CERRADA

Ricardo Germán Giorno

Argentina

Caminando despacio por la avenida, Chola se miró en el reflejo de la vidriera y, como siempre, no se gustó. ¿A quién podría gustarle ese metro cincuenta y dos, esos sesenta y cinco kilos distribuidos mayormente de la cintura para abajo? Aunque, se dijo, cuando los tipos andan con hambre, cualquier pierna les viene bien.

Se repasó el pelo negro, lacio, peinado con raya al medio, para que cayese a los costados. Así disimulaba esas gordas mejillas que le daban demasiada redondez a la cara. Suspiró: la piel oscura era imposible de ocultar.

Pellizcó la minifalda negra para poder subirse las medias de red, también negras. Frunció la boca, se alzó de hombros y caminó para Rivera. La avenida y Rivera era su parada. Los altísimos tacos no le impedían ese desplazamiento "caliente", ese andar estudiado que a más de un camionero le sacaba un chiflido.

Apoyó la espalda sobre la ochava. Puso un pie en la pared y, a pesar del frío, se levantó aún más la falda. Un acto reflejo, aprendido con los años.

Sábado a la noche. ¡Mierda! No había chabones solos, y ella sin un mango para la olla.

Sábado a la noche, y encima invierno. La avenida mostraba un movimiento bien diferente al quilombo de los días de semana. No es que no hubiera tráfico, todo lo contrario. Pero los autos pasaban hasta el culo de familias, pendejos, esposas. Y las que más miraban eran ellas, las minas de su casa, esas pedazos de conchudas. Con sonrisa helada miraban, para luego secretearle en la oreja al nabo del maridito.

Chola las reputeó por adentro. ¿Tipos solos? Ni uno.

Tomó por Rivera, dándole la espalda a la avenida. El del kiosco la saludó con la sonrisa estúpida de siempre. Pero él no contaba. Para él el pete era a cambio del uso del baño y que anotara las patentes de los coches que la levantaban. Por las dudas.

De vuelta para la esquina se topó con un auto azul oscuro, enorme. Sin ser conocedora, le pareció bien caro. Del asiento del acompañante se bajó un flaco de unos cuarenta, impecable traje azul con finas rayas blancas. En cuestiones de pilchas masculinas, Chola tampoco era muy conocedora que digamos, pero sí sabía que éste no estaba a la moda: ese traje era más para un viejo que para un cuarentón.

—Buenas noches, señorita —dijo el tipo.

¿Señorita? ¿Y el coso ése de dónde había salido? ¿Desde cuándo la saludaban así? Y encima le había hablado con una voz que le hizo pensar "Éste se tragó una flauta". Se lo quedó mirando de arriba abajo.

—Mi amo —el flaco señaló el auto con la cabeza—, desea pagar por sus servicios.

—¿Tu amo? ¿Cómo que "tu amo"? ¿El chabón está arriba del auto?

El otro tosió como para aclararse la voz, apoyándose el puño en los labios. Hasta parecía puto, por lo fino. Y movía las manos como si fuesen abanicos.

—No, señorita, él mandó el auto a recogerla.

—A recogerme... —dijo juguetona, sonriendo—. Por fin estamos hablando de lo mío. —Chola miró el auto, se acordó de que estaba corta de dinero y se aventuró a pedir lo que consideraba un disparate, total ya daba lo mismo—. Son cien, flaquito. Por media hora.

Él se mandó como una sonrisita.

—Mi amo desea compartir la noche con usted. ¿Le parece bien mil quinientos pesos ahora, y el resto, digamos... después?

—¿Qué? ¿Milqui? —Chola hizo gestos de revolear la cartera, amenazante. Seguro el puto estaría con alguna loca, o peor, con un traba. Y querían reírse de ella—. Mirá, rarito, tomatelá. Que hoy no vi una puta moneda en todo el puto día y no estoy para cargadas. ¿Con quién estás en el auto, puto?

El flaco, ni pelota a la puteada. Parecía pensarla bien, dándose golpecitos en la mejilla con el dedo. Pero pronto se decidió: peló la billetera y sacó un fajo de billetes. Billetes frescos.

