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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESTADOS UNIDOS

Esta novela corta de James Patrick Kelly fue ganadora del premio Hugo y fue nominada al Nebula. La publicamos en Axxón número 84, con el formato ejecutable en PC-DOS. Como muchos lectores no pueden leerla en la actualidad, aquí la reeditamos, con autorización del autor, como regalo y festejo por los 20.000.000 de visitas a la portada de Axxón que acabamos de cumplir esta misma noche.

 

 

KAMALA SHASTRI regresó a este mundo igual que lo había abandonado: desnuda. Salió del ensamblador tambaleándose, tratando de mantener el equilibrio en la delicada gravedad de la Estación Tuulen. La sujeté y, con un solo movimiento, la envolví con una bata; luego la conduje suavemente hacia el flotador. Tres años en otro planeta habían transformado a Kamala. Estaba más esbelta, más musculosa. Ahora tenía las uñas de dos centímetros de largo y cuatro cicatrices de incisiones paralelas en la mejilla izquierda que quizás respondían a algún concepto gendiano de la belleza. Este sitio, tan familiar para mí, parecía provocarle casi un estado de shock. Era como si dudara de las paredes y fuera escéptica del aire. Había aprendido a pensar como una alienígena.

—Bienvenida. —Al tiempo que la acompañaba por el pasillo, el susurro del flotador se transformó en un *wuush*.

Tragó saliva con fuerza y pensé que se echaría a llorar. Tres años antes lo hubiera hecho.

Muchos migradores se sienten devastados cuando salen del ensamblador.

Es porque no hay transición. Hacía unos segundos, Kamala estaba en Gend, el cuarto planeta de la estrella que nosotros llamamos Épsilon Leo, y ahora estaba aquí, en órbita lunar. Estaba casi en casa; la gran aventura de su vida había terminado.

—¿Matthew? —dijo.

—Michael. —No pude evitar sentirme contento de que se acordara de mí.

Después de todo, me había cambiado la vida.

Desde que llegué a Tuulen para estudiar a los dinos, he guiado quizás unas trescientas migraciones, de ida y de vuelta. El de Kamala Shastri es el único escaneo cuántico que he pirateado en mi vida. Dudo que a los dinos les importe; sospecho que es una infracción que hasta ellos se permiten cometer de vez en cuando. Sé más de Kamala —al menos, de la que era hace tres años— que de mí mismo. Cuando los dinos la enviaron a Gend, su masa era de 50.391,72 gramos y tenía 4,81 millones de glóbulos rojos por mm3. Sabía tocar el nagasvaram, una especie de flauta de bambú. Su padre era originario de Thana, cerca de Bombay, y su sabor preferido de fruta de mascar era melón, y había tenido cinco amantes, y a la edad de once años quería ser gimnasta pero se había recibido de ingeniera en biomateriales, y a los veintinueve años se había ofrecido como voluntaria para ir a las estrellas y aprender a cultivar ojos artificiales. Había demorado dos años en cumplir con el entrenamiento para la migración; sabía que podía arrepentirse en cualquier momento, incluso en el mismo instante en que Silloin la transportara por medio de la señal hiperlumínica. Entendía lo que significaba equilibrar la ecuación.

Yo la conocí el 22 de junio de 2069. Vino del puerto L1 de Lunex en el transbordador e ingresó por nuestra compuerta puntualmente, a las 10:15. Era una mujer pequeña, redondeada, con el largo cabello negro peinado hacia atrás, tirante alrededor del cráneo. Le habían oscurecido la piel para protegerla de los rayos UV de Épsilon Leo; era del mismo color negroazulado profundo del crepúsculo. Llevaba puesta una adherente túnica a rayas y unas zapatillas de velcro que la ayudarían a desplazarse durante el breve tiempo que pasaría navegando en nuestra microgravedad de 0,2.

—Bienvenida a la Estación Tuulen. —Le sonreí y extendí el brazo—. Me llamo Michael. —Nos estrechamos las manos—. Se supone que soy sapienciólogo, pero también trabajo de guía local.

—¿Guía? —Asintió distraídamente—. Bueno. —Escudriñaba un punto detrás de mí, como si estuviera esperando a otra persona.

—Oh, no te preocupes —le dije—. Los dinos están en las jaulas.

Abrió grandes los ojos, mientras su mano se separaba lentamente de la mía.

—¿Llamas dinos a los Hanen?

—¿Por qué no? —Me reí—. Ellos nos llaman bebés. Y llorones, entre otras cosas.

Kamala meneó la cabeza, perpleja. La gente que nunca vio a un dino en persona tiende a formarse una idea novelesca: los reptiles sabios y nobles que dominan la física hiperlumínica y que introdujeron en la Tierra las maravillas de la civilización galáctica. Dudo que Kamala hubiera visto jamás a un dino jugando al póker o engullendo a un conejo que lanza chillidos de dolor. Y nunca había discutido con Linna, que aún no estaba convencida de que los humanos estuviéramos psicológicamente preparados para ir a las estrellas.


—¿Ya comiste? —Hice un gesto indicando el corredor que conducía a las salas de recepción.

—Sí… es decir, no. —No se movió—. No tengo hambre.

—Déjame adivinar. Estás demasiado nerviosa para comer. Estás demasiado nerviosa para hablar, incluso. Desearías que me callara la boca, que te metiera en la canica y te transportara lejos de aquí. Que termináramos de una buena vez con esta parte del asunto, ¿eh?

—No me molesta la conversación, en realidad.

—Ahí vamos. Bueno, Kamala, es mi solemne deber avisarte que en Gend no hay manteca de maní ni emparedados de jalea. Y que no hay salpicón de pollo. ¿Cómo me llamo?

—Michael.

—¿Ves? No estás tan nerviosa. No hay un solo taco, ni una sola porción de pizza de berenjenas. Esta es tu última oportunidad de comer como un ser humano.

—Bueno. —No sonrió verdaderamente (estaba demasiado ocupada en demostrar que era valiente), sino se le crispó una de las comisuras de la boca—. En realidad, no me molestaría tomarme una taza de té.

—Bueno, en Gend sí hay té. —Me dejó guiarla hacia la sala de recepción D; sus zapatillas dejaban ligeras marcas en la alfombra de velcro—. Por supuesto, lo hacen con hojas de césped.

—Los gendianos no tienen césped. Viven bajo tierra.

—Refresca mi memoria. —Apoyé la mano en su hombro; debajo de la túnica, Kamala tenía los músculos rígidos—. ¿Los gendianos son los hurones o las cosas con bultos anaranjados?

—No se parecen en nada a los hurones.

