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FICCION BREVE (treinta y seis)Varios Autores |
Esperamos que sean de su agrado.
Francisco Costantini - Argentina
Qué puertas abrir,
qué puertas cerrar,
qué puertas abrir,
qué puertas cerrar.
La mente te miente,
la mente te miente.
(Divididos, "Puertas")
Corre descalza, la remera hecha harapos, la piel sudorosa y cubierta de rasguños, el corazón acelerado, la respiración entrecortada, la mente focalizando un único objetivo: escapar. E, inexorablemente, unido a aquél, la interrogante sin respuesta aparente: hacia dónde.
Sólo recuerda haber despertado en una habitación que no era la suya. Cuando apenas había conseguido tomar conciencia de eso, la cama sobre la que permanecía recostada comenzó a vibrar, cada vez con mayor violencia. Como pudo saltó al piso, y, horrorizada, vio cómo el mueble se convertía en una boca enorme, provista de afiladísimos dientes y una lengua babeante. La cama se aproximaba. Comprendió que iba saltar sobre ella, para triturarla y luego devorarla. Consiguió escapar a tiempo por la única puerta visible.
Salió a un pasillo oscuro. Tras de sí, los golpes recios que el monstruo propinaba contra la puerta. Se alegró de que eso no tuviera manos.
Asustada, desorientada, empezó a caminar por el penumbroso corredor. Escuchaba ruidos, pasos pequeños; contra sus pies descubiertos sentía roces velludos que le erizaban la piel.
De pronto, un aliento cálido y fétido sobre la cara, y un par de ojos rojos, fulgurantes, que antes no estaban allí. Un rugido estridente, aterrador. Garras deshaciéndole la ropa, mellándole la epidermis, liberando su sangre.
El instinto la obligó a girar, volver sobre sus pasos y correr.
Entonces apareció una abertura blanca; parecía flotar en medio de la negrura. La alcanzó, llena de esperanzas la abrió, cruzó el umbral, cerró la puerta, y sus esperanzas se diluyeron. Un lobo hambriento aguardaba en medio de un cuarto derruido, de paredes manchadas con sangre y un piso alfombrado por cráneos humanos.
Huyó por donde había entrado, olvidándose de lo que habitaba el pasillo oscuro, pero apareció en otro cuarto, cuyos muros atiborrados de oxidadas cuchillas iban cercándola poco a poco.
Y todo continuó así. Ella se desplazaba por habitaciones imposibles, corredores interminables, y siempre, detrás de cada puerta nueva, un espanto diferente la recibía. Vampiros, fuerzas invisibles, la cabeza sangrante de un gorila, una araña gigante... Lentamente le restaban fuerzas, lastimándola más y más, por fuera y por dentro. Su cuerpo, fatigado, se rendía; su ánimo, desesperanzado, declinaba. Las nociones de espacio y tiempo se fueron reduciendo a recuerdos de un mundo idílico regido por reglas extrañas.
Pero ahora, mientras corre (¿qué otra cosa puede hacer?), los parámetros de la realidad parecen reacomodarse... otra vez. Una luz verde, tenue, rompe la monotonía del negro que todo lo abraza. La luz está más próxima. Es una puerta. "¿Qué será esta vez?", se pregunta. Llega hasta ella, gira el picaporte, empuja la hoja hacia adentro y...
No puede creerlo. Se encuentra en el living de su casa.
Allí está el viejo piano de su bisabuelo, allí la silla mecedora, la lámpara bajo la que suele leer... Incluso, a través de la ventana puede ver figuras yendo y viniendo sobre la vereda. Voltea y mira la puerta. Lo piensa un par de veces, pero camina hasta ella y la abre: el viento helado acaricia su rostro, y la imagen de su barrio le llena los ojos. La envuelve una cálida sensación de seguridad.
Ahora estudia su ropa, ilesa, y su piel, intacta. Tal vez, después de todo, tuvo una terrible pesadilla. De hecho, por más que lo intenta, no logra recordar mucho sobre las habitaciones, los pasillos, los monstruos... Apenas retiene alguna imagen difusa. El agotamiento de su cuerpo es el único síntoma que pervive en ella de los últimos acontecimientos, aunque no lo asocie a éstos.
Luego de cerrar la puerta y de preguntarse qué está haciendo afuera con semejante frío, contempla la silla mecedora y decide sentarse: necesita un breve descanso. Se halla tan extenuada que no aprecia el leve temblequeo del mueble.