—No es ninguna broma, señorita. Tome: mil quinientos pesos ahora, y otros mil quinientos cuando termine... esteee... su asunto con el amo. Tal como le venía diciendo, él desea tener el honor de invitarla a su casa.

Chola manoteó la guita, olió el agradable aroma de los billetes. Vio al del kiosco cuando anotaba la patente del auto. Vio que le guiñaba un ojo como que todo estaba bien. ¿Qué sabía el pelotudo ése de lo que estaba bien o estaba mal? Suspiró.

Guardó el dinero en la cartera, justo al lado de la .22. Levantó la vista y le cabeceó un sí al chabón.

Le puerta del asiento de atrás se abrió sola. Subió a un lujo desacostumbrado. El de traje se sentó al lado del que iba al volante, vestido con gorra y uniforme.

—¿Este es tu amo? —le dijo Chola al flaco—. Más parece un fercho.

El nabo no le contestó, y el auto arrancó por Rivera y se alejó de la avenida.

Chola vio pasar calles de las que no conocía ni el nombre, pero sabía dónde estaba y qué barrios iban dejando atrás. Instintivamente, acarició el bulto que la Bersa le formaba en la cartera.

—Che, loco, ¿falta mucho?

—Un poco, sí —dijo el trolo con esa voz de flauta mientras se daba vuelta—. ¿Desea beber algo?

—Sí, pero dejá, no paremos. No vamos a llegar más.

El flaco sonrió.

—Al lado de su mano derecha —dijo— hay una botonera. Pulse el botón azul, por favor.

Chola hizo caso, y del asiento delantero descendió automáticamente un estante de bebidas con y sin alcohol. Su primer impulso fue agarrar varias para metérselas en el bolso, pero... No; ella quería ser aceptada, que estuvieran contentos. Al final prefirió una Pesi; no le gustaba el alcohol.

Recostada sobre el asiento, se puso a pensar. No le preocupaba saber a dónde la estaban llevando. No le importaba si el "amo" resultaba ser un degenerado o un golpeador. Los golpes se curaban. ¿Por qué la habrían elegido? Soy una negra fulera, se repetía frente al espejo todas las mañanas. Todas las putas mañanas. Es que ya sabía que arrancaba otro día de mierda, y que a la noche iba a seguir ahí, en ese mismo pozo ciego, en ese agujero sin fondo que era la villa. Entonces recordó a Chinchi: ¿cuántos tendría? Once. ¡Su hija ya tenía once años! Deseó con todas su fuerzas caerle bien al cliente y conseguirlo como fijo. Chola tenía muchos fijos, pero eran laburantes mal pagos. Y lo que iba a ganar esta noche no lo sacaba en todo un mes frotando la espalda contra las sábanas. Ni aunque se rompiera el culo dejando que le rompieran el culo esos pobres negros.

Terminó la gaseosa y se quedó con la lata en la mano. El trolo se dio vuelta, solícito.

—Permítame, señorita —dijo, y le sacó la lata vacía y la puso en la guantera.

—¿Falta mucho?

No le contestaron. El auto empezó a ir más despacio. Chola pudo ver que entraban a una especie de... no encontraba la palabra, aunque había visto eso en muchas películas. Una especie de... ¡muelle, eso!

La luna brillaba en las puntas de los barcos cerca de la orilla. Era lindo. El auto siguió por el costado, y entonces ella vio el cartelito. Qué suerte haber podido aprender a leer en la parroquia, y eso que en la villa le decían que era al pedo: estaban en el puerto de Olivos.

Bajaron.

—¿Es acá?

—No, señorita. Debemos ir por agua.

—¿Otro viaje? Hace una hora que venimos viajando. ¿Dónde me vas a llevar?

—A una isla del Delta. Pero, si está disconforme, podemos cancelar la operación. ¿Quiere que la... que la devuelva a la esquina?

Chola suspiró: ya estaba en el baile. Y, en fin... había que seguir bailando.

—¿A una isla? ¿Y yo cómo carajo me vuelvo?

—Tengo estrictas órdenes de regresarla a su hogar.

—¿Así que por la mañana me vas a llevar a la villa? ¿Y pensás llevarme con este auto? Je, vas a tener que ser flor de rapidito si querés pegar la vuelta sano. —Chola miró hacia los barcos amarrados al muelle—. Bueno, vamos al bote. Cuanto antes lleguemos, antes terminamos.

