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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Argentina

«Las fuerzas puestas en movimiento por cualquier
expansión del espíritu humano atraen inevitablemente
a hombres de gran voluntad, pero de naturaleza
torcida y atrofiada, parásitos que, al no hallar alimento
en sí mismos, organizan a los demás en comunidades
de las que el fundador extrae el infructuoso alimento
de la vanidad complacida.»
The poisoned crown

Hugh Kingsmill

 

 

Mi nombre es Carlos Pesclevi y con mi socio Roberto Luna, dirigimos una agencia de detectives privados: «Pesclevi & Luna». Nuestro trabajo consiste en investigar y resolver los problemas de los clientes que requieran nuestros servicios, y también asesorarlos en las diferentes situaciones en las que se ven involucrados.

Para que se pueda comprender cabalmente lo que hacemos, siempre cito como ejemplo el cuento del hombre que, luego de realizar su trabajo, presenta una factura por 1000 dólares. La persona que había encargado la labor protesta por el precio, pues la reparación consistió en un solo golpe de martillo. El hombre rehace la factura y la vuelve a presentar. En el detalle decía: por golpear con el martillo 1 dólar, por saber dónde golpear, 999 dólares. Como en el cuento «nosotros somos los que sabemos dónde golpear».

Hemos trabajado en varios casos extraños pero el que voy a relatar a continuación es el más extraño de todos.

Estábamos en la oficina, donde habitualmente nos hallamos si no estamos ocupados en una investigación, cuando recibí el llamado de un antiguo cliente: don Justo. Un hombre de campo, un pequeño productor al que en varias oportunidades dimos una mano con algunos problemas menores. En un tono preocupado me dijo que algo estaba ocurriendo en su campo y que no podía contármelo por teléfono, lo tenía que ver con mis propios ojos. Intenté que me diera más detalles pero insistía en que teníamos que verlo para poder comprender. Le dije que se tranquilizara y que al día siguiente a primera hora saldríamos para allí. Me agradeció reiteradamente y dijo que nos iba a estar esperando.

Temprano, luego de realizar algunos preparativos, salimos para el campo. Don Justo tenía algunas hectáreas en el sur de la provincia. No fue un viaje muy largo pero nos dio el tiempo suficiente para tratar de conjeturar sobre qué podría preocupar tanto a un hombre como él, lejos de los problemas y complicaciones de la ciudad. No pudimos sospechar qué sería, pues don Justo no encajaba en el patrón habitual de nuestros clientes.

Luego de algunas horas de ruta llegamos a su campo. Un peón, que vio llegar el automóvil por el camino, corrió hacia el interior de la casa para avisar de nuestro arribo. Cuando llegamos a la entrada, ya estaba don Justo haciéndonos señas con los brazos. A pesar de su manifiesta alegría por vernos se lo notaba preocupado. Sin darnos tiempo a bajar del auto nos dijo:

—Tienen que verlo con sus propios ojos. Espérenme unos minutos que voy a buscar la camioneta y los llevo al lugar. Dejen el automóvil debajo de aquel sauce, que va a estar protegido y a la sombra.

Seguimos sus indicaciones y volvimos a la entrada de la casa. Mientras esperábamos tratamos de averiguar si el peón, que aún permanecía en el lugar, tenía alguna idea de lo que estaba ocurriendo. Inclinando la cabeza hacia un costado y con la mirada perdida en el horizonte, al mismo tiempo que se encogía de hombros, respondió a nuestra curiosidad:

—Es raro, la gente no quiere pasar por el lugar, de noche se escucha un cantor. Es raro, las plantas…

En ese instante, interrumpiendo el relato, llegó don Justo en su camioneta. Subimos al vehículo y nos dirigimos al sitio que, según él, quedaba cerca de la casa. Salimos a la ruta nuevamente y, luego de un par de kilómetros, tomamos por un camino de tierra lateral, que nos condujo hasta un monte de eucaliptos. Allí descendimos del vehículo y continuamos la marcha a pie. Pasamos por entre los árboles y al llegar a campo abierto ya se divisaba lo que para los ojos de don Justo era un gran problema. A medida que nos acercábamos se podía ver en el centro mismo del sembrado una gran zona completamente oscura. Una enorme mancha donde no crecía nada, sólo había tierra. Ni soja ni hierbas, nada. Ya en el lugar nos dimos cuenta de que tampoco había pájaros o insectos, solamente tierra seca que no conservaba la humedad natural del suelo. Cerca de los bordes se podía ver cómo las plantas de soja cercanas a la mancha, comenzaban a perder verdor adquiriendo colores pardos y sus tallos se retorcían tomando formas grotescas. Aparentemente la mancha estaba creciendo.

