EL NANABOUSH

Ariel S. Tenorio

Argentina

La figura surge de los paredones de niebla y avanza a los tumbos como si unas manos invisibles la fueran empujando de un lado a otro. Mientras camina, se pregunta qué es lo que ha perdido y cuál será su valor, ya que sus ojos miran en todas direcciones como si tuvieran la esperanza de encontrarlo. Esto, que seguramente es una clave, también es un nuevo enigma y su cabeza no alcanza a descifrarlo.

No sabe cuánto tiempo hace que camina en la misma dirección, entre sombras que se le antojan pesadas y polvorientas como los telones de un teatro abandonado.

No sabe hacia dónde se dirige, ni para qué.

De pronto la figura cae en la cuenta de que no sabe nada de sí misma; sus ropas son unos andrajos desteñidos que no significan nada, no hay identidad ni sentido de propiedad en lo que lleva puesto, y a medida que comienza a observarse más en detalle, descubre que nada le resulta familiar. Sus manos, por ejemplo, parecen no recordar cómo moverse en armonía con el resto de su cuerpo. Cuando las observa, le parecen las manos de otra persona, manos blancas y sin uñas, como las de un ahogado enmarañado en las ramas babosas de algún río perdido.

"Había un río que cruzaba el extremo sur de un pueblo sin nombre. Los fantasmas que lo habitaban caminaban sobre sus aguas y entonaban extrañas canciones. En ese mismo lugar, por las noches, las Cariblancas descendían lentamente de los árboles y se arrastraban hacia la orilla, hacia el borde del espejo del río, y una vez allí, encorvadas y tiesas, contemplaban sus propios rostros vacíos y sin vida y prorrumpían en largos y desgarradores lamentos".

La silueta avanza.

Poco a poco, la niebla comienza a replegarse, y entonces ante sus ojos se forma un paisaje tosco. Se halla en medio de un bosque, pero todos los árboles han sido cortados o arrancados de raíz. Hasta donde alcanza a ver no hay más que agujeros en la tierra, aquí y allá, algunos troncos desnudos sobresalen como estacas, otros, retorcidos y quemados, permanecen todavía humeantes. La silueta contempla en silencio y después sonríe. Así eran las cosas antes.

De pronto una sensación desagradable le hace fruncir la boca. Le produce arcadas, se arrodilla en la tierra y vomita un puñado de arena.

"Un barco semihundido en la ribera del río, casi oculto a la sombra de un sauce llorón, las maderas podridas y despintadas, y en la popa, apenas legible, la palabra Cenit. Con los vaivenes de la marea se oye un rechinar de tablas húmedas que es el único sonido que trasciende hasta allá abajo, hasta el fondo turbio y fangoso, donde los que tiempo atrás se hundieron no han despertado todavía".

Todo es extraño por aquí.

No le sorprende que le haya pasado eso. Con su mano huesuda revuelve en la arena y descubre un pequeñísimo objeto de metal. Lo hace dar vueltas entre sus dedos y se lo acerca al rostro para soplarle los restos de arena. ¿Qué es? ¿Qué es esto? Tiene la forma de una tijera diminuta. Pero la voz de su mente le dice que lo que sus ojos ven como una tijera es en realidad una llave.

¿Y qué cosa es una llave al fin y al cabo?

La silueta guarda el objeto y continúa caminando. Más adelante divisa un camino que serpentea colina abajo, piensa que tal vez si deja que sus pasos lo sigan, él se digne a llevarle a alguna parte.


La niña tendría cinco o seis años. Al principio había llorado cuando sus padres la dejaron ese fin de semana en casa de Tía, pero Tía había sabido convencerla con sus galletitas de coco y la promesa de bajar al pueblo a comprar unas telas para hacerle un vestido (o un disfraz de princesa, con coronilla de flores incluida), y la tarde se había deslizado agradablemente sobre sus goznes.

Ahora la niña jugaba en el patio de atrás. Había descubierto que le fascinaba tirarle maíz a las gallinas y se había olvidado por completo de sus padres.

Desde la cocina, Tía se asomaba de a ratos para vigilarla, lo hacía más bien por complacerse a sí misma; sabía que era una niña obediente y no se alejaría más allá de los límites de la propiedad. Esos árboles viejos le daban miedo a su sobrina, y por Cristo que, aunque no hubiera ninguna razón lógica, a ella también.


Ilustración: Siverio

Tía se limpió las manos en el delantal y entró de nuevo en la cocina.

La niña estuvo jugando un rato sin prestarle atención a nada que no fuera parte de su pequeño universo, hasta que oyó que alguien la llamaba por su nombre. Miró en dirección a los árboles, esperando ver allí a otro niño, pero no vio nada. O mejor dicho, vio algo, como una representación difusa de su propia fantasía.

¿Qué es eso?

Una sombra se desprendió de las demás sombras y se acercó a ella lentamente.

Fue como si una mano callosa le acariciase la corteza cerebral. Un pánico repentino la paralizó. Era como un árbol seco y retorcido al que las brujas malas del bosque habían dotado de vida. De su cuello colgaba algo horrible, y entonces, al verlo realmente de cerca, la niña recordó lo que la había hecho gritar en sueños la noche anterior.

