«Conversaciones», Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras
Agregado en 12 octubre 2010 por admin in 211, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
1
—Puedo verte desde aquÃ.
El pensamiento irrumpió en su mente justo cuando iba a tomar asiento. AsÃ, directo, concreto. Sonó en su cabeza como un megáfono, tan imprevisto que Ignacio quedó paralizado, detenido a la mitad de la acción de sentarse. Teresa, que se habÃa acomodado en la butaca de la izquierda mientras hacÃa malabarismos con las palomitas de maÃz y los refrescos, lo miró de reojo y advirtió su insólita postura.
—¿Qué te pasa, ahora? —le preguntó—. Ya sé, no te gusta el sitio. ¿Y por qué? Siempre nos sentamos en el medio. Sabés que me mareo si vamos muy cerca de la pantalla.
Giró la cabeza y miró a su novia como si acabara de salir de un sueño. También advirtió que seguÃa inclinado sobre la butaca de adelante, por suerte desocupada; de no ser asÃ, se habrÃa pasado varios segundos respirando entrecortadamente junto a la oreja de un desconocido.
—No, no —dijo; se dejó caer hacia atrás. El asiento emitió un suave puff que le sonó a suspiro de alivio—. Quiero decir… OÃme, sÃ, me gusta; desde aquà vamos a ver muy bien.
—SÃ. Puedo verte muy bien desde aquÃ.
La frase sonó como un eco distorsionado de sus propias palabras, un pensamiento que provenÃa desde el fondo de su cabeza… otra vez.
—Hemos llegado a tiempo. El cine está lleno. —Teresa miraba alrededor con ojo crÃtico. Se volvió hacia él y sonrió—. ¡Ey, qué cara ponés! Cambiala, ¿eh, tonto?
—Claro que sÃ, Tere. Mirá…
Un sonido tenue e insistente acompañó el amortiguamiento de las luces. La función estaba a punto de comenzar.
Una silueta corpulenta envuelta en un impermeable mojado estaba ocupando el asiento vacÃo de adelante. Al parecer, la repentina tormenta habÃa convencido a más de uno a guarecerse en el cine.
El recién llegado se quitó el abrigo con movimientos lentos y ceremoniosos; permaneció un instante con la vista clavada en las profundidades de la sala (o asà le pareció, ya que no podÃa distinguir sus rasgos en la penumbra) y acto seguido dio media vuelta y se sentó muy erguido. Ignacio pensó que no era su dÃa de suerte: por un lado, la tremenda cabezota le dificultarÃa contemplar cómodamente la pelÃcula; por otro, la discusión que acababa de mantener con Teresa en el coche… y ahora se agregaban esos pensamientos intrusos.
—¿Mirá qué? —preguntó Teresa, observándolo con recelo.
—Nada… Nada, disculpame. —Buscó salir del embrollo—. OÃme, no sé para qué apagarán las luces de la sala si la pelÃcula todavÃa no ha empezado.
—Estás muy raro, Nacho. Entiendo que no tengás ganas de verla, lo entiendo perfectamente, creeme, y no empecés otra vez con esa perorata de que no disfrutás las pelÃculas de este tipo, por favor te lo pido, pero es que si no las mirás con un poco de simpatÃa, nunca te gustarán… —Teresa se acercó a él y le entregó las palomitas de maÃz y los vasos de plástico—. Y podrÃas ser un poco más caballeroso, ¿eh? Sostené esto mientras me quito la chaqueta. Está completamente mojada. No sé cómo se te pudo ocurrir estacionar el coche tan lejos…
Él no prestó atención a los reproches; se limitó a sostener los refrescos mientras ella se contorsionaba para quitarse el abrigo sin levantarse de la butaca. Unas gotas de agua salieron despedidas de la prenda y le dieron en la frente… junto con un nuevo pensamiento, tan directo y concreto como los anteriores:
—Te reconocà apenas entraste. Voy a decirte algo: sos de los mÃos y necesito hablarte.
Giró la cabeza hacia la parte trasera del cine. No tenÃa razones para pensar que el mensaje hubiera procedido de aquella dirección, pero por algún motivo intuÃa que asà habÃa sido. Y no creÃa equivocarse.
No veÃa nada fuera de lo común. En la penumbra reinante lo único que vislumbraba era una sucesión de manchas claras sin rasgos definidos. Nadie parecÃa devolverle la mirada, nadie se fijaba en él ni habÃa mirado repentinamente en otra dirección como queriendo disimular. El cine estaba lleno y era imposible determinar si alguien lo observaba con mayor atención que la debida.
—Ya está. —Teresa le sonreÃa—. Pasame los vasos, asà también te sacás el abrigo.
—¿Qué cosa?
—¡La chaqueta, tonto! —Le arrebató los recipientes de las manos. Un puñado de palomitas cayó sobre el regazo de Ignacio, que se limpió con gesto ausente.
La gente se removÃa inquieta; se escucharon algunos aplausos y varios pedidos de silencio. Volvió la vista hacia la pantalla, se quitó la chaqueta con un brusco movimiento de hombros y, sin querer, golpeó la butaca de adelante con una rodilla. El hombretón se giró un segundo hacia él, pero era una sombra sin rasgos. Cuando volvió a mirar al frente, la cabeza quedó perfectamente encuadrada en el repentino resplandor blanquecino de la pantalla.
—Hace un momento me miraste directamente al rostro.
De nuevo el intruso. Pero ahora captó una particularidad que las veces anteriores no habÃa notado, aturdido tal vez por lo inesperado de la intromisión: estas frases poseÃan una indiscutible cualidad femenina. No es que sonaran con un seductor contralto o algo asÃ, no; después de todo, él no las escuchaba con los oÃdos sino con una fracción de su cerebro. La diferencia estaba en el color. Hasta el momento habÃan sido neutrales y ambiguas, sin definición sexual alguna, pero ahora sonaban femeninas, como si llevaran una firma estampada en la envoltura.
—Si los pensamientos tuvieran olor, los tuyos tendrÃan una fragancia dulzona, como a perfume de mujer.
En la pantalla cobraron vida las impactantes imágenes de los tráilers. No les prestó atención; los próximos estrenos pasaron uno tras otro sin que tomara conciencia de ellos. Estaba demasiado inquieto para pensar en algo que no fuera la intrusa.
Teresa se apretó contra su hombro izquierdo y murmuró algo como «la de Tom Cruise alguna-cosa». De un tiempo a esta parte su novia lo decidÃa todo: dónde pasarÃan el fin de semana, qué amigos visitarÃan, qué comerÃan en el almuerzo, qué pelÃcula verÃan, cuándo… en fin, pero ahora no le importaba. Lo que realmente le preocupaba era lo que estaba a punto de suceder. Si escuchaba pensamientos ajenos sólo podÃa significar una cosa y se le puso la piel de gallina.
—Vamos a tener que hablar, Nacho. Vamos a tener que conversar sobre lo que está por suceder. Que sea cuanto antes… porque después será tarde. Demasiado tarde. PodrÃamos perdernos el rastro.