Mirando a don Justo, le dije:

—¡Don Justo! Si no sabe usted de esto, no supondrá que nosotros podemos darle una respuesta.

—Es que no es solamente lo que le ocurre a las plantas, acá pasa algo raro. Se ven y escuchan cosas, la gente tiene miedo de acercarse al lugar.

Mi amigo Luna recordó los misteriosos círculos que aparecían en los campos de cultivos ingleses, supuestamente creados por extraterrestres.

—¡Malhaya! ¡No diga! ¿Serán los marcianos? —preguntó don Justo, al mismo tiempo que se tocaba la frente con la palma de la mano.

—No nos adelantemos —respondí y a continuación le pregunté:

—¿Llamó al INTA?

—Sí, tomaron muchas muestras del suelo para hacer análisis, pero no supieron darme una respuesta —me expresó con desolación.

La verdad es que no sabía por dónde comenzar. Sólo se me ocurrió, gracias a la anterior acotación de Luna, volar sobre el campo. Quizás descubriríamos algo que pudiera ayudarnos. Pregunté a don Justo si era posible, a lo que respondió:

—Mi vecino Ernesto tiene una avioneta, su casa está a unos kilómetros de aquí y estoy seguro de que no va a tener inconveniente en llevarnos.

Volvimos a la camioneta y siguiendo por el mismo camino de tierra llegamos a lo de Ernesto. Lo encontramos en la parte de atrás de su casa, de pie y cebándose un mate. Parecía ser uno de esos hombres que siempre están ocupados haciendo algo y que sólo se permitía como mayor descanso el cebarse un mate. Don Justo nos presentó y le explicó el propósito de nuestra visita. Ernesto le hizo algunas bromas, pero debido a su estado de ánimo no tuvieron mucho eco. Dejó el mate sobre una mesita y con un gesto de enojo le hizo unas señas a alguien que estaba en el interior de la casa. Inmediatamente nos indicó que lo siguiéramos hasta el lugar donde se encontraba la avioneta.

En pocos minutos estábamos volando. Al ver Ernesto la expresión de mi amigo Luna se dio cuenta que no estaba acostumbrado a volar. Trató de tranquilizarlo dándonos charla:

—Esto no es volar —dijo a los gritos, pues el ruido del motor hacía muy difícil comunicarse. Lo miramos con estupor, sin entender lo que quería decir, luego prosiguió:

—Cuando yo era joven volaba en planeadores —al ver que no teníamos conocimiento del tema, continuó— aviones sin motor, sólo el viento y la habilidad del piloto para controlarlo. Es completamente diferente a esto, sin motor no hay ruido y uno se integra al paisaje. ¿Saben qué es una térmica?

—No —respondimos los tres al unísono como un grupo de escolares. Ernesto nos explicó:

—Es una corriente de aire caliente, cuando se entra en una se puede ascender fácilmente. —Luego nos señaló un par de aves que volaban en círculo a mayor altura y continuó:

—Son caranchos, vuelan en pareja. Cuando entran en una térmica, toman altura y así controlan su territorio. A veces, cuando volaba en planeador, ellos me permitían acompañarlos.

—¿Cómo puede ser eso? —le pregunté sorprendido, a lo que respondió:

—Cuando veía una pareja de caranchos volando en círculo sabía que allí había una térmica, me dirigía hacia donde estaban y ascendía hasta ponerme a su altura. Luego, si uno de los caranchos giraba su cabeza y me miraba de frente, comprendía que me permitirían volar con ellos.

—Las aves miran de costado —dijo Luna, repuesto del susto a volar.

Ernesto, sonriendo, lo corrigió:

—No, amigo, ésas son las aves de «corral», las que cazan para sobrevivir miran de frente. —Luego de decir esto le hizo una seña a don Justo mostrándole que estábamos sobre el lugar indicado. Este reconoció el campo y la mancha ya era visible en toda su extensión.