Atravesamos la puerta burbuja y entramos en la recepción D, un espacio rectangular y compacto con muebles dispersos, de baja altura, nada amenazadores. En un extremo había una unidad de cocina; en el otro, un armario con un sanitario de vacío. El cielorraso era cielo azul; la larga pared mostraba una imagen en vivo del río Charles y el horizonte de Boston, asándose al sol de finales de junio. Kamala acababa de finalizar el doctorado en el MIT.

Opaqué la puerta. Kamala se posó en el borde de un sillón, como un abadejo a punto de salir volando.

Mientras le hacía el té, se encendió la pantalla de mi uña. Respondí al llamado y apareció una Silloin en miniatura, en modo discreto. No me miraba; estaba muy ocupada observando los aparatos de la sala de control.

—Un problema —zumbó su voz en mi audífono— muy insignificante, en realidad. Pero tendremos que eliminar a los dos últimos del cronograma de hoy. Que se queden en Lunex hasta el primer turno de mañana. ¿Podemos retener a esta una hora más?

—Claro —dije—. Kamala, ¿te gustaría conocer a una Hanen? —Transferí a Silloin a la ventana tamaño dinosaurio de la pared—. Silloin, te presento a Kamala Shastri. Silloin es la que maneja todo aquí. Yo soy solamente el portero.

Silloin miró por la ventana con el ojo que tenía más cerca; luego se dio vuelta y escrutó a Kamala con el otro ojo. Para ser una dino, era de baja estatura, sólo un poco más de un metro de altura, pero tenía una cabeza enorme que se bamboleaba en su cuello como un melón haciendo equilibrio sobre un pomelo.

Seguramente se había untado con aceite, porque las escamas plateadas brillaban a más no poder.

—Kamala, ¿aceptas mis más felices intenciones hacia ti? —Levantó la mano izquierda, abriendo los dedos flacos para dejar expuestas las oscuras medialunas de la membrana atrofiada.

—Claro, yo…

—¿Y nos permites ejecutar esta transportación?

Kamala se puso rígida.

—Sí.

—¿Tienes preguntas?

Estoy seguro de que tenía varios centenares, pero en ese momento, posiblemente, estaba demasiado asustada para preguntar. Mientras se quedaba dudando, yo tercié:

—¿Qué existió primero, el huevo o la lagartija?

Silloin me ignoró.

—¿Para ti sería excelente comenzar cuándo?

—Está tomando un té —dije, entregándole la taza—. La llevaré cuando termine. ¿En una hora, digamos?

Kamala se retorció en el sillón. —No, de veras. No tardaré una…

Silloin nos mostró los dientes, varios de los cuales eran largos como teclas de piano.

—Sería de lo más apropiado, Michael.

Cerró la comunicación; una gaviota atravesó volando el espacio donde había estado su ventana.

—¿Por qué hiciste eso? —Había severidad en la voz de Kamala.

—Porque aquí dice que tienes que esperar turno. No eres la única migradora que vamos a enviar esta mañana. —Era mentira, por supuesto; habíamos tenido que reducir el cronograma porque Jodi Latchaw, la otra sapiencióloga asignada a Tuulen, estaba en la Universidad de Hiparco presentando nuestra tesis sobre el concepto de identidad de los Hanen—. No te preocupes, haré que el tiempo vuele.

Por un momento, nos miramos. Yo podría haberme entregado a una hora de charla superficial; lo hacía con mucha frecuencia. O podría haberle sonsacado el motivo por el cual se marchaba; sin duda, tenía alguna abuelita ciega o un primo segundo esperando que ella le llevara esos ojos artificiales, para no mencionar los potenciales subproductos que bien podían terminar con la tuberculosis, el hambre y la eyaculación precoz, bla bla bla. O podría haberla dejado sola en esa habitación, mirando la pared. Pero la gracia estaba en adivinar hasta dónde llegaba su espanto.

—Cuéntame un secreto —le dije.

—¿Qué?

—Un secreto; ya sabes, algo que no sepa ninguna otra persona. —Me miró como si yo fuese un ser recién caído de Marte—. Mira, dentro de un rato estarás rumbo a un lugar que está a… ¿cuánto? ¿Trescientos diez años luz de distancia? Está previsto que te quedes tres años. Para cuando regreses, yo podría ser rico, famoso y estar en otro lado; probablemente nunca nos volveremos a ver. Entonces, ¿qué tienes que perder? Prometo no contárselo a nadie.

Se recostó en el sofá y apoyó la taza en el regazo.

—¿Se trata de otro examen, no? Después de todo lo que me hicieron pasar, todavía no decidieron si deben enviarme o no.

—No. Dentro de un par de horas estarás rompiendo nueces con los hurones en alguna oscura madriguera de Geden. Soy yo, charlando.

—Estás loco.

—En realidad, creo que el término técnico sería logomaníaco. Viene del griego: logos, que significa «palabra», y manía, que significa que te faltan dos bits para completar un byte. Me encanta charlar, nada más. Mira, empezaré yo. Si mi secreto no te parece bastante jugoso no tendrás que contarme nada.

Mientras bebía el té, sus ojos eran dos ranuras. Yo estaba bastante seguro de que el asunto que la preocupaba en ese momento, fuera lo que fuera, no iba a desaparecer en la gran canica azul.

—Me educaron como católico —dije, acomodándome en una silla delante de ella—. Ya no lo soy, pero el secreto no es ese. Mis padres me enviaron a la Escuela Secundaria «María, Madre de Dios»; nosotros la llamábamos «Madiós». La manejaba una pareja de religiosos ancianos, el Padre Thomas y su esposa, la Madre Jennifer. El Padre Tom enseñaba física, donde yo me sacaba 6, principalmente porque él hablaba como si tuviera la boca llena de nueces. La Madre Jennifer enseñaba teología y tenía la calidez de un banco de mármol; su apodo era Mamá Madiós.

«Una noche, exactamente dos semanas antes de mi graduación, el Padre Tom y Mamá Madiós salieron en su Chevy Minimus a comprar helado. Cuando volvían, Mamá Madiós pasó una luz amarilla y una ambulancia los embistió en el medio. Como ya te dije, era anciana; tenía ciento veinte años o algo así. Tendrían que haberle quitado la licencia de conducir en los ’50. Murió instantáneamente. El Padre Tom falleció en el hospital.

«Claro, supuestamente debíamos sentirnos tristes por ellos y creo que yo me sentí un poco así, pero en realidad nunca me habían gustado mucho y me daba rabia que sus muertes hubieran arruinado las cosas para mi promoción. Por lo tanto, estaba más fastidiado que triste, pero también sentía una punzada de culpa por ser tan poco caritativo. Tal vez haya que crecer como católico para entenderlo. Bueno, el día después de lo ocurrido nos convocaron a una misa en el gimnasio y ahí fuimos todos, retorciéndonos en las graderías. El cardenal en persona telepresentó la homilía. Trataba insistentemente de consolarnos, como si los muertos hubiesen sido nuestros padres. Le hice un chiste sobre eso al chico que estaba sentado a mi lado, pero me pescaron y tuve que pasar la última semana de mi último año suspendido pero asistiendo a clase.