Él coincidÃa con ella en la inconveniencia de esperar. Ya habÃa sucedido antes, la primera en la esquina transitada, la segunda en el restaurante. Si tenÃa un don, estaba relacionado con la muerte de una persona… y bueno, ésta era la tercera vez; allÃ, en la oscuridad de ese cine repleto, con Teresa sentada a su lado y aferrada a su brazo, suspirando por el Keanu Reeves de la pantalla; con la cabezota de adelante que no le permitÃa disfrutar de unas imágenes que no le interesaban; con la chaqueta mojada sobre los muslos y una intrusa en el interior de su cabeza.
2
Era pleno verano, al mediodÃa, en una esquina del centro de la ciudad. HabÃan salido del edificio, Ignacio, Teresa y Alicia; ellas deseaban que él mirase un par de cosas en algún escaparate. Era la época en que su relación con Teresa apenas estaba comenzando, cuando todavÃa no se habÃa tornado tan asfixiante, tan agotadora, cuando todavÃa existÃa entre ellos esa agradable camaraderÃa de vecinos de oficinas.
Se detuvieron en la esquina, justo en el borde de la acera, porque el semáforo que les daba paso cambió de verde a amarillo; una mezcolanza de colores y sonidos los rodeaban, él no le prestaba la menor atención.
De repente, en medio del rumor que mezclaba voces y motores distinguió una voz diferente, desconocida. Retumbaba en esa esquina como si tuviera un megáfono.
—Me tiene harto. No lo soporto más. Algún dÃa me va a cansar, y cuando eso pase no sé cómo voy a hacer para controlarme, para no romperle la cabeza a patadas. ¿Quién se pensará que es, pedazo de tarado? ¿Cómo puede pretender venir a darme consejos a mÃ, justo a mÃ…?
Ignacio miró a un lado y al otro, instintivamente. Nadie parecÃa haber hablado, nadie parecÃa haber oÃdo nada raro. A su lado Teresa, con la mirada perdida en sus zapatos, atendÃa la conversación susurrada de Alicia. Entonces le zumbaron los oÃdos y le hormiguearon las yemas de los dedos. Sintió miedo. La adrenalina le hizo sudar frÃo y le nubló la visión. Deseó fervientemente que el semáforo les diera paso enseguida.
—¡Y la próxima vez que venga a decirme algo con su vocecita de maricón, lo voy a agarrar del cogote y se lo voy a retorcer tan fuerte que no va a tener necesidad de usar esas corbatitas ridÃculas que se pone! ¡SÃ, algún dÃa me va a cansar y entonces me va a conocer, el muy hijo de…
Una frenada, el chirrido de los neumáticos y el golpe sordo de un impacto lo distrajeron del discurso. La cabeza de Ignacio se quedó, en un instante, vacÃa.
Un hombre giraba en el aire delante de él, sin ruido, en un remolino de brazos y piernas que manoteaban el vacÃo; dio una vuelta sobre sà mismo, alcanzó el punto más alto en su trayectoria y luego una vuelta más antes de caer sobre el pavimento con un sonido como el de ropa mojada en la tina; quedó allà sin moverse, sin intentar levantarse. Todo fue tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo para gritar.
El espectáculo habÃa sido espeluznante. Ignacio apenas notó que retrocedÃa ante la aterradora escena, alejándose del cordón. Arrastró a las muchachas con él; los ojos de todos estaban clavados en el cuerpo.
El silencio, sólido, se rompió. Un coche chocó contra el que habÃa atropellado al hombre, y otro más se estrelló contra el maletero de éste, en rápida sucesión.
—¡Por Dios, yo lo vi todo! —gritó de pronto una señora mayor; Ignacio recordaba su mano absurdamente enguantada que revoloteaba contra el cielo de aquel mediodÃa tan caluroso, libre de la voluntad de su propietaria. Se sentÃa anonadado: habÃa visto morir a un hombre—. ¡Cruzó como si nada, sin levantar la cabeza siquiera! —continuó diciendo la mujer a los que la rodeaban—. ¡No miró el semáforo, ni tampoco se fijó si venÃa algún coche! Si hasta me empujó para pasar. ¡Se fue derecho a la calle, como si hubiera querido matarse!
Ignacio recordó vagamente un violento empujón que casi le habÃa hecho bajar de la acera. ¿HabÃa sido el mismo hombre, el hombre del traje azul, en ruta hacia su muerte? Se sentÃa atontado. Alicia seguÃa paralizada y el rostro de Teresa no expresaba nada.
Un mechón de cabello entrecano pasó rodando entre ambas, transportado por la brisa cálida. Arrastraba un pequeño jirón de cuero cabelludo que giraba sobre sà mismo. Alguien gritó, alguien echó a llorar. Comenzó a escuchar la sirena de la ambulancia que se acercaba. Los transeúntes evitaban mirarse directamente al rostro y retomaban sus caminos.
—Caray —dijo un poco ronco—, ¿escucharon al tipo del megáfono? Como si estuviera anunciando un espectáculo…
—¿De qué tipo hablás? ¿Diciendo qué? —preguntó Alicia, despertando.
—Yo no escuché a nadie, lo juro. Apurémonos ya, que se nos hace tarde —dijo Teresa.
Comprendió entonces que habÃa escuchado un monólogo interior. Una de las personas a su alrededor estaba muy enfadada y por alguna razón, que estaba lejos de conocer, él sintonizó sus pensamientos como si fuera una antena receptora. No sabÃa si se trataba de un chico o de alguien mayor, pero intuyó que era un hombre.
Sintió de una manera imprecisa que le tironeaban de la manga, intentando hacerle cruzar. ¿Pasar junto al hombre del traje azul? ¡Ni pensarlo! Ignacio se dio la vuelta e inició el regreso a la oficina. Teresa y Alicia, mudas, lo siguieron.
3
Sin prestar atención a la pelÃcula, Ignacio cerró los ojos, escogió tres frases con cuidadoy las expulsó de su mente, intuitivamente. Imaginó una tina llena de agua, luego quitó el tapón de un violento tirón. Casi pudo sentir una leve contracción al fondo de los ojos, en un punto equidistante entre sus oÃdos. Su propia voz mental emergió como una flecha invisible, apuntando a un blanco desconocido y, al mismo tiempo, imposible de errar.
—Hola, quienquiera que escuche. Me parece que jugás con ventaja. Yo ni siquiera sé dónde estás sentada.
—¡Eureka! Hola, Nacho, un placer conocerte. No te preocupés por las posibles ventajas; es sólo precaución. Esto no me pasa muy a menudo que digamos… Aunque no te noto sorprendido. No es la primera vez que escuchás voces en tu cabeza, ¿verdad?
Ignacio recordó al hombre del traje azul, a la niña del restaurante… y respondió:
—No. Ésta es la tercera.
—¿Querés hablar de las otras dos?
—No. Por ahora quiero saber dónde estás. OÃme, y quién sos. Empecemos por ahÃ.