El "bote" resultó ser el barco más grande que Chola había visto en su vida, salvo en las películas.

—Un crucero de gran porte —dijo el flaco—. Va a ver qué sobrio el camarote, señorita.

Tuvieron que acceder al tal crucero mediante un botecito que un par de monos ataron a la parte de atrás.

Entraron en un camarote decorado con escasos muebles. El tipo la invitó a sentarse en un sillón amplio, ubicado en el centro. Chola, que sólo conocía las casas de la villa y los hoteles baratos, había creído que encontraría extravagancias propias de los ricos, por lo que se sintió desilusionada de lo simple de la decoración.

—¿Desea comer o tomar algo, señorita?

—Che, ¿cómo es el chabón que me llevás a ver?

—El amo es un hombre de cierta edad, pero muy caballeroso y distinguido.

O sea, pensó Chola: un viejo verde de mierda. Aunque en el fondo iba a ser mejor. Eran los que menos aguantaban. Los que se agitaban más rápido.

—Bueno, dame un cachito de Coca. ¿No hay televisión?

—No —dijo él, sirviendo un generoso vaso—, lo siento mucho, no tenemos televisión. El amo nunca ve televisión.

—¿Falta mucho?

—Más o menos una hora.

—Hay algo que me tiene en bolas, flaquito: ¿no hay putas por acá, que te tuviste que ir al culo del mundo para conseguirte una?

Él sonrió: una sonrisa chota, como de puto que quiere hacerse el finoli, difícil de entender.

—Sí, señorita, pero ninguna como usted.

—¿Me estás cargando? ¿Te creés que no sé dónde estoy parada, yo? —Chola dejó el vaso sobre la alfombra y se sentó erguida, manoteando con fuerza el bolso para sentir la dureza tranquilizante de la .22—. Mirá, puto —dijo, señalándolo con el dedo—: si me llego a enterar de que esto es una joda entre mariconazos, los cago a tiros a todos. ¿Me entendiste, puto?

El chabón dejó de sonreír, y por primera vez se mostró intranquilo.

—Discúlpeme, señorita, no fue mi intención molestarla. La dejaré sola. Cualquier cosa que necesite —se paró bajo una campana de bronce que colgaba del techo, y la señaló— sólo debe hacerla sonar. Mientras, si quiere, puede descansar en el sillón. Descubrirá que es de lo más cómodo.

Entonces salió.

El sillón resultó ser en verdad de lo más cómodo. Muy cómodo. Chola recogió las piernas, echándose de costado y descansó la cabeza en el apoyabrazos. Una grata modorra la hizo cabecear un par de veces.


Sintió un leve zamarreo, entreabrió los ojos: el flaco la movía con suavidad. Le soltó los hombros no bien se dio cuenta de que ella despertaba.

—Hemos llegado, señorita —dijo, y salió del cuarto moviendo el culo.

¿Estaría celoso?

El frío del invierno era más frío en el Delta.

Nuevamente tuvieron que usar el botecito —el "chinchorro", como ella le oyó decir a uno de aquellos monos disfrazados de marineros—, que los depositó en un muelle pequeño, bien cuidado. Desde allí se podía ver, construida sobre una loma de césped prolijo, una casa no demasiado grande, cuadrada. Chola se desilusionó con esa casa. Se había imaginado una mansión, algo inmenso, con pileta de natación y estatuas doradas por todas partes. Como las residencias de los artistas de la tele.

Adentro, la casa estaba vacía. Vacía, pero no del todo: en el centro de una gran sala se levantaban cuatro paredes. Era como un cuartito puesto ahí de prepo, como un corralito de paredes altas hasta el techo. A medida que Chola y el flaco se acercaban, una puerta metálica se le abrió en dos: ¡el cuartito resultó ser un ascensor!

Chola subió al ascensor, todo forrado de madera. Y tenía nomás olor a madera... pero era raro, distinto al de la madera de las obras. Descubrió que no había botones para tocar. Las puertas se cerraron, y la máquina comenzó a descender con ellos dos adentro.

—Medio rarito el chabón, ¿no? Digo, vivir bajo tierra. Es la primera vez que veo un edificio para abajo.

