EN EL CUARTO DE AL LADO

Leonardo Montero Flores

Argentina

"El terror y lo desconocido están siempre relacionados,
tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente
de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica
y de las presencias exteriores sin hacer énfasis
en el sentimiento de miedo y horror"
H. P. Lovecraft


1

—Surgirá desde el muro la criatura que te ha aterrado durante todos estos años. ¿La recordás? ¿Cómo olvidarla? Tan fea como es. Esa horrible creación de tus miedos infantiles, esa abominación que llamás "monstruo", está aquí; en la habitación contigua. Está esperándote. A vos y a nadie más. Sos su creador, después de todo. Siempre le diste de comer, porque se alimenta de miedo, de inseguridad, de fracasos. Cada vez que hacías el ridículo frente a esa chica que te gustaba, la criatura engordaba un poco más. Sus extremidades se volvían más firmes cuando te orinabas en la cama. ¿Lo recordás? ¿Esa vez que te orinaste en la clase de gimnasia? ¿Te acordás, amiguito? Sí, te acordás, pedazo de marica. Tu padre siempre tuvo la razón, toda la maldita razón de este podrido mundo. Nunca llegarías a ser lo suficientemente hombre como para pegarle una patada en los huevos a la realidad, y en vez de eso te enfrascaste en tu ilusorio mundo de dragones y doncellas. Pero, he aquí la humillación final, ese mundo se volvió en tu contra; ese mundo te agarró de los cojones y te zarandeó por los aires y las aguas. Ni siquiera pudiste controlar tu puto mundo de fantasía. Pedazo de marica. Y ahora, esa cosa está viva, aquí, al ladito nomás. Andá, decile cuánto le temés. Llorale la carta, que de seguro te devora rápido y sufrís menos. Andá, andá de una buena vez, pedazo de marica. Y no me mirés así, que no soy tu padre ni tu madre ni la puta de tu hermana. Soy yo, solamente yo, tu otro yo, pedazo de marica. Dale, rompé el espejo, golpeame, que me gusta. Yo no soy tan marica como vos, yo me la banco. Dale, pegame, que no me duele. Pegame a mí, porque a la mierda inmunda que está al lado no podrás hacerle nada. Porque es más fuerte que vos y yo juntos, es más fuerte que el miedo, que la esperanza y que el amor. Es más fuerte porque está viva. ¿Entendés? ¡VIVA! Como si fueses un Frankestein moderno, o como un Herbert West inconsciente, has dado vida. ¿No estás orgulloso? No llorés, pedazo de marica, no llorés porque te va escuchar, y te va a oler. Debe estar oliéndote ahora. Sí, casi puedo escucharla, royendo las paredes de ladrillo. Sí, la escucho acercándose a nuestra habitación.

—¡NOOOO! —Martín hunde sus nudillos en la imagen del espejo, que se raja por la mitad, dejando al descubierto dos reflejos de un hombre desesperado—. ¡Basta! Basta, por favor. No existe, esa cosa no existe. NO EXISTE. Vos tampoco, no podés existir. Soy solamente yo tratando de volverme loco. Pero tomé las pastillas. ¡Te cagué! Hoy tomé las pastillas, todas. Las verdes y las amarillas, las azules y las violetas. Incluso tomé las rojas, las que son intragables de lo grandes que son. Todas las tomé, y me cago en vos. No soy un marica, necesito ayuda, un poquito nada más. Un empujoncito que me ayude a salir de este pozo. Nada más. No existís.

—¡BUUUU! Ja, ja, ja. No te asustés, pedazo de marica, soy yo. ¿Así que no existo? Un hombre que no existe, ¿podría hacer esto?

—NOOO, dejame, hijo de puta. No me toqués. Dejame. Por favor, dejame, si tomé las pastillas, dejame.

—Ah, las pastillas, sí, claro, ¿éstas?

—¿Por qué? ¿Por qué las tenés vos? Si yo las tomé.

—No importa, no las necesitás. No las necesitás para enfrentarte a la criatura que se acerca. ¿La oís? Está cerquita. Con sus pezuñas puntudas deshace los ladrillos. Y se acerca a vos. No viene a felicitarte por no tomar la pasti; viene a devorarte. Porque el único que puede devolverla al mundo de los sueños sos vos. ¿Viste? Como en las películas de terror de clase B, la bestia se rebela contra su amo. Pero aquí es ligeramente diferente. El amo no sabe que lo es. El muy pelotudo sólo puede tener miedo, mucho terror. Mirá, te estás cagando encima. Lo siento en mis piernas, que son las tuyas también. Dejate de joder y corré, como hiciste siempre. Corré, pedazo de marica.

—NOOO. No voy a correr, no voy a huir de esa cosa de mierda. No le tengo miedo, porque no existe, igual que vos. Dejame solo, ¡andate! Dejame en paz. Por favor, dejame en paz.

Martín cierra con fuerza los ojos, aprieta los párpados tal vez con la intención de que se peguen y nunca más puedan dejar entrar la luz del mundo que tanto teme. Luego, de a poco, los abre nuevamente. Mira el espejo roto y ya no descubre a su enemigo imaginario. Sólo está él, Martín Reynolds, el tipo de la habitación quince. El tímido, pusilánime hombrecito que por las noches espía la vida de sus vecinos, deseando ser como ellos. Su Martín salvaje yace ya en otra dimensión, en un lugar del que jamás volverá; porque el Martín de acá lo corrió sin la ayuda de las drogas. Martín sonríe en la densa penumbra de la estancia. Ahora es posible comenzar de nuevo, lejos ya de sus temores irracionales al mundo, y a todo lo que en él habita.

Se seca las lágrimas con una manga de su camisa y el palpitar de un corazón lo sobresalta. Sí, es un corazón, debe serlo. Late impetuosamente. Se agita en el centro de un pecho animal. Martín ruega que ese animal sea Martín Reynolds. Pide al dios en el que nunca creyó que sea su propio corazón el que se agita de esa manera.

—No, no puede ser, no.

La negación es un recurso muy utilizado por Martín. Pero hoy, como antes, no le servirá de nada. No puede evitar pensar en ese sonido que cada vez es más fuerte, insistente, ominoso. Martín toca su pecho y siente el fragor de un corazón humano, pero de ningún modo es el corazón que provoca el sonido que perfora sus oídos hasta llegar a lo más hondo de su conciencia. El otro corazón no late por el miedo, late por el esfuerzo. Casi eclipsado por el latir salvaje, el roer de pezuñas afiladas desgarra nuevamente la realidad de Martín Reynolds.

Martín se acerca a una de las paredes empapeladas, pega una de sus orejas al muro y oye el incesante roer de la bestia. Esa criatura que él mismo creó se acerca, como decía el otro Martín; se acerca inevitablemente.

En la casi completa oscuridad del cuarto, Martín descubre que sus entrañas se revuelven con frenesí. Casi no puede respirar a causa del miedo. La suma de todos los temores de su vida se ha materializado en el cuarto de al lado, y él no puede evitarlo. Sus riñones parecen estrujarse y le causan un dolor punzante que sube desde su cintura hasta sus hombros.

La intensidad del sonido aumenta y la vibración que lo acompaña hace temblar todos los objetos de la habitación. Los vidrios de las ventanas se sacuden con fuerza, al igual que el vaso y la botella de vodka que descansan sobre la mesita ratona. La cama se desplaza varios centímetros y el reloj despertador que estaba sobre la mesa de luz cae al suelo, despanzurrándose y vertiendo sus tripas de engranajes y resortes.

El tintineo de la campanilla, al tocar el suelo, quiebra la terrorífica contemplación de Martín. Él gira, dándole la espalda al muro que corroe la bestia. Apoya su espalda contra el empapelado y se deja caer despacio. El piso está frío, casi helado.


2

—Es verdad, Ricardo, es la horrible verdad de nuestras vidas. Esa criatura vive dentro de Martín, me lo dijo el viejo, el viejo Isaías. ¿Lo recordás? El que vivía solo en la casa antigua sobre la colina. Él me lo dijo, hoy me lo dijo, Ricardo. Tenemos que hacer algo. O Martín morirá y esa cosa vagará libre por el mundo. ¿Me oís, Ricardo? Por el amor de Dios, decí algo.