—¿Lo querés? —dijo Teresa, ofreciéndole un vaso.
Él lo aferró con torpeza; por un instante estuvo a punto de derramar la bebida sobre el regazo. Ella volvió a concentrarse en la pelÃcula.
Ignacio bebió con avidez pero sin sed, disfrutando del dulce sabor del refresco; su cuerpo parecÃa estar pidiéndolo a gritos. Sorbió hasta la última gota, estrujó el vaso y lo arrojó al suelo. Esperó una nueva reprimenda por parte de Teresa que por suerte no se produjo, seguÃa concentrada en la pantalla.
—Algo sabés de mÃ… que soy mujer, por ejemplo.
Se preguntó si la desconocida tendrÃa acceso a sus recuerdos. En ese caso, ya sabrÃa cómo fueron sus dos experiencias anteriores, ya estarÃa enterada de lo que le pasó al hombre de azul y a la niña y… pero entonces no le habrÃa sugerido hablar de eso. O tal vez sólo sentÃa curiosidad por conocer lo que él pensaba. Tampoco estaba seguro si la mujer misteriosa las habÃa presenciado… ¡No! SerÃa una coincidencia excesiva…
¿Y si no era coincidencia?
—OÃme, yo no lo he mencionado.
—SÃ. Cuando dijiste que no sabÃas dónde estaba «sentada». Y creo haberte escuchado con mucha claridad. Pensás en voz muy alta, Nacho. Me pregunto cómo sonará tu voz en la realidad…
—OÃme, seguÃs sin decirme quién sos.
—¿Importan los nombres, Nacho?
—Conocés el mÃo. Y estoy seguro de no habértelo dicho.
—Es verdad. Pero eso tiene una explicación muy simple… Esa chica que te acompaña grita demasiado. No me costó nada enterarme de tu nombre; me bastó con escucharla.
Miró hacia atrás de reojo, por encima de su hombro izquierdo. SeguÃa sin conocer la ubicación de la mujer, pero al menos sabÃa que estaba bastante cerca ya que habÃa escuchado su conversación. Si bien Teresa era algo gritona —sobre todo en público, un rasgo de su personalidad que a él le enfurecÃa muchÃsimo—, tampoco era para tanto. Dos filas serÃa un cálculo aproximado. Ellos se habÃan sentado a una butaca de distancia del pasillo derecho de la sala, por lo que teniendo en cuenta que la fila tenÃa…
—¿Y, Nacho? ¿Te comieron la lengua los ratones?
—No. De todas formas, por más que los ratones me la hubiesen comido, podrÃamos seguir charlando tranquilamente, ¿no te parece?
—¡Muy bueno, Nacho! ¡De verdad, muy bueno! ¿Sabés qué? A pesar de todo, me siento feliz por haberte encontrado.
—Si supieras lo que creo, no estarÃas tan contenta, nena. Te lo aseguro. Sólo espero llegar a tiempo esta vez. Espero llegar a tiempo para salvarte.
Se animó a girar la cabeza sin disimulo. Contó rápidamente los rostros que titilaban en la oscuridad.
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—¡Estate quieto, tonto! —susurró Teresa, tocándolo con el codo, pero enseguida quedó nuevamente absorta en la pantalla.
—¿Estás nervioso? Te revolvés en la butaca, girás la cabeza a cada rato… Te recomiendo que te calmés, no sea que tu chica quiera irse del cine.
Por primera vez desde que todo el embrollo comenzara, Ignacio notaba que sentÃa algo de confianza en sà mismo. Una persona, por ahora anónima, conocÃa lo que le sucedÃa.
—No te preocupés por ella. En este momento nada podrÃa hacerle salir: el techo podrÃa venirse abajo que no se enterarÃa. Es una fanática de Keanu Reeves.
La carcajada resonó en el cráneo de Ignacio. Maquinalmente, se tapó los oÃdos con las manos, incapaz de controlar su reacción. Teresa lo miró.
—¿Te duele algo, Nacho? —cuchicheó con la boca llena—. ¿Te duele la cabeza, estás mareado? Yo traigo siempre unas aspirinas, por si acaso. A veces me mareo, ya sabés, sobre todo cuando la pelÃcula es aburrida o nos sentamos muy adelante.
Ignacio vio su oportunidad. Era ahora o nunca.
—SÃ, estoy un poco mareado, Tere —dijo—. Me duele la cabeza. OÃme, ¿me las pasás, por favor?
—Escuchame bien, mujer misteriosa. Voy a salir.
Ignacio dudó un segundo y continuó.
—Esperá un par de minutos y seguime. Te espero en la entrada del servicio. Eh… el de caballeros.
Se sintió algo ridÃculo al pedirle que saliera después, todo por miedo a que su celosÃsima novia sospechara de ese movimiento simultáneo. Qué estupidez, cuando la mujer misteriosa podÃa morir de un momento a otro.
—De acuerdo. Asegurate de que tu novia no salga con vos.
—Te dije que no te preocuparas por ella. Dos minutos, ¿estamos?
—Perfecto. Y, Nacho…
—¿SÃ?
Un silencio en la comunicación, una pausa contenida que coincidió con el silencio de la pelÃcula. Teresa rebuscaba en su bolso con la mirada clavada en la pantalla.
—Tené cuidado.
Se sintió desconcertado porque la mujer misteriosa le recomendaba precaución, cuando en realidad la que debÃa cuidarse era ella. ¿Acaso no lo sabÃa?
—Mejor te cuidás vos.
—Aquà tenés. —Teresa le pasó un blister; estaba completo—. Tomala con un trago de refresco.
—Ya se acabó, Tere. Pero no importa; voy al baño y la paso con agua. —Se incorporó al tiempo que guardaba las aspirinas.— Cuidame el lugar —agregó, puerilmente, más por decir algo que por otra cosa.
La cabezota de adelante se giró por un momento hacia él. Pareció rezongar, quizá exigiendo silencio. Cuando pidió permiso para pasar junto al espectador de su derecha volvió a escuchar el susurro de Teresa.
—Nacho…
—¿Qué pasa?
—Cuidate. —Ella lo pensó mejor y frunció el ceño—. Quiero decir: no vayás a tomar agua directamente del grifo, por favor. Quién sabe las cosas que hace la gente en los servicios. Usá esto —y le alcanzó su propio vaso vacÃo.
—Gracias.
En la pantalla, Keanu Reeves peleaba contra un batallón de hombres vestidos con impecables trajes negros. Dio media vuelta y encaró por el pasillo hacia la puerta de salida.
4
Estaban en casa de ella, algún tiempo después del incidente de la esquina. Teresa hablaba desde hacÃa buen rato; le gustaba conversar aunque él no le respondiera; Ignacio sospechaba que ella lo preferÃa de esa manera. Emergió de sus pensamientos cuando el runrún de su voz se interrumpió. La miró, interrogante, esperando una queja por la falta de atención.
—Son unas gentes fantásticas —recomenzó Teresa—. Y Susy es genial, con todas esas historias locas que cuenta siempre. —Se removió en el sillón que compartÃan—. No es que las crea, por cierto, pero son divertidas. ¿Qué decÃs?