Kamala había terminado el té. Deslizó la taza vacía dentro de uno de los posavasos empotrados en la mesa.

—¿Quieres más? —le dije.

Se revolvió, inquieta—. ¿Para qué me cuentas esto?

—Forma parte del secreto. —Me incliné hacia adelante—. Mira, mi familia vivía en la calle del Cementerio del Espíritu Santo, y para llegar a la parada de furgones de la Avenida McKinley yo debía tomar un atajo que lo atravesaba. Bueno, lo siguiente ocurrió un par de días después del problema en la misa. Era alrededor de medianoche y yo volvía a casa de una fiesta de graduación en la que me había dado un par de picos de perspicacia, o sea que me sentía más sagaz que el rey de los filósofos. Mientras atravesaba el cementerio, me topé con dos montículos de tierra, uno al lado del otro. Al principio pensé que eran canteros; después vi las cruces de madera. Tumbas recientes: aquí yacen el Padre Tom y Mamá Madiós. Las cruces no decían mucho; eran básicamente estacas cruzadas, pintadas de blanco y martilladas en la tierra. Los nombres estaban escritos a mano. Por lo que me imagino, las habían puesto para marcar las tumbas hasta que llegaran las lápidas. No necesitaba perspicacia para reconocer esa oportunidad única en la vida. Si las cambiaba de lugar, ¿qué posibilidades había de que alguien se diera cuenta? No fue problema sacarlas de los agujeros. Emparejé la tierra con las manos y salí corriendo como si me llevaran los mil demonios.

Hasta ese momento, Kamala había sentido confusión por mi historia y una leve condescendencia hacia mí. Ahora había un destello de alarma en sus ojos.

—Qué cosa terrible hiciste —me dijo.

—Absolutamente —le dije—, aunque los dinos piensan que la idea de plantar cuerpos en los cementerios y marcarlos con piedras esculpidas es cosa de llorones. Dicen que la carne muerta no tiene identidad, así que ¿para qué ponerse tan sentimental? Linna pregunta constantemente por qué no le ponemos cruces a nuestros excrementos. Pero el secreto tampoco es ese. Bueno, era una noche cálida de mediados de junio, pero cuanto más corría, más frío se volvía el aire. Veía mi aliento. Y mis zapatos se ponían cada vez más pesados, como si se estuviesen convirtiendo en piedra. Cuanto más me acercaba al portón de atrás, más sentía que estaba luchando contra un fuerte viento, aunque mis ropas no flameaban. Aminoré el paso y comencé a caminar. Sé que pude haber hecho un esfuerzo y salir, pero mi corazón latía con fuerza, y entonces oí un susurro, como el que se oye en las caracolas, y entré en pánico. El secreto, entonces, es que soy un cobarde. Volví a poner las cruces en sus lugares y nunca volví a acercarme a ese cementerio. A decir verdad —señalé con un movimiento de cabeza las paredes de la sala de recepción D de la Estación Tuulen—, cuando llegué a la edad adulta me ocupé de interponer la mayor distancia posible entre él y yo. —Kamala me miró fijamente mientras yo volvía a reclinarme en la silla—. Historia de la vida real —dije y levanté la mano derecha. Se quedó perpleja cuando comencé a reír. Una sonrisa floreció en su rostro oscuro, y de pronto ella también se estaba riendo. Era un sonido suave y líquido, como un arroyo burbujeando sobre rocas lisas; me hizo reír más todavía. Tenía los labios gruesos y los dientes muy blancos.

—Tu turno —dije finalmente.

—Oh, no. No podría. —Sacudió la mano—. No tengo nada tan bueno… —Hizo una pausa y luego frunció el entrecejo—. ¿Ya contaste esto antes?

—Una vez —dije—. A los Hanen, durante la preselección psicológica para este trabajo. Pero no les conté la última parte. Sé cómo piensan los dinos, así que lo terminé cuando cambié las cruces de lugar. El resto es cosa de bebés. —Sacudí un dedo hacia ella—. No olvides que prometiste guardar mi secreto.

—¿En serio?

—Cuéntame de cuando eras pequeña. ¿Dónde creciste?

—En Toronto. —Me echó un vistazo apreciativo—. Hubo algo, pero no fue divertido. Fue triste.

Asentí para animarla y cambié la imagen de la pared, haciendo aparecer el horizonte de Toronto, dominado por la Torre CN, el Centro Toronto-Dominion, los Tribunales Comerciales y el King’s Needle. Kamala giró el cuerpo para admirar el paisaje y me habló por encima del hombro.

—Cuando tenía diez años, nos mudamos a un departamento, justo en el centro, en la calle Bloor, para que mi madre estuviera cerca del trabajo. —Señaló a la pared y se enderezó para mirarme de frente—. Es contadora, y mi padre diseñaba empapelados para Imageniería. Era un edificio enorme; parecía que siempre que entrábamos al ascensor había diez vecinos que ni sabíamos que teníamos. Un día, cuando volvía de la escuela, una anciana me detuvo en el vestíbulo. «Niñita», me dijo, «¿te gustaría ganarte diez dólares?». Mis padres me habían advertido que no hablara con extraños, pero obviamente esta anciana residía en el edificio. Además, tenía un antiguo par de exopiernas atadas con correas, o sea que yo sabía que, si necesitaba salir corriendo, podía ganarle. Me pidió que fuera a hacerle unas compras; me entregó la lista de víveres y una tarjeta de efectivo y me dijo que debía llevarle todo al departamento 10W. Tendría que haber desconfiado más, porque todos los comercios del centro hacían entregas a domicilio, pero, como pronto descubrí, lo único que la anciana quería era tener a alguien con quien conversar. Y estaba dispuesta a pagar por eso, normalmente cinco o diez dólares, dependiendo de cuánto tiempo me quedara. Pronto acabé por ir a su departamento casi todos los días, después de la escuela. Pienso que si mis padres se hubieran enterado, me habrían obligado a dejar de hacerlo; eran muy estrictos. No les habría gustado que yo aceptara el dinero. Pero ninguno de los dos volvía a casa hasta después de las seis, así que era mi secreto, mientras pudiera guardarlo.

—¿Quién era? —dije—. ¿De qué hablaban?

—Se llamaba Margaret Ase. Tenía noventa y siete años, y pienso que años atrás había sido una especie de consultora. Su marido e hija habían muerto y estaba sola. No descubrí mucho de ella; me hacía hablar a mí casi todo el tiempo. Me preguntaba sobre mis amigos, sobre lo que hacía en la escuela y sobre mi familia. Cosas así…

Su voz se fue perdiendo, al tiempo que mi uña comenzaba a encenderse y apagarse. Contesté.

