ARGENTINA |
El día que Leni lo conoció no fue por obra de un encuentro casual o una cita a ciegas. Se lo habían presentado en el Programa de Adopción de Adictos Terminales.
Fue un trámite sencillo. La empleada administrativa le indicó cómo completar el formulario de Hacienda y que pasara el pulgar por la lectora del DNI dactilar. Le entregaron el «Catálogo de Disponibles». Corrió las páginas de adelante para atrás y de atrás para adelante. La tarea no era sencilla, pero sentía el compromiso espiritual de la congregación y debía recuperar para el corral a una oveja descarriada.
Frente a las imágenes de los terminales disponibles, quedó un minuto en silencio, luego dijo:
—Quiero a éste.
La foto del catálogo no lo favorecía. Estaba retratado de perfil y el hueso de la quijada, nacido detrás del lóbulo del oído, parecía un arete gigante (de esos que usan algunas tribus africanas) con forma de medialuna y clavado, del otro extremo, en la comisura del labio escurrido.
Despachó una seguidilla de lágrimas, empañando el barniz de la foto. Pidió verlo.
A un zumbido de cigarra, siguió la apertura de una puerta esmerilada.
Leni quedó impactada cuando lo vio. El joven era un muñeco de trapo oliendo a lavandas y cítricos. Un gordo vestido de delantal celeste que lo asía del brazo irrumpió con una carita de tío bueno.
—Le gusta bañarse. Con éste descarte problemas de olores.
El Terminal la encandiló con sus ojos escurridos. Leni le sujetó la mano frágil, que sostenía un bolsito, y despachó una nueva secuencia de lágrimas. Las gotitas estallaron sobre la muñeca de el Terminal y mojaron una cicatriz que cruzaba sobre sus venas. Leni pensó que nunca le soltaría la mano y sentenció:
—Está bien. Lo llevo.
Firmó el contrato de adopción, sellaron los papeles, cambiaron los registros digitales del hombre. Leni insufló el pecho con adultez espiritual.
Condujo exultante hasta la oficina del asesor fiscal para entregarle el formulario de Hacienda y desgravar al adoptado en la declaración de rentas.
Dejó el carro en marcha, el trámite ocuparía segundos. El Terminal, dentro del auto, estaba ocupado en la vivisección de la nada.
El Contador le confirmó que casi no debería pagar impuestos, la felicitó por la actitud y sentenció con absoluto convencimiento: «Te has ganado tu plaza en el Paraíso». Ella dibujó una sonrisa de estampita.
Arribaron al hogar, Leni le quitó el bolsito y, ofrendándole el primer acto de desapego, puso en los dedos frágiles el control remoto de la tele. El Terminal desparramó el cuerpo macilento e hizo del sillón su camastro. Los destellos de la pantalla desmembraban el rostro de azufre.
Habían pasado los primeros sesenta minutos de convivencia y estaba orgullosa de la nueva etapa sin sobresaltos.
Leni no modificó la rutina, debía concurrir a su trabajo en la tienda de mascotas y se reencontrarían en casita sobre el final del día. Antes de partir verificó la autosuficiencia del nuevo compañero: el Terminal pasaba los canales sin requerir ayuda.
Cuando regresó de la tienda de mascotas le trajo unas galletas que había comprado en el chino. Despellejó el cuello del paquete y le vertió el contenido en las manos. El Terminal mascaba aplomado, como hipopótamo. Al rato una nevisca de migas le pintó escamas doradas sobre el pecho.
Ella, para complacerle la afición de aseo, llenó la tina. Corrió desde el baño y se detuvo en el sillón; afirmó los dedos de algodón para quitarle el control remoto. Estiró el brazo derecho para ayudarlo a ponerse de pie.
Fueron hasta el baño y le sacó la ropa. Lo hizo con gestos delicados, como si los harapos que cubrían ese cuerpo semi muerto fuesen de seda.
—¡A meterse en el agua!
Lo dejó medio flotando, medio hundido. Luego tiró sobre el estanque tibio unos juguetes para las mascotas que vendían en la tienda.
El Terminal quedó a la deriva, los omóplatos iban cayendo bajo el agua sin resistencia y escollaron en el punto snorkel de la nariz. Soplando pequeñas olas, movía los chiches plásticos, amenazándolos con hundimiento.