Pasamos por encima de ella y pude, gracias a algunas referencias, estimar su tamaño. Tendría aproximadamente unos ochenta metros de largo por unos treinta de ancho. Pedí a Ernesto que pasara nuevamente y, luego de observarla por algunos instantes, pude percibir la forma de una silueta humana. Le hice una seña a Ernesto para indicarle que ya era suficiente y que podíamos volver. Una vez en tierra, le agradecimos y nos despedimos de él. Volvimos a la camioneta donde don Justo, intrigado por el resultado del vuelo, me preguntó:

—¿Y, Pesclevi? ¿Qué le parece? ¿Descubrió algo?

—Tengo algunas ideas, pero antes dígame ¿hace cuánto que tiene este campo?

—Lo compré hace poco. Lo único que sé es que pertenecía a una tal viuda de Colombres. Según supe por su abogado, ella se deshizo de las propiedades de la familia después de que todos sus hijos se fueran del país.

—Con esos datos es suficiente, ahora deberíamos ir al pueblo para hacer unas averiguaciones.

Volvimos a su casa y, antes de dejarlo, le pedí que nos diera unas horas. A la noche volveríamos a buscarlo. Subimos a nuestro automóvil y nos dirigimos al pueblo.

Ya en el pueblo no fue muy difícil ubicar la municipalidad. Al ingresar al edificio, a pocos metros de la entrada, había un pequeño mostrador. Nos atendió una empleada, una mujer que por su edad deduje que estaría próxima a jubilarse. Aparentaba ser la persona indicada para darnos la información que necesitábamos. Le expliqué que buscábamos datos sobre el antiguo dueño de un campo cercano.

—Tienen que ir a catastro. Sigan por ese pasillo hasta la última oficina. Pasen sin golpear, allí los va a atender Raúl. Es el empleado con más antigüedad. Un hombre muy simpático, siempre tiene una frase o cita famosa para cada ocasión. Además tiene una memoria prodigiosa. Créanme, es el único empleado de este lugar que podrá ayudarlos.

Le agradecimos y seguimos sus indicaciones. Al entrar en la oficina encontramos a Raúl detrás de un gran mostrador de madera lleno de papeles. Estaba atendiendo a una señora que daba la impresión de estar molesta. Raúl trataba de tranquilizarla pero no hubo caso, luego murmurar algo que no alcanzamos a oír, se marchó dando un portazo. Raúl, mientras acomodaba los papeles que habían quedado en el mostrador, nos miró por sobre los anteojos y recitó:

«¿A qué pelear subidos a los cuernos de un caracol? Este cuerpo dura lo que una chispa al chocar dos piedras. Ha de continuar la alegría sin que importen riqueza o pobreza. Es tonta la gente que no abre su boca para reír.» Po Chu-I, siglo I, Poema frente al vino.

Luego tomó un talonario con números que estaba en el mostrador y, sin importarle que fuéramos los únicos en la habitación, dijo:

—¡Cuatro, número cuatro, cuatro! —e inmediatamente, dirigiéndose a nosotros, preguntó:

—¿Son ustedes? ¿En qué los puedo ayudar?

—Bueno… la verdad es que no vimos el talonario con los números y…

—No hay problema, díganme qué necesitan.

—Buscamos información sobre el campo de don Justo. El que le compró a la viuda de Colombres. ¿Lo conoce?

—Por supuesto, una familia muy antigua de la zona. Humberto Colombres, el esposo de la viuda, fue un político de los años 70. Se decían muchas cosas sobre él, pero ya sabe usted cómo es la gente.

—No lo entiendo. ¿A qué se refiere? —pregunté a Raúl, simulando que no comprendía su insinuación sobre la honradez de Colombres. A lo que respondió con una nueva frase que disipó toda duda.

—Como dijo Simón Cameron, ministro de Abraham Lincoln durante la guerra: «Un político honrado es aquel que una vez comprado, permanece comprado.»

Cuando terminó de decir la frase, nos sobresaltó un ruido proveniente de la calle.

—Es la alarma del auto —dijo Luna, y corrió hacia la puerta.

Raúl trató de tranquilizarlo diciéndole:

—No se preocupe, aquí no hay robos, deben ser los chicos que jugando a la pelota lo han golpeado —pero Luna no lo escuchó y desapareció rápidamente.