—Michael, me complace pedirte que vengan aquí —zumbó Silloin en mi oído.

Estaba casi veinte minutos adelantada con respecto al cronograma.

—¿Ves? Te dije que íbamos a hacer volar el tiempo. —Me puse de pie. Los ojos de Kamala se abrieron mucho—. Estoy listo, si tú lo estás.

Le ofrecí la mano. La tomó y me permitió que la ayudara a levantarse. Vaciló por un momento y percibí lo frágil que era su determinación. Le rodeé la cintura con el brazo y la conduje al corredor. En la microgravedad de la Estación Tuulen, ya se sentía tan insustancial como un recuerdo.

—Bueno, cuéntame. ¿Qué fue eso tan triste que pasó?

Al principio pensé que no me había escuchado. Siguió avanzando, arrastrando los pies, sin decir nada.

—Eh, no me dejes con la intriga, Kamala —le dije—. Tienes que terminar la historia.

—No —dijo—. Creo que no.

No lo interpreté como una afrenta personal. Mi único interés verdadero en la conversación era distraerla. Si ella no quería distraerse, era por elección propia. Algunos migradores no paraban de hablar hasta el mismísimo instante en que se introducían en la gran canica azul, pero muchos otros se quedaban callados en el instante anterior. Se volvían introvertidos. Tal vez, en su mente, Kamala ya estaba en Gend, pestañeando bajo la dura luz blanca.

Llegamos a la central de escaneo, el espacio más amplio de la Estación Tuulen.

Inmediatamente delante de nosotros estaba la canica, recipiente que contenía al conjunto de sensores cuánticos no-demoledores… CSCN para los inclinados a los acrónimos. La canica tenía un color azul lechoso de hielo glacial y el tamaño de dos elefantes. El hemisferio superior estaba levantado y la mesa de escaneo sobresalía como una brillante lengua gris. Kamala se aproximó a la canica y tocó su propio reflejo, que se contorsionaba a lo ancho de la superficie pulida. A la derecha había un banco acolchado, un nebulizador y un sanitario. Pero yo miré a la izquierda, a la ventana de la sala de control. Silloin estaba observándonos, con su cabeza imposible inclinada a un costado.

—¿Es dócil? —zumbó en mi audífono.

Levanté la mano con los dedos cruzados.

—Bienvenida, Kamala Shastri. —La voz de Silloin salió por los parlantes como un susurro tranquilizador—. ¿Estás lista para abrir tu transportación?

Kamala hizo una inclinación de cabeza hacia la ventana.

—¿Ahora es cuando debo quitarme la ropa?

—Si fueras tan amable.

Pasó rozándome, hacia el banco. Aparentemente, yo había dejado de existir; ahora la cuestión era entre ella y la dino. Se desvistió rápidamente, doblando la túnica con prolijidad, acomodando las zapatillas debajo del banco. Por el rabillo del ojo, vi pies pequeños, muslos rotundos, la hermosa y suave piel oscura de su espalda. Entró en el nebulizador y cerró la puerta.

—Lista —exclamó.

Desde la sala de control, Silloin activó los circuitos que llenaban el nebulizador con una densa nube de nanolentes. Las nanos se adhirieron a Kamala y se desplegaron, revistiendo toda la superficie de su cuerpo. Al respirarlas, pasaron de sus pulmones al torrente sanguíneo. Tosió sólo dos veces; la habían entrenado bien. Cuando pasaron los ocho minutos, Silloin despejó el aire del nebulizador y Kamala emergió. Aún ignorándome, volvió a mirar de frente a la sala de control.

—Ahora debes ubicarte en la mesa de escaneo —dijo Silloin— y dejar que

Michael te prepare.

Sin vacilar, cruzó la sala hacia la canica, trepó a la plataforma que estaba junto a ésta, se subió a la mesa y se acostó boca arriba. La seguí.

—¿Seguro que no quieres contarme el resto del secreto?

Ella miraba fijamente el techo, sin pestañear.

—Muy bien. —Saqué el tubo de aerosol y un chispero del bolsillo de la cadera—. Esto va a ser igual que como lo practicaste. —Usé el tubo de aerosol para volver a pulverizar las plantas de los pies con nanos. Vi que su vientre subía y bajaba, subía y bajaba. Estaba profundamente concentrada en el ejercicio de respiración—. Recuerda, mientras estés en el escaneador, nada de saltar a la soga ni de silbar. —No me contestó—. Ahora respira profundamente —dije, y le di un toque de chispero en el dedo gordo del pie. Se escuchó un breve chasquido cuando las nanos que tenía en la piel se entrelazaron, para formar una red, y se endurecieron, fijándola en su lugar—. Ladridos para los hurones de parte mía. —Tomé mis aparatos, me bajé de la plataforma rodante y la puse de vuelta contra la pared. Con un gemido grave, la gran canica azul retrajo la lengua. Observé cómo se cerraba el hemisferio superior, tragándose a Kamala Shastri, y luego fui a reunirme con Silloin en la sala de control.

No soy de la escuela de los que piensan que los dinos huelen mal: otra razón por la que me asignaron a estudiarlos de cerca. Parikkal, por ejemplo, no tiene ningún olor en especial que yo pueda detectar. Normalmente, Silloin tiene un leve, aunque no desagradable, olor a vino rancio. Cuando está bajo presión, sin embargo, su aroma se vuelve parecido al del vinagre y muy punzante. Aquella mañana debía haber sido muy turbulenta para ella. Respirando por la boca, me acomodé en el banco, frente a mi consola.

Estaban trabajando rápido, ahora que la canica estaba sellada. Incluso con todo el entrenamiento que tienen, los migradores suelen ponerse claustrofóbicos muy pronto. Después de todo, tienen que quedarse acostados en la oscuridad, inmovilizados por la nanoestructura, esperando ser transportados. Esperando.

Mientras emula el escaneo, el simulador del centro de entrenamiento de Singapur emite un ruido. La mayoría lo compara con el de una leve lluvia que golpetea la canica; para otros, es estática radial a volumen alto. Mientras escuchen ese golpeteo, los migradores piensan que están a salvo. Cuando están en nuestra canica, nosotros los reproducimos, a pesar de que el escaneo dura apenas tres segundos y es absolutamente silencioso. Desde mi ventajosa posición, vi que las ventanas sagital, axial y coronal habían dejado de titilar, indicando la finalización de la captura de datos. Silloin estaba chirriando diligentemente para sí; el comunicador no se molestó en traducir. Era obvio que no estaba diciendo nada que el bebé Michael necesitara saber. Su cabeza se balanceaba mientras monitoreaba el enorme despliegue de cifras; sus garras cliqueaban las pantallas sensibles al tacto que refulgían naranjas y amarillas.

En mi consola había sólo una pantalla que indicaba la evolución de la migración… y un botón blanco.