Ricardo mira atónito a Emma, su novia, la hija de esa mierda que fue Augusto Reynolds. El padre de Ricardo, Santiago, trabajaba en la Royal Meat, un matadero y frigorífico descomunal que Augusto había adquirido ni bien llegó desde Venezuela. Santiago siempre le había advertido que se alejara lo más posible de los Reynolds, porque nada bueno podría venir de ellos. El tiempo le daría la razón casi por completo; Augusto y su mujer fueron asesinados en circunstancias horribles, en medio de rumores de satanismo y otras yerbas; y el vástago de la familia, Martín, pasaría la mayor parte de su vida recluido en un instituto mental. Pero ella era distinta, no era como sus padres ni como su hermano, Emma Reynolds era pura.

—Sí, Emma, te oigo. Sé que debe ser difícil para vos, pero sólo puedo pedirte que te alejés de tu hermano. Está maldito, y quiere envenenarte con su odio. Emma, no vayas a buscarlo. Dejá que siga en coma en el hospital, lo mejor sería que muriera.

—¿Por qué, Ricardo? ¿Por qué me pedís eso? Es mi hermano, y nunca lo protegí. Ahora puedo hacerlo. Ahora tengo la forma de salvarlo. Por favor, acompañame al hospital, debo efectuar el ritual, antes de que sea tarde. El viejo me dijo que esa cosa, la criatura, se desprenderá definitivamente de Martín, y que lo matará. Cerrando el círculo. Ya viste lo que pasó, ha vuelto a matar. Por favor, Ricardo, hacelo por mí.

Ricardo se mira las manos y las encuentra húmedas y frías. Es el miedo el que le dice que cometerá un error al dejarla obrar como ella quiere. Es miedo a perderla. Pero también sabe que si no la acompaña, la perderá de todos modos. Ricardo acepta, y acepta a la vez su destino de reo. Porque él siempre estuvo preso ante las circunstancias. Nunca pudo elegir su destino, y esta noche lo confirma.


3

Roberto trata de soltarse las esposas, sin lograrlo, obviamente. El alcohol enturbia sus sentidos y le hace creer, vanamente, que es mejor y más fuerte que cualquier cosa que se le cruce en el camino.

—Qué boludo ése que iba cruzando la calle. ¡Qué boludo! No correrse a tiempo. Idiota, ahora debe estar con San Pedro, el muy boludo. Espero que no me haya roto el parabrisas ese hijo de puta. Juá, el julepe que debe haberse pegado. ¿Y este milico, a dónde me lleva? Soltame, pedazo de guanaco. Dejame ir, que quiero dormir. Adónde me llevás, no, mejor me voy. ¿Qué mierda es ésta que me ha puesto en las manos? Ah, son los ganchos. Pelotudo, mirá cómo me los saco. Eh, puto, dejá de mirarme, gorriado, mirá para otro lado o te parto la jeta. Esperá, milico, no me dejés acá, eh, cobani, vení, hablemos un ratito. No, no me cerrés la puerta; puto.

El borracho se queda solo en la pequeña celda. La humedad que decora las paredes le hace recordar que tenía ganas de orinar antes de atropellar al transeúnte. Se apoya contra una de las paredes de la celda con la intención de desalojar la vejiga, pero algo lo impide.

De la pared, de esa pared húmeda que hace instantes estaba intacta, surge una cosa peluda y viscosa. Roberto retrocede unos pasos, trastabilla y cae sobre un catre metálico. La cosa se desprende de la pared, como si fuese una parte de ella que se descascara. Es oscura y huele mal. Desde una altura de medio hombre se deja caer hacia el interior de la celda. La lámpara que alumbra el lugar apenas puede descifrar la forma enmarañada de la criatura que crece desde la pared.

Roberto pierde la oportunidad de pedir ayuda, gracias al alcohol. En lugar de gritar como un condenado, sólo se limita a balbucear incoherencias, pedirle a la Virgen, rezarle al Gauchito Gil y orinarse encima. Cuando siente el dolor ya es tarde para gritar, porque la criatura, ahora increíblemente nítida, le ha arrancado la lengua de cuajo. La sangre brota desde su garganta y cae como una catarata rojiza sobre sus piernas.

Al incorporarse, la criatura golpea la lámpara del techo y su luz ilumina de a ratos la escena dantesca que se desarrolla sobre el catre. El rostro de Roberto parece reír mientras la sombra peluda mordisquea su carne, bebe su sangre y

quiebra sus huesos.


4

—Fue en la sala de cuidados intensivos, Señor Comisario.

Silvina, la enfermera de Terapia Intensiva, relata los increíbles hechos que presenció esa noche. El comisario Ramírez le toma personalmente la declaración. No cree ni la mitad de lo que dice esta loca, pero hay un cadáver fresco y desmembrado en el hospital, y otro en la celda de la seccional, esa celda del fondo, donde ponen a los revoltosos. Ramírez piensa que un comatoso no puede haber causado semejante bochinche, pero, por las dudas, la vigilancia de dos agentes lo mantendrá a raya.

—Ahí la vi, enorme, peluda, negra; se desplazaba en la oscuridad, como una sombra. Salió de Martín Reynolds, el paciente en coma, yo la vi. Grité, como una loca, grité y grité, pero nadie más la vio; aunque en realidad esa mujer la percibió, pero ya no puede decir nada. Era oscura, enorme, y brotó de él. Yo estaba trabajando en la cama de al lado, en la que, separada por una cortina azul, se encontraba una mujer muy anciana, Doña Rigoberta, que todo el tiempo respiraba de forma horrible. Yo trataba de ignorar su respiración, el maldito ruido de su respiración. Por eso me acerqué a la ventana. Tuve que hacer fuerza para correr la celosía vidriada, y luego de aspirar el aire de la noche encendí un cigarrillo. Entonces la oí. Fue un crujido, o un chasquido, o un gorgoteo, quizás todo junto. Algo se soltó y cayó pesadamente. Giré la cabeza y pude ver los pelos asomando debajo de la cama del comatoso. En ese momento no grité, no podría haberlo hecho, sólo pude voltearme y comenzar a caminar pegada a la pared, tanteando aterrorizada para encontrar el camino de la salida, sin quitarle los ojos de encima a esa cosa que cada vez se hacía más grande y despedía ese olor tan fétido.

—Pero usted dice que brotaba de Reynolds. ¿Cómo lo supo? ¿No podría haber estado escondida bajo la cama?

—No, porque las sábanas que cubrían a Reynolds se revolvían con violencia y él se retorcía sin abrir los ojos, envuelto en esos tubos y cables. Y luego la criatura se deslizó por el suelo. Era enorme, negra, como una cabra deforme, horrenda. Dios me perdone por no haber gritado a tiempo. Esa mujer, la anciana, ella abrió los ojos en el momento que la criatura se elevaba hasta alcanzar el techo. Pobre mujer —Silvina solloza—. Vio cómo los pelos de esa cosa se acercaban a ella, junto a la mole deforme. Luego..., luego le arrancó los brazos y las piernas. ¡Dios, no! ¡Qué horror! La despedazó como si fuese un muñequito de cartón. Y después desapareció en el cielorraso. Cuando uno de los aparatos conectados a la anciana comenzó a aullar como un lobo, pude reaccionar. Y gritar, Dios, grité y grité. Luego no recuerdo más.


5

La primera vez fue dolorosa. Martín, humillado, estaba escondido en el baño de la escuela. Esos malparidos de la pandilla de Jorge le habían quitado el pantalón corto de gimnasia y el calzoncillo, lo habían dejado atado al mástil. Los muy hijos de puta se habían reído, y cómo se habían reído. Reían hasta desmayarse, hasta desvanecerse de la carcajada. Flaquito y desgarbado como era, con esas enormes orejas y esas pecas tan tupidas, Martín daba risa con ropa, pero desnudo era una broma.

Sí, qué risa les había dado ese Martín atado al mástil. Cagándose de frío, miedo y vergüenza. Lo ataron a las once, a las doce se iban los del turno mañana, de seguro lo verían todos los alumnos que, obligadamente, debían pasar por ahí. Y hacía frío, mucho frío en esa mañana de julio. No pudo aguantar, Martín se orinó. Mierda, qué vergüenza. Qué hijos de puta. El líquido le corría por las piernas y el viento le traía algunas gotas al rostro.