Leni regresó al reino de las hornallas para auscultar con una varilla de cocción las ollas en deshielo. Cuando el cocido brotó perfumes de salsas en las casas vecinas, llegó el momento de dar por finalizado el baño.
—Vamos. ¡Arriba y a secarse! —ordenó con voz maternal. Lo ayudó a levantarse y le enroscó una toalla blanca; parecía un canelón. Se secó por simple proceso de chorreo. Luego le calzó una bata extra large (comprada para un novio que nunca tuvo) que le sobraba por todos lados. Le subió la capucha y dio un paso atrás; maravillada, estuvo a punto de arrodillarse para besarle los pies; reprimió el arrebato.
El Terminal, con los pelos todavía goteando, fue a la mesa para compartir la cena.
Leni hizo un trípode con los brazos y manos para disparar una plegaria. Agradecía al Creador con los ojos humectados. El Terminal, con la cabeza reclinada y el mentón clavado en el esternón, miraba el humeante plato de cocido lleno de pedacitos hervidos y especiados al límite del estornudo. En esa sustancia que estaba a punto de engullirse contemplaba el paso de la vida.
Leni le sacó de debajo del mantel la mano derecha y le ató una cuchara con la servilleta. Luego le calzó el codo en el precipicio de la mesa. El Terminal subía y bajaba la cuchara temblorosamente y en el frágil tránsito algunas gotitas del cocido crisparon pecas sobre el hule.
Leni chirriaba los molares, masticaba con revancha. Evocaba las pancartas maternas colgadas en cuanta pared había dentro de la casa de Las Rosas: «Espero que ‘tu hombre’ no te llegue de vieja infértil, ¿o acaso no piensas regalarme cuanto menos un nietito?».
En el pisito subterráneo de Marbella tragaba orgullo, alimentándose en su propia familia, como mandaba el Señor.
Discurrió el primer día de la convivencia. Leni era consciente de que con tanta entrega iba a ser recompensada. «Manda buenas y recibirás solo buenas», susurró en voz dulce mientras, en la noche del viernes, arropaba al Terminal con la frazada térmica.
El sábado trabajó media jornada en la tienda de mascotas y pasó la otra mitad del día dentro de casa; a cada rato se le cruzaba delante de la pantalla. El Terminal desenvolvió los dientes sarrosos y los mantuvo así hasta llegada la hora de la cena. Con el labio inferior chirlo frente a la presión del contacto dental llegó pálido a la hora de dormir.
El domingo, cuando despertó con la garganta seca porque el pisito había sido invadido por una nube de panes tostados, su humor había empeorado.
Leni lo notó alterado porque rehusó saltar de la cama cuando le dijo «Upalalá, a tomar la leche». El Terminal amaneció con los ojotes inyectados sobre el filo de la frazada térmica. Leni dio un paso hacia atrás y desactivó la calefacción de la cama. El Terminal sacó a relucir las ojeras repulgadas en bolsitas grises. Leni disparó el encendido de la tele y soltó el control remoto sobre la cobija, a la altura del pecho. El Terminal sacó la mano derecha y lo tomó. Leni suspiró profundo y fue a la cocina para cargar el desayuno. Mientras desenroscaba la tapa del frasco de mermelada y apilaba los panes carbonizados, se sentía pletórica porque había sorteado con éxito el primer desaguisado de la casa.
Estaban finalizando el desayuno y las campanas del templo acompañaron sus palabras:
—Ha sido una semana maravillosa, debemos agradecerle al Señor personalmente por habernos dado la oportunidad de conocernos. Hoy vamos a misa.
El Terminal intentaba verse en un trozo de pan ensopado.
Hacía un frío terrible y lo arropó para la ocasión. Al final, le calzó un gorro con una borla de juego pendular que le estorbó en los ojos a cada paso. Leni lo tenía engarzado de los dedos de su mano izquierda. Juntitos surcaron bajo los naranjos helados de Marbella. Llegaron al templo.
Minutos antes de la ceremonia, los adoptantes de la comunidad religiosa (con sus Terminales de la mano) se juntaron en el portal; sonreían gozosos y competían alzando la voz para imponer sus anécdotas de familia adoptiva. Los Terminales acompañaban con sus silencios paralelos. En la cúspide de la iglesia, la cruz y la veleta de un gallo asistían estáticas.