No estaba mintiendo cuando dije que yo era solamente el portero. Mi especialidad es la sapienciología, no la física cuántica. No hubiese podido hacer nada para solucionar lo que fuera que salió mal en la migración de Kamala. Los dinos me dicen que el conjunto de sensores cuánticos no-demoledores es capaz de evadir el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, porque puede medir las cantidades más ínfimamente pequeñas de espaciotiempo sin colapsar la dualidad onda/partícula. ¿Qué tan pequeñas? Dicen que nadie puede «ver» nada que tenga sólo 1,62 x 10-33 centímetros de largo, porque en ese tamaño el espacio y el tiempo se separan. El tiempo deja de existir y el espacio se vuelve una espuma probabilística aleatoria, una especie de escupitajo cuántico.

Nosotros, los humanos, llamamos a esto la longitud Planck-Wheeler. También hay un tiempo Planck-Wheeler: 10-45 de segundo. Si algo ocurre y luego ocurre otra cosa y los dos eventos están separados por un intervalo de apenas 10-45 de segundo, es imposible determinar cuál de las dos cosas sucedió primero. Para mí era pura jerga dino… y eso que solamente estamos hablando del escaneo.

Los Hanen usan diferentes tecnologías para crear túneles artificiales, mantenerlos abiertos con fluctuaciones electromagnéticas de vacío, hacer pasar la señal hiperlumínica hasta otro extremo y luego ensamblar al migrador en el punto de destino a partir de partículas elementales.

En mi pantalla de evolución, vi que la señal que estaba mapeando a Kamala Shastri ya se había comprimido y lanzado a través del túnel. Lo único que teníamos que esperar era que Gend nos confirmara la recepción. Una vez que nos comunicaran oficialmente que la tenían, yo sería el encargado de equilibrar la ecuación.

Ilustración: Fraga

Ruido a lluvia, ruido a lluvia.

Algunas tecnologías de los Hanen son tan poderosas que pueden alterar la realidad misma. Algún fanático de los viajes temporales podría emplear los túneles para corromper la historia; el escaneador/ensamblador podría usarse para crear un billón de Silloins, o de Michael Burrs. La realidad prístina, no contaminada por semejantes anomalías, posee lo que los dinos llaman armonía.

Antes de que cualquier raza inteligente logre incorporarse al club galáctico, debe demostrar un total compromiso con la preservación de esa armonía.

Desde mi llegada a Tuulen para estudiar a los dinos, había presionado el botón más de doscientas veces. Era lo que tenía que hacer para conservar mi puesto.

Al oprimirlo, enviaba un pulso mortal de radiación ionizante al córtex cerebral del cuerpo duplicado —y por lo tanto innecesario— del migrador.

Si no hay cerebro, no hay dolor. La muerte les sobrevenía en pocos segundos.

Sí, las primeras veces que me tocó equilibrar la ecuación fueron traumáticas.

Todavía me seguía pareciendo… desagradable. Pero este era el precio del pasaje a las estrellas. Si ciertas personas poco comunes, como Kamala Shastri, pensaban que ese precio era razonable, era decisión suya, no mía.

—El resultado no es feliz, Michael. —Silloin se dirigía a mí por primera vez desde mi entrada a la sala de control—. Se están desplegando discrepancias.

En mi pantalla de evolución, observé que las rutinas de verificación de errores comenzaban a dar señales de alerta.

—¿El problema está aquí? —De pronto sentí que se me formaba un nudo por dentro—. ¿O allá? —Si nuestro escaneo original había quedado anulado, lo único que Silloin tenía que hacer era enviarlo nuevamente a Gend.

Se produjo un silencio largo, irritante. Silloin se concentraba en un sector de su consola, como si ésta le estuviera mostrando a su cría primogénita saliendo del cascarón. El respirador que tenía entre los hombros se inflaba al doble de su tamaño normal. Mi pantalla indicaba que Kamala había estado en la canica cuatro minutos más de lo que correspondía.

—Puede ser conveniente recalibrar el escaneador y comenzar de nuevo.

Mierda —Golpeé la pared con la mano abierta; sentí que el dolor me repercutía hasta el codo—. Pensé que lo habías arreglado. —Cuando la verificación de errores detectaba problemas, la solución casi siempre era la retransportación—. ¿Estás segura, Silloin? Porque cuando la metí dentro estaba justo en el límite.

Silloin me dedicó un estornudo que descartaba esa idea y golpeó las cifras de error con su manita huesuda, como si quisiera volverlas a la normalidad a fuerza de azotes. Como Linna y los demás dinos, tiene muy poca paciencia con lo que ella considera nuestros miedos de llorones a la migración. Sin embargo, a diferencia de Linna, está convencida de que algún día, después de que hayamos usado las tecnologías Hanen el tiempo suficiente, aprenderemos a pensar como dinos. Tal vez tenga razón. Tal vez cuando hayamos viajado por los túneles como chorros de jeringa durante cientos de años, seremos capaces de desechar alegremente nuestros cuerpos redundantes. Cuando los dinos y otras razas inteligentes migran, los redundantes se eliminan por su propia mano… Muy armónico. Trataron de hacerlo con los humanos, pero no siempre funcionaba. Por eso estoy aquí.

—La necesidad es muy clara. Se prolongará unos treinta minutos —dijo ella.

Kamala había permanecido sola en la oscuridad casi seis minutos, más que cualquier otro migrador que yo hubiera guiado.

—Déjame escuchar lo que está pasando en la canica.

El sonido de Kamala gritando invadió la sala de control. A mi entender, ese sonido no parecía humano… se asemejaba más a un chirrido de neumáticos patinando antes de un choque.

—Tenemos que sacarla de ahí —dije.

—Ese razonamiento es de bebés, Michael.

—Bueno, ella es un bebé, maldita sea. —Yo sabía que sacar a los migradores de la canica representaba un gran problema. También podía pedirle a Silloin que apagara los parlantes y seguir sentado mientras Kamala sufría. Fue una decisión mía—. No abras la canica hasta que ponga la plataforma en su lugar. —Corrí a la puerta—. Y no anules el sonido.

Con el primer resquicio de luz, Kamala comenzó a chillar. El hemisferio superior parecía levantarse en cámara lenta; dentro de la canica, Kamala se retorcía para librarse de las nanos. Cuando ya estaba seguro de que era imposible que gritara más fuerte, gritó más fuerte. Habíamos logrado algo extraordinario, Silloin y yo: habíamos hecho desaparecer completamente a la valiente ingeniera en biomateriales, dejando en su lugar a un animal aterrorizado.

—Kamala, soy yo, Michael.

Sus frenéticos alaridos adquirieron coherencia, formando palabras.