Para desgracia de Ignacio, no le habÃa dado una sola pista sobre el tema. Resignado, dijo:
—Explicame.
—Eso, tonto —dijo ella, y comenzó a mover las manos por delante, arriba y abajo, como si estuviera levantando algo pesado—. Lo que dije. Es el cumpleaños de Susy… ¡Ah! Si es por el regalo, no te preocupés, sólo tendremos que llevar algo de beber. —Y se le quedó mirando, esperando una respuesta.
Se dio por vencido.
—Está bien, pero vos te hacés cargo de todo. No quiero correr detrás de algún capricho de tu nueva amiga.
—Nueva amiga, nueva amiga —remedó ella—. Nos conocemos desde el verano, tonto, y es compañera de Alicia, tu prima.
Y fueron. Un apartamento diminuto que al final resultó no ser de Susy. Al rato de estar, llegó a la conclusión de que la mayor parte de las ocho personas concurrentes eran como su novia y se conocÃan desde hacÃa poco tiempo.
Buscó con la mirada un rincón discreto donde emborracharse en paz y vio a un hombre apenas mayor que él, de fuerte complexión, casi pelirrojo, y sospechó que no se sentÃa a muy a gusto porque aferraba su propia copa como si estuviera a punto de lanzársela a alguien. Se acercó.
—Linda fiesta…
—Para un hato de ovejas que come patatas sintéticas y bebe cualquier cosa que tenga estampilla de impuestos, ¡ya lo creo! Ah, y ovejas muy pintarrajeadas. —Ignacio percibió un aire algo impreciso en sus gestos—. No me mirés de esa manera, guapo, que soy uno de los tuyos: un alma bondadosa que ha sucumbido a las súplicas insistentes de una mujer y que está aquà como prÃncipe consorte. —Se inclinó hacia Ignacio para mirarlo a los ojos desde cerca—. Vos sos el primo de Alicia, el arquitecto. Ella dice que nos casaremos pronto. ¡Ja! No me vas a decir que viniste a esta reunión por propia voluntad e interés…
—Bueno… no.
—Esa mujer —apuntó con la copa vacÃa hacia donde Susy mostraba a otras mujeres un «precioso» bolso nuevo; al lado estaba sentada su prima— tomó posesión de mi cueva de oso y la fue convirtiendo en una cueva de brujas sin cerebro. —Se enderezó y lo miró—. Disculpame, estoy un poco borracho, pero lo peor es que estoy furioso. ¿Querés hacerme compañÃa, señor alien?
—Me llamo Ignacio, y me emborracharé alegremente a tu lado —respondió, esbozando una sonrisa.
—Mi nombre es Rudy —Su sonrisa adquirió una definitiva expresión etÃlica.— Algún dÃa, si merecés mi confianza, te contaré por qué me dicen Rudy —y soltó una carcajada—. Bueno, seamos amigos y seamos serios —Su rostro se alargó en un gesto de forzada gravedad, pero se deshizo en una mueca graciosa.
—Y si algún dÃa merecés mi confianza —Ignacio señaló su pecho para enfatizar el posesivo—, te contaré cómo se hace para escuchar los pensamientos ajenos.
Algo cambió sutilmente en el rostro de Rudy.
—¿Estás bromeando? Vamos, Alicia te dijo quién soy y me estás tomando el pelo…
Ignacio se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Tampoco sabÃa por qué habÃa mencionado el tema delante de un perfecto extraño.
Rudy advirtió su desconcierto. Se acercó hasta una mesa arrimada al muro y escamoteó una botella casi llena.
—VenÃ, alien, hablemos de pensamientos ajenos. —Caminó hasta una de las puertas; entraron—. Aquà estaremos a salvo. La bruja de tu prima no conoce este lugar ya que no pisa una cocina desde que la quemaron en la hoguera hace unas cuatro encarnaciones. —Acercó una silla un poco desvencijada y la ofreció—. Adelante, alien, conversemos.
Ignacio se sentó, buscando frenéticamente en su cabeza algo que distrajera el inusitado interés del otro por lo que habÃa dicho. Sus manos sudaban y casi dejó caer la copa cuando Rudy se la llenó.
—Mudo, pálido, manos sudadas… mmm… Eso me suena. —Se sirvió en su propia copa; por alguna razón ya no parecÃa tan alcoholizado como antes&.#151; Soy psicólogo y esa bruja se burla de mà siempre que puede porque acabo de publicar un libro sobre telepatÃa. Me lo debÃa; gran parte de él es mi tesis doctoral y habÃa quedado arrumbada desde entonces. —Miró hacia la puerta, como queriendo traspasar la madera. Ignacio permanecÃa en silencio—. Parece que no puedo parar de hablar de mà mismo. ¡Ay, alien! Tenés una invalorable cualidad, sabés escuchar. Pero decime, ¿qué es eso de oÃr mentes?
Ignacio sintió que por fin habÃa encontrado alguien con quien hablar de ese tema. Y le contó todo, hasta el menor detalle. Lo que habÃa escuchado, las palabras, el tono; lo que habÃa sentido, el sudor, el cosquilleo, la sensación de vacÃo, los ecos dentro de su cabeza, los ojos nublados; y las circunstancias. Rudy se mostró más interesado cuando mencionó lo del accidente.
—Cuando estuve preparando el libro consulté algunos artÃculos recientes. —Se desperezó como un enorme gato—. Hay una corriente que le atribuye al dolor o a la cólera una cualidad «emisora» especial. Es posible que hayás sintonizado a alguien que estaba realmente furioso y que esa furia «cargara» de energÃa el pensamiento de tal manera que te llegó. Eso es teorÃa pura, por supuesto. —Extendió la mano hasta la copa de Ignacio, pero éste la alejó; no iba a emborracharse ahora—. Pero, ¿te has puesto a pensar que quizá el tipo que te mandó el mensaje haya sido el mismo que se mató? —Lo miró un momento hasta cerciorarse de que Ignacio captaba la idea.
No, no habÃa pensado en nada de eso. Ni siquiera habÃa relacionado un hecho con el otro.
—Ya veo —continuó Rudy—. No querés creerlo. Pero una mente inquisitiva no puede detenerse ante lo que el estómago le dice que es asqueroso. —El tono de voz era frÃo y profesional; ahora parecÃa perfectamente sobrio—. Lo que quise expresar hace un momento es que escuchaste al tipo porque iba a morirse —y acentuó el «porque» de manera que a Ignacio no le cupiera duda.
—¿Querés decir que escuché el pensamiento de alguien porque se iba a morir? —El sudor cubrió su frente.— OÃme, es espantoso. No me gusta. No me gusta nada.
—Mirá, no hay evento más dramático que la propia muerte. Si la furia, o el miedo para el caso, puede provocar suficiente energÃa psÃquica para que un pensamiento trascienda, y de ser un hecho mental se convierta en un hecho cuasi fÃsico, imaginá lo que podrÃa hacer la muerte.