Sólo comprende que nada ha cambiado cuando en vez del asiento acojinado percibe sobre sus nalgas la lengua húmeda, cuando en vez de la caricia del apoyabrazos siente el filo agudo de los dientes, cuando, al fin de cuentas, ya es demasiado tarde.
Ariel Ledesma Becerra - Argentina
Al final de la cuarta luna del año del Dragón, en un atardecer nublado, Unskar encontró la piedra.
Era igual a cualquier otra, o al menos lo parecía. Los Dioses Santos, en su inescrutable sabiduría, habían hecho de ese minúsculo pedazo del Mundo uno de esos extraños seres mágicos que equilibran el Universo.
No era grande: cabía en el puño de un niño de dos años, y Unskar la tomó del suelo con otros guijarros con la única intención de pegarle un buen sacudón al gato de su vecino.
Unskar no tenía más de cinco años y apedrear al gato del vecino era prácticamente su única ocupación de carácter regular. En la villa en que vivía la sequía había provocado ya tres hambrunas, por lo que el animal era un auténtico sobreviviente. Como Unskar, que fue más fuerte que sus seis hermanos y su madre.
Su padre, un hombre rudo, consiguió que se hiciera aún más fuerte. Fuerte y bruto como una bestia de carga.
Así, tirarle piedras al gato era uno de sus pasatiempos más benignos, si esta palabra es aplicable a cualquier actividad que Unskar realizara.
Pero encontró la piedra. O, mejor dicho, ella lo encontró. Un ser tan poderoso no puede ser arrastrado por otro destino que no sea su propia voluntad. Y la voluntad pétrea estaba forjada por millones de conciencias.
Unskar sólo había sido consciente de sí los últimos tres años de su vida pero su férrea voluntad no podía ser quebrada más que por la dureza de eones de la piedra.
Ella lo encontró.
Lo que sucedió luego no fue algo espectacular, sino más bien simple, lleno de un indefinido sentimiento de tristeza.
El acto de lanzarla desencadenó la más bella paz de espíritu que jamás niño alguno hubiera sentido. En el momento en que se separaron sus dedos de la rugosa superficie, el niño murió.
La piedra espantó al gato, que se trepó al árbol más cercano. Ahora el ser yace bajo un arbusto cerca de la casa del vecino, endurecido aún más por la brutalidad del corazón de un niño rubio que se enfrió a menos de cinco metros de él.
Espera el corazón que lo libere. Tal vez espere por siempre. Sólo los Dioses Santos podrían saberlo...
Ariel Tenorio - Argentina
El animal se aleja de su dueño para evitarle la fea imagen de su muerte.
Débil y jadeante, cruza calles y veredas hasta dar con un terreno baldío. La dolorosa conciencia de su final ya ha ocupado todo el espacio de su instinto y la pobre bestia se abre camino por enredados pastizales en busca de un refugio para morir en paz.
Al cabo de un momento alcanza la sombra húmeda de una arboleda. Con sus últimas fuerzas olfatea algo parecido a un nido formado por las raíces de un tronco caído y un colchón de hojas secas. Entonces, al fin, se deja caer de costado, con la lengua colgando entre jadeos a causa del esfuerzo y los ojos vidriosos y entornados por la fiebre.
Cuarenta minutos más tarde, muere.
Luego pasan las horas del atardecer, lentas y perezosas, el viento arrastra las hojas y todo lo que predomina es un silencio engañoso y el lejano parpadeo de las cosas habituales. Por la noche llueve, las gotas frías empapan el pelaje, golpetean sobre las costillas inmóviles con un sonido hueco y leve. Por encima del cuerpo las ramas se agitan y susurran en su propia lengua.
Cuando pasa la tormenta ya casi amanece, tímidos destellos de vida comienzan su rutina. El trinar de pájaros ocultos en lo alto y el nervioso correteo de dos ratones de campo. Su curiosidad los anima a un olfateo rápido y la posterior huida. Por la tarde una babosa emprende su lentísimo reptar desde el extremo de la raíz del álamo, describe una medialuna plateada por la corteza y de allí pasa a la superficie del hocico. La textura del pelo apelmazado entorpece su recorrido pero no la detiene, se arrastra por el cuello, desciende por el lomo y de allí de nuevo al alivio de la tierra.