El puto sonrió, esta vez francamente.

—Al amo no le gusta ostentar.

¿Osten...qué? Chola estaba por bajarlo de un hondazo: le reventaba la gente que hablaba en difícil, y encima con voz de flauta. Pero mejor acarició la madera del ascensor: calentita y confortable, casi como algo vivo.

Un leve sacudón le dijo que habían llegado.

Las puertas se abrieron a un corredor protegido por estatuas. Al fondo podía verse una puerta.

Las estatuas eran de gente cogiendo. El mismo hombre viejo con la misma mujer joven. No... un momento: por la mitad del pasillo, el hombre no era tan viejo. Al final del corredor, la puerta tenía una estatua a la izquierda y otra a la derecha. Un machazo, que no cantaba su edad, aguardaba parado. Enfrente la chica, desnuda, descansaba dormida. No era un sueño lindo. La cara de la chica era más... se la veía más... más... gastada. Sí, ésa era la palabra: gastada. Chola nunca había visto unas estatuas tan parecidas a tipos y tipas de verdad. Qué diferentes a esos enanos, y también a los cisnes que decoraban los jardines de los platudos vecinos de la villa.

El flaco se apresuró a abrirle la puerta...

...y ella no estaba preparada para lo que vio.

Una habitación enorme, toda enchapada en madera, oro y un plástico rarísimo, se abrió ante sus ojos.

—Qué plástico —dijo—. Nunca vi...

—Es nácar, señorita.

Y tampoco la madera era lisa: tenía estatuitas no más grandes que las boludeces que a Chinchi le venían en los huevos de chocolate, pero Chola no había traído los anteojos. Se imaginó que mostraban lo mismo que las estatuas del pasillo. Y el techo. Se quedó con la boca abierta: hombres y mujeres de colores pintados en el techo, que corrían en pelotas, juguetones, cogiéndose y morfándose todo. No vio que alguno tomase nada, ninguna bebida vio. Un campo lleno de flores, casitas bajas, de paredes blanchas y techos colorados, contra una montaña que echaba fuego y humo y piedras por la punta. Pero ellos no le prestaban atención ni al fuego ni a nada.

Y había algo... algo medio difícil de tragar. Miró mejor: sólo los más viejos se cogían a las pendejas.

Oyó una tos áspera como de rocas entrechocándose: en medio de la habitación había un hombre. Un hombre viejo. Un hombre muy viejo y muy flaco. Alto, de hombros caídos. Vestía una especie de sábana que daba vueltas cubriéndole el hombro derecho. Un pliegue de la tela pasaba por debajo de un corazón de piedra —un sujetador, seguro—, dejando desnudo el izquierdo, y enseguida la sábana caía como una pollera.

—Gracias por venir, querida —dijo el viejo—. Me complace tenerla aquí —entonces extendió un brazo hacia todo aquello que los rodeaba, hacia ese lujo impresionante.

Ella no supo qué decir. Quería gustar, ser aceptada. Pero lo que más quería era darle de morfar a Chinchi: se acercó al viejo y mandó la mano directo a la entrepierna.

—Ay, papirri —dijo, ante el miembro medianamente morcillón—. ¡Qué serios que estamos!

Y la verga del viejo choto se paraba.

Se paraba demasiado para un viejo choto tan viejo y tan choto como él.

El viejo le hizo una seña al otro, al mariposón, que se fue medio enojado. A lo mejor de puro celoso. Al mismo tiempo, la momia aquella le retiró la mano del bulto.

—No necesito escarceos, querida —dijo—, pero me agrada su... predisposición.

Otro que le hablaba en difícil, puta madre. Chola no cazó ni la mitad de las palabras. Pero creyó que había hecho algo bueno y que tenía que mostrarse, ser más activa. Se arrodilló y comenzó a levantarle la ropa, que no olía a naftalina como ella había sospechado.

Él la frenó otra vez. La sostuvo de las manos, la hizo levantar.

—Uy, uy, uy... —se quejó Chola: las manos del viejo no parecían las manos de un viejo.

—Retirémonos al cuarto, querida.