—¡Basta… no… oh, Dios mío, que alguien me ayude! —Si hubiera podido, habría saltado al interior de la canica para soltarla, pero el conjunto de sensores es frágil y no quería correr el riesgo de causar más problemas. Ambos tendríamos que esperar hasta que el hemisferio superior se abriera completamente y la mesa de escaneo me entregara a la pobre Kamala.

—Está bien. No te va a pasar nada, ¿eh? Te estamos sacando, nada más. Todo está bien.

Cuando la liberé con el chispero, se abalanzó sobre mí. Nos caímos hacia atrás y casi rodamos por los escalones. Me aferraba con tanta fuerza que no me dejaba respirar.

—No me maten, no, por favor, no.

Me eché encima de ella.

—¡Kamala! —Retorciendo un brazo, me solté y lo usé para hacer palanca y separarme de ella. Me arrastré como un insecto hacia un costado, hasta el escalón superior. Ella avanzó torpemente, haciendo eses en la microgravedad, y se lanzó hacia mí; me clavó las uñas en el dorso de la mano y me rasguñó, dejándome marcadas unas líneas ensangrentadas—. ¡Kamala, basta! —le dije por no devolverle el golpe. Emprendí la retirada por los escalones.

—Desgraciado. ¿Qué están tratando de hacerme, imbéciles? —Lanzó varios resoplidos temblorosos y comenzó a sollozar.

—Por algún motivo, el escaneo se echó a perder. Silloin está trabajando para solucionarlo.

—La dificultad es oscura —dijo Silloin desde la sala de control.

—Pero ese no es tu problema. —Retrocedí hacia el banco.

—Me mintieron —masculló Kamala, y luego pareció replegarse sobre sí misma como si sólo tuviera piel, sin carne ni huesos—. Me dijeron que no sentiría nada y… ¿sabes cómo es?… es…

Busqué a tientas la túnica. —Mira, aquí está tu ropa. ¿Por qué no te vistes? Te sacaremos de aquí.

—Desgraciado —repitió, pero su voz estaba vacía.

Me permitió bajarla a la fuerza de la plataforma. Mientras se ponía la túnica con torpeza, conté los nudos de la pared. Eran del mismo tamaño que las monedas de diez centavos que mi abuelo solía atesorar y refulgían con una suave bioluminiscencia dorada. Llegué a contar cuarenta y siete antes de que terminara de vestirse y estuviera lista para volver a la recepción D.

Antes se había posado, expectante, en el borde del sofá; ahora se echó pesadamente sobre él.

—¿Y ahora qué? —dijo.

—No sé. —Fui a la cocina y saqué la jarra del destilador—. ¿Ahora qué, Silloin? —Me eché agua en el dorso de la mano para lavarme la sangre. Ardía. Mi audífono permaneció en silencio—. Supongo que hay que esperar—dije finalmente.

—¿Esperar qué?

—Esperar que Silloin repare…

—No voy a volver a meterme ahí.

Decidí dejar pasar el comentario. Probablemente era demasiado pronto para discutir con ella, aunque una vez que Silloin hubiera recalibrado el escaneador, Kamala tendría muy poco tiempo para cambiar de opinión.

—¿Quieres algo de la cocina? ¿Otra taza de té, tal vez?

—¿Qué tal un gin con tónica… o mejor sin tónica? —Se frotó los ojos—. ¿O unos doscientos mililitros de serentol?

Traté de fingir que era una broma. —Sabes que los dinos no nos permiten abrir el bar para los migradores. El escaneador puede malinterpretar la química cerebral y tu visita a Gend no sería otra cosa que una borrachera de tres años.

—¿No entiendes? —Estaba otra vez al borde de la histeria—. No voy a ir.

Realmente no la culpaba por la forma en que se estaba comportando, pero lo único que quería hacer en ese momento era librarme de Kamala Shastri. No me importaba si se marchaba a Gend, o si regresaba a Lunex, o si viajaba por el arco iris hasta el Reino de Oz, siempre y cuando yo no tuviera a compartir la misma habitación con esta miserable criatura que trataba de hacerme sentir culpable por un accidente en el que yo no tenía nada que ver.

—Pensé que podía hacerlo. —Apretó las manos contra los oídos, como para no oír su propia desesperación—. Desperdicié los últimos dos años convenciéndome de que podía acostarme ahí y no pensar y que de pronto me encontraría muy lejos. Me iba a un lugar maravilloso y extraño. —Emitió un sonido estrangulado y dejó caer las manos sobre el regazo—. Iba a ayudar a que la gente recuperara la vista.

—Lo hiciste, Kamala. Hiciste todo lo que te pedimos.

Meneó la cabeza. —No logré no pensar. Ese fue el problema. Y entonces apareció ella, tratando de tocarme. En la oscuridad. No había pensado en ella desde… —Tuvo un escalofrío—. Es culpa tuya, por hacerme acordar.

—Tu amiga secreta —dije.

—¿Amiga? —Kamala pareció sorprendida por esas palabras—. No, no diría que era mi amiga. Siempre le tuve un poco de miedo, porque nunca estuve totalmente segura de lo que quería de mí. —Hizo una pausa—. Un día, después de la escuela, subí al 10W. Estaba en su silla, mirando a la calle Bloor. Estaba de espaldas a mí. Le dije: «Hola, Sra. Ase». Le iba a mostrar un prototipo que había escrito, pero que ella no decía nada. Rodeé la silla. Tenía la piel del color de la ceniza. Le tomé la mano. Fue como tocar algo de plástico. Estaba rígida, dura… ya no era una persona. Se había convertido en una cosa, como una pluma o un hueso. Salí corriendo; tenía que escapar de ahí. Subí a nuestro departamento y me escondí de ella. —Entrecerró los ojos, como si estuviera observando, juzgando a su yo de la niñez a través de la lente del tiempo—. Pienso que ahora entiendo lo que quería. Pienso que ella sabía que se estaba muriendo; posiblemente, quería que estuviera con ella cuando llegara el fin, o al menos que encontrara su cuerpo después y lo informara. Pero no pude. Si le decía a alguien que había muerto, mis padres descubrirían nuestra relación. Tal vez la gente sospecharía que yo le había hecho algo… no lo sé. Pude haber llamado a Seguridad, pero sólo tenía diez años; tenía miedo de que me encontraran el rastro. Pasaron un par de semanas y todavía nadie la había descubierto. A esas alturas, ya era muy tarde para decir algo. Todos me habrían acusado de haberlo callado tanto tiempo. Por la noche, la imaginaba en su silla, poniéndose negra y pudriéndose como una banana. Me daba asco; no podía dormir ni comer. Tuvieron que internarme en el hospital porque la había tocado. Había tocado a la muerte.

—Michael —susurró Silloin sin ninguna luz de advertencia—. Se ha formado una imposibilidad.