Los días pasan y la degradación natural comienza a avanzar. Soles y lunas filtran sus rayos por entre la arboleda y dibujan intrincados mandalas sobre el cuerpo. De forma lenta pero inexorable, el movimiento vuelve al animal, delicadamente. Primero la hinchazón en el vientre, donde los gases comienzan a fermentar y buscar salida. Luego el proceso de rigidez, que poco a poco estira y endereza las patas de manera que los cuartos traseros quedan casi apuntando hacia el cielo. Todo alrededor es una danza en la que muchos participan, pero que nadie en particular observa, y así es como la podredumbre da sus primeros pasos. Las moscas descubren el cuerpo y poco a poco comienzan su actividad. Llegará un momento en que todo se volverá nube y zumbido febril. Depositan sus huevos en las zonas más blandas, donde la temperatura de la descomposición ayuda a madurar a las larvas y sus tejidos les sirven de alimento.
Al finalizar el séptimo día, el vientre revienta y cientos de gusanos caen sobre la tierra. La fetidez ha alcanzado su punto máximo y muchos olfatos perciben la información. Por la noche, pequeños depredadores se aproximan y mordisquean los restos. Ninguno se lleva un botín importante.
Durante esos días no hay alma que emigre del cuerpo hacia ningún sitio. Ningún espíritu o chispa que se aleje del cuerpo en busca de un lugar etéreo, mejor o peor.
Ningún milagro invisible.
Nada de lo que se supone comúnmente en estos casos, pero en cambio...
El primer sentido que vuelve a él es el olfato. Un rastro, débil al principio, se incrementa despacio hasta alcanzar su plena función, y lo que cobra sentido es su propia condición de carroña y el horror de lo que eso significa.
Los miembros recuperan cierta flexión, hay un tic: una oreja intenta el movimiento de espantar las moscas.
La respiración afiebrada y burbujeante se intensifica.
El miedo. El miedo que es negro y profundo como la noche.
Dolor y confusión son la misma cosa. Todo se convierte en una mancha sin sentido.
Intenta incorporarse y falla. El movimiento arroja larvas que se retuercen fuera de su huésped.
Un solo ojo se abre como una pulpa pegajosa y la luz del crepúsculo lo lastima.
El perro se pone de pie. La lengua negra colgando como una media sucia.
Entonces, en medio de la pesadilla de su situación imposible, un solo impulso vuelve a él como el único acto sensato.
Un destello que podría ser la sombra de la sombra de una esperanza:
Volver a casa. Volver a los dulces brazos de su dueño. Aquel que lo alimentó y le otorgó techo y un nombre.
Y así es como en medio de un silencio perturbador, con vergüenza y dolor, Lázaro emprende el lento retorno a su hogar.
Guillermo Ibáñez - Argentina
"Bert"
Antonio vivió hasta el año pasado. Los pequeños o grandes problemas que debió afrontar en sus treinta y seis años hicieron de él un personaje abatido, que me cuesta poner en lugar de tal, aunque diariamente creamos que hay muchos en su misma condición, que sólo viven en proporción a su identificación con las evasiones.
Él no lo sabía, pero en base a sus propios deseos era posible imaginar qué le podía ocurrir.
En realidad, la culpa no era propia, sino de su entorno. Una oficina alienante con dos turnos de eternas horas, como más de una vez comentó, interpuestas entre toda posibilidad de proponerse algo. Luego, al llegar a su casa, escuchar a su mujer protestando, diariamente, monótonamente, sobre las mismas cosas, durante años y años. Luego ver en la televisión que "los que fuman cigarrillos XX, son hombres así y así" y los que usan loción tal enloquecen a las mujeres. Y él que no tenía nunca la carambola de que alguna mujer (aunque fuese compañera de trabajo) le permitiera intentar, con una sonrisa, una modesta invitación para siquiera tomar un café.
A pesar de eso, Antonio hizo todo lo que la publicidad exigía para ser un hombre .
Se vestía en y fumaba , se peinaba con fijador , calzaba en , y lo demás. Hasta que una tarde frente a su máquina de escribir imaginó, frente a sí mismo, el personaje que desearía ser, una figura ideal y hasta un rostro, y circunstancias que alguna vez había visto en escenas de películas en las que actuaba algún divo.