Rudy bajó la cabeza por un rato. Ignacio alcanzó la botella y se sirvió un trago, pero no lo tomó. Lentamente, dentro de su cerebro, se estaba formando una nueva imagen: comprendió que habÃa entrado en contacto con la mente de un hombre… segundos antes de que fuera atropellado por un coche.
—Si los seres humanos pudiéramos perder el miedo a creer —dijo Rudy con un suspiro—, nos quedarÃamos sin pacientes. Los psiquiatras, digo. No te conozco y no sé cómo vas a tomar esto, pero si deseás profundizar sobre el tema, existen grupos de personas que se reúnen para entrenar estas cualidades bajo la mirada de profesionales preparados. ¿Te interesa?
—¿Y que me llamen rarito o algo peor? No, gracias, me alcanza con ser arquitecto.
—De acuerdo. Pero ya sabés dónde encontrarme… —Rudy giró señalando la cocina donde estaban—. En mi cueva de oso —y rió alegremente.
El resto de la velada no cambió mucho. Rudy y él terminaron muy borrachos… y alegres. Cuando se marchó con Teresa aún quedaban cuatro personas en la fiesta y Rudy habÃa desaparecido. Se preguntó dónde pudo haberse metido, ya que la «cueva del oso» no era muy grande. Lo imaginó durmiendo la mona en el dormitorio, abrazado a su libro de telepatÃa.
Al dÃa siguiente, Ignacio despertó con un insidioso dolor de cabeza. Quiso recordar cuántos tragos habÃa tomado, y cuando se le acabaron los dedos de una mano se dio por vencido y buscó un analgésico.
No quiso almorzar; tenÃa cosas en qué pensar. Según lo dicho por Rudy, el hombre de traje azul tenÃa que ser el que habÃa enviado el mensaje mental. Lo que no acertaba a comprender era eso de que el tipo habÃa comunicado «porque» estaba a punto de morir. Cuanto más lo pensaba, menos se convencÃa.
Consideró la posibilidad de que el hombre del traje azul fuera un suicida, por ejemplo. Alguien que planeaba matarse, aunque no allà ni de esa manera; podÃa tener la cabeza llena de esa idea y lanzar pensamientos hacia afuera apenas se enojara por algo, por cualquier motivo.
Pasó a la siguiente pregunta: ¿SabÃa el tipo que se iba a morir? Respuesta: no. Simplemente, no podÃa creerlo.
Buscando distraerse de esos fúnebres pensamientos, encendió el televisor. Pasó de un canal a otro hasta que le pareció ver una escena familiar. La voz en off del locutor recitaba algunas cifras de accidentes, tantos a la mañana, tantos a la noche; parecÃa que las del mediodÃa eran desmesuradamente altas; pero lo que lo mantenÃa congelado era la imagen de fondo: alguien habÃa captado la escena de su accidente con una cámara no profesional, y aunque la imagen temblaba y se salÃa de foco, era su accidente, era su hombre de azul volando por el aire una vez más. Y el locutor decÃa que habÃa muerto en el acto.
5
Ignacio bajó los escalones de la sala y dejó atrás las puertas batientes. El estruendo de la pelÃcula se apagó a sus espaldas.
El pasillo estaba desierto. La iluminación indirecta brillaba en los afiches acristalados de las paredes. Miró a su derecha y distinguió la señal del servicio: un mostacho de caballero tan mal pintado que parecÃa cualquier cosa menos un bigote. Mientras se acercaba, pensó que el dibujo tenÃa el mismo aspecto arruinado que el mechón entrecano del hombre del traje azul, al que hubiera podido salvar —¿hubiera podido salvar?—si hubiese sabido más sobre el asunto.
—Ya estoy afuera, mujer misteriosa. ¿TodavÃa me recibÃs?
—Fuerte y claro. En un minuto me levanto y voy para allá. Nos vemos.
Ignacio miró a sus espaldas. La espesa alfombra del pasillo silenciaba las pisadas y no sabrÃa si alguien se acercaba. ¿Cómo serÃa ella? ¿Qué le dirÃa, si le iba a decir algo?
6
El invierno estaba terminando. Después de algún tiempo de no poder sacarse de la cabeza la imagen del hombre girando en el aire, habÃa terminado por olvidarlo, a él, a Rudy y a su famoso libro de telepatÃa, para convencerse de que el contacto en realidad no se habÃa producido.
Estaba con Teresa en un restaurante elegante y caro, demasiado caro para el gusto y el bolsillo de Ignacio, que estaba sufriendo las consecuencias económicas de una baja en la demanda de construcciones. Era temprano y habÃa pocas mesas ocupadas. Ella habÃa insistido muchÃsimo en que la llevara allà y finalmente habÃa accedido, de mala gana.
La velada prometÃa ser larga y complicada. Ignacio sospechaba por dónde venÃa la mano.
Cuando tomaron asiento en la mesa, «la que da a la puerta… No, no, mejor hacia las ventanas… No, mejor esta otra…» fueron provistos de sendas minutas y dejados finalmente solos.
—¿Por qué le permitiste al camarero que se alejara? TodavÃa no hemos pedido —dijo Teresa con la mirada fija en la carta.
—OÃme, nos está dando tiempo para que elijamos el menú.
—Necesito saber qué refrescos sirven aquà —remedó ella, mohÃna.
—Están al final. Te fijás y punto.
Ella leÃa acercándose la carta al rostro. Él sospechaba que necesitaba gafas y que no las usaba por coqueterÃa. La observó de costado. Una especie de almohadón blando le habÃa crecido hacia atrás en los últimos meses. A decir verdad, ya no tomaba bebidas light ni acudÃa al gimnasio. Fervorosamente, deseó conocer a la madre de Teresa, en fotografÃa y cuanto antes, para poder adivinar el futuro aspecto de su novia.
La noche prometÃa ser memorable porque Teresa habÃa elegido el lugar y la ocasión para proponerle casamiento. En realidad, una propuesta no fue; por la forma en que lo planteó parecÃa hablar de un trámite impostergable.
—Le dije a Marianela que el mes que viene nos casamos —explicó Teresa sin mirarlo a la cara, concentrada en masticar.
Al principio él creyó haber escuchado mal, pero enseguida entendió que no, que Teresa habÃa querido decir exactamente lo que habÃa dicho.
—¿Nos casamos…? ¿Nosotros dos? —preguntó.
—¡Obvio! ¿O de quién se supone que estamos hablando?
Ya estaba alzando la voz de nuevo. Ignacio echó un rápido vistazo a su alrededor. Nadie les prestaba atención. El matrimonio joven de la mesa cercana charlaba animadamente. Les acompañaba una niña pequeña. Era rubia, de cabello largo y lacio atado sobre la espalda con una cinta azul. Descubrió que la estaba mirando y le sonrió con picardÃa. Se le formaron hoyuelos redondos en las mejillas, junto a las comisuras de la boca. TenÃa una mancha de mayonesa en la punta de la nariz. Ignacio le sonrió a su vez, una reacción espontánea que enfureció a Teresa.
