«Residencias tan breves», Lamberto GarcÃa del Cid
Agregado en 30 junio 2010 por admin in 208, Ficciones, tags: CuentoEspaña |
León despertó con los dulces sonidos que emitÃa la alarma matutina. Abrió los ojos. Unos tibios rayos de sol iluminaban la amplia estancia. Dejó el lecho y se acercó al ventanal del dormitorio. A través del panel transparente distinguió los bloques residenciales vecinos que emergÃan entre grupos de arbolado elegantemente diseñados. Miró hacia el lecho recién abandonado. Su mujer ya se habÃa levantado; probablemente estarÃa preparando el desayuno. León se introdujo en la burbuja higiénica y se dejó limpiar por la ducha iónica. Aseado y relajado se vistió y se dirigió a la cocina. Allà le esperaba su mujer, Linda, bella como su nombre, y sus dos hijos, Marte, el chico, y Marta, la niña. Tras los saludos rituales y besos a los crÃos, León se sentó a la mesa y se aplicó a saborear un apetitoso y equilibrado desayuno mientras el holograma_visor que pendÃa del techo difundÃa las noticias del dÃa. Terminado el refrigerio, León se despidió de su familia y subió hasta la plataforma del edificio donde le esperaba el taxi aéreo. El dÃa era espléndido, primaveral.
El taxi dejó a León en la azotea del alto edificio donde trabajaba. Como co_gerente de una empresa de servicios criogénicos, León disponÃa de un amplio despacho con muebles de madera auténtica y con magnÃficas vistas a un amplio parque natural. Repasó los asuntos del dÃa con su secretaria, Laura, una mulata de bello cuerpo y varios diplomas en secretariado. Mientras repasaban la agenda, León miró los exuberantes pechos de Laura, visibles gracias al generoso escote de su vestido, un vestido ceñido que resaltaba las sicalÃpticas curvas de su figura. La atrajo hacia asà y la besó en la mejilla mientras su mano acariciaba su culo respingón. Ella se soltó sonriendo y le dijo que esperase hasta su encuentro de esa tarde. León le dedicó una sonrisa cómplice y se centró en el primer asunto del dÃa, el caso de un millonario que padecÃa de temblor de Lewis_Morlock, enfermedad sin cura en el presente pero con visos de solución en un plazo de veinte años. Una crionización de veinte años necesitaba un delicado estudio económico, aunque León confiaba en que el excéntrico millonario no tratase de regatear, una circunstancia por desgracia muy habitual en ese tipo de negocio y que personalmente le molestaba.
A media mañana, después de ingerir la dosis alimenticia recomendada por las autoridades en la cantina del edificio, León y Laura se retiraron, como cada jornada, a un hotelito de las cercanÃas, donde daban rienda suelta a su excedente de impulsos sexuales. El cuerpo de Laura estaba entrenado, como parte de su programa de secretariado, para proporcionar deleites sexuales de gran refinamiento. Después de una hora de fogosa actividad, ambos volvieron a la empresa y siguieron con su trabajo.
A las seis en punto de la tarde, León subió a la azotea del edificio de la CompañÃa General de Criogenia donde le esperaba el taxi aéreo que le devolverÃa a casa. El vuelo duró apenas diez minutos. León despidió al taxi en la plataforma elevada de su urbanización residencial. Cuando se disponÃa a entrar en el pasillo que conducÃa a su vivienda, observó que a cincuenta metros de allÃ, casi oculto por la entrada a otro bloque de viviendas, un niño sucio y andrajoso le miraba con cierta animosidad. Se sorprendió de ver a un niño asà en su zona residencial. No era normal. No sin cierto desasosiego, León entró en el pasillo que conducÃa a su casa. La imagen del niño no le abandonó hasta la hora de dormir.
Al dÃa siguiente, al regresar del trabajo, volvió a ver al niño desarrapado y sucio en la plataforma elevada de su bloque. Esta vez se hallaba a menos distancia, y le miraba inquisitivamente. León corrió a meterse en el pasillo que conducÃa a su vivienda. Se preguntó qué hacÃa un niño asà en una zona residencial, por qué le miraba de ese modo. Ese dÃa ingirió una cápsula de alcohol más de la acostumbrada.