Alfonso, el portero, lo encontró a las once y media. Martín ya no lloraba ni maldecía, se había cansado de hacerlo durante media hora. Sólo quería que lo desataran para poder correr, escapar para siempre. ¿A dónde? A cualquier lugar solitario. Cuando Alfonso cortó las cuerdas, Martín sólo pudo correr, rojo de vergüenza, hacia el baño de atrás; ése que nadie quería usar porque tenía un olor asqueroso.

Ahí se quedó acurrucado, en un rincón. Con los ojos cerrados no quería pensar, porque pensar, inevitablemente, le traía recuerdos humillantes. No sólo los de hoy, que ya de por sí eran brutales, sino otros recuerdos, algunos casi tontos e insignificantes, pero que unidos formaban un todo opresor. Con sólo diez años, Martín Reynolds ya conocía todos los posibles estados de vergüenza, tristeza y soledad que podían anidar en la mente humana.

Los golpes de su padre, los insultos de su madre, las burlas de sus compañeros, la chica que le gustaba y lo avergonzaba frente a todos, esa maestra de mierda que lo ponía en penitencia todos los días, y ese hijo de puta de Alfonso que siempre quería tocarlo. Ésos eran sus recuerdos, engarzados en su cadena de sufrimientos. Su escape eran las historias en donde él era un héroe, un gladiador, un guerrero japonés, un vikingo, alguien más. En esas aventuras que creaba en sus ratos de soledad, que eran muchos, formaba mundos donde podía ser quien quería ser y ya no era el miedoso que era. Sí, porque siempre le habían dicho que era un cagón, un cobarde. "¡Los hombres no lloran, pedazo de marica!", le decía el padre al ver que Martín no soportaba el peso del cinturón sobre su espalda y prorrumpía en llantos desconsolados. "¡Te orinaste otra vez en la cama, maricón de mierda!", le decía la madre cuando descubría el producto de una noche de pesadillas horribles en las sábanas de Martín. "Vení conmigo, no seas marica, quiero hablar con vos", le decía Alfonso al ver a Martín rumbear solito para el lado de su casa.

Martín lloraba en ese baño sucio y oloroso. Escupía bronca contenida y miedo al mañana, porque debería volver a pasar por lo mismo al otro día. En ese momento escuchó los pasos que chapoteaban en el piso húmedo del baño. Levantó la vista y vio a Alfonso, que se acercaba con una risa falsa en los labios.

—Dejame, salí de acá, quiero estar solo. Andate.

Pero Alfonso no retrocedió. El pedido desesperado de Martín le dio nuevos bríos. Se acercó más y acarició el pelo del muchacho. Mala idea, Alfonso.

Martín hundió su cabeza entre sus piernas y gritó. Pero no fue un grito de dolor ni de miedo el que salió de su boca, era un grito nuevo. Era el grito de algo que salía de él, pero que no era él. Quiso cerrar la boca, no pudo. Un poco de sangre brotó de su nariz y de sus oídos. Su espalda se arqueó y un crujido espeluznante sobresaltó al portero. Alfonso abrió, incrédulo, los ojos. Ante él se disponía el espectáculo más horrendo que jamás hubiera visto, o siquiera imaginado. De la espalda del niño, que parecía inconsciente, brotaba algo peludo, oscuro, informe, abominable, viscoso. El terror lo paralizó. No podía ser cierto, su concepción del mundo no admitía lo que veía. Esa criatura que emergía de la columna del niño se retorcía enérgicamente mientras estiraba una especie de miembros con pezuñas que se afirmaban en la mugre del piso. Alfonso no soportó la visión y se desmayó. Era una salida, por cierto; pero momentánea, porque cuando volvió en sí la cosa seguía ahí, y más grande. Ahora ya no estaba unida al niño, que yacía desvanecido, sino que al parecer estaba erguida sobre sus patas traseras y lo miraba con unas cavidades que deberían haber albergado ojos. Bufaba o gemía, la criatura tal vez quería decirle algo. Alfonso no era capaz de entenderlo.

A las cinco de la tarde encontraron restos humanos desperdigados por los alrededores del baño de atrás de la escuela, y adentro encontraron un niño inconsciente y semidesnudo.

El otro Martín nació con la criatura. En su casa, en su habitación, solo, dolorido y afiebrado, el niño escuchó esa voz burlesca y aflautada.

—¡Callate! —le dijo a la voz, pero la voz remedó su 'callate' y luego se rió, profundamente. Martín se durmió. Cuando despertó vio a alguien en el espejo de la pared ubicada a su izquierda. Era un niño, como él, pero de mirada torva, desafiante.

—¡Qué mirás, puto! —le dijo ese niño. Martín se escondió bajo sus frazadas—. Dale, escondete, pedazo de marica —le gritaba ese niño del espejo.

—Dejame en paz —le dijo Martín. Nadie respondió. Luego sintió una opresión en el pecho y el peso muerto de algo sobre su frazada. El niño, el niño del espejo estaba ahí, sobre él. Martín lloró mientras el niño de arriba le gritaba y le decía que era un marica, y le pegaba y no lo dejaba moverse bajo sus cobertores.

—¿Qué te pasa, Martín? —le dijo la madre quitándole la frazada de la cabeza—. ¿Qué pasa?

Martín miró el espejo a su izquierda y vio su reflejo, con la misma mirada triste de siempre.

—Nada, mamá, nada.


6

La segunda vez no dolió tanto, pero aun así fue terrible. Martín estaba en el cuarto de baño, duchándose, tratando de quitar de su cuerpo el olor inmundo que sólo él podía percibir. Recordó las risas, de Jorge y los demás. Lo recordó al ver sus piernas desnudas y el agua corriendo por ellas. Se dejó caer en la ducha y tembló de miedo. Debería, en algún momento, salir de casa y volver a la escuela. Aunque si bien cabía la posibilidad de que no regresara a esa escuela, ellos, sus enemigos, lo encontrarían en el barrio. Lo malo, tal vez, fue no ir al colegio inglés de la ciudad, adonde iba su hermana. Pero claro, él no debía estar demasiado lejos, debía quedarse en ese pueblo sin colegios privados para que todos pudieran burlarse de sus orejas y sus pecas. Ellos, sus enemigos, vivían cerca, demasiado cerca. Jorge vivía con su abuela a una cuadra, detrás del potrero al que nunca dejaron entrar a Martín. Los demás se encontraban esparcidos por las inmediaciones. Cualquiera podría verlo cuando él saliera a la calle, porque algún día tendría que hacerlo. Y ellos estarían esperando, para burlarse de nuevo. Para quitarle la ropa y atarlo a un poste.

Martín temblaba, y de ese temblor surgía otro temblor anómalo que reforzaba al anterior. No era él quien causaba ese temblor, era algo dentro de él. Algo oscuro, y peludo, que comenzó a brotar de su espalda, bajo la ducha. El agua caía y rociaba su cuerpo y el cuerpo de la criatura que golpeaba su espalda y las paredes, retorciéndose y girando sin control. El golpeteo de las pezuñas contra los azulejos era terrorífico. Martín podía sentir el bufido de la bestia sin nombre que luchaba por desprenderse de su espalda.

—¡¡¡Nooo!!! —gritó Martín, pero ese grito no llamó la atención de sus padres ni de su hermana, ni aun de la criada que debería estar cerca. Tal vez el grito no fue un grito, o sólo fue un grito imaginario.

La criatura se agigantaba en el baño y su cabeza de cabra ya tocaba el techo. Martín resistía y se decía que no era real. Pero la criatura no respondía a sus esfuerzos. Seguía creciendo y llenando de pelos y músculos imposibles el espacio del cuarto de baño.


7

—¿Viste Adelaida, lo que le hicieron a esos pibes? —dice el viejo Isaías—. Qué terrible. Pobrecitos, cómo los descuartizaron. Dicen que a uno lo encontraron en su cama, y en el comedor, y en el patio trasero. Era el Jorge, el capitán del equipo de fútbol. Su abuela también "cobró". Encontraron a la pobre vieja cortada a la mitad; pero no cercenada limpiamente, sino desgarrada, como si hubieran tirado de sus piernas y brazos hasta que el cuerpo se partió. Pobre vieja.

—Por favor, Isaías, no me cuente con tantos detalles. ¿No ve que me da escalofríos? Dios los tenga en su gloria, pobres niños. No me hable de muertes, hábleme de amor, Isaías.