Mientras Luna se ocupaba de ver qué ocurría afuera, comenté brevemente a Raúl todos los hechos extraños que ocurrían en el antiguo campo de Colombres, y me respondió, mientras guardaba algunos papeles en un cajón:

—En las afueras del pueblo vive un indio viejo y, según se comenta, tiene poderes, bueno, un brujo, quizás tendrían que ir a verlo.


Ilustración: SBA

—Me extraña que usted crea en esas cosas —repliqué a Raúl, que cerró el cajón cuidadosamente y me respondió con una nueva cita:

«Es conveniente, en todas las cosas, imponer a la propia inteligencia una disciplina. Solamente los niños y los ignorantes creen que lo saben todo. La inteligencia desarrollada sabe respetar el misterio.» Paul Siwek.

Permanecí charlando con él, que continuó dándome más detalles interesantes sobre la familia Colombres, pero al ver que ya había un par de personas esperando su turno para ser atendidas le agradecí por su ayuda y me despedí. Al salir a la calle encontré a Luna dentro del automóvil. Raúl estaba en lo cierto y no había razón para preocuparse por el vehículo.

Ya teníamos datos suficientes y lo único que faltaba era hacer una visita nocturna al lugar para poder comprobar los extraños hechos que ocurrían y además realizar una pequeña investigación. Esperamos al anochecer y fuimos a la casa de don Justo. Allí le pedí que trajera linternas y palas, don Justo se sorprendió y sintió curiosidad por mi pedido, pero le dije que tuviera paciencia que tenía un presentimiento. Me pareció prudente no adelantar más datos. Subimos a la camioneta y salimos a la ruta, tomamos por el camino lateral hasta el monte de eucaliptos y allí descendimos del vehículo. Tomamos las palas y las linternas y comenzamos nuestro camino por entre los árboles. Como nos había comentado el peón, a poco de andar y a medida que nos acercábamos al lugar, se escuchó una música lejana, como si descendiera desde las copas de los árboles. Alguien cantaba:

 

«Párese aparcero, párese y disculpe»,

le dije. «¿Qué bichos lleva en esa tropa?».

«Voy pa’ la tablada de los gauchos zonzos,

a venderles miles de esperanzas gordas».

 

— «El Mudo» —exclamó Luna, nerviosamente sorprendido.

—Viene de allí, es un automóvil estacionado en la ruta —dije, para tranquilizarlo.

Continuamos caminando hasta salir de la arboleda y siguiendo algunas referencias que había tomado gracias al vuelo en la avioneta de Ernesto, llegamos al centro exacto de la mancha. Apagamos las linternas. No eran necesarias a campo abierto, pues había luna llena. Nos repartimos las palas y entre los tres comenzamos a cavar.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó con extrañeza don Justo.

—No estoy seguro pero tengo un presentimiento, sigamos —respondí.

Al rato de estar cavando, y cuando el pozo ya tenía casi un metro de profundidad, la pala de Luna golpeó contra algo que produjo un ruido hueco. Comenzamos a remover la tierra rápidamente y en pocos minutos quedó al descubierto un féretro. Nos miramos con estupor y luego de unos instantes, con temor, levantamos la tapa del ataúd: allí estaba él, Humberto Colombres, el político de los años 70. Parecía recién enterrado, su cuerpo no mostraba rastros de descomposición, como si no hubiera pasado el tiempo.

—Mire, si parece que estuviera dormido, parece un angelito —dijo don Justo, sorprendido.

—Es cierto. ¿Qué lo habrá mantenido en ese estado?

Apenas terminé la frase cuando don Justo, con un ceceo exacerbado por el horror, gritó:

—¡¡¡Ahijuna, se está afanando los nutrientes del suelo!!!

—Esto confirma mis sospechas. Es Colombres —dije a mis compañeros, y a continuación les relaté cómo sabía que ese cuerpo era el del político:

—Cuando estuvimos en la Municipalidad, mientras usted, Luna, salió para ver qué había pasado con el automóvil, Raúl me contó brevemente una extraña historia acerca de Colombres. Su familia lo había hecho enterrar siguiendo sus instrucciones en su propio campo. Luego de una inundación muy grande en la zona se perdió el rastro de la sepultura. El agua había arrasado con todo lo construido, siendo posteriormente éste el campo que compró don Justo.