Ese día, volvió a su casa distinto. Comió frugalmente; vio y escuchó con extraña atención el informativo del canal , porque estaba pensando en otra cosa a pesar de tener la mirada absorta en la pantalla. Se irguió del sillón, leyó el diario en el living mientras tomaba varios whiskys, luego dejó todo y se dirigió al dormitorio.
Apenas cerró los ojos pensó en las situaciones que viviría si fuera ese personaje que había imaginado.
"Antonio"
Bert comenzó a vivir con plenitud desde aquel día en que despidieron al jefe de su Sección y él ocupó su lugar. Todavía no sabe cómo, pero el hecho es que, con poca experiencia y, eso sí, mucha simpatía y buen humor, de empleado raso pasó a ser responsable de la Sección Créditos.
Además, Bert era un tipo codiciado por varias de sus empleadas, y más tarde por la hija del gerente general, a quien le dio atención suficiente como para que lo nombraran jefe de compras. Realmente es uno de esos tipos muy cancheros para aquellas cosas como escalar posiciones.
Lucrecia, una empleada de la empresa, secretaria privada del presidente del directorio, también le llevó el apunte y sin muchas insistencias. Sé que Bert y ella han salido muchas veces.
Poco después se casó con la hija del gerente, con la señorita Alicia (tal como le decían los empleados cuando estaba presente), y la cuando, en su ausencia, comentaban las andanzas de Bert con la otra en alguna confitería de moda o en algún rincón solitario de esos que delatan como si uno hubiera querido ir a mostrarse expresamente.
Pero el caso es destacar que él, aparte de sus cosas, sus mujeres, sus salidas imprevisibles a "un viaje de negocios", era sin duda un tipo que las pegaba todas.
Cada año se lo veía cambiar de modelo de auto. La casa de fin de semana daba justo a la barranca, frente al río, y despertaba la envidia de los que pasaban por allí. Además, ya había ido dos veces a Europa, una vez de viaje de bodas, y otra para hacer relaciones y compras cuando lo consideró conveniente para la empresa, en la que fue ascendiendo de manera asombrosa hasta los más altos cargos y donde llegó a participar de las ganancias.
Sólo un altibajo en su existencia me lo mostró temeroso. Una mañana, al levantarse, quiso llamar a un amigo por teléfono. Fue hasta el escritorio, consultó su agenda, la guía, las tarjetas amontonadas en un cajón, pero no vio por ninguna parte el número ni ningún otro dato de su amigo Antonio Moreno. El asombro y la confusión le crearon un conflicto interior, diría yo, entre una posible pérdida de memoria y la necesidad imperiosa de las responsabilidades del trabajo en esas condiciones.
Bert se debatió amargamente hasta que Antonio Moreno despertó y, después de despabilarse y ver con claridad lo que sucedía, intentó dormirse de nuevo. Ante la imposibilidad de hacerlo, tomó todos los somníferos del frasco nuevo.
Gustavo Marcelo Galliano - Argentina
¿Cómo olvidarme de Xiara?...
Sería como quedar atrapado eternamente en la cima del magno Aconcagua.
Pero sería una utopía. Utopía de aquellos que aún resisten a creer en el olvido. Imposible abstraerse ante ella. Su sola presencia todo lo invade y todo lo torna supremo.
Es como si una ráfaga de aire fresco, mezcla de pino y hierba fresca, te insuflara los pulmones, te despertara el alma, te convirtiera en alguien mejor, y a la vez, otra ráfaga de calor intenso, denso, te lleva a desearla más que a nada en el Universo. A desear su infierno, si existiera un infierno, o más de uno, según el Gran Dante.
Su figura felina logra encender hasta el deseo de aquellos que creen que el deseo es algo que ya no lograrían desear, ni encender.
Esa es Xiara. Mi Xiara.
¿Cómo olvidarla después que haya posado sus ojos en mí?
Esa mirada de fuego, fuego de lava. Lava de incontrolable volcán. Corriente infernal que te hace sentir vivo, pleno, átomo repleto de energía.
Ni el Faro de Alejandría o el Coloso de Rodas, ni el Templo de Artemisa o la Estatua de Zeus, ni los Jardines Colgantes de Babilonia o el Mausoleo de Halicarnaso... ni siquiera las Pirámides de Guiza... nada es comparable a mis días con Xiara.