Cuando la figura se acercó, encontró a la niña desvanecida sobre el pasto. Entonces se agachó sobre ella y, mientras se preguntaba nuevamente por qué procedía de esa manera, colocó sus manos sobre el pequeño cuello y apretó hasta dejarla sin vida.

Tía sintió un escalofrío. Estaba soplando viento y tal vez no fuera buena idea que la niña se entretuviera tanto tiempo ahí afuera. Que protestara y le hiciera berrinches si quería, ella le contestaría que por más que lo intentase no iba a ser en su casa donde se pescara un resfrío.

Tía salió al patio trasero, y cuando enfocó la vista la voz se le hizo piedra en la garganta.

Una silueta sin rostro sostenía en sus brazos a su sobrina muerta, que aún así tenía los ojos abiertos y se movía.

Era como un títere. Un cuerpo vacío animado artificialmente.

Antes de caer de rodillas y perder el juicio, Tía vio que aquel ser tenía un collar de pájaros muertos colgando del cuello. El espectro pasó junto a Tía y entró a la casa con la niña. Se dirigió a la sala, observó el recinto y terminó por sentar a la niña en una mecedora que había junto al fuego del hogar. Luego arrimó una silla y se sentó frente a ella.

Y empezó a hacer preguntas.

—Dime Dholl, ¿quién soy yo?

—Todavía nadie...al igual que yo soy nadie ahora, sólo eres un eco preguntándome un nombre a través de mi carne muerta.

El espectro parpadeó.

—Entonces dame ese nombre, ya que lo necesito para cobrar existencia.

—Tu nombre es Nanaboush, o Demonio de Polvo, si prefieres. Pero ésta no es mi respuesta sino la tuya, pues ya la traías contigo desde el otro mundo.

—¿Que la traía conmigo, dices? Sin embargo no he podido interpretar mucho de lo que he visto, ni recordar nada de lo que he sido...

—Nanaboush, eres tú mismo, y yo también lo soy ahora, hablándote desde este cuerpo que no te pertenece. A medida que afirmes tu realidad en este mundo se te develarán muchos misterios, pero habrás de pagar un precio muy alto por ello.

La expresión de la niña estaba completamente vacía. El espectro la observó con atención y luego le acarició el cabello.

—Dholl, dime una cosa más: ¿por qué estoy haciendo esto?

—A los no nacidos se les permiten muchas cosas, pero rara vez pasar al plano físico. Por lo tanto deambulan por el limbo, famélicos de orden y consistencia; son seres peligrosos porque buscan continuamente grietas y atajos para filtrarse en el mundo empírico y cobrar forma. Es difícil que alguno lo consiga, habitan en los sueños de los seres vivos sin ser producto de ellos. Cuando un Nanaboush trasciende las fronteras, convierte en espectro a quien esté cerca, y todo lo que un Nanaboush toca se transforma en olvido. Son creadores de fantasmas. Creadores de susurros. Cuando la soledad los carcome intentan el contacto y lo destruyen todo, a su paso sólo quedan huellas, ruinas, hojas secas.

—Entiendo. Pero entonces también soy el resto, fantasmas... todos los fantasmas son partes de mí mismo.

—Sí, y siempre estarás solo, no importa lo que hagas.

La figura emitió un sonido grave, una especie de gruñido. Luego guardó silencio unos instantes.

—Gracias, Dholl, tu respuesta me ha llenado de tristeza. Ahora conozco la dimensión exacta de mi soledad. Vendrás conmigo.

—Iré contigo mientras este cuerpo lo resista, ya no soy quien fui, sino lo que soy ahora. Soy carne de tu voluntad.

La figura tomó el cadáver de la niña y lo depositó en el piso. Le acarició el cabello largo rato y después le murmuró unas palabras al oído. La niña asintió.

El Nanaboush sacó de entre sus ropas la pequeña tijera y la depositó en las manos del Dholl. Salieron de la casa y bajaron por el camino en dirección al pueblo.

Un viento frío arrastró nubes oscuras desde el oeste, y a lo lejos, sobre las luces de las casas, un rumor de truenos comenzó a hablar en el mismo idioma que la noche.

El Nanaboush había entrado en el mundo de los vivos.



Ariel S. Tenorio, argentino, nació el 2 de agosto de 1975. Se ha dedicado a la creación de relatos cortos de ficción y poesía. Actualmente vive en Gral. Pacheco, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es miembro fundador del grupo literario pro-horror "The Wax". Ha recibido una Mención de Honor en el 16° certamen de poesía y narrativa 2007 de la Editorial Zona. Es lector desde hace años de la revista Axxón y como tanto ingreso de datos al final debe generar alguna salida, aquí tenemos el interesante trabajo que nos ha presentado.

Hemos publicado en Axxón: SUNNY ROSE Y EL VENDEDOR DE ESPEJOS (178), CARROÑA (179), LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS (181), ¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ: EL PLASMATRÓN (191)


Este cuento se vincula temáticamente con LOS PIRATAS FANTASMAS, de William Hope Hodgson (178), BAILARINES, de William Meikle (184) y EL FANTASMA, de Adelaida Saucedo (161)


Axxón 195 - marzo de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Fantasía : Espectros : Argentina : Argentino).