«Andiamo!», Tony Báez Milán
Agregado en 28 septiembre 2010 por admin in 210, Ficciones, tags: CuentoPUERTO RICO |
Tengo un amigo al que se le aparecen apariciones.
Yo antes pensaba que era otra de sus cosas, pues siempre ha sido exagerado y embustero. Hasta el otro día, cuando me llamó a su casa porque tenía un huésped y no sabía qué hacer con él. Lo de las apariciones es algo que viene diciendo desde que éramos jóvenes, pero era la primera vez que me llamaba para ser testigo.
Me dijo por teléfono que no había apuro, pero que fuera lo antes posible. Lo escuché mencionar algo antes de que colgara. No lo oí bien, pero tenía que ver con la aparición y con los idiomas. Aburrido, como le pasa a los desempleados, me fui para allá sin pensarlo mucho. Era una mañana radiante y de cálidas brisas. Me hacía falta el ejercicio y disfruté del caminar, del nuevo aire en los pulmones.
La de Emiliano es la única casa que conozco que tiene timbre en la puerta. Es una puerta grande, con grabados ininteligibles en la oscura madera, que él dice que quieren decir cosas indescifrables para la gente de este mundo pero que los del más allá lo entienden como si fuera castellano. Me abrió, ni siquiera saludó, y regresó, murmurando disparates, a las entrañas de su residencia. Es un lugar enorme y lúgubre, como han de ser algunas mansiones de Europa o del sur de los Estados Unidos. No importa cuánto sol haya, en esa casa las cosas siempre están como en una especie de tiniebla. Yo siempre le dije, relajando, que a lo mejor si abriera las persianas más a menudo no le saldrían tantas apariciones. Me fui detrás de él, adonde la casa se hace más oscura y misteriosa, de paredes que parecen de caverna. Al final del pasillo había una luz prendida, el cuarto de Emiliano, donde entramos. Con tanta casa, no sé por qué se empeña en dormir allí, un cuartucho con muy pocas cosas, con una cama pequeña como de niño o como de monje, y donde había, enmoheciendo con los años y con la humedad de lugar, un gran baúl de caoba oscura, tirado allí desde que la casa era la casa, y sobre el cual reposaba aquella mañana la aparición de Emiliano.
Era un tipo cuarentón, pero que parecía mucho más joven porque llevaba puesta una sonrisa de persona afable e inquieta. Se veía que era alto aunque estuviera sentado, de silueta saludable y tosca, con un cabello negro y grueso. Junto a él, posado en el baúl, había un sombrero oscuro que debía ser suyo. Se espabiló, como los niños cuando entra el maestro al salón de clase. Me quedé mirándolo fijamente, y él a mí, con unos ojos grandes y avivados, inquisitivos. Por alguna razón, estaba contento de verme. También miraba él a Emiliano, la imagen opuesta de su huésped, que según era aquel señor muy jovial y de buen color, robusto, mi amigo muchas veces tiene mal genio, siempre está pálido, es flaco como una lámpara de piso, y da la impresión de necesitar que lo desempolven. Aún sospecho que Emiliano, en vez de irse a dormir a la cama por las noches, lo que hace es engancharse en una percha.
—A ver si lo entiendes tú —me dijo Emiliano sin mirarme. Dentro de otro momento comprendí a lo que se refería, cuando la aparición extendió los brazos y, con una gran sonrisa de pariente perdido, exclamó:
—Buon giorno!
—¿Ah? —dije yo.
—Ciao, buon giorno, andiamo!
—¿Cómo es?
—Ciao! —insistió, queriendo hacerme entender, y al fin me percaté de que me hablaba en italiano. Miré a Emiliano y le pregunté que si aquella palabra no quería decir adiós.
—Pues —contestó mi amigo—, me lo dice cuando llega y cuando se va, así que parece que quiere decir hola y adiós también.
—¿Y no habla español?
—Qué sé yo. Siempre se empeñan en hablar en su lengua natal.
Por supuesto, yo sólo les seguía la corriente. Era obvio que el tipo era una persona real, aunque irradiara de él una aparatosa simpatía que parecía sobrenatural. El sólo mirarlo me daba una cosa por dentro que me hacía sentir como un chiquillo.