—¿Me estás escuchando, tonto? ¿A quién sonreÃs, ahora? —dijo, mientras miraba a la otra mesa—. Termino de contarte que le dije a Marianela…
—¿Quién es Marianela? ¿Una amiga del gimnasio?
Dijo lo primero que se le ocurrió, pero era cierto que no conocÃa a Marianela.
—Claro que no. La conocà el mes pasado, vivió tres años en Italia y cuatro en Francia. —Teresa hizo una pausa para beber su refresco; un sorbo pequeño y delicado. Quizá por primera vez, la vio tal como en realidad era: una niña caprichosa confinada contra su voluntad en un cuerpo de adulto, una niña que se divertÃa con él como si fuera su juguete preferido. De pronto, la imaginó con el cabello recogido, con el gesto pÃcaro, con la nariz manchada de mayonesa.
La estampa fue tan nÃtida que volvió la vista a la otra mesa. Mientras sus padres conversaban —la mujer reÃa con una mano sobre la boca y el hombre acentuaba sus palabras con un cubierto en alto—, la niña seguÃa comiendo con mucha concentración, su puñito cerrado alrededor del tenedor; no podÃa distinguir qué contenÃa su plato.
—Me preguntó cómo podÃa ser que llevemos tanto tiempo de novios —estaba explicando Teresa—. Le dije que no me parecÃa tanto tiempo. ¿Y sabés qué me respondió? Que con su segundo marido estuvo saliendo nada más que dos semanas antes de casarse y… ¿Me estás escuchando, tonto?
—SÃ, sÃ, Tere… —dijo—. Lo que pasa es que me tomás por sorpresa, sabés. OÃme, no creo que sea bueno tomarse a la ligera un tema tan import…
—… como dice mamá. El tenedor, con esta mano. Lo sostengo bien fuerte. Pincho cada trozo y no me pongo dos en la boca al mismo tiempo. AsÃ. Y hay que masticar con la boca cerrada. Porque es de mala educación comer con la boca abierta.
No era un dolor fÃsico, no; era diferente, más etéreo. La clase de dolor que experimenta el cerebro al ser tensado como una soga, hasta el lÃmite.
—¡Aquella vez no sonó tan fuerte! Un año atrás, en aquella esquina de pesadilla, yo estaba distraÃdo y rodeado de gente, pero ahora…
—… y me tengo que portar bien si quiero tomar helado de chocolate…
—… ahora estoy sentado a no más de dos metros de la niña, sÃ, y esta vez es fácil, muy fácil, deducir quién es la propietaria de los pensamientos.
Empezó a sentirse mareado, a no ver bien; los dedos le hormigueaban dolorosamente, y el sudor descendÃa sobre los ojos y mejillas… porque su mente le estaba diciendo, por detrás de las palabras de la niña, se va a morir, se va a morir.
—¿Nacho? —Teresa tenÃa los ojos abiertos y preocupados—. ¿Por qué ponés esa cara? ¿Te enojaste conmigo? ¿Qué te hice?
El padre fue el primero en gritar.
—Hija, ¿qué tenés? ¿Qué te pasa, por Dios? ¡Contestame! ¡Ay! ¿Qué hago?
Su mujer todavÃa tenÃa la risa en la cara y los ojos brillantes por las lágrimas; no habÃa visto el rostro enrojecido de su hija; no habÃa advertido lo que sucedÃa; rebuscaba dentro de su bolsa, tal vez un pañuelo, tal vez el maquillaje. ParecÃa estar sorda al grito de su marido.
—¡Cati, Catalina, por Dios! —El hombre se levantó y se inclinó sobre su hija—. Hacé algo, mujer, no seas estúpida. ¿Acaso no la ves?
Ignacio lo sabÃa. Por más que el padre le gritara, por más que le practicaran primeros auxilios, ya era demasiado tarde porque habÃa escuchado su vocecita mental. Cuando escuchaba un pensamiento ajeno era porque alguien estaba a punto de morir.
—Nacho, ¿qué sucede? —Escuchó la voz de Teresa muy lejos, pero no respondió.
La niña tenÃa la cara completamente roja. Venas azules inflamadas en frente y cuello. Y la garganta obstruida, aventuró sin moverse de su sitio, mientras el cabello se mecÃa a los lados de la niña junto a la cinta azul y el padre la acomodaba en el piso y continuaba pidiendo ayuda a los gritos; mientras la madre seguÃa con aquella sonrisa estúpida congelada en el rostro y el puño de la niña —que aún aferraba el tenedor— se apretaba más y más, y los ojos parecÃan saltar de las órbitas, como si quisieran captar todo en esos últimos segundos de vida.
Vio que un camarero levantaba a la niña y la abrazaba por detrás, presionando con fuerza el pechito plano; vio que la cabecita se ladeaba como si tuviese el cuello roto.
—¿Nacho? —volvió a susurrar Teresa con voz temblorosa—. ¿Qué le pasa a esa nenita? No quiero que me lo digás si es algo malo, ¿sabés, tonto?
Se incorporó y caminó aturdido, como si se desplazara por el interior de una pesadilla; no miraba más nada, no escuchaba más nada. Porque una nueva idea se habÃa instalado en su mente, y era dolorosa. ¿PodrÃa haberlo evitado? ¿Estuvo en sus manos evitar que la niña muriese?
Pagó la cuenta, volvió a su mesa dando un rodeo para esquivar el grupo de gente que lloraba, tomó a Teresa del brazo y la sacó de allÃ.
A partir de ese dÃa, Ignacio esperó a que se produjera el tercer contacto. No lo deseaba conscientemente; se limitó a vivir su vida como de costumbre, sin buscar explicaciones a aquellos extraños incidentes ni tramar planes de acción.
7
Un tiempo después, pasada la impresión y recuperada la normalidad, Teresa volvió a hablar de casamiento.
Y llegó el dÃa de la discusión. El mismo tema de siempre, porque ahora todas las conversaciones parecÃan conducir al maldito casamiento. Y accedió a llevarla al cine, a ver otra de esas pelÃculas estúpidas que tanto le gustaban a ella. Al menos, pensó mientras pagaba ambas entradas en la taquilla, permanecerá con la boca cerrada durante dos horas.
Un minuto después de comprar las palomitas de maÃz y las gaseosas (Teresa se las arrebató ágilmente de las manos, ya no le preocupaba lo más mÃnimo cuidar su figura) un nuevo pensamiento lo asaltó mientras la miraba meterse en la boca un enorme puñado de golosinas.
«Es de mala educación. Es de mala educación masticar con la boca abierta. Hasta la niña lo sabÃa.»
Luego vino todo lo demás. El contacto con la mujer misteriosa, la cita a ciegas, la salida de la sala, el pasillo, hasta llegar a este momento, frente al cartel del mostacho mal dibujado.