Adelaida, la madre de Martín, se horroriza ante la muerte. Se horrorizó por lo que le pasó a Alfonso, el portero. Y sufrió al enterarse de que Martín fue encontrado en ese baño, en ese estado. Sería la comidilla de todo el pueblo. El hijo de Adelaida Ramos, la esposa de Augusto Reynolds, el dueño de Royal Meat, habría sido abusado por un pérfido portero de escuela. Qué vergüenza para alguien como ella.

—Abráceme, Isaías, abráceme fuerte. Esta tarde tengo miedo, mucho.

—¿A qué? ¿O a quién?

—A lo que se cierne sobre nosotros. ¿No lo ve? Está en el pueblo. Llegó para llevarse nuestras vidas.

En la siesta calurosa, Adelaida abraza el cuerpo del viejo Isaías, y se acurruca con él en la cama de roble boliviano. Él la besa, y mientras lo hace piensa en Martín. Sabe lo que vendrá, y eso le gusta a medias; pero esta tarde quiere olvidar el futuro y se funde con la piel de Adelaida.

8

En la oscuridad de la habitación, Martín busca algo con qué defenderse. No dejará que la criatura lo devore. Se resistirá. Le pegará, la morderá, la humillará, como lo han humillado a él. Pero tampoco puede, porque la criatura lo ha protegido, en cierto modo, durante años.

Unos golpes secos en la puerta hacen que Martín se espante aún más. ¿Quién podría llegar hasta ahí? ¿La policía? No, la policía no golpearía la puerta, la derribaría. Martín apoya sus manos en el picaporte.

—¡Martín! ¡Martín! —Es la voz más dulce del mundo—. Soy yo, Emma, por favor abrime.


9

Laura acaricia suavemente su entrepierna. Su cabellera rubia se desliza con un ritmo erótico sobre su rostro blanco. Martín cierra los ojos y cree volar. ¿Aquí, en la escuela? No puede ser verdad, no le puede pasar a él. Pero pasa, ella está ahí, sobre él, tocándolo. Y Martín siente que se pone rígido, como piedra; goza, tal vez. Él la quiere besar pero ella lo evita. Se aleja de él y abre la puerta, desde donde surgen esas risas y esos ojos de verdugos.

Son muchos, más de diez. Se ríen y remedan su posición incómoda para disimular la erección. "Mierda, esta hija de puta me cagó", piensa. Claro, claro que te cagó, Martín. Y eso no es lo peor, lo peor vendrá ahora. Ellos lo toman por los brazos y lo arrastran por el pasillo principal hasta el aula donde la maestra de música enseña a tocar la flauta. Abren la puerta, le bajan los pantalones y lo lanzan adentro. Martín se tropieza con sus propios pies y cae estrepitosamente delante de la maestra y decenas de alumnos. Los cuales no tardan demasiado en comenzar a reír a carcajadas nerviosas, rabiosas. "Esa hija de puta me cagó", piensa Martín.


10

Los hombres con chalecos antibalas se abren paso a través de los restos humanos que tapizan cada peldaño de la vieja escalera. Sus cascos opacos apenas reflejan la luz mortecina de las lámparas que intentan atacar la oscuridad que reina en el hotel. Al llegar al primer descanso de la escalera el zumbido de un tubo fluorescente le parece a Hernández, el líder del equipo, un abejorro enfermo, agonizante en el corazón de algún álamo antiguo. Son diez de los mejores hombres del GEOF. Entrenados para acciones violentas, pero no para este tipo de acción. Se dirigen hacia arriba, a los cuartos de aquel hotel de mierda, que los rodea como una trampa gigante. Los hombres abrazan sus armas, trozos de metal que los hacen retornar a la realidad luego de viajar por tenebrosos senderos al observar las cabezas mordidas y amontonadas en el umbral de la puerta de la primera habitación.

Hernández se persigna, no cree en Dios, pero lo hace por instinto. Uno de sus hombres lo imita. Avanzan cautelosos por el pasillo del primer piso. "Y encima esa pendeja", piensa Hernández, "cómo carajo se le ocurre meterse aquí, ahora vamos a tener otro cadáver. Y dónde mierda se metió esa cosa. Dónde mierda estás". Uno de los policías le hace una seña a Hernández. Hay contacto visual con la criatura.

Los disparos hacen temblar a Emma. Junto a ella está Martín. Escuchan en la penumbra del cuarto. Una tempestad de gritos y alaridos se desata en el pasillo. La balacera parece no tener fin. Emma se aferra a su hermano. Martín la mira y la abraza fuerte. Al cabo de segundos interminables los disparos cesan. Sólo se oyen los leves quejidos de alguien herido. Emma trata de abrir la puerta para ayudar a quien se esté debatiendo entre la vida y la muerte, pero Martín la sostiene de un brazo. Ella entiende, abrir la puerta sellada con las sales sería eliminar la única protección que poseen. Cuando los quejidos ya no se perciben y el roer de la bestia vuelve a comenzar, Emma pega un grito.


11

Emma Reynolds, delgada mujer de unos veinticinco años, de ojos color celeste intenso, examina detenidamente la antigua libreta familiar. Cada página es una abominación, quisiera dejar de leer y olvidar todo, pero sabe que no debe hacerlo. La sangre de muchas personas ha sido derramada por el secreto que esconden esas letras malditas. Los apuntes están escritos en letra manuscrita, de caligrafía apretada y nerviosa; la primera nota está fechada el día doce de noviembre de 1978, un año antes del nacimiento de Martín.


"12/11/78: Será el destino quien me dé la razón. Mis hermanos lo saben, pero lo niegan. Imbéciles súbditos del culto equivocado. Yo, Augustus, seré el primero. El fruto de mi semen será el segundo, la bestia."


"20/12/78: Yavishnú ha hablado, yo escuché su canto, su melodiosa y terrible voz me habló. Yavishnú ha hablado. Su canto es el caos. El hijo del hombre será la bestia. Yavishnú ha hablado."


"15/01/79: Ella se resistió, como Yavishnú lo vaticinó. Ella tiene miedo. La comprendo. Pero el miedo es el alimento de la bestia. La luna estaba velada. Esta noche lo intentaré de nuevo."


"20/01/79: Ahora espero, Yavishnú espera. Duerme en su morada. En el vientre de mi mujer descansa la bestia. Duerme Yavishnú."


"14/03/79: Mi hijo crece, el hijo de Yavishnú late en el vientre de ella. Lo siento, golpeando mis sienes. Yavishnú ha hablado."


"25/05/79: El Gran Yavashida ha venido hoy. Quiere el fruto de su vientre. No dejaré que se lo lleven. Nos iremos, lejos. Donde el Yavashida no nos alcance."


"07/09/79: Aquí crecerá mi hijo, el hombre y la bestia. Aquí nadie nos conoce. Yavishnú está complacido. Falta poco. Él crece."


"12/11/79: Él nació, pero algo salió mal. Yavishnú está enojado. El niño nació muerto, pero revivió. Algo salió mal. Yavishnú nos maldice."


Luego de la nota de noviembre del 79 había otra serie de anotaciones, todas confusas y de un sentido más siniestro que las anteriores. Emma cerró la libreta y la tiró sobre la cama. Y luego lloró amargamente. Por su hermano, hijo de esa extraña deidad demoníaca a la que su padre servía. Todo tomaba sentido. El viaje apresurado desde Caracas, donde ella dejó sus primeros recuerdos. La compra compulsiva de Royal Meat S.A. y la personalidad enfermiza de Martín, quien nació con el cordón umbilical enroscado en su cuello. Nació muerto, pero, como dice la nota, revivió. Pero sin la diabólica energía que Augusto esperaba. Por eso lo detestó toda la vida. En Caracas, los líderes del culto Yavashida deseaban apoderarse de Martín en cuanto naciera. Eso motivó que Augusto, su padre, decidiera viajar a la Argentina, donde nadie sabía de ellos, ni del culto sangriento. Pobre hermano, pobre niño fruto de una abominación. Emma pensó guardar la libreta de regreso a su lugar, en el pequeño rinconcito de la biblioteca de su padre, pero recordó que no era necesario. Hacía años que su padre estaba muerto, igual que su madre y muchos otros habitantes del pueblo. Emma repasó mentalmente las noticias que conocía sobre las horrendas muertes de niños, adultos y ancianos. Martín, siempre Martín estuvo tras todo eso. Pero Martín no era el culpable, era la bestia que lo perseguía quien debía pagar por esos crímenes.