Como el dÃa anterior, al descender del taxi que le devolvÃa del trabajo a casa, León divisó al harapiento muchacho. Esta vez estaba frente a una entrada que jurarÃa que antes no existÃa, una entrada lóbrega, muy distinta de aquellas que conducÃan a los bloques de viviendas de su urbanización. El niño, apostado en la entrada, le hizo señas y le invitó a que le acompañara por aquella puerta tan poco atrayente. Esta vez el muchacho exhibió una sonrisa sarcástica que infundió en León un terror pánico. Trastabillando, corrió a meterse en el acceso a su morada. Esa noche, las cápsulas de alcohol le provocaron alteraciones somáticas que hicieron que su mujer se preocupase e inquiriese los motivos de semejante conducta. León prefirió callar, no angustiarla con sus visiones, que quizás fueran producto de una indisposición pasajera.
Cuando bajó del taxi al dÃa siguiente, León iba resuelto a enfrentarse al niño, a preguntarle qué querÃa de él, a pedirle, no, a exigirle que le dejase en paz. Incluso pensaba amenazarlo con llamar a la patrulla de seguridad de la zona. Pero cuando vio al niño, esta vez más cerca, apenas a cinco metros, sus fuerzas desfallecieron. Aun asà tuvo la prestancia de preguntarle qué querÃa, que buscaba de él. El niño, sucio, andrajoso y, debido a la cercanÃa, maloliente, le sonrió con ironÃa y le dijo: «Tú sabes lo que quiero. Tienes que acompañarme». Y al decirlo alargó un brazo para agarrar a León que, presa de pánico, trató de huir, pero se tropezó y cayó al suelo. Inmediatamente se levantó, dejó abandonado en el suelo su portafolios y corrió hacia la entrada de su vivienda. Pero la cortina de seguridad no le permitió el paso. Algo debÃa ocurrir con su identidad de acceso. León miró hacia atrás y vio al chico junto a él, con la sonrisa más aviesa que jamás percibiera. El muchacho se acercó, le tomó de la mano y tiró de él. León sintió la gélida extremidad y se estremeció. El jovencito tiró de él en dirección a la lóbrega salida, un acceso que parecÃa de zona desprotegida, sin privilegios. De alguna extraña manera León sabÃase impelido a seguir al chaval, y se dejó conducir sin fuerzas, resignado. AsÃ, tironeado por el muchacho, León traspasó el umbral de la salida cochambrosa.
Sintió náuseas y una opresión en el pecho. Abrió los ojos. El encargado de la cabina, un tipo obeso y con barba de varios dÃas, su camiseta manchada de sudor bajo los sobacos, le miraba con la misma sonrisa que el muchacho que le habÃa sacado de allÃ. Mientras le quitaba los sensotrodos de la cabeza, el tipo farfulló algo que León no entendió. Le dolÃa el pecho, pero más le dolÃa la existencia perdida. Era duro tornar al mundo real. Con esfuerzo León se levantó de la camilla metálica donde estaba tendido. Miró sus ropas. El traje raÃdo, los zapatos de arpillera, hablaban de un submundo que nada tenÃa que ver con las experiencias vividas en el sueño virtual del que acababa de salir. Jodido chaval. Odiaba que el programa recurriese a la figura de un chiquillo para indicarle que su crédito se agotaba. Los niños, todos los niños, le recordaban a su difunto hijo, un niño endeble cuya salud no resistió la pobreza y las poco higiénicas condiciones del satélite metropolitano que le correspondÃa en su condición de trabajador no especializado. León se alisó las raÃdas ropas y salió del edificio donde se ubicaban las instalaciones de FancyDreams Inc. Mientras se dirigÃa al paso elevado del metro que le conducirÃa al triste extrarradio donde habitaba, pensó en lo que le dirÃa su esposa cuando le informara que se habÃa gastado la paga semanal en una nueva sesión de sueño virtual. El metro estaba a abarrotado y tuvo que hacer la hora de trayecto de pie, entre personas taciturnas, malolientes y tan mal vestidas como él. SÃ, tendrÃa que aguantar los reproches de su mujer. Ella no entendÃa su vicio con los sueños. Ella se habÃa resignado a su suerte. Pero León no podÃa pasar sin ellos. Desde la muerte de su hijo los necesitaba aún más. Ahora era un adicto. TemÃa que su mujer le denunciase a la comisión de adicción, pues ello conllevarÃa la prohibición de acudir a FancyDreams Inc. TendrÃa que convencerla. Aplacarla diciendo que era la última vez, sabiendo, ambos, que volverÃa a recaer. De hecho León pensaba ya en la paga por penosidad ambiental que les darÃan el próximo mes. Le entregarÃa el sueldo a su mujer y se quedarÃa con ese dinero extra. TendrÃa para un nuevo sueño, un sueño más duradero. O quizás dos sueños cortos.