Las campanas acabaron con la tertulia y cada uno, con su Terminal a cuestas, ingresó a la iglesia.
Leni y el Terminal ocuparon un sitio al frente, en el banco de las viudas. Las redes y mantitas negras techaban las cabezas. La mortecina luz colada por los vitreaux suspendía del espacio haces violáceos, coagulados y negruzcos.
El oficio religioso comenzó con las fórmulas conocidas, pero el sacerdote no tuvo una tarde iluminada y confundió varias veces la estructura de las oraciones. Parecía, por momentos, un disco pasado al revés.
El Terminal notó que el cura miraba insistentemente una imagen del Cristo: era una figura desgarbada clavada a una cruz y crispada de manchones sanguinolentos. Recordó las motas de cocido sobre el hule. Oteó por el rabillo del ojo a Leni. Ella repetía fraseos religiosos mientras sostenía el engarzamiento sobre su mano izquierda.
El Terminal viró los ojos lentamente para ajustar el prisma en la figura del sacerdote. El hombre leía sin prestar atención a las páginas, transpiraba y la piel mutaba de rosadita a borravino; la mano le temblaba mientras decía:
—En el nombre del Padre, del Hijo…
El sacerdote y la concurrencia, respondiendo a la fórmula de la liturgia, se santiguaron, mientras los cuatro clavos de la cruz salieron disparados en sentido de la puerta. El Terminal giró los ojos hacia la derecha, nadie se inmutó ante el fenómeno. Miró por el rabillo izquierdo a Leni, quien se sumaba a un coro de «Amén». Tras ese cierre, un desplome de material suelto lo llevó nuevamente a mirar al frente. La cruz se había caído al piso, estaba hecha polvo y el Cristo sin cruz estaba suspendido en el aire, anteponiéndose a la columna que antes lo sostenía. La figurilla de brazos extendidos comenzó a inclinarse hacia el frente hasta quedar paralela al piso.
El Cristo, con los brazos abiertos y las piernas pegadas, tomó propulsión y salió volando hacia la puerta, siguiendo la traza de los cuatro clavos.
Ilustración: Pedro Belushi |
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El Terminal giró el torso intuitivamente para seguir el vuelo de la figura perdiéndose más allá de las fauces del arco de entrada al templo. Cayó en la cuenta que había podido girar sin la retención de Leni. Recogió el brazo izquierdo hacia su torso y, sobresaltado, descubrió que la piel había vuelto a ser rosada y que las cicatrices sobre las venas habían desaparecido. La mano derecha de Leni era el grillete de otra mano, cadavérica y con una herida que cruzaba sobre las venas. Se separó dando un paso de costado y luego otro, hasta abandonar el banco, el de la viudas.
Con una fuerza que desconocía giró, dio la espalda al atrio y salió del templo.
Una vez afuera, en las escalinatas de la iglesia, un zumbido portentoso lo detuvo. Ubicó el ruido en el cielorraso del templo. Trepando con la mirada más allá de las gárgolas de cemento, en lo más alto de las puntas góticas de la iglesia, se topó primero con la cruz y en un costado con la veleta de gallo que no paraba de dar vueltas.
No había signos en la superficie que diera idea de ventoleras o tormentas.
La veleta propaló un vagido ensordecedor y sobre el giro informe apareció un fastuoso gallo. Desde el lomo hasta la cola, un colorido paño de plumas destacaba en negros, marrones, rojizos y verdes, crespones enalteciendo la realeza que imanaba el porte del ave.
En el cenit de la cúpula de la iglesia, engarzando las garras de las patas a la cruz, hizo sombra a la mitad de la plaza.
Al minuto se hizo de noche.
El Gallo extendió las alas y cantó. El alarido explotó en el pico en forma de trueno e inmediatamente el fogonazo de una centella partió al medio el aire.
Todo fue silencio. Luego oyó «plic – plic – plic – plic».
Los cuatro clavos cayeron a sus pies.
El Terminal no se agachó para tocarlos.
De espaldas al templo ensombrecido, miró el horizonte. En cada pestañeo repartía día y noche. Hacia delante divisó la figurilla de brazos extendidos en un vuelo ondulante que tejía cielo y tierra.
Entonces, dio un paso al frente.
Este relato obtuvo el 2do Premio Amadís de Gaula 2007-España