Emma sabía que la investigación que ella misma la introduciría en un infierno atroz. Sabía que las piezas del puzzle que armaba con cada muerte le revelarían la imagen siniestra de un demonio. Pero Martín, ¿por qué a Martín? Siempre tan desvalido, tan frágil. Ella recordaba a ese Martín al que nunca pudo ayudar cuando era pequeña. Y lo comparaba con el Martín que hace poco había salido del instituto mental. Comparaba las facciones de aquel niño temeroso con los rasgos de este hombre enfermo, quebradizo, que aceptó con más resignación que convencimiento su propuesta para vivir solo en un pequeño departamento de un hotel de mala muerte en Constitución. Emma fue a visitarlo a ese hotel algunas veces, y siempre lo encontró triste y con más miedo que nunca. ¿Cómo podría ese hombrecito engendrar una bestia? ¿Cómo podría conjurar al diablo quien temía salir a comprar cigarrillos?

Martín era la víctima, tal vez la más grande. Ahora estaba claro. Ahora creía en las palabras que él le decía cuando lo visitaba en el instituto mental. El reporte policial que tenía en las manos también confirmaba esos dichos. Este reporte describía la escena tétrica que descubrieron los policías que acudieron al llamado de auxilio que se originó en la casa Reynolds la noche del trece de octubre de 1989. Decía que encontraron miembros ensangrentados, que corresponderían a brazos y piernas de cinco hombres adultos, dispuestos en torno a una mesa redonda en donde se hallaba un chico desnudo. Este niño estaba atado y su espalda había sido lacerada hasta casi llegar a los huesos. Fue desatado y llevado con urgencia al hospital más cercano. Luego de su recuperación física fue internado en un instituto mental, porque no podía articular ninguna frase coherente y corría con desesperación, gritando que una bestia lo perseguía, cuando alguien trataba de acercarse a él. La investigación posterior determinó que los cinco hombres eran miembros de una secta satánica, con Augusto Reynolds como líder, y que fueron asesinados por miembros disidentes del culto. Al parecer, el objetivo de la reunión habría sido asesinar al niño como ofrenda a Satanás. La investigación, no está de más decirlo, fue sumaria. En menos de dos meses se cerró el caso, no hubo detenidos. Los objetos secuestrados en la casa, todos relacionados con cultos satánicos, se perderían con el transcurrir de los años. Y el chico, Martín Reynolds, seguiría encerrado en el Instituto de Salud Mental Leclerc, en Lomas de Zamora. La única que lo visitaría en el futuro sería su hermana, Emma Reynolds, quien poco antes de los asesinatos de esa noche siniestra había sido enviada a vivir con sus abuelos maternos, Francisco Ramos y Encarnación Peralta de Ramos, a Barquisimeto, en Venezuela.


12

Parado bajo el dintel de la puerta, el viejo Isaías se veía imponente y macabro. Emma trataba de no mirarlo a los ojos; algo en ellos le hacía crispar el vello de la nuca. Pero su miedo no podría impedir que averiguara lo que este hombre sabía. Las notas escritas por su padre lo mencionaban en algunas ocasiones. Isaías, el viejo Isaías de la casa de la colina, conocía algo importante. El miedo a sus ojos helados no la detendría. Tenía que salvar a Martín.


Ilustración: Valeria Uccelli

El viejo fue algo reacio a contestar las preguntas insidiosas de Emma; sin embargo, parecía dispuesto a ayudar, a colaborar de alguna forma. El viejo le contó a Emma que cada muchos años surge una bestia entre los hombres, un hijo del hombre. Este ser elige a sus víctimas entre las gentes inteligentes y decididas, como su padre, porque son los más aptos para dominar al mundo. Isaías le dijo que Augusto era un hombre fuerte, muy seguro de sí mismo, y que al llegar al pueblo comenzó a tender las redes subterráneas de su culto. Sí, en el pueblito insignificante que vivía de la Royal Meat. Pero ese hijo suyo, Martín, no era como él. Era tan desvalido y temeroso. Él era el centro de las venganzas que no podían encarnar en su padre. Todos odiaban a Augusto, pero era poderoso. Entonces resultaba más fácil fustigar a su hijo, ese hijo que él mismo odiaba.

El culto de los Yavashidas adoraba a Yavishnú, un demonio primordial que volvería si ellos hacían lo correcto. Martín sería el primero, después de muchos intentos vanos, en albergar a la bestia. Pero algo salió mal, Martín no era la bestia, o al menos eso parecía.

Emma escuchaba con atención las palabras del viejo Isaías. Ella no sabía, ni siquiera imaginaba, todo esto. Este mundo asqueroso que ahora se tendía ante sus pies como una alfombra de víboras.

El viejo Isaías se incorporó de su asiento y buscó un libro en su biblioteca personal. Extrajo con cuidado un antiguo tomo forrado en cuero negro. Sacudió el polvo de su superficie y se lo acercó a Emma.

—Toma, niña. Esto me lo dio tu padre hace años. Todos los miembros de la secta debían tener uno.

Emma retrocede espantada. Este viejo decrépito también es un cultor de lo demoníaco.

—No temas, niña. Yo era uno de ellos, pero ya no más. Me cansé de sus rituales enfermizos y sangrientos. Me cansé de sus mentiras y sus manejos. Toma, Emma, esto salvará a tu hermano. Él sabrá encontrar en el Tomo Negro de los Yavashidas el ritual que lo liberará de la criatura que vive en su interior. Una vez terminado el ritual, la criatura desaparecerá, despojada de todo su poder en este mundo. Toma, Emma, corre a salvarlo. Corre mientras puedas. No pierdas tiempo. Corre porque la bestia se hace más poderosa con cada muerte, y pronto escapará de su anfitrión..., y lo matará. Corre, niña, corre.

La chica no sabe qué decir, entre aterrorizada y agradecida con este hombre que le tiende la salvación de su hermano. No le dice nada. Sólo toma el libro y sale corriendo de la casa del viejo Isaías.


13

—Escapó, su hermano escapó, señorita Reynolds. —El director del hospital transpira notoriamente y mueve las manos sin control—. Y no sólo eso, dejó un tendal de sangre a su paso. —Toma a Emma de la mano y le indica el piso cubierto de sangre—. ¿Ve? ¿Ve esto? Es la sangre de gente inocente. Su hermano los mató.

—No, mi hermano no fue. No entiende, es imposible. —Emma no soporta el dolor y comienza a llorar sin consuelo. Ricardo la aferra entre sus brazos—. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué permites esto?

El ambiente del hospital es irreal.El amontonamiento de policías, médicos, periodistas y curiosos es insoportable. Todos hablan en voz alta, evidentemente excitados por la sangre y la carne desparramada en derredor. Los encargados de la morguera no saben por dónde empezar. No están acostumbrados a recoger pedazos de cadáveres regados en extensiones tan grandes. La masacre comenzó en terapia intensiva, según dos testigos que dijeron haber visto a un hombre vestido con la bata de enfermo, toda ensangrentada, caminar por el pasillo que conduce a la escalera principal. Estos testigos, dos camilleros, siguieron el rastro de sangre hasta encontrar, diseminados por el pasillo, restos humanos. Brazos que aún conservaban las mangas de uniformes azules, piernas con botas, otras con sandalias, un tórax abierto y un par de manos que sujetaban un suero.

Luego continuó en la escalera y en el hall de entrada. Ahí no quedaron testigos vivos.

Murieron veinte personas. Todas despedazadas por una bestia terrible. Cuando el director del hospital se enteró de la matanza, bajó desde la dirección y se presentó en el hall. Vomitó al ver el panorama, después se desmayó y cayó sobre un montón de tripas desenrolladas. No fue el único en perder el conocimiento. Y otros, al llegar al lugar de la tragedia, se volvieron locos. Los que llegaban a Urgencias, simplemente se quedaban parados, observando a la muerte en todo su esplendor.

El director del hospital insiste en culpar a Martín por la masacre, pero es casi imposible creer que un solo hombre, que acaba de salir del estado de coma, pueda asesinar, en menos de diez minutos, a semejante cantidad de personas, y en forma tan horrenda. Eso es lo que piensa el Comisario Ramírez, pero no se lo dice a nadie. Intuye que algo está suelto en la ciudad, algo que escapa a su entendimiento. Acaba de llegar al hospital y, luego de encender un cigarrillo, ve a Emma sollozar en los brazos de su novio.