León abandonó el metro en la parada del satélite urbanÃstico donde residÃa y se preparó para aguantar los reproches de su mujer. Mientras caminaba hacia casa, rememoró gozoso el último sueño, su vida apacible en zonas residenciales, esos reductos urbanÃsticos con ozono reservados para las clases privilegiadas. Evocó a su secretaria, Laura, mero producto de su deseo, pero tan real en su memoria, en sus sentidos. SÃ, tendrÃa que revivirla en una próxima sesión. Estaba muy conseguida.
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Al embocar su calle, se quedó paralizado. Al lado de su portal observó a un coche de la policÃa. Las luces azules manchaban en su girar las sucias paredes de las viviendas. A la entrada de su portal distinguió a su esposa con un grupo de personas, entre ellas dos agentes, uno de ellos mujer. Se acercó deprisa, temiendo que hubiera ocurrido algo. Al llegar allÃ, su mujer le volvió la espalda, llorando, mientras la agente femenina la rodeaba con los brazos. El otro policÃa le tomó por un brazo y le dijo:
¿Es usted León Noel?
Sà balbuceó.
Deberá acompañarnos.
Quiso León preguntar por qué le detenÃan, pero lo adivinó: su mujer le habÃa denunciado a la comisión de adicción. HabÃa adivinado la causa de su ausencia y no habÃa podido aguantar más. La miró, se encontraba de espaldas, lloraba. No se lo reprochaba. Quizás fuera lo mejor para él.
Se dejó conducir al interior del coche policial. Allà le esposaron a la barra central. Aún tuvo que esperar unos minutos a que la agente femenina consolase primero a su esposa y luego la acompañase hasta su vivienda. Luego los dos policÃas ocuparon los asientos delanteros y el vehÃculo arrancó.
El coche recorrió la reserva de miseria que era su barrio, iluminando las tristes fachadas con la intermitencia de sus luces azules. En poco rato llegaron a un edificio destartalado y tan sucio como los de su barrio. Era la comisarÃa a cargo de esa zona. Los policÃas condujeron a León hasta un sótano y le dejaron en un cuarto pequeño, amueblado con una única silla e iluminado por una bombilla de pocos vatios que un cordón mohoso unÃa al desconchado techo.
Después de media hora de soledad, la puerta se abrió y dos funcionarios portando algunos papeles en las manos se pusieron enfrente de León. Uno de ellos, de enorme boca sonriente, se dirigió a él:
Señor León, ya hemos comprobado su reciente sesión en FancyDreams Inc. También tenemos la autorización de su mujer para proceder con lo que marcan las leyes en casos como el suyo. ¿Tiene algo que objetar?
León, por primera vez desde su detención, tuvo miedo. HabÃa oÃdo hablar de ese tipo de operaciones, que algunos denominaban simplemente trepanaciones. Se rumoreaba que el riesgo de quedar estúpido era alto, y era segura una disminución de sus capacidades volitivas. Pero no se le ocurrÃa ninguna justificación.