—¿Cómo que cuando llega y cuando se va?
—Es la tercera vez que se me aparece —me explicó Emiliano.
Habré estado más aburrido que lo que creía, porque seguí siguiéndoles el juego.
—¿Y qué haces con él?
La supuesta aparición nos miraba alerta. Parecía un niño esperando permiso para irse a jugar.
—¿Qué voy a hacer con él? Las otras dos veces se quedó ahí todo el santo día. Por las noches desaparece, se esfuma ahí mismo donde lo ves, regresa a la nada. Lo que se queda detrás es como una nubecita de vapor que tarda en disiparse, y una musiquita de circo que dura igual. He tenido que irme del cuarto porque me vuelve loco la vaina esa.
Esos últimos comentarios ya se pasaban de la raya. Seguí mirando al huésped, que seguía mirándonos a nosotros, como esperando el tan anhelado permiso. Su actitud era contagiosa, como una enfermedad en reversa, una contentura muy buena para el aburrimiento, así que no me importó que creyeran que me estaban tomando el pelo. Miré al italiano, vi que de momento se puso serio. Paró la oreja, afinando el oído, y de golpe se puso de pie, hablando estrepitosamente en su voz medio chillona. Recogió el sombrero y nervioso buscaba por dónde irse. Allí vio la puertecita, nos dijo algo muy apurado a manera de instrucciones, que lo único que le entendí fue que creo que dijo Giulietta, y fue a esconderse en el closet. Sólo cuando nos dio la espalda me percaté de que se veían, a través suyo, las cosas que quedaban más allá: el baúl, la pared. Aún estando él enfrente de ella, vi con asombro que todavía se veía la puerta entera. Vi que tomó la perillita con su manota, que se metió y que cupo parado dentro de un espacio en el que no era posible que cupiera un hombre de tal tamaño, y que se encerró. El pasmo me duró bastante. Ni cuenta me di de que Emiliano se había ido y había vuelto con dos palos de pitorro. Me dio el primero.
—Tómatelo. En ocasiones así —me dijo, sin ningún tono de ironía ni de chiste—, no hay otra cosa que ayude. Si necesitas el otro, me avisas.
Me lo tragué de un sopetón. Estaba tan atolondrado que el primero no me surtió efecto y él me dio el otro, que me dijo que era de dosis más fuerte, que debería tener licencia de doctor para tenerlo por allí, que me lo tomara con calma. Haciendo caso omiso del consejo me lo tomé también de sopetón. Me sentí como han de sentirse los que se desmayan cuando vuelven en sí. No todos los días descubre uno que parece que las cosas sobrenaturales son cosas de verdad.
—Quédate aquí un ratito —me dijo Emiliano—, que ya mismo vuelve y te digo que no sé qué hacer con él.
Yo aún pretendía dudar. Me aferraba en vano a la idea de que los asuntos del mundo aún tenían un cierto sentido y orden, cuando vi que la puertecita se abría poco a poco y que la aparición se asomaba.
—La Giulietta? —nos preguntó.
Emiliano y yo nos miramos y nos encogimos de hombros. Él salió de su guarida, miró por allí, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Volvió a sentarse en el baúl. La sonrisa se le había ido y parecía preocupado.
—Quería que lo vieras, porque es que de todos los que se me han aparecido, es el que más claro se ve. Ya por la noche se disipará, pero ahí va a estar todo el santo día —sentenció Emiliano.
Se me ocurrió que lo que necesitábamos era un traductor.
—Oye, ¿el Mateo no cogió italiano en la universidad? ¿No se las echaba de ser casi italiano?
Emiliano me miró con sus ojos morosos, pretendiendo irritación porque quería dar la impresión de no importarle nada, de que no se emocionaba por nada del mundo, pero vi que medio sonreía.
—Vete y llámalo —me dijo—. La libretita de números está en la sala, al lado del teléfono.