Un inmenso torbellino me envuelve en su fragancia, sin permiso ni descanso. Y me devuelve a la realidad de manera injusta, insensata. Cruel y arrogante. Castigo excesivo a mi testaruda ignorancia sobrecargada de hormonas.
Como arrojarse sin ataduras desde las Cataratas del Niágara y sentir esa sensación que nace en el estómago, explota en el pecho y estalla en el cerebro, tan intensa y compleja como la muerte misma, tan llena de adrenalina como la vida misma.
Respirar junto a ella era conocer a las Parcas en un instante... como si Nona, Décima y Morta se convirtieran en sólo una, y poderosas decidieran embriagarme con el destello de Xiara, hasta dejarme satisfecho. O más insatisfecho aún.
Pero decidí saltar, saltar hacia la duda.
Como si me arrojase desde la cima de los Cárpatos Occidentales, desde los Alpes de Transilvania, como si lo nuevo fuese bueno, sólo por nuevo, sólo por aventura, por violar las reglas. Sin necesidad, sólo porque sí.
Saltar hacia la nada y a la vez saltar al todo.
Saltar sin parapente ni paracaídas. Saltar. Cuando no se conoce hacia dónde se salta pero se cree firmemente en que vale la pena.
Y sin embargo, mi interior me lo imploraba.
Como una voz que te martilla y martilla los oídos desde la mañana hasta la noche. Y vuelta a comenzar. Y término del día me encontraba extenuado, extenuado y más conflictuado que el interior del mismísimo Kafka.
Hoy el despertar sin ella es como despertar en un tórrido desierto.
Con la garganta reseca y arterias palpitantes. Con la mente confusa y el corazón casi inerte. Músculo convertido casi en fibra. Fibra sin calor. Despertar sin Xiara es como no llegar a despertar nunca. Como no poder volver a soñar, y sólo tener acceso a pesadillas constantes. Como si estuviera en el árido Sahara, cuidándome de oasis y moros. Como si estuviera en el reseco sur del Kalahari, huyendo de bosquimanos.
Un presagio me ha invadido: estoy comenzando a olvidar a Xiara. Olvidar es comenzar a recordar un poco menos.
Como comenzar a desandar el camino. A ovillar la madeja. Y poco a poco, se obtiene la nada. Xiara es el todo. Yo equivoqué mi camino y hoy soy lamento sin muro. Creí que tras el muro estaba la vida plagada de dicha y escapar a la calle sería sólo una aventura. Aventura con retorno. Retorno y regreso. O no. Después de todo... eso es la aventura.
Mi anterior hogar era un chalet antiguo, ventilado y soleado. Con eco de risas de niños, perfume a rosas y jazmines cultivados. Con aroma a alegría, dicha, calma. Mi nueva casa es gris, oscura y húmeda, aroma a incienso repulsivo, a hiedra y malva.
De ellos sólo distingo sus zapatos. No son muy cariñosos ni considerados. Hace algunos días, o semanas, cómo saberlo, me llevaron ante un profesional de la salud, según ellos. Dijeron que era por mi bien, que estaría más calmo.
Hoy mi voz es apenas un eco desgarrado en la distancia... Una implosión que me destroza... un destello de lo que fuera... si acaso fui... o pude ser.
Extraño mi antigua casa... aunque cada vez el recuerdo brote más tenue. Extraño mi anterior nombre... aunque "Xum" ya no me resulte tan interesante, jamás me acostumbraré al de "Rodríguez".
Sí... extraño tanto a Xiara... paradójico... aunque de a poco haya comenzado a olvidarla... aún a pesar de no desearlo... pero es inevitable... aquí en el sillón frente al TV todo es hastío y sueño sin sueños... como queriendo no ser.
¿Por qué habré escapado...? ¿Comprenderán algún día los humanos lo que siente un gato esterilizado?...
El frío de esta casa es mi necrópolis, sin duda, sin Xiara, es tan fría como la cima del magno Aconcagua.
Fabián Casas - Argentina
La argentina ciudad de Rosario, promediando el siglo XXI, acumula tantos años de misterios que uno más, uno menos... medio como que no le sorprende a nadie. Pero esta noticia en particular, llegada a la blogosfera a través los lectores de EL PAIS, atrapa nuestra atención como una invitación renovada a bucear en la misteriosa Sudamérica.