—¿Y qué se puede hacer para cortar con esta maldición? —preguntó don Justo.

—Creo que Raúl tenía razón, quizás debamos ver a don Landriel para encontrar la solución a este problema. Pronto, cerremos el cajón y volvamos a cubrirlo con tierra —dije a mis compañeros que obedecieron rápidamente, pues no querían permanecer más tiempo en el lugar.

Por el momento dimos por terminada la investigación y nos retiramos. Don Justo nos ofreció pasar la noche en su casa.

Al día siguiente fuimos a ver a don Landriel. Vivía en las afueras del pueblo. Desde lejos se veía su rancho, una construcción precaria, que a no ser por un par de robustos álamos que la protegían, daba la impresión de que la menor ráfaga de viento la derribaría. El rancho estaba a unos veinte metros de la tranquera. Nos detuvimos, descendimos del automóvil y golpeamos las manos. Luego de esperar un rato, en la puerta se asomó la cabeza de un indio viejo. Con una mano se tapaba los ojos del sol para poder ver quién le hablaba. Nos preguntó qué queríamos. Le dije si era don Landriel. Asintió con la cabeza y salió del rancho junto a una infinidad de perros. Mientras cerraba la puerta tras de sí, le dije que queríamos hablar unas palabras con él. Buscó un palo que usaba de bastón y se acercó lentamente, caminando con dificultad en medio de un remolino de aullidos y ladridos.

Luego de presentarnos relaté a don Landriel el problema por el cual fuimos a verlo, y le di todos los datos que pudieran ser de utilidad. Pensó un rato y dijo:

—¡¡¡Un político!!! —se estremeció como si hubiera chupado un mate frío y continuó—. Esas son cosas del malo, un político atorado entre dos mundos.

—¡Es increíble, ni la muerte los detiene! —exclamó mi amigo Luna.

Don Landriel asintió con la cabeza y siguió con su explicación:

—Esto ocurre en el instante último, cuando tuitos alvertimos que vamos a partir y deberíamos arrepentirnos y someternos al juicio del gran Tata. Pero el político es egoísta, persiste en pensar en sí mismo y en sus posesiones. No le importa ni el futuro de sus hijos y nietos. Vende la tierra, el aire y la agua a los gringos sin remordimiento. La ambición del político es como la hambre de las hormigas, no tiene fin. Esto hace que no pueda abandonar el mundo terrenal y queda atascado entre mundos, chupando la vida de tuito lo que lo rodea, de la mesma manera que lo hacía cuando estaba vivo. Escuchen bien lo que les voy a decir porque es calcushugun —y, levantando su mano izquierda con la palma apuntado al cielo, aclaró— palabra con entendimiento: «Para librarse de esta maldición deben clavarle una estaca de sauce llorón en el pecho y luego cortarle la cabeza con una pala».

—¿Con una pala? —pregunté, asombrado.

Me respondió:

—Sí, es necesario, debido al asco que le tienen los políticos a las herramientas de trabajo —y siguió con sus explicaciones— pero antes de todo deben hacerle la señal de la cruz arrojando sobre el cuerpo…

—¡Agua bendita! —dije, interrumpiendo a don Landriel.

Y me corrigió:

—¡No! Agua con unas gotas de lavandina, mata el 99,9% de gérmenes y bacterias.

Abrió los ojos como lechuza para ver nuestra expresión y luego se alejó riéndose con ganas.

Tomé debida nota del procedimiento y agradecí de un grito a don Landriel que ya se había metido con sus perros en el rancho. Esto nos sorprendió pues había caminado de forma rápida y enérgica, a pesar de haber olvidado su bastón en la tranquera. Emprendimos el regreso a la casa de don Justo.

—¿Será cierto lo que nos dijo ese indio loco? —preguntó Luna.

—No tenemos nada que perder —respondí.

Mientras esperábamos que anocheciera, nos procuramos de todo lo necesario según la «prescripción» recibida.

Cuando se ocultó el sol, fuimos a buscar a don Justo y volvimos al campo. Al pasar por el monte de eucaliptos escuchamos nuevamente la música misteriosa. Miré a Luna y para que no se atemorizara lo tomé de un brazo y le murmuré:

—Más que un mal presagio parece ser una advertencia, una ayuda.