Fui a la sala y conseguí el teléfono sobre un banquito. Al lado había una libretita, la cual ojeé con curiosidad porque había en ella unos nombres famosos del patio. Di con el número de Mateo. Tomé el teléfono que, por supuesto, era una reliquia, marqué, contestó antes de que sonara dos veces, y en cosa de un instante, que parecía que yo acababa de colgar, se escuchó el pretencioso timbre de la puerta. Había venido a galope. Parecía que todos estábamos igual de aburridos.
Mateo era un hombrecito corto y delgado, de un pelo rubio, enroscado. En la cara siempre tenía una sonrisa a manera de mueca y unos ojos diminutos, siempre bien abiertos, que daban la impresión de ser de tamaño normal. Era un tanto orejón, y si se le miraba de cierto ángulo, aparentaba ser uno de esos ratoncitos de las películas animadas de Disney. Me saludó, le dije que me siguiera, fuimos al cuarto de Emiliano. Al vernos, el italiano se puso de pie, miró bien a Mateo, le sonrió ampliamente y le preguntó algo.
—No —le respondió Mateo.
Yo miraba al italiano.
—¿Qué te preguntó?
—Que si yo soy productor.
Emiliano se rascaba la cabeza.
—¿Productor de qué?
El italiano se emocionó al decir lo que dijo:
—Io sono il regista. —Pausó—. Di cinema. —Se señalaba con el índice al pecho—. Regista.
Mateo nos lo tradujo:
—Dice que es director de cine.
Emiliano se sentó en la cama.
—No faltaba más.
Mateo al fin se dio cuenta de para qué lo habíamos llamado.
—¿Para esto es que me necesitan, de traductor?
—Eres el único que conocemos que se las echa de italiano —le dije yo.
—Hace tiempo que no lo hablo.
Una vez, recién salido de la universidad, Mateo se había encontrado con unas turistas italianas en la capital. El incidente había comenzado con ellas pidiendo direcciones, que andaban perdidas, y con él recibiendo sendas bofetadas. Él nunca llegó a explicarnos lo sucedido, pero desde entonces no había vuelto a hablar lo que siempre se había jactado de que fuera su segundo idioma, de que inglés hablaba cualquiera.
Mateo se sobaba la mejilla y el italiano observaba sus movimientos. Le preguntó algo a la aparición y el señor le contestó.
—Dice que busca a alguien para que le ayude con las cosas, que lo que hay es un revolú.
—Pregúntale que cómo se llama —le dije yo a Mateo, y él le preguntó.
El italiano contestó:
—Fellini.
Mateo se quedó mirándolo con cara de escéptico. Al fin le preguntó:
—¿Federico?
—Impossibile, ma logicamente —dijo el italiano.
Mateo nos miró desconcertado.
—Dice que es Federico Fellini.
Yo de películas no sé nada, ni me interesa.
—Afamadísimo director —continuó Mateo—. Nos hicieron ver una de sus películas en la universidad. Me acuerdo que se quejó todo el mundo, que no le encontramos ni pies ni cabeza, pero el profesor, que era cinéfilo además de europeo, estaba muy entusiasmado, que aquello era lo máximo.
—Eso explica unas cosas —dijo Emiliano sentado en la cama.
—Pues bien —dijo Mateo—, si ya terminaron con la broma, me voy, que tengo demasiadas cosas que hacer.
—No, no es broma —le dije—. Se nos pasó decirte que es una de las apariciones de Emiliano.
Mateo miró al italiano y de repente comprendió lo que a mí me había tomado más tiempo entender: que el italiano era una aparición, que verdaderamente podía ser el tal y gran director.
Mateo le dijo:
—Ciao, Fellini.
Dio la media vuelta, se fue volando, y vine a dar con él muy calle abajo, casi llegando a su casa. Como era tan pequeño y blandengue, lo obligué a regresar a la mansión, donde nos esperaban el dueño de la casa y su más reciente aparición, justo adentro de la puerta. A la plena luz del día se veía más transparente el italiano. Yo vi que Mateo abrió los ojos bien grandes y lo agarré con ambas manos por un brazo. Emiliano y hasta el italiano tuvieron que ayudarme, porque Mateo había reservado sus verdaderas fuerzas para lo último, y a empujones lo metimos en la casa.