Al cabo de dos pitadas que no alcanzan para llenar sus pulmones, Ramírez se acerca a Emma.

—¿Emma, Emma Reynolds? —Ramírez se encuentra con la mirada extraviada de la muchacha de ojos celestes—. Soy el Comisario Inspector Alberto Ramírez. Necesito hablar con usted, sobre su hermano, por los asesinatos de la semana pasada y por los de hoy.

—¿Qué quiere? —lo increpa Ricardo—. Ella no podrá hablar con nadie. Nos iremos de la ciudad esta misma noche. Déjenos en paz.

—No, Ricardo. Dejá que hable con nosotros. Debe conocer la verdad.

El director del hospital le proporciona a Ramírez una oficina improvisada en la sala de urgencias. Ahí, soportando el olor de los restos que comienzan a descomponerse antes de que puedan recogerlos a todos, Ramírez escucha la historia delirante de la mujer que rehúsa mirarlo a los ojos. Demonios, pactos secretos, libros mágicos y bestias inmundas no encajan con su habitual rutina de investigación de crímenes pasionales, ajustes de cuenta y secuestros extorsivos.

—Basta. —Ramírez no quiere oír nada más—. Basta. Sólo dígame dónde está su hermano. Debe saberlo.

—No. —Emma miente, intuye que puede haber vuelto a su hotel. No quiere entregarlo a este hombre que no ha creído ni una palabra de su confesión—. Lo lamento, no sabemos dónde está...

—Sí —Ricardo interrumpe—. Sí lo sabemos. En Constitución. Ahí vive Reynolds. En un hotel.

Ricardo mira a Emma y trata de soportar su mirada de reproche. Ella no entiende que lo hace para protegerla. La policía podrá encargarse de ese enfermo de Martín. Que Dios lo perdone.

—Vengan, ustedes quedan a disposición de la Policía Federal. —Ramírez llama a un oficial—. Llévelos a mi auto. Emma, usted me guiará hasta ese hotel. Si es verdad lo que dice, si es verdad que su hermano es inocente, mañana él estará vivo, de lo contrario...

En poco más de un cuarto de hora, Ramírez organiza el operativo más grande de su carrera. Se movilizan, incluso, fuerzas especiales: hombres del GEOF se dirigen a Constitución. Mientras un oficial conduce su auto, el comisario inspector, que se encuentra en el asiento del acompañante, se da vuelta y observa a esa chica de ojos celestes que mira sin ver la ciudad a través de las ventanillas.

Al llegar al hotel, la muchedumbre los atosiga. Aquí, la excitación es peor que en el hospital. Corren rumores sobre las horribles muertes de los pasajeros del hotel. Alguien dice que un brazo salió volando por una ventana y cayó en la alcantarilla. Otro asegura que vio a Cristo en el techo, o en las nubes.


14

Laura peina su cabello dorado mientras escucha canciones de Pet Shop Boys. Su mamá, esta mañana, le regaló el nuevo casete del grupo, su preferido. Peina su cabello y piensa, no sabe bien por qué, en ese tonto de la escuela. ¿Cómo se llamaba? Sí, el tonto de Martín. Es extraño, pasó hace más de un mes. Ella no suele recordar tanto tiempo las bromas de mal gusto que organiza. Está tan ocupada entreteniéndose con las "cachadas" que le hace a la gorda Luisa, que recordar otras burlas anteriores no es normal.

Es extraño pensar tan insistentemente en ese petiso orejudo, pecoso y maricón de Martín. Demasiado extraño, no puede sacárselo de la cabeza. Parece que la observara en este momento, con sus ojos de gato mojado y su mueca de perro con sarna. "Quitate de mi mente, idiota", piensa Laura. Pero es imposible. Él está ahí, en su pensamiento, tanto está que le hace olvidar la música que impulsan los parlantes de ocho pulgadas.

Laura se agarra la cabeza con las dos manos y cierra los ojos. Cuando los abre, él está ahí. En su habitación, delante de su cama. Tapando la figura en cartón del Pato Donald.

Martín la mira. Laura lo mira.

—Te amo —dice Martín.

Laura se ríe, involuntariamente, como un acto reflejo.

Martín no viene solo.

A la medianoche, luego de llamarla más de una docena de veces para que baje a cenar, Silvia, la mamá de Laura, sube hasta su habitación. Al abrir la puerta no ve a su hija desperdigada por todas partes. Ridículamente, sólo ve las plumas de Donald teñidas de rojo.


15

Emma no lo piensa dos veces. Cuando el oficial que la custodia se distrae con las luces de las cámaras de televisión, que se apoderan del lugar tanto o más que los policías, abre la puerta trasera del auto y corre. Ricardo le grita, ella no lo escucha. Sólo corre, como le dijo el viejo Isaías. Corre para salvar a su hermano.

La chica de los ojos celestes se interna en la marea humana que se apiña contra las vallas perimetrales. Levanta la vista y observa el hotel que se yergue en la noche de luna. Pega codazos, empuja, insulta, se desespera mientras se acerca a la entrada del hotel. Y de pronto se encuentra sola entre la muchedumbre y la puerta de vidrio. Dos policías intentan alcanzarla, pero Emma es más rápida que ellos. Se escabulle como una ardilla y se pierde de vista al subir la escalera que se adivina al final del vestíbulo. Los policías que la persiguen desisten al contemplar un brazo aferrado al tubo de un teléfono.

Ella sube las escaleras sin pensar en las cosas que ve a cada paso. No se detiene a meditar sobre la atrocidad que ha tenido lugar ahí. Llega al primer piso y, después de ver varias cabezas sin cuerpo en la primera habitación, ve a la criatura. Está en el segundo cuarto, el que está contiguo al de Martín. Es negra, más negra que la omnipresente oscuridad que la rodea. Emma se queda paralizada. Es lo más asqueroso que ha visto en toda su vida. La bestia no la percibe, sigue ocupada con una tarea, al parecer, más interesante. Hurga con sus patas en un hoyo de la pared. Cada tanto olisquea el hoyo y se agita endemoniadamente, como si oliera su comida, y tratara de alcanzarla infructuosamente. Emma lucha contra su terror y logra seguir caminando, hasta alcanzar la habitación quince. Antes de tocar la puerta, observa el piso y ve unas extrañas líneas hechas con un polvo blanco.

—¡Martín! ¡Martín! Soy yo, Emma, por favor abrime.

Martín destraba la puerta y la abre. Emma entra apresurada y lo abraza. Él vuelve a cerrar la puerta y se queda mirándola. Quiere decirle tantas cosas, pero sabe que no hay tiempo, sabe que el tiempo se acaba.

—Emma, te necesito. Esa cosa —Martín mira la pared que destruye la bestia—, esa cosa está ahí.

—Lo sé, Martín. La venceremos entre los dos.

—Esa cosa está ahí, me persigue. Siempre lo hace. Todos estos años me persiguió en sueños. En el Instituto, ahí me perseguía. Pero las pastillas no dejaban que creciera. Y ahora volvió. Con el accidente. Ha vuelto por el accidente, se ha liberado. Emma, viene por mí. Yo..., yo puse sales en la puerta, las que me dio Isaías aquella vez. Eso la detiene, pero ahora está destruyendo la pared. ¡Emma, viene por mí!


16

La lluvia empapa el pulóver de Martín. Acaba de comprar cigarrillos negros y una botella de vodka en la tienda que está cruzando la avenida. Tenía miedo de salir, pero necesita tomar algo que no sin el gusto asqueroso de las pastillas. Camina a paso vivo. Anochece y eso le infunde más temor. En cada rostro que encuentra en su camino ve un enemigo potencial. Cuando llega a la avenida, siente una voz que conoce.

—Hola, Martín. ¿Buscando algo para tomar? ¿Vodka? Me gusta el vodka con jugo de ciruela. ¿Compraste ciruelas?

Martín mira en derredor, no ve a nadie. Anochece. Hace frío. Llueve. La avenida, debe cruzar la avenida.

—Martín, ¿compraste ciruelas?

—Basta, dejame tranquilo. No me gustan las ciruelas.

Las gotas son cada vez más grandes. Como pequeños misiles que impactan en la cabeza de Martín Reynolds. A doscientos metros aparece el auto, uno oscuro, quizás es azul, o negro. Si mantiene la velocidad que lleva, en siete segundos alcanzará a Martín. Si Martín mantiene su velocidad, en menos de siete segundos cruzará la avenida.