A lo que me respondió sin inquietarse:

—»El Zorzal» es un amigo.

Llegamos al centro de la mancha y cavamos hasta dar con el féretro. Levantamos la tapa y allí estaba el político como lo habíamos dejado la noche anterior, como había estado desde hace casi cuarenta años, inmutable. Cuando nos disponíamos a cumplir nuestro objetivo se levantó un fuerte viento, una nube de tierra se arremolinaba a nuestro alrededor y hacía difícil ver y oír lo que ocurría. Me puse al pie del foso y tomando la botella de agua arroje el contenido en forma de cruz según las indicaciones de don Landriel. Instantáneamente el cadáver se estremeció y con una voz opaca gritó:

—¡¡¡La justicia social, los desamparados!!!

—¡¡¡Pronto!!! —aullé.

Y mi amigo Luna, que comprendió lo peligroso de la situación, se arrojó al foso sin dudarlo, dispuesto a clavar la estaca de sauce en el pecho del político. En medio del viento ensordecedor alcancé a decirle a don Justo:

—Tápese los oídos, sus palabras son como el canto de las sirenas. Quiere engañarnos.

Mientras, en el pozo, Luna luchaba contra el cadáver que, a pesar de la rigidez de sus articulaciones, había logrado detener las intenciones de mi amigo. En el forcejeo, con una expresión benévola como si quisiera besar a un niño o ayudar a una anciana a cruzar la calle, el cadáver murmuraba:

—No entendieron mi mensaje, no supe explicarme…

Viendo que Luna comenzaba a distraerse con sus palabras, me arrojé al foso y luego de hacerle señas para que continuara, me uní a él y ambos pudimos, luego de un gran esfuerzo, clavarle la estaca en el pecho.

—¡Pronto, salgamos de aquí! —dije a mi amigo.

Fuera del pozo, observamos cómo el cadáver se contorsionaba de manera espasmódica, agitaba brazos y piernas de una manera tan violenta que parecían separarse del cuerpo y salir despedidos por el aire. Al mismo tiempo, gritaba:

—¡¡¡Es una conspiración, un complot, una campaña mediática en mi contra!!!

Don Justo estaba paralizado por el terror, para hacerlo reaccionar le grité:

—¡Ahora don Justo, haga lo suyo!

Después de un instante de indecisión, volvió en sí. Saltó al foso y con el temple propio del hombre de campo, de un rápido y certero golpe con el filo de la pala, separó la cabeza del cuerpo.

Ayudamos a don Justo a salir del pozo, se secó el sudor de la frente con el brazo, y los tres observamos cómo en instantes el cadáver se desintegraba hasta convertirse en polvo. Rápidamente la calma volvió al lugar. No había más viento y un profundo silencio nos asaltó. Nos quedamos mudos, incapaces de decir una palabra. Pasado el rato necesario para recuperarnos, hice un gesto a don Justo indicándole que volviéramos a la camioneta. No nos contestó, todavía permanecía perplejo por lo ocurrido. Luna y yo caminamos varios metros. Cuando volteamos para constatar si nos seguía, vimos que permanecía en el centro de la mancha con los brazos extendidos al cielo mientras una fresca brisa recorría el lugar.

Extrañamente y con una rapidez vertiginosa, la hierba comenzó a crecer nuevamente. Teros, chimangos y chingolos revoloteaban y volvían a ocupar el lugar que, hasta hace pocos instantes, el mal había vedado a la naturaleza.

Caso cerrado.

 

 

Alfredo J. Martin nació en la ciudad de La Plata en 1964. Vive en El Rodeo, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Trabajó varios años en diseño gráfico e impresiones. En la actualidad colabora con un sitio en Internet y un blog.

 


Este cuento se vincula temáticamente con EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR WILSON, de Carl Stanley, EFECTO BAGNA CAUDA, de Laura Núñez, LA CUEVA DEL VILLANO, de Guillermo Galli

 

Axxón 208 – junio de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Detectives : Investigación : Ultratumba : Argentina : Argentino).

 

 

Una Respuesta a “«El misterio del campo de soja», Alfredo Martin”
  1. manuela bonini camio dice:

    Excelente cuento fantástico, con su pizca de sátira y humor.Muy bien escrito y resuelta la línea argumental.

  2.  
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