Estuvimos sentados sin decir una palabra durante media hora, nosotros tres en un sofá de hace dos siglos, el italiano en una butaca de hace tres, directamente frente a nosotros. Al fin, miró a Mateo y le habló.
—Pregunta —nos dijo Mateo—, que qué hacemos ahora.
Emiliano miró a Mateo fijamente. Con la voz carraspeante, que parecía de vitrola, le dijo:
—Pregúntale que cómo son las cosas en el más allá.
Mateo puso ojos de ratón azorado.
—No. Eso sí que no.
El italiano se inclinó hacia su traductor y le susurró unas palabras.
—Dice que si viene la Masina a buscarlo, que le digan que no lo han visto. Dice que quiere salir, que le gustaría mucho andar por ahí a ver si hay algo qué filmar.
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Nos miramos las caras. Lo observamos que nos miraba con los ojos de otra dimensión muy abiertos. Qué vivo parecía. Nos ha de haber contagiado con la musiquita que llevaba por dentro, hasta a Emiliano, que casi nunca salía de su casona. Los tres nos pusimos de pie al mismo instante.
Yo dije:
—¿Nos vamos?
Emiliano dijo:
—Tal parece.
Y Mateo le anunció:
—Fellini. Andiamo.
El italiano se puso culeco. Buscó su sombrero, abrió él mismo la puerta, y salió regocijado a la calle. Emiliano se quedó atónito un momento, y entonces nos explicó:
—Les he abierto la puerta a muchos, para que se vayan. Los que se han atrevido salir se disipan al instante.
El tal Fellini nos miraba desde la acera con ojos de niño precoz, irradiando contentura. Su imagen se solidificó de tal modo que parecía de carne y hueso. Mateo, con ostentosos manerismos y tono de profesor universitario, descubriendo en aquel preciso instante una reverencia hacia los directores italianos de cine, nos instruyó:
—Este director tenía una visión muy fuerte y acaparadora. Como espectro, se hace ver con la fuerza con que nos hacía ver sus cosas en la pantalla.
Emiliano le puso el seguro a la gran puerta. Al alejarnos, miré hacia la casa, que se oscurecía en la claridad. En lo oscuro, por las noches y cuando se nublaba, se esclarecía.
El italiano exclamó algo. Apretaba el paso y cruzaba la calle para evitar el cementerio, tan azorado que nos dio gracia. El cuartel de la policía quedaba por allí. Parece que el italiano preguntó qué era aquello y Mateo le contestó con un rebuzno en español. —El cuartel. ¿No los ves ahí durmiendo?
Al fin, dejado atrás el cementerio, Fellini dejó de andar como un loco. Pasábamos por el caserío y por las casas al otro lado de la calle, donde vivían amontonados miembros del primer clan del pueblo. Había una casa con un balconcito enrejado, que contenía a un muchachito trigueño y de pelo lacio, flaco y con cabeza en forma de ajo, guindando de las rejas como chimpancé, preso. Fellini lo miró un instante y dejó al niño perplejo.
Vimos la vega, a la que nadie había visto por muchos años porque allí hicieron unas oficinas, y sólo entonces caí en cuenta de que estábamos viajando por el tiempo.
Nos miramos como si tuviéramos monos en las caras, enajenados por la curva inaudita que habíamos tomado. Miramos al italiano con ojos acusatorios. De alguna manera, hacía él las cosas como eran antes. Miré a Emiliano, pájaro raro fuera de su hábitat, pálido y sorprendido, pidiéndole a gritos en un silencio angustiado algún tipo de explicación.
—¿Qué sé yo? —me contestó—. Esto es terra incognita.
El italiano hablaba solo. Preguntamos que qué había dicho y Mateo nos dijo que no sabía, que podía ser latín o algo aún más antiguo, y que no se atrevía pedir explicación. Ni nosotros tampoco.
Al fin, llegando a la plaza, nos sacó del estupor una risotada caripelada del italiano. Vimos que pasaban dos monjitas, de las de antes, de hábitos negros y de alas largas. Mateo nos dijo que el otrora director se lamentaba mucho de no haber tenido consigo a su cinematógrafo.