—Ni bien salí de ese edificio, comencé a mejorar. Entonces la encontraron. Cuando volví a casa, me esforcé mucho por olvidar a la Sra. Ase. Y lo logré, casi. —Kamala se envolvió con los brazos—. Pero recién, dentro de la canica, estuve con ella otra vez. No la veía, pero de algún modo sabía que estaba tratando de tocarme.

—Michael, Parikkal está aquí, con Linna.

—¿No te das cuenta? —Lanzó una carcajada amarga—. ¿Cómo voy a ir Gend? Estoy alucinando.

—Se ha roto la armonía. Ven aquí, solo.

Sentí la tentación de aniquilar de un golpe al fastidioso zumbido que tenía en el oído.

—¿Sabes? Nunca le había contado de ella a nadie.

—Bueno, tal vez de todo esto resultó algo bueno. —Le palmeé la rodilla—. Discúlpame un momento. —Pareció sorprendida de que me fuera. Me escabullí hacia el corredor y endurecí la puerta burbuja, dejando a Kamala encerrada.

—¿Qué imposibilidad? —dije, dirigiéndome a la sala de control.

—¿Ella se complace en reabrir el escaneador?

—No se complace en absoluto. Más bien diría que está cagada de miedo.

—Habla Parikkal. —Mi audífono tradujo su chirrido mezclado con un leve siseo, como de tocino friéndose—. La confusión fue en otro lugar. No hay contratiempos que puedan asociarse con nuestra estación.

Empujé la burbuja para entrar en la central de escaneo. Vi a los tres dinos del otro lado de la ventana de control. Sus cabezas se bamboleaban furiosamente.

—Explíquenme —dije.

—Nuestras comunicaciones con Gend fueron interferidas por una falsedad transitoria —dijo Silloin—. Ya recibieron y reconstruyeron a Kamala Shastri.

—¿Migró? —Sentí que el piso se movía bajo mis pies—. ¿Y esta que tenemos aquí?

—La simplicidad consiste en cargar a la redundante en el escaneador y finalizar…

—Tengo noticias para ustedes. No quiere ni acercarse a la canica.

—Su ecuación no está equilibrada. —Era Linna, hablando por primera vez. Linna no estaba exactamente a cargo de la Estación Tuulen; era más bien como una socia. En otras oportunidades, Parikkal y Silloin habían impuesto su opinión por encima de la de ella… o al menos eso pensaba yo.

—¿Qué esperan que haga? ¿Qué le retuerza el pescuezo?

Hubo un momento de silencio… que no fue tan tensionante como observarlos echándome miradas significativas a través de la ventana, ahora con las cabezas perfectamente quietas.

—No —dije.

Los dinos se pusieron a chirriar entre sí; sus cabezas se entrelazaban y se inclinaban. Al principio me dejaron afuera y el comunicador quedó en silencio, pero de pronto la discusión restalló en el audífono.

—Esto exactamente lo que les estuve diciendo —dijo Linna—. Estos seres no tienen conciencia de la armonía. Es erróneo continuar lanzándolos hacia los muchos mundos.

—Puede que tengas razón —dijo Parikkal—. Pero esa discusión es para después. Ahora la necesidad es equilibrar la ecuación.

—No hay tiempo. Tendremos que desechar a la redundante nosotros mismos. —Silloin mostró los largos dientes marrones. Tardaría tal vez unos cinco segundos en abrirle la garganta a Kamala. Y aunque Silloin era la dino que nos tenía más simpatía, no tuve dudas de que disfrutaría del asesinato.

—Yo sostengo que suspendamos las migraciones humanas hasta que hayamos repensado este mundo —dijo Linna.

Era un ejemplo de la típica condescendencia de los dinos. Aunque parecían estar discutiendo entre ellos, en realidad me estaban hablando a mí, planteando la situación de tal manera que hasta el bebé inteligente podría entenderla. Estaban informándome de que yo estaba haciendo peligrar el futuro de la humanidad en el espacio. Que la Kamala que estaba en la recepción D ya estaba muerta, sin importar si yo renunciaba o no. Que había que equilibrar la ecuación y que había que equilibrarla ya.

—Esperen —dije—. Tal vez pueda convencerla de volver a entrar en el

escaneador. —Tenía que escapar de ellos. Me arranqué el audífono y me lo metí en el bolsillo. Estaba tan apurado por escaparme que, al salir de la central de escaneo, me tropecé y tuve que agarrarme de algo en el pasillo. Me quedé parado un segundo, mirando la mano apretada contra la inclinada entrada a una bodega. Me pareció que estaba observando mis dedos extendidos por el extremo equivocado de un telescopio. Estaba lejos de mí mismo.

Kamala se había hecho un ovillo en el sillón, con las rodillas contra el pecho y envueltas en sus brazos, como si estuviese tratando de encogerse para que nadie advirtiera su presencia.

—Estamos listos —dije escuetamente—. Estarás en la canica menos de un minuto, te lo garantizo.

No, Michael.

Tuve la palpable sensación de que me alejaba de la Estación Tuulen.

—Kamala, estás tirando a la basura una enorme parte de tu vida.

—Estoy en mi derecho. —Tenía los ojos brillosos.

No, no estaba en su derecho. Era una redundante; no tenía derechos. ¿Qué había dicho de la anciana? Que se había convertido en una cosa, como un hueso.

—Muy bien, entonces —Le hundí un rígido dedo índice en el hombro—. Vamos.

Ella retrocedió. —¿Vamos a dónde?

—De vuelta a Lunex. Retuve al transbordador por ti. Acabo de cancelar la lista de la tarde; ahora tendría que estar ayudando a otras personas a acomodarse, en vez de estar lidiando contigo.

Se desovilló lentamente.

—Vamos. —Tiré de ella con fuerza y la puse de pie—. Los dinos quieren que desaparezcas de Tuulen lo más pronto posible, y yo también. —Estaba tan distante que ya no veía a Kamala Shastri.

Asintió y me permitió llevarla, a paso firme, a la puerta burbuja.

—Y si en el corredor nos encontramos con alguien, cierra el pico.

—Te estás portando de una manera tan desagradable… —dijo en un susurro denso.

—Te estás portando como una bebé.

Cuando la compuerta interior se deslizó a un costado, Kamala advirtió inmediatamente que no había ningún umbilical que nos conectara con el transbordador. Trató de zafarse de mi mano, pero yo le clavé el hombro, fuerte. Se lanzó por la compuerta de la cámara de descompresión, se estrelló contra la compuerta exterior e hizo una carambola hasta caer de espaldas.

Cuando golpeé el interruptor que cerraba la compuerta, volví en mí. Era yo el que estaba haciendo esta cosa terrible… yo, Michael Blurr. No pude evitarlo: me reí. Cuando la vi por última vez, Kamala estaba retorciéndose y arrastrándose por el suelo hacia mí, pero era demasiado tarde. Me sorprendí de que no comenzara a gritar de nuevo; lo único que se escuchaba era su feroz respiración.