8
Ignacio ha entrado en el servicio. El lugar está desocupado y tranquilo. El único sonido es un manso gorgoteo de cañerÃas en alguno de los excusados. La luz fluorescente es tan brillante que se ve obligado a entrecerrar los ojos, encandilado. Presiente que la paz que lo envuelve es ficticia, volátil. De pronto desea volver a la oscuridad de la sala y hundirse en la mullida butaca. Anhela con toda el alma olvidar los pensamientos intrusos, las agonÃas anunciadas. Pero es imposible. Debe intentar salvar la vida de la mujer misteriosa.
Se pregunta qué forma tomará la muerte esta vez. ¿Un ataque cardÃaco? ¿Una embolia? ¿De cuántas maneras distintas se puede morir en un cine?
«Ella es una chica, no un hombre de traje azul ni una niña con cinta —¡oh, coincidencia!— también azul en el cabello. ¿Qué harÃa? ¿Practicarle masaje cardÃaco? Bueno, podÃa llamar una ambulancia, por ejemplo.»
Ignacio extrae el teléfono celular y deja preparado el número de emergencias.
Se acerca a los lavabos. Al mirarse en el espejo y reconocerse en aquel rostro ansioso que le devuelve la mirada, recuerda haberle pedido a la mujer que se reuniera con él en la puerta del servicio, no en el interior. ¿Por qué ha entrado, entonces?
Por supuesto, su mano sujeta un vaso de plástico. Después de todo, es verdad que le duele la cabeza. Lo coloca bajo el grifo y el sensor activa la salida del agua; lo llena hasta el borde. Saca dos aspirinas, devuelve el blister al bolsillo y las introduce en la boca: las traga juntas.
Estruja el vaso y lo arroja en el cesto.
—¿Hola? ¿Ya llegaste?
Nadie responde.
—¿Hola? ¿Estás ahà afuera?
Nada. Ella aún no ha llegado.
—Un momento, ¿por qué estoy tan tranquilo? Si no la escucho es porque…
Ella deberÃa estar en el exterior; los dos minutos han transcurrido ya. Es tiempo suficiente para salir de la sala y atravesar el pasillo. Y si no está en el exterior del servicio, lo mismo deberÃa responder; y si no responde…
Hay algo que no coincide con los contactos anteriores, que no termina de cerrar del todo. Si no la escucha es porque el contacto telepático se ha cortado. ¿Y cuándo sucede eso? Cuando el emisor ha muerto.
«No, ella no puede haber muerto. No de nuevo, por favor… A lo mejor ya no puedo captarla porque… porque ella dejó de estar en peligro de muerte… ¡Eso es! ¡Quizá por alguna razón se ha salvado ya de la embolia, el ataque, o lo que fuera que la estuviese acechando! ¡Quizá el contacto mental termina cuando la vÃctima deja de estar en peligro!»
Pero otra cosa le preocupa: la duración del contacto. Al hombre del traje azul lo escuchó unos veinte o treinta segundos antes de que muriese atropellado. Más o menos el mismo tiempo fue con la niña del restaurante.
«Lo de hoy es diferente. Hemos estado minutos enteros conversando. Y además es la primera vez que logro una verdadera comunicación con la vÃctima. ¿VÃctima? Los dos contactos previos fueron meros monólogos interiores que sonaron en mi cabeza, sin que ellos supieran que habÃa alguien escuchándolos. Sin embargo hoy… hoy ella pudo escucharme a mÃ… también.»
El pensamiento es una revelación. Ignacio se abalanza hacia la salida, que suceda lo que tenga que suceder. Su movimiento es tan brusco que el teléfono celular sale volando y cae al piso con un repiqueteo plástico.
—¡La madre que lo parió! —exclama en voz alta.
Empieza a agacharse y alcanza a ver por el espejo el borrón de una sombra oscura. Comprende que alguien ha entrado al servicio, y cuando advierte una presencia pegada a sus espaldas también siente el puntazo, justo bajo la axila izquierda. El dolor es intenso y profundo; durante uno o dos segundos las luces parecen palpitar y disminuir de intensidad. Aparece un brazo largo y musculoso que le rodea el cuello. Lo empuja hacia atrás.
—Hola muñeco —le dice al oÃdo una voz grave y pausada—. Llegó papito, asà que a portarse bien.
El cuchillo se hunde un centÃmetro más en la carne de Ignacio. Ahora, además del dolor, puede sentir la humedad que corre por su costado como una catarata caliente. Baja la vista y descubre que la camisa se ha convertido en un desastre rojo. TodavÃa no ha gritado. Es como si el miedo le hubiese arrebatado la voz.
—Asà me gusta. Quietito, tranquilo…
Ignacio reconoce a la persona que le muestra el espejo. Se trata del hombre de la butaca de adelante, el de la cabeza enorme. El rostro rollizo, saludable, de rasgos blandos y amables, muestra una sonrisa sincera. El pelo entrecano está peinado hacia atrás en suaves ondas engominadas.
—¿Sabés una cosa, muñeco? —dice el gordo. Otra vez tiene puesto el impermeable húmedo—. Con vos tengo pensado divertirme. Asà que ojito, ¿eh? A no gritar. Porque si gritás, papito te ensarta del todo.
—¿Qué… qué quiere…? —Ignacio habla con infinito cuidado.
—¡Ay, son tantas las cosas que quiero! ¡Si supieras…! —La sonrisa se amplÃa—. Te explico: cuando te vi bajar del coche con la mina ésa supe lo que tenÃa que hacer. Pensaba seguirlos, ¿me entendés? En algún momento iban a tener que separarse porque aspecto de casados no tienen. Me gustó la zorra, muñeco. Me vendrÃa bárbaro por un rato. Media hora estarÃa bien.
«Llevátela. Llevátela adonde te guste pero por favor sacá ese cuchillo de ahÅ»
—Pero después, en la taquilla —continúa el gordo—, te vi la billetera. La tenés bien surtida, ¿eh? Ni me viste. ¡Claro, qué me vas a ver con semejante mina a tu lado! Ahà cambié de plan. A éste lo limpio, me dije. Y me lo pusiste en el área chica, muñeco; te viniste solito al servicio cuando no hay nadie…
—¿Nacho?
La mujer misteriosa por fin ha llegado. Ignacio cierra los ojos y vuelve a imaginarse la tina llena de agua; el tapón salta de golpe y deja escapar el torrente de agua y pensamientos…
—Ayudameeee… ¡No! Andateeeeeeeeee…
—Y ahora que te tengo volvà a cambiar de plan, ¿podés creer? ¿A que no sabés qué se me ocurrió ahora?
—Nacho, ¿cuál es el problema?
—Pienso que me gustarÃa mucho hacerte lo que iba a hacerle a tu chica —explica el gordo en un susurro seductor mientras lo atrae aún más hacia él—. Total, lo mismo después te afano y me voy. ¡A ver si todavÃa me las tomo en tu propio coche, muñeco!
Lo arrastra hacia atrás sin retirar el cuchillo del costado de Ignacio, que no ofrece resistencia, mientras las suelas de sus zapatos resbalan sobre el piso brillante.
