Revista Axxón » «Hermano menor» (Capítulo 2), Cory Doctorow - página principal

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Capítulo 2

—Estoy pensando en especializarme en física cuando vaya a Berkeley —dijo Darryl. Su papá daba clases en la Universidad de California, en Berkeley, lo que significaba que Darryl tendría matrícula gratuita cuando asistiera. Y en la casa de Darryl nunca había existido ninguna duda acerca de si asistiría o no.

—Bien, pero ¿no podías investigar en la red?

—Mi papá dijo que tenía que leer. Además, hoy no tenía planeado cometer ningún crimen.

—Escaparse de la escuela no es un crimen. Es una infracción. Son dos cosas totalmente diferentes.

—¿Qué vamos a hacer, Marcus?

—Bueno, no podemos esconderlo, así que tendré que destruirlo. —Matar RFID es un arte oscuro. Ningún comerciante quiere que unos clientes maliciosos anden por su tienda dejando atrás un puñado de mercancías lobotomizadas, sin su código de barras invisible, de modo que los fabricantes siempre se han negado a implementar una «señal de desactivación» que pueda transmitirse a los RFID para apagarlos. Los RFID se pueden reprogramar usando el aparato adecuado, pero detesto hacer eso con los libros de la biblioteca. No es exactamente como arrancarles páginas, pero es malo, ya que un libro con el RFID reprogramado no se puede volver a colocar en los estantes y no se puede encontrar. Se convierte en una aguja en un pajar.

Lo que me dejaba una sola opción: destruir esa cosa. Literalmente. Treinta segundos de microondas eliminan a casi todos los RFID que hay en el mercado. Cuando Darryl devolviera el libro a la biblioteca, el RFID no respondería nada, imprimirían uno nuevo, lo recodificarían con la información de catálogo del libro y el ejemplar acabaría guardado escrupulosamente en su estante.

Lo único que necesitábamos era un microondas.

—Deja pasar dos minutos más y la sala de profesores estará vacía —dije.

Darryl agarró el libro y se dirigió a la puerta.

—Olvídalo, no hay manera. Volveré a clase.

Lo tomé del codo y lo arrastré hacia atrás.

—Vamos, D, tranquilo. Saldrá bien.

—¿La sala de profesores ? Parece que no me escuchaste, Marcus. Si me atrapan una sola vez más, me expulsan. ¿Oíste? Me expulsan.

—No te atraparán —dije. Esa sala era el único sitio donde no habría ningún profesor una vez pasado ese lapso—. Entraremos por atrás.

La sala tenía una pequeña cocina a un lado, con su propia entrada, para los profesores que sólo querían entrar para tomar una taza de café. El microondas —que siempre apestaba a palomitas de maíz y a sopa derramada— estaba allí dentro, sobre el refrigerador en miniatura.

Darryl gruñó. Yo pensé rápido.

—Mira, el timbre ya sonó. Si vas a la sala de estudio ahora, tu llegada tarde quedará registrada. A estas alturas, mejor ni aparecer. Puedo infiltrarte y exfiltrarte de cualquier salón de esta escuela, D. Me has visto hacerlo. Te mantendré a salvo, hermano.

Volvió a gruñir. Ese era uno de los tics de Darryl: cuando empezaba a gruñir estaba a punto de ceder.

—A moverse —dije, y salimos.

Fue impecable. Bordeamos las aulas, usamos las escaleras de atrás para ir al sótano y subimos por las escaleras del frente, justo delante de la sala de profesores. No se oía ningún sonido del otro lado de la puerta y, sin hacer ruido, giré el picaporte, arrastré a Darryl dentro y volví a cerrar silenciosamente.

El libro apenas cabía en el microondas, que tenía una apariencia aún menos higiénica que la última vez que había pasado por allí para usarlo. Concienzudamente, lo envolví con toallas de papel antes de acomodarlo.

—Viejo, estos profesores son unos cochinos —susurré. Darryl, con el rostro pálido y tenso, no dijo nada.

El RFID murió en medio de una lluvia de chispas que, de verdad, resultó bastante encantadora (aunque ni remotamente tan bonita como el efecto que se obtiene al microondear una uva congelada, algo que hay que ver para creer).