Ni bien se selló la compuerta interior, abrí la exterior. Después de todo, ¿cuántas formas de matar existen en una estación espacial? No había pistolas. Quizás otro la hubiera apuñalado o estrangulado, pero yo no. ¿Envenenarla? ¿Cómo? Además, yo no pensaba. Estaba tratando desesperadamente de no pensar en lo que estaba haciendo. Era sapienciólogo, no médico. Siempre pensé que la exposición al espacio significaba muerte instantánea. Descompresión explosiva o algo por el estilo. No quería que sufriera. Estaba tratando de que fuera rápido. Indoloro.

Escuché el resoplido del aire en fuga y pensé que todo había terminado, que el cuerpo había sido eyectado al espacio. Ya me había dado media vuelta cuando comenzaron los golpes, frenéticos, como el latir de un corazón a toda velocidad. Seguramente había encontrado algo de donde agarrarse. ¡Tum, tum, tum! Era demasiado. Me apoyé contra la compuerta interior —tum, tum— y fui resbalándome hacia abajo, riendo. Resulta ser que, si uno vacía los pulmones, es posible sobrevivir a la exposición al espacio por lo menos un minuto, quizás dos. Me pareció gracioso. ¡Tum! Risible, en realidad. Había hecho lo mejor posible por ella, había arriesgado mi carrera… ¿y así era como me devolvía el favor? Cuando apoyé la mejilla contra la compuerta, los golpes comenzaron a hacerse más débiles. Nos separaban apenas unos centímetros, la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora Kamala ya sabía todo lo que había que saber sobre el tema de equilibrar la ecuación. Me estaba riendo con tantas ganas que casi no podía respirar. Igual que el pedazo de carne que estaba del otro lado de la compuerta. ¡Muérete ya, puta llorona!

No sé cuánto tiempo demoró. Los golpes se fueron espaciando. Se detuvieron.

Y me transformé en un héroe. Había preservado la armonía, había permitido que nuestro enlace con las estrellas continuara abierto. Reí entre dientes, con orgullo. Era capaz de pensar como un dinosaurio.

Pasé por la puerta burbuja y entré en la recepción D.3

—Es hora de subir al transbordador.

Kalama se había cambiado y vestía una túnica adherente y zapatillas de velcro.

En la pared había diez ventanas abiertas, por lo menos; el murmullo de las cabezas parlantes inundaba la habitación. Amigos y parientes que tenían que ser notificados: su amada había vuelto, sana y salva.

—Tengo que irme —le dijo a la pared—. Los llamaré cuando aterrice. —Me dedicó una sonrisa que, por la falta de costumbre, pareció forzada—. Quiero darte las gracias de nuevo, Michael. —Me pregunté cuánto tiempo tardarían los migradores en acostumbrarse a ser humanos de nuevo—. Me ayudaste muchísimo y yo fui tan… Estaba fuera de mí. —Echó un vistazo por la habitación una última vez y tuvo un escalofrío—. Estaba realmente muy asustada.

—Así es.

Meneó la cabeza. —¿Tan mal estuve?

Me encogí de hombros y la dejé salir al corredor.

—Ahora me siento tan tonta… Es decir, estuve en la canica menos de un minuto y después… —chasqueó los dedos— aparecí en Gend, como tú dijiste. —Me rozaba mientras caminábamos; debajo de la túnica, tenía el cuerpo duro—. En todo caso, me alegro de que tengamos esta oportunidad de charlar. Realmente, tenía la idea de buscarte cuando volviera. Y por cierto que no esperaba verte aquí.

—Decidí quedarme. —La compuerta interior de la cámara de descompresión se deslizó a un costado—. Es un trabajo que se hace querer. —El umbilical se estremeció mientras se compensaba la presión entre la Estación Tuulen y el transbordador.

—Tienes migradores esperando —dijo.

—Dos.

—Los envidio. —Me miró—. ¿Alguna vez pensaste en ir tú a las estrellas?

—No —le dije.

Kamala me apoyó una mano en la cara.

—Te cambia la vida.

Sentí el pinchazo de sus largas uñas… garras, en realidad. Por un momento, pensé que tenía intenciones de dejarme la mejilla surcada de cicatrices iguales a las que tenía ella.

—Ya lo sé —dije.

 

James Patrick Kelly nació en Mineola, Nueva York, en el año 1951. Ganador de dos premios Hugo y un Nébula, Kelly vendió su primer cuento en 1975, y actualmente se lo considera como a uno de los más importantes escritores de ciencia-ficción contemporánea.

Se graduó magna cum laude de la Universidad de Notre Dame en 1972, con un Bachelor of Arts en Literatura Inglesa. Luego trabajó como escritor de tiempo completo hasta 1977. Asistió al taller Clarion de ciencia-ficción dos veces: en 1974 y en 1976. En los 80, él y su amigo el escritor John Kessel se involucraron en el debate de Ciencia-Ficción Humanista Vs Ciberpunk. Y aunque Kelly y Kessel se inclinaban más por la Ciencia-Ficción Humanista, las cosas se confundieron cuando Kelly publicó varios cuentos de estilo ciberpunk como «The Prisoner of Chillon» (1985) y «Rat» (1986). Su cuento «Solsticio» (1985) fue publicado en la afamada antología de Bruce Sterling «MirrorShades: Una Antología Ciberpunk».

Kelly ha sido galardonado con los premios más apetecidos en la ciencia-ficción. Ganó el Premio Hugo por su novelette «Pensar como un Dinosaurio» (1995) y volvió a ganarlo con su novelette «10^16 to 1» (1999). Su novela «Burn» ganó el Premio Nébula en 2006. Otras historias suyas han ganado la encuesta de lectores de la revista Asimov y el Premio SF Chronicle. Kelly aparece listado frecuentemente en la votación final del Premio Nébula, del Premio Locus Poll y del Premio Memorial Theodore Sturgeon. Frecuentemente enseña y participa en talleres de ciencia-ficción, como el Clarion y el Taller de Escritores Sycamore Hill. Ha sido miembro del New Hampshire State Council on the Arts desde 1998 y presidente del Consejo en 2004.

Kelly participa activamente en la revista Asimov, y durante varios años ha contribuido en la columna de no-ficción de dicha revista «On the Net». Durante veinte años seguidos ha publicado un cuento en el número de junio de la revista Asimov.

 


Este cuento se vincula temáticamente con PIG BANG, de Saurio, EL ESTIGMA DE SUZDAL, de Tarik Carson, LADRÓN, de Sergio Gaut vel Hartman

 

Axxón 203 – diciembre de 2009
Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia-ficción : Contacto con extraterrestres : Viaje interestelar : Estados Unidos : Estadounidense).

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