchillo.

La maldita cosa era un robot.

Había estado dando de comer M&M a un maldito robot.

Mientras la risa frenética comenzaba a instalarse y a sacudirlo, Jeremiah no pudo dejar de notar, al verlo cada vez más de cerca, el leve parecido que su ET tenía con el tipo que veía cuando se afeitaba.

Aquello redobló la risa.



Agosto de 2004; en Axxón 141 se publica "No, gracias", un relato ucrónico de Hernán Domínguez Nimo. Hacía poco que lo conocíamos y eso sólo gracias a que fue profeta fuera de su tierra: nos enteramos de su existencia cuando ganó el Premio Fobos, en Chile. Desde entonces Hernán ha sido un colaborador estrecho de nuestra revista, finalista del I Concurso Internacional de Cuento Axxón 2006 con "El sueño del barrio" (168), sus relatos han aparecido en antologías españolas y traducidos al inglés y al francés.


Axxón 171 - febrero de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Metaficción: Argentina: Argentino).