Vimos la iglesia, la casa alcaldía. El italiano lo miraba todo como si viera una iglesia y una casa alcaldía por primera vez. Le vimos una sonrisa maliciosa. Le preguntaba a Mateo que qué pito tocaba aquella otra iglesia al cruzar la calle, y Mateo le dijo que era la protestante. Pasamos por donde construían la concha acústica y preguntó que qué tipo de espectáculos darían, y Mateo se lo explicó.
Las cosas eran lo que habían sido en nuestra niñez. Mirando por allí, empezamos a disfrutar el viaje por el tiempo. El suelo de la plaza era de tierra. La fuente con los leones de piedra aún estaba allí. Me preguntaba si nuestro huésped se daba cuenta de los cambios que hacía. Veíamos a la gente pasar y los únicos atolondrados éramos nosotros. Ellos continuaban en su propio tiempo, acaso en su propio espacio. El italiano se quedó mirando a un muchacho fisiculturista que pasó en una bicicleta aniquelada y unos trincos pantalones cortos, luciendo sus recién afeitadas piernas, que qué bárbaro, que qué bien, nos dijo a través de nuestro traductor el italiano, que entonces vio a un señor cualquiera parado en una esquina y dijo que no servía, que le hacía falta un gran chichón en la frente, pero que la cosa se arreglaba con un poco de maquillaje. Seguimos, por la parada de carros públicos, por la farmacia, que era la de antes, y por la panadería, que era la de siempre. Dondequiera se paraba el italiano y enmarcaba las cosas con las manos, simulando su lente. Le pareció magnífico el ver dos perros sentados a la orilla de la calle, interpretando el tráfico antes de cruzar, y Mateo nos tradujo que dijo que parecían perros que si se les ponían libros enfrente sabrían leerlos. Mateo nos dijo que le dijo que los perros realengos de aquí eran así. Más abajo, la barra estaba como lo era antaño y el italiano quiso ir. Insistió en entrar solo, lo esperamos afuera como turistas varados, y salió a los diez minutos, embriagado y diciéndonos «¡Salud!», y gritando por los patios de las casas y por las puertas de los negocios que dónde estaban las mujeres culonas y tetonas, pero que gracias a Dios nadie lo entendió.
Pasamos por la Defensa Civil, por la escuela elemental, verde como en tiempos pasados, y llegamos al parque viejo. No había juego y entramos como los niños, por una rendija, por donde el italiano casi no cupo. Nos sentamos en los agrietados bleachers de cemento.
—Dice que es buen lugar, que aquí podría aterrizarse un helicóptero —nos dijo Mateo, y el italiano nos miraba entusiasmado, asintiendo. Se paró, lo seguimos, nos fuimos por la rendija. Pasamos por la escuela superior de antes, allí como si nada. Seguimos carretera abajo hasta el puente. Al final del puente, el italiano se detuvo y se quedó mirando el valle que ya no existe, velado por el cerro. Lo vimos que entristecía. Dio la media vuelta.
Regresó cuesta arriba, por todo el pueblo, por donde mismo habíamos venido. Pasamos hasta por el cementerio sin él darse cuenta. A través del camino, las cosas volvían a la normalidad. Nos alegró, porque ninguno quería quedarse en el limbo, aunque nos preocupamos por la extraña congoja del italiano. Nos habíamos encariñado con él.