—Martín, esperá, decime si compraste o no las ciruelas.

Martín se detiene y se da vuelta. Dos segundos.

—Andate, hijo de puta. Dejame tranquilo.

—Sí, cómo no, yo soy el que te molesta. ¿No? Pero si ni siquiera puedo tocarte. ¿El vodka de qué marca es?

Martín apura el paso, se le cae la bolsa. La botella rueda por el pavimento. Cinco segundos.

—Martín, no compraste las ciruelas.

Martín ve las luces del auto que se acerca. "Dónde estoy", piensa. Siete segundos.


17

—Este libro te salvará, Martín. —Emma trae consigo el tomo forrado en cuero negro—. Me lo dio el viejo Isaías, él me dijo que en sus páginas podrías encontrar el ritual para liberarte de la criatura y aniquilarla, devolverla al infierno de donde proviene. ¿Ves, Martín? Aún podés salvarte. Vamos, Martín. No es tarde.

—Sí, lo recuerdo. El Tomo Negro de los Yavashidas. Isaías me habló de él. —Martín toma el libro entre sus manos—. Sí, es posible. Sí, Emma, es posible. Pero debemos hacerlo rápido, antes de que la criatura abra un hoyo en la pared. Vení, prendé esa lámpara.

Bajo la luz de la lámpara, durante un tiempo sin medida, Emma y Martín examinan el libro y juegan a ser magos, o brujos. Es un juego donde el que pierde entrega la vida. Mientras leen y tratan de descifrar los intrincados textos escritos por mentes alienadas, se toman de las manos. La bestia sigue carcomiendo los ladrillos. A cada instante que pasa, la vibración es más fuerte.

—Emma, pará. Cerrá el libro.

Emma cierra el libro y sigue la mirada de Martín. La criatura está entrando en la habitación. Ya no surge del cuerpo de Martín, se ha separado de su amo. Ahora ya no puede atravesar los sólidos y le resulta imposible deshacerse para ingresar a cualquier habitación, pero sí puede destrozar la carne con sólo tocarla. En el pequeño hoyo que ha abierto en el muro puede verse una de sus patas con pezuñas. Trata de entrar de cualquier forma, se desespera por entrar. Necesita entrar a esa habitación. Sigue destruyendo los ladrillos. Y el hoyo se hace más grande, su cabeza ingresa al cuarto de Martín. Las cavidades que no ostentan ojos miran el interior de la habitación, buscando a su víctima. Lo huele. Martín está cerca.

Martín está extasiado con la visión de esa criatura que viene por él. Admira, sin admitirlo, la férrea voluntad de ese animal que se lastima al querer entrar a su cuarto. Ciertamente, es más valiente que él. Desafiando todas las leyes de la naturaleza, la bestia persigue su objetivo.

Pero no hay tiempo, recuerda que el tiempo se le acaba. Y corre junto a Emma escaleras abajo, dejando a la bestia atorada en el hoyo. Cuando salen a la calle, muchos policías preparan sus armas y les dicen que se tiren al suelo, con las manos en la cabeza. Martín cierra los ojos, las potentes luces apuntadas contra el edificio lo ciegan por un momento. No lo duda, no ha llegado hasta aquí para morir baleado. Se arrodilla y Emma lo imita, se acuestan boca abajo en la vereda de baldosas flojas y se cruzan las manos detrás de la cabeza.

Ricardo está detrás del vallado. Le grita a Emma, le pregunta si está bien. Ella no escucha. Ricardo logra atravesar el vallado y se arrodilla junto a la mujer que ama. Es lo último que hace.

Alguien grita. Es un policía. Uno de los que apuntan a Emma y a Martín. La puerta de vidrio del hotel explota y detrás de esa explosión surge una sombra enorme, viscosa. La criatura está en la calle. Sus patas hacen temblar la vereda. Emma levanta la cabeza y ve a Ricardo, pero sólo una parte de él. Medio Ricardo está junto a ella, la otra mitad quién sabe dónde.

Ella grita, todos gritan, el mundo parece gritar. La criatura patalea en la calle mientras desgarra cuerpos. Los policías disparan a cualquier cosa que se mueva, porque no pueden enfocar a la criatura que los mata. Está ahí, enorme, pero intocable. Es tan terrible que la conciencia la niega. Es el testimonio de un infierno ancestral. La criatura existe, pero donde existe la criatura no puede existir nada más. Las balas surcan el aire y terminan su viaje en cuerpos humanos, en vidrios de ventanas cercanas, en tachos de basura y en el pavimento, pero ninguna roza siquiera el cuerpo prohibido de esa mole abominable.

Martín se incorpora y, junto a Emma, corre lo más rápido que puede. Dejan atrás un infierno de gritos y sangre. Las personas que los ven pasar se quedan estupefactas. Cubiertos de sangre como están parecen salidos de una película de terror. Pocos saben que algo pasó en un hotel de Constitución; lo escucharon en la radio o vieron un flash informativo en la televisión. La mayoría reconoce que el mal está entre ellos cuando, detrás de la pareja de fugitivos, ven esa cosa parecida a una cabra gigante que asesina a cualquiera que se le aproxime.


18

La noche fue horrible. Martín soñó con cosas podridas que surgían de su cuerpo. Como frutos de un árbol enfermo, glóbulos ponzoñosos brotaban de su boca y de sus oídos. Los soñó completos, con olor y sabor; porque mientras se separaban de su cuerpo sentía su gusto, y los olía. Estaban podridos, como manzanas agusanadas. Esos frutos, que caían y se amontonaban a su alrededor eran devorados por una cabra. La cabra aparecía de la nada y se acercaba a él, atraída por el olor de los frutos podridos. Los devoraba y crecía. Martín la miraba y quería correr, pero no podía; porque sus pies se hundían en el suelo, junto con los frutos podridos. Y la bestia, que ya no era una cabra, comenzaba a morder las manos de Martín. Las saboreaba mientras él gritaba y pedía socorro. Nadie acudía a salvarlo. La bestia continuaba con su vientre, hincaba sus pezuñas hasta que la piel y carne de Martín se rasgaban y las tripas caían al suelo.

En ese momento Martín despertó gritando.

Adelaida, alertada por el grito, entró a la habitación. Corrió las frazadas de Martín y vio las manchas de orina en el colchón.

—Otra vez, otra vez te orinaste, marica. —Adelaida levantó una mano y luego la bajó con fuerza sobre el rostro pálido de su hijo—. Qué dije, ¿qué dije que te haría si volvías a mojar la cama? ¿Eres enfermo o estúpido? Levántate, vamos, levántate.

Martín quería soportar los golpes de su madre, pero no podía. No después de las horribles pesadillas. Se quedó en la cama, abrazado a sus piernas, lo que hizo enfurecer aún más a Adelaida. Los golpes recrudecieron.

—¿No me harás caso? Levántate he dicho.

—Dejalo. —La voz, repentinamente decidida, alarmó a Adelaida—. Dejalo, vieja de mierda.

—¿Qué, así le hablas a tu madre? Levántate.

—Dejalo, no lo voy a repetir otra vez.

Ella no permitiría que le hablara en esa forma. Quitó con fuerza las frazadas, que Martín había colocado otra vez sobre su cabeza, pero no vio a su hijo. Era Martín, sin embargo, su mirada y su expresión no correspondían a las de un niño. Reía maliciosamente.

Adelaida retrocedió y se santiguó.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Algo te asustó? —Ese niño terrible que yacía en la cama se incorporó de forma antinatural. Sus brazos y piernas realizaron un movimiento siniestro al tocar el suelo—. Vení, mamá. No te vayas.

—No, por Dios y la santísima Virgen. No te acerques. Hijo, ¿qué te ha sucedido?

—Nada, mamá. Estoy muy bien. —Martín avanzó por el cuarto sin mover los pies—. Me siento bien esta mañana. Quiero mostrarte algo, mamá.

Adelaida se arrodilló y comenzó a rezar un padrenuestro. Lloraba mientras ese niño se acercaba a ella.

—Mamá, quiero presentarte a un amigo. —Adelaida pudo sentir un aliento espeso en su nuca—. Martín le llama "monstruo", yo le llamo "padre". Viene por vos, mamá. Te llevará con él. No te resistas.

Cuando la bestia arrastró a su madre escaleras abajo, Martín sonrió.