—Estoy a punto de morir. Ayudame.
De pronto se escucha un ronroneo y el teléfono celular comunica.
—Hola, Servicio de Emergencias —una voz femenina resuena claramente en el silencio reinante—. ¿En qué podemos ayudarle?
—¡Nacho! ¿Se trata del grandote?
—SÃ… Llamá a la cana… ¡Ya!
—¡Te dije que te quedaras quietito, hijo de puta! —exclama el gordo y mueve la mano que empuña la hoja.
«Gracias a Dios», piensa mientras siente que el acero lo desgarra un poco más—. Aagghhh… —articula con los dientes apretados. No quiere gritar. No puede hacerlo.
—¿… sigue ahÃ? —insiste la voz femenina desde el piso—. ¿Puede hablar, decirnos dónde se encuentra? Si no responde en diez segundos, la llamada será localizada vÃa satélite y acudiremos en su auxilio.
La axila le sangra a borbotones. Mueve el brazo y una llamarada de dolor asciende hasta su cabeza. Se pregunta si el gordo le habrá seccionado una arteria importante.
—Me quisiste joder, muñeco. Y nadie me pasa tan fácil ¿sabés? —Lo arrastra hasta los retretes—. No, señor. Claro que no. Hoy vas a aprender dos o tres cositas muy importantes. De las que se recuerdan para siempre. De las que te dejan con la boca abierta.
—No… no me mate. Por fa-favor…
—Tranquilo, muñeco, que no te voy a matar. Por lo menos, no enseguida —dice el gordo y se detienen frente al segundo retrete. La puerta está abierta. El gordo empuja a Ignacio al interior, lo toma del cuello de la camisa y lo obliga a volverse hacia él. Le pega en el pecho con la mano abierta. Ignacio cae sentado en el inodoro. Al borde del desmayo, distingue las gotas rojas que vuelan y salpican la pared a su izquierda. Su propia sangre ya no le asusta.
El gordo entra y cierra la puerta del retrete. Es muy robusto y casi no hay sitio para los dos, pero se las arregla igual. El abultado estómago cuelga a dos centÃmetros de la nariz de Ignacio. Éste cierra los ojos.
—Bueno, muñeco, llegamos —dice el gordo. Aunque Ignacio no ve su rostro, ha decidido no volver a abrir los ojos, por el tono de voz deduce que está sonriendo—. Una sola advertencia —le presiona la hoja contra el cuello—: Que no se te ocurra morder. Si lo hacés te convierto en fiambre, ¿comprendés?
Ignacio intenta enviar un nuevo pensamiento y descubre, aterrado, que no puede hacerlo. El contacto se ha cortado definitivamente. Por fin, la muerte ha decidido.
—A ver si abrÃs la boca, muñeco. Portate bien, dale, asà terminamos rápido.
«El alma sabe hablar y antes de abandonar este mundo grita bien fuerte; resiste con la esperanza de que alguien la escuche, que le tienda una mano en el último momento. Pero nunca hay nadie. De vez en cuando aparece una persona como la mujer misteriosa o yo, personas que tenemos el don de escuchar ese último grito. Pero no sirve de nada, es muy difÃcil salvar un alma cuando ya se está yendo.»
—¿Nacho? —la voz de Teresa rebota contra las paredes del baño—. ¿Estás ahà adentro?
El gordo sofoca una exclamación y aparta la hoja del cuello de Ignacio. Abre la puerta y sale sigilosamente del excusado.
—¿Nacho? ¿Te duele mucho la cabeza?
No puede creerlo. Teresa ha entrado.
—Pero… ¡esto es sangre! —exclama ella—. ¿Te estuvo sangrando la nariz de nuevo?
Ignacio alza la mano y se palpa la herida de la axila. Ya no sangra tanto. Ignora si se debe a que los tajos no son tan profundos o a que ya casi está seco por dentro. Y el gordo, ¿en qué excusado se habrá escondido? ¿En el de la derecha o en el de la izquierda?
Tiene que advertirle a Teresa, tiene que decirle que salga corriendo. Llena sus pulmones de aire mientras reza por volver a encontrar la voz.
El pensamiento irrumpe en su mente justo cuando se dispone a gritar:
—… desgraciado. Lo hace a propósito. Se pone asà cada vez que le hablo de la boda. ¡Já! Como si yo fuera a cambiar de idea. Y ahora mismo me lo agarro de los pelos y lo llevo para la sala, asà tenga la cabeza como un tambor. Va a aprender a…
—Vamos Nacho… —Los tacones de Teresa repiquetean sobre las baldosas—. Apurate, que la pelÃcula está por terminar. No querrás que me quede sin ver el final, ¿no?
Ignacio sonrÃe en silencio porque la pesadilla está terminando. Es Teresa la que retumba en su mente. De pronto, desea que la otra siga allá afuera, aguardándolo, porque quiere conocerla. Después de todo, ni siquiera sabe cómo se llama. TodavÃa no.
—Te advierto que mañana venimos de nuevo si me pierdo el final, tonto…
La puerta del excusado de la derecha se abre violentamente.
—Ey… ¿y este gordo asqueroso qu…?
Y entonces, justo antes de que Teresa comience a gritar, se produce el fin de la transmisión. Afuera, unas sirenas policiales crecen y llenan el aire de la noche.
Graciela Lorenzo Tillard, nacida en Córdoba, Argentina, ha colaborado con fanzines tanto electrónicos como de papel, y en un par de antologÃas. Uno de sus relatos es La peste amarilla en la Buenos Aires, que apareció en MENHIR 2 (papel) y en ALFA ERIDIANI 4 (digital). Fue finalista del concurso Ficciones Breves 2009 de Axxón con el relato VERGÃœENZA. Ha publicado prosa, crÃtica, infantil y poesÃa, además de traducciones. La lista detallada puede ser consultada en su página web.
Fabio Ferreras nació en BahÃa Blanca, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1972. Estudió IngenierÃa Industrial y actualmente reside en la misma ciudad donde nació. Ha publicado en revistas digitales como PÚLSAR, AXXÓN, NUEVOMUNDO, REVISTA 800, ALFA ERIDIANI, ERÍDANO, INSOMNIA -dedicada a Stephen King- NM, NGC 3660, RESCEPTO, y otras. Otros relatos aparecieron en la revista CUÁSAR o antologías como «Razas estelares» y «Especial Asimov», de Andrómeda, en «Mañanas en sombras» y «Los universos vislumbrados 2». También tiene relatos seleccionados para «Fabricantes de sueños 2007» y «Visiones 2008», antologías publicadas por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Su relato En el patio, con Mortimer, conmigo apareció en «Paura 3».
Este cuento se vincula temáticamente con MUÑECAS RUSAS, de Sergio Gaut vel Hartman;
HORIZONTE REFLEJO, de Laura Nuñez y FAMILIA DE TELÉPATAS, de MartÃn Juncrill.
Axxón 211 – octubre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Fenómenos paranormales : Percepción extrasensorial : TelepatÃa : Argentina : Argentino).