Dando su silencio como tácita aquiescencia, los dos hombres le agarraron de los brazos, lo levantaron de la silla y le sacaron al pasillo, por el que le condujeron hasta otra habitación donde, rodeando a una silla_quirófano, abundaban aparatos quirúrgicos. A León le sentaron en la silla, le remangaron y le sujetaron los brazos y pies con correas dispuestas al efecto. La cabeza se la sujetaron también al respaldo de la silla. León experimentó un acceso de pánico. ¿Y si le mataban? ¿Y si no despertaba? Fue sacado de su desazón por la entrada de un tipo con bata verde, gorrito del mismo color y una mascarilla al cuello. El hombre se acercó a la mesa del instrumental, manoseó ciertos utensilios y se volvió hacia León. Se aproximó a él, se agachó para acercar su cara a la de León y, entre ráfagas de halitosis, le habló:
¿Qué tal se encuentra? No tenga miedo. No sentirá nada. Cuando despierte será otro hombre.
Y sin esperar respuesta del paciente, se levantó y se colocó la mascarilla sobre la boca. León daba vueltas en la cabeza a las últimas palabras del doctor: cuando despierte será otro hombre… TemÃa, precisamente eso, no ser el mismo. Ser otra persona, una persona ajena, quizás enajenada…
De tan lúgubres pensamientos fue sacado León por el pinchazo de una jeringuilla que, manejada por un ayudante, le inoculó un lÃquido que entraba con dolor. Al instante sintió un acceso de cansancio y enseguida le venció el sueño…
León abrió los ojos. Sobre él se inclinaba el rostro orondo de un señor con basta blanca. En una placa que llevaba prendida de la bata se leÃa: Dr. Moriarty. El doctor le sonrió. León le miró con cierta sorpresa. El doctor habló:
Y bien, ¿qué le parece el ingenio?
León Noel se levantó, se desprendió con cuidada morosidad de los sensotrodos adheridos a su cuerpo y, mirando fijamente al Dr. Moriarty, le dijo:
No sé qué decirle. TodavÃa estoy un poco conmocionado por la experiencia. El añadido de la experiencia adversa tras la radiante vivencia es original. Hace que uno emerja con alivio. Es como obtener dos experiencias por una. SÃ, creo que funcionará, doctor Moriarty. Siga adelante con el desarrollo. Yo lo apoyaré.
León Noel, el nuevo director gerente de FancyDreams Inc. salió del laboratorio y se dirigió a su despacho de la planta elevada. Mientras lo veÃa alejarse, el doctor Moriarty esbozó una de sus más enigmáticas sonrisas. León salió del ascensor. Antes de llegar a la puerta de su espacioso despacho, advirtió que al final del pasillo un niño rubio y de sonrisa angelical le hacÃa señas. León se detuvo inquieto. El infante le indicó con la mano que se acercara. León comenzó a sudar. «No», se dijo, «esta vez no». SabÃa lo que esa llamada representaba. Y no querÃa acudir. Ahora no. Esta realidad le gustaba. Le gustaba tanto como temÃa la nueva. Pero sabÃa que no podÃa negarse. Y odió con toda su alma la extendida técnica que procuraba residencias tan breves.
Lamberto GarcÃa del Cid nació en Portugalete, Vizcaya (España), en 1951. Es Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Bilbao. Ha publicado: «La sonrisa de Pitágoras (Matemáticas para diletantes)», Editorial Debate, 2006, Madrid; Debolsillo 2007, Madrid; «NumeromanÃa (Números, mÃstica y superstición)», Editorial Debate, enero 2006. Un relato suyo (El triángulo de los Sheng ren) figura en el volumen de primavera 2003 (Nº 9) de la AntologÃa de la Literatura Fantástica que publica la editorial Bibliópolis (Artifex). En la actualidad mantiene dos blogs: uno de humor irreverente, La oveja feroz, y otro de literatura.
Este cuento se vincula temáticamente con ZETA, EL POETA DE LAS CONSOLAS, de Juan Ignacio Muñoz Zapata, UNA EN UN MILLÓN, de Rodrigo Juri, ¿ME LLEVAS AL PARQUE?, de Luis Salgado
Axxón 208 – junio de 2010
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Realidad Virtual : Simulación : España : Español).