Catalogado a veces como leyenda urbana o una maniobra de marketing inusitada, el asunto del virus de pared rosarino pasó por varias etapas. En su primera aparición reportada, en 2030, sembró la incertidumbre y luego el temor. Las consecuencias catastróficas que pudieran derivar de una epidemia preocuparon a una sociedad poseedora de ciertos reflejos, desarrollados luego de años de luchas sociales. "Acá nos tuvimos que defender durante mucho tiempo de un enemigo que adoptó muchas formas y tácticas. No le daremos demasiada ventaja a cualquier efecto que amenace esta construcción social de años de labor" Esto decía una jovial y veteranísima trabajadora de una de las proto-organizaciones que desembocaron en el Rosario actual. Pero pronto se comprobó que el virus no causaba daños evidentes. Técnicamente tampoco sería esa la denominación adecuada para este infograma que aún hoy sigue apareciendo, fugazmente y sin aviso, en los muros nanopintados de la ciudad.
La nanopintura rosarina comenzó dotando a las paredes de reflectividad selectiva para luego ir evolucionando, gracias a diferentes aportes realizados desde otras comunidades libres, hasta llegar a producto actual que cubre la mayor parte de las construcciones de Latinoamérica. "Vivo a colores y formas. Digo esto desde mi labor artística, y por lo tanto parcial, pero yo creo que vivir rodeada de belleza es un derecho humano fundamental" dice la artista plástica "Coillur Tau", precursora de la nanopintura. Quizá los años le den la razón, visto que con los problemas urgentes ya en vías de solución, las sociedades del sur de América empiezan a encontrar tiempo para bucear en otras formas de la calidad de vida.
Pero la tecnología tiene sus riesgos. Las diminutas celdas autoorganizadas que forman el patrón de colores y formas cambiantes que disfrutamos a diario en nuestras paredes, techos y aceras, podrían ser infectadas con un código que manipulara sus nanobots cromáticos. Si bien esta amenaza teórica nunca se ha cristalizado, algunos sostienen que el famoso virus de pared cuya forma desde lejos recuerda a una mariposa es, en realidad, un software que recorre los muros inteligentes, protegiéndolos del ataque de otros virus: Una especie de vacuna, o "goodware" como se denominaba en la época del silicio a este tipo de programas. ¿Habrá que darle algún crédito a la idea, desde que Rosario sigue siendo una ciudad invicta ante el ataque de nanovirus? Tal vez.
Los eventuales testigos describen al fenómeno como una pequeña forma que repentinamente aparece en un muro, lo recorre sin alterar el paisaje o esquema de colores original para luego "saltar" al muro o columna más cercana, donde continúa esa especie de viaje cuya velocidad dicen es mayor que una persona caminando, pero apenas. "Como si anduviera en bicicleta" dice entusiasmado un joven inmigrante, oriundo de Madrid, mientras relata la primera vez que vio a la aparición gráfica que desde entonces lo desvela. "Ya volverá" especula esperanzado.
Quien calla y sonríe es Joao, un muchachito típico de las barriadas artísticas y bohemias del cinturón exterior de la ciudad. Mientras conversamos con la gente que pasea por la calle, Joao juega con los otros "pibes" a la rayuela, sin dejar de mirarnos. Nosotros seguimos escuchando de los transeúntes las más diversas teorías sobre la naturaleza del fenómeno todavía irresuelto. Cuando a lo lejos, por la rambla, aparece el carro del heladero, salen todos los chicos corriendo a su encuentro. Joao parece compadecernos y vuelve unos pasos atrás. Junta sus manitos alrededor de su boca y nos susurra al oído, casi como un secreto, divertido y provocador: "No es una mariposa. Es Pocho, que todavía nos sigue cuidando". Entonces se va caminado, riendo, tras la puesta del sol.
Pocho Lepratti fue uno de los militantes sociales asesinados por la represión policial, durante el "miercoles negro", un 19 de diciembre de 2001. Luego de su muerte, la gente solía pintar bicicletas con alas, recordando su labor por el bien de los niños y jóvenes. Quienes estudian el proceso revolucionario argentino, coinciden que este período sostenido de experimentaciòn, de renovación política y fortalecimiento de la justicia social hunde una de sus más vigorosas raíces en aquellas jornadas.
Axxón 179 - noviembre de 2007
Ilustrado por Valeria Uccelli
Cuentos breves de autores argentinos (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Argentina).