El "cuarto" resultó ser una habitación enorme con una cama inmensa. Era la primera vez que Chola veía en persona una cama con techo. Sólo las conocía por las películas.

Vio que él tironeaba del corazón de piedra, entonces la sábana se deslizó por la piel arrugada, cayó en esa alfombra más gruesa que un cepillo. Ya en bolas, el viejo se tiró boca arriba. Quedó justo en medio de la cama.

—Si es tan amable de desvestirse, querida, y subirse —dijo, como si estuviese pidiéndole la comida al mozo.

—¿Subirme?...

—Sobre mí —dijo el viejo sin mirarla ni un poco.

¿Así pensaba calentarse? Ma sí: obediente, Chola cumplió. Se puso en posición y comenzó a hacer lo único que sabía hacer: dejarse coger. Apoyó las palmas en el pecho cubierto de canas y se movió con presteza profesional. Vio cómo cerraba los ojos, le retiraba las manos y subía las suyas hasta llegarle a la cadera. Desde allí, él se hizo cargo:

Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Adelante. Atrás. Arriba. Abajo.

Chola no se había dado cuenta del calor. Un fuego. Sintió que la pija crecía mientras ella se iba mojando, cosa que jamás le pasaba.

Pensó que era porque quería agradar, cumplir su sueño de volver loco a alguien con toda la mosca.

Pero no: estaba gozando. Y gozando en serio. Ese viejo la hacía derretirse como a una cerda.

Las manos se desprendieron de las caderas, dos víboras subiendo. Los dedos fueron colmillos que le mordían las tetas. El ritmo cambió, se volvió más rápido.

Chola descubrió que el calor le venía de adentro. La piel fría y el corazón caliente. Sentía cómo bombeaba la sangre a cada movimiento que esas manos encarnadas le ordenaban. El cuerpo respondía, una energía que se le iba acumulando en los músculos. Pensó que se estaba inflando. Hasta creyó tener más fuerza.

El viejo abrió los ojos y le clavó la vista. ¿Por qué ella había pensado al principio que era tan viejo y tan choto? Ahora no lo parecía: los cachetes con más color, el pelo brillante, los brazos venosos, marcados. Él le sonrió.

—Usted tiene mucha energía, querida —dijo—. Mucha energía acumulada. Estuvo cerrada por mucho tiempo, usted.

Ella no entendió lo que le decía —¿"Cerrada"? ¿La Chola, precisamente? ¿La estaría cargando?—. Así que también sonrió, por si las moscas. Quiso aumentar la velocidad, pero él no se lo permitió.

Chola sabía que el polvo terminaría enseguida. De pronto pensó en su padre. En el hijo de puta de su padre. En cómo venía bien borracho y ponía a su mamá, a ella y a su hermanita en fila y se las cogía a las tres. Una por una se las cogía. Y si alguna abría la boca, las cagaba a palos. A las tres las cagaba a palos. Oyó dentro de su cabeza ese último llanto de su hermana antes de... Y también vio la cara de vaca cansada de su mamá. Otra que mamá: esa puta yegua que jamás levantó la voz. "Ayúdeme, mamá", le decía su hermana, y la argolluda sólo la miraba y seguía con el interminable vaso de tinto y las novelas de la tarde. Será por eso que Chola nunca quiso ni probar el alcohol.

Ahora podía entender lo que le había dicho el viejo: por mucho tiempo ella había estado "cerrada", sí señor. Aguantando, acumulando. Ni siquiera se descargó al tajear al puto borracho de su padre. ¿Qué edad tenía ella? Poco más que Chinchi. No, nunca un alivio. Nunca.

Apretó los puños y se golpeó las piernas, de bronca nomás. Sintió una descarga, un calor que escapaba y un frío que le entraba bien adentro. Se supo débil. Pensó en su hija, en Chinchi, en todos esos años de lucha para que ella no siguiera sus pasos. Una hija sin padre. Una hija de puta, eso. Quería que se rajara de la villa, que encontrase un buen hombre y no el sorete que le tocó a ella.

Las manos bajaron hasta la cadera, y el ritmo aumentó.

Frío. Tenía frío. Mucho.

Chola no pudo pensar más. Eran sólo él y ella. Y las manos que comandaban. Ya estaba cerca. Ya venía. Ella quería complacer. Quería mejor vida. Quería...