Llegando nuevamente a la mansión sobrenatural de Emiliano, vimos que Fellini la miraba y que se contentaba. ¿Partiría hacia otro lugar? ¿Se pasaba de aventura en aventura? Le volvió el buen genio y el entusiasmo se le salía otra vez por los ojos. Tomó desde allí unos pasos ligeros. Hablaba consigo mismo y las cosas que decía carecían de mucho sentido, y no sabíamos si por lo del repentino entusiasmo o por lo de la traducción de Mateo, que nos decía que se le hacía más difícil entenderlo según el italiano se arrebataba más, cual bambino, que se reía solo y ya no andaba con nosotros sino que con sus propias ideas descabelladas, que Mateo nos decía que decía que lo que le hacía falta era su cámara, sus actores, que ya no se escondería, por lo menos por el momento, de la Masina, que lo hacía reír y que era muy buena para ciertos roles, que se iba a buscar a Sordi y al Trieste, que el Mastroianni siempre estaba muy ocupado pero que lo necesitaba para volarlo otra vez como chiringa, que la que hacía falta pero que no se explicaba por qué no la conseguía por ninguna parte era la Ekberg, para que se zampara en la fuente con los leones de piedra y que él de alguna manera haría que se convirtieran en leones verdaderos que le arrancaran el vestido, y que entonces se convertirían en gatitos y ella los ayudaría a salir de la fuente y que después por todo el pueblo de día y de noche se escucharían los rugidos de leones saliendo de bocas de gatitos, que qué música le pondría el Nino a este pueblo de buena y de mala muerte, que seguramente la de siempre, que este pueblo era lo mismo que los pueblos de allá, que él pertenecía aquí y también allá, que si no habría por aquí otro Cinecittà. Merodearían por allí, por la noche y por el día, incomprensiblemente, unos samuráis. Dijo que tal vez se los pedía prestados al japonés. Nosotros nos miramos, pensando que si venía un japonés se fastidiaría porque no tendríamos quién demonios traducirle más allá del koní-chiguá.
Llegamos a la puerta de la mansión y él miró los grabados, descifrándolos, leyéndolos. Emiliano, con una llave maestra que parecía muy antigua, le abrió. Fellini, antes de entrar, se acordó de nosotros.
—Grazie —nos dijo, con ojos de perro azul—. Grazie infinite.
—Prego —le dijo Mateo.
—Sí —dijo Emiliano.
—De nada —le dije yo.
Se hacía de noche a una velocidad vertiginosa. Por las montañas se volcaba el sol, que parecía pintado, y por un valle venía la luna subiendo, como de utilería, tan enorme y radiante que parecía el sol del día.
Fellini, dando pasos contentos, avanzó y se adentró en la casa. Se sentó en el baúl y en seguida empezó a disiparse. Se despedía con el sombrero. Apenas le gritamos las buenas noches, y él, muy apasionado, con una amplia sonrisa, nos decía a través de Mateo que a la próxima venía con minotauros y con payasos y que con un carnaval entero, con indios y vaqueros, con faquires y con milenarios egipcios faraones, con doncellas semidesnudas de Las Vegas, hasta con astronautas, que qué guión ni qué guión, que ahora sí que se volvía loco de remate… Aún hablaba arrematado al desaparecer por completo. Mateo tardaba en traducirnos todo cuanto nos dijo. A medida que seguía y no acababa de acabar, vi a Emiliano que se preocupaba, que la casa no le iba a dar.
Una densa nube de vapor acaparaba el cuarto. Por largo rato se escuchó en toda la casa, y no suave sino retumbando dentro de las paredes, la enardecida musiquita de circo.
Tony Báez Milán, de Peñuelas, Puerto Rico, ha publicado numerosos cuentos en español y en inglés, en revistas que incluyen The Critical Point, Yagrumal, Papyrus, Textshop, RE:AL, Clarín, Bibliophilos, Los Mejores Cuentos, Lynx Eye, y Resonancias. Es autor de los libros CUENTOS DE UN CONTINENTE INVISIBLE, EMBRUJO, y NOEL Y LOS TRES SANTOS REYES MAGOS. Recientemente escribió y dirigió el largometraje RAY BRADBURY’S CHRYSALIS, basado en un cuento del legendario escritor norteamericano.
Báez Milán reside en Greensburg, Pennsylvania, con su esposa e hijos.
Este cuento se vincula temáticamente con HÉROE, LA PELÍCULA de Bruce McAllister, PINOCHO SIEMPRE MIENTE. SIEMPRE MIENTE PINOCHO de César Bravo, QUÉ GRANDE ES EL CINE de Esteban Martínez Torrico
Axxón 210 – septiembre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Fantasma : Artes : Cine : Puerto Rico : Puertorriqueño).
Un relato muy entrañable, el detalle del circo es muy dibertido, muy en la linea de la vida es bella o que bello es vivir.
felicidades!.
Me ha entretenido mucho, excelente narrador. Un saludo desde Ceiba, Puerto Rico. http://www.cuentosycuentinimos.blodspot.com