19

Los gritos en la estación de subtes de Constitución se elevaban hasta el cielo, donde la luna paseaba impávida y ajena al horror. Martín, en su huída frenética, había arrastrado a Emma hasta los atestados subterráneos de la ciudad de Buenos Aires. A esa hora de la noche miles de personas volvían a sus casas luego de un día arduo de trabajo.

Muchos ni siquiera vieron a la bestia; sólo sintieron un aire fétido, nada más. No se enteraron de su propia muerte. El solo contacto con la mole peluda y viscosa los desgarraba. La muchedumbre corría espantada, pero sin saber a dónde. Chocaban contra las paredes, se pisaban unos a otros, caían de los andenes y se electrocutaban al tocar el tercer riel.

Emma y Martín lograron abordar un subte que partía en medio de la confusión y el horror. Las puertas no alcanzaron a cerrar del todo; brazos y piernas atascaban los mecanismos. La escena en el interior del vehículo era tenebrosa. Los rostros de decenas de personas, que minutos atrás pensaban en llegar a sus hogares para descansar, mostraban las muecas que sólo un ser infinitamente cruel podría provocar. Nadie hablaba, no se oían rezos ni lamentos. El único sonido que rompía el silencio era el traquetear del subte atravesando la ciudad. ¿Qué habían visto? ¿Era real? ¿A dónde iban? Las preguntas que casi todos se hacían a sí mismos se diluyeron cuando estruendo hizo vibrar los asientos. El cuarto del maquinista había sido aplastado. Las luces comenzaron a fallar y la gente a gritar desesperada.

El vagón donde viajaban Emma y Martín era el último. Un silencio sepulcral comenzó a avanzar hacia ellos. Los gritos, que antes se oían en los vagones delanteros, se apagaban en secuencia, y el subte, que comenzó a aminorar su velocidad cuando se escuchó el estruendo, se detuvo del todo. Las personas que compartían el vagón con Emma y Martín huyeron despavoridas y se perdieron en la oscuridad de la noche.

Estaban solos.

—¿Qué vamos a hacer, Martín? La bestia está cerca. —Emma se esconde detrás de un asiento y tiembla por el terror que invade cada uno de sus nervios—. ¡Martín! ¿Qué vamos a hacer?

Martín piensa. Las luces del vagón se encienden intermitentemente. Por momentos ve su reflejo en una ventana, por momentos ve a alguien más. "¿Qué harás, Martín? ¿Qué haré?", piensa Martín. Ya puede oír los pasos de la bestia acercándose.

—¿Qué haré, qué haré? Lo que siempre debiste hacer. No, es malo. Es bueno. No puedo. No importa si podés o no, debés hacerlo, eso es todo. Hacelo y terminá con esta tortura. Pero ella es buena, no como yo.

Mezcladas con las ráfagas de terror que nublan su juicio, Emma oye las palabras incoherentes de Martín y un fuego amargo sube desde su estómago.

—Ma... martín, ¿qué te pasa?

—No puedo, la amo. El amor es debilidad, él te ofrece fuerza. Lo que siempre quisiste. Es mi hermana, la AMO.

—Martín, ¿con quién hablás, Martín?

Los cristales estallan en mil fragmentos; la bestia está aquí, deformando la estructura metálica del vagón. Emma retrocede arrastrándose por el suelo plagado de vidrios. Se corta las piernas. No siente el dolor. Sólo ve a la bestia y a Martín, que ríe.

—El "padre" está con nosotros, Emma. ¿Lo ves? Es hermoso. Salió de mí.

—Martín, ¿qué pasa? La bestia, corré, Martín. No podemos detenerla sin el libro. —Emma aferra las manos de Martín.

—No hace falta correr, Emma. El Martín que corría ya no está. El "padre" lo devoró. No volverá. Es mejor así.

En ese instante, la chica de ojos celestes percibe la trágica realidad, más aberrante de lo que imaginó. Más pérfida que las confesiones del viejo Isaías, más sucia que las notas de Augusto. Su hermano, siempre fue su hermano; él es el mal. Emma suelta las manos de Martín y se aleja.

—Pobre Emma. —Martín se arranca de la cara un vidrio que ha perforado uno de sus pómulos—. ¿Ahora comprendés que siempre fui la bestia? No puedo librarme de esta criatura que nos observa, porque siempre fui la criatura. Recuerdo el sabor de la sangre y la carne de mis enemigos, de los malditos que me humillaban. Siempre fui la bestia. Lo negaba, como hacía con todo lo malo, pero ahora es inútil resistirse.

»Desde pequeño fui inteligente y astuto. Desde siempre engañé a todos haciéndoles creer que era débil y temeroso, porque sabía que lo único que haría crecer a la bestia sería el temor. Y lo logré, aquí está la bestia. Enorme y diabólica.

»Nuestro padre Augusto nunca fue miembro de ninguna secta, era sólo un violento de mierda que huyó de Venezuela por estafador. Yo, Martín Reynolds, lo planeé todo. Te hice creer en las notas que él nunca escribió. Y en los pactos que nunca realizó. Yo, Martín Reynolds, encontré ese libro secreto en la biblioteca del viejo Isaías. Y él me inculcó su saber, el buen viejo Isaías fue mi maestro. Lo leí completo siendo un niño de tan sólo ocho años y encontré la vocación de mi vida: engendrar a la criatura.

Emma siente náuseas. Ha caído en la telaraña que su hermano ha tejido durante años. Lo recuerda desprotegido y solo en el instituto mental y no lo puede creer. Quisiera matarlo, destruirlo, pero no puede, ya no tiene fuerzas ni para llorar.

—¿Pero cómo podía alimentar a la criatura? Debía ser temeroso, realmente un cobarde. ¿Cómo podía hacerlo? Debía crear otro Martín, uno miedoso, un perdedor, y me salió muy bien. Todos se lo creyeron. Era fácil, con su aspecto desprotegido y sus enormes orejas coloradas. Sí, era muy fácil reírse de Martín Reynolds. Pero bajo esa máscara de minusvalía se hallaba el verdadero Martín. Fue fácil, demasiado fácil. Sólo había que llorar y recibir los azotes hasta que ese Martín, el idiota maricón, no aguantara más. Entonces saldría la criatura, como lo decía el libro del viejo Isaías.

»Sólo había que esperar y dejar que la bestia creciera lo suficiente como para abandonar el cuerpo de Martín para siempre. Lástima esos años en el loquero, todas esas pastillas adormilaron a la criatura. Costó desperezarla, pero lo logró bien ese borracho que la providencia puso en el camino de Martín. Cuando vi el auto avanzando en forma extraña lo supe. El conductor debía estar ebrio y Martín podría ponerse en su camino. Un trauma severo podría despertar a la bestia, y lo hizo, sí que lo hizo. Sí. Y por eso Martín se recuperó tan rápido. Ni un solo hueso roto. La bestia lo protegió.

»Ahora sólo falta el rito final antes de liberar para siempre a mi abominable creación.

»Debo poseerte antes de la medianoche. Y dejar en tu vientre la semilla de otra criatura infernal.

No se escuchan sonidos fuera del vagón, como si la noche se los hubiera tragado. Emma cierra los ojos y aspira el aire del subte. Siente el olor del miedo que sube por sus piernas. Siente el olor de la bestia que se acerca. Y siente a Martín, como una presencia que invade todos sus sentidos. "¿Será esto el destino?", se pregunta.

—Te amo, Emma —dice Martín.



Leonardo Montero Flores vive en San Juan, Argentina. En AXXÓN cumple una excelente labor divulgativa a través de su sección con noticias de la NASA. En 2008, su cuento Tiempo para Luciana ganó el primer premio en el centamen Monstruos de la Razón (Ocio Joven) en la categoría ciencia ficción, y su cuento Mi viejo y la cosa resultó finalista en la categoría fantasía.

Hemos publicado en Axxón: EL BUENO DE DIOS (168), EL CUENTO UNIVERSAL (178), FEEL (184), DR. MELTHER, MERCADER DE SUEÑOS (185), TIEMPO MUERTO (186), INSISTENCIA (187)


Este cuento se vincula temáticamente con EL HORROR DE LAS ALTURAS, de Arthur Conan Doyle (177), FANTASMAS, de Carlos Gardini (177) y ÁMBAR GRIS, de Federico Guillermo Witt Sousa (176)

Axxón 191 - noviembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Terror : Monstruo : Ritos : Argentina : Argentino).