Una explosión. Una helada explosión sin ruido. La vida la dejaba en una explosión de los sentidos, que no pudo comprender. Cayó sobre un costado sin tener fuerza siquiera para mover los brazos o las piernas. Sólo podía mantener abiertos los ojos.

Él se levantó y la miró detenidamente.

—Estoy... —pudo articular ella—. Voy a... a morirme.

—No, mi querida. No va a morir. Sólo está cansada, usted. Deberá reponer energía durante algún tiempo.

Él se puso esa estúpida sábana, se estaba yendo a la mierda.

—¿Por qué? —dijo ella.

—¿Por qué, qué?

Chola hizo un esfuerzo supremo:

—¿Por qué a mí?

Lo vio sonreír. La poca luz del cuarto le hacía lucir un pelo ahora no tan canoso. No totalmente blanco, como hacía minutos. Parecía más derecho, más fuerte. Hasta más pendejo podría decirse. A Chola le vinieron a la mente las estatuas del pasillo.

—Usted, querida —le dijo el tipo—, es una mujer con mucha energía. No fuma ni bebe.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Sí, eso —dijo él, y su sonrisa fue la de un diablo—. Descanse ahora. Ya vienen por usted. La van a llevar a su casa. Quizá nos veamos otra vez.

Ella no pudo contestar, se sentía cada vez más débil. Cerró los ojos. Pensó que iba a morir, pero se dio cuenta de que le daba lo mismo.

Empezaron a vestirla. Notó que quien o quienes lo hacían no se aprovechaban de la situación.

Un momento de calma, y pronto sintió que la alzaban. Se quedó dormida.


Algo estaba mal. Algo raro la incomodaba. Una luz molesta.

Después, los golpes. No eran golpes fuertes, pero la enfurecían. La estaban golpeando en la cara. Abrió los ojos. Los golpes —los golpecitos— terminaron. No habían querido fajarla, habían querido despertarla.

El puto del traje azul la miraba, serio.

—Señorita, llegamos a su casa.

Chola tanteó en busca de su cartera. La tenía el hombre, que la abrió ante sus ojos, seguro que para mostrarle lo que le había puesto: la .22 separaba dos fajos de billetes. El puto entonces cerró la cartera con la guita adentro y la colgó del hombro de ella. Bajó, abrió la puerta de atrás y la ayudó a bajar.

—¿Quiere que la acompañe hasta su casa?

Ella vio la villa. Apenas podía mantenerse parada, pero supo que el chabón no duraría mucho ahí adentro.

—No —le dijo.

Caminó como su papá, ayudándose de las paredes pero aferrando la cartera. Por suerte su casilla no quedaba lejos.

Entró tambaleante, y cayó de culo al suelo. Una Chinchi asustada la ayudó a levantarse.

—Vieja, ¿qué pasó? ¡Estás borracha! ¡Mamá! ¡Qué te pasó en...!

—No, boluda —notó agria su voz—, borracha no. ¡Y mirame cuando te hablo!


Ilustración: Valeria Uccelli

Pero no había caso: Chinchi se había dado vuelta, la cara tapada con las manos.

Chola fue directo a la cama. En el camino pasó delante del espejo. Lo que vio fue una vieja de mierda: el pelo de paja, los cachetes colgando. La piel seca, arrugada. ¿Esa vieja gastada de mierda era ella?

No tuvo fuerzas ni para horrorizarse. Realmente se sentía para el culo.

Se sacó la campera, los zapatos. Y se acostó vestida.

Pensó en el Amo.

Todo. Le había dado todo por tres lucas de mierda.

No hubo tiempo para más pensamientos.

Los ojos se le cerraron solos.




Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Nuñez, Ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Se pueden conocer más datos de Ricardo en su entrada de la Enciclopedia de la Ciencia Ficción y Fantasía Argentina.


Este cuento se vincula temáticamente con "SUNNY ROSE Y EL VENDEDOR DE ESPEJOS", de Ariel S. Tenorio (178), "LA PUERTA", de Carlos Donatucci (114) y "DEJA VU", de Sebastián Gabriel Barrasa (144).


Axxón 179 - noviembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Seres maléficos : Argentina : Argentino).