Ahora, a exfiltrarse de las instalaciones en perfecto anonimato y escapar.

Darryl abrió la puerta y comenzó a salir, conmigo pisándole los talones. Un segundo después, estaba parado sobre mis pies y clavándome los codos en el pecho, intentando recular hacia la cocina del tamaño de un armario que acabábamos de abandonar.

—Retrocede —murmuró con apremio—. Rápido… ¡es Charles!

Charles Walker y yo no nos llevamos bien. Cursamos el mismo año y lo conozco desde hace el mismo tiempo que a Darryl, pero allí se terminan las semejanzas. Charles siempre fue muy corpulento para su edad y ahora, como juega al fútbol y consume anabólicos, lo es mucho más. Tiene problemas para controlar la ira —en tercer grado, perdí un diente de leche por su culpa—, pero se las ha ingeniado para evitar las dificultades que eso le acarrea a fuerza de convertirse en el soplón más activo de la escuela.

Es una mala combinación: un matón que además es alcahuete y que se regodea informando a los profesores de cualquier infracción que descubre. Benson adoraba a Charles. A Charles le gustaba comentar que tenía un problema de vejiga nunca especificado, lo cual le proporcionaba una excusa a la medida para merodear por los pasillos de la Chávez, buscando gente para delatar.

La última vez que Charles me había echado tierra encima había culminado con mi renuncia a los JRV. No tenía ninguna intención de que me atrapara de nuevo.

— ¿Qué está haciendo?

—Lo que está haciendo es venir hacia aquí —dijo Darryl. Estaba temblando.

—Bien —dije—. Bien, es hora de aplicar contramedidas de emergencia. —Saqué el teléfono. Había planeado esto con mucha anticipación. Charles nunca volvería a agarrarme. Envié un correo al servidor de casa y éste se puso en acción.

Unos segundos después, el teléfono de Charles explotó de manera espectacular. Le hice enviar decenas de miles de llamadas y mensajes de texto aleatorios y simultáneos, provocando que todos los pips y los rings que tenía sonaran y siguieran sonando. El ataque se llevó a cabo por medio de una red de bots, y me sentí mal por eso, pero fue al servicio de una buena causa.

Las redes de bots son lugares donde las computadoras infectadas pasan la vida después de la muerte. Cuando te infectan con un gusano o un virus, tu computadora envía un mensaje a un canal de chat IRC (Internet Relay Chat/ Canal de Chat por Internet). Ese mensaje le dice al botmaster —el tipo que lanzó el gusano— que tu computadora está lista para obedecer sus órdenes. Las redes de bots son sumamente poderosas, ya que comprenden miles — incluso cientos de miles— de computadoras desperdigadas por la Internet, rápidas PC hogareñas con sabrosas conexiones de alta velocidad. Normalmente, esas PC trabajan para sus dueños, pero cuando el botmaster las invoca se levantan como zombis para cumplir con sus mandatos.

En la Internet hay tantas PC infectadas que el precio por alquilar una o dos horas de una red de bots está por las nubes. Mayormente, trabajan para los spammers, que las usan como bots de spam baratos y distribuidos para llenar las casillas de correo con ofertas de píldoras para la erección o con nuevos virus que infectan y reclutan a tu máquina, incorporándola a otra red de bots.

Yo acababa de alquilar diez segundos de tres mil PC, haciendo que cada una de ellas enviara un mensaje de texto o de voz al teléfono de Charles, cuyo número había extraído de un papel autoadhesivo encontré sobre el escritorio de Benson durante una fatídica visita a su oficina.

No hace falta aclarar que el teléfono de Charles no estaba equipado para manejar semejante cosa. Primero, los SMS llenaron la memoria del teléfono, atorándolo con las operaciones de rutina que necesitaba efectuar para hacer cosas tales como administrar el timbre y registrar todos los números de respuesta falsos de las llamadas entrantes (¿sabías que es muy fácil registrar un número de origen falso en un identificador de llamadas? Hay unas cincuenta maneras de hacerlo… busca «spoof caller id» en Google).

Charles, enmudecido, miraba el teléfono y lo sacudía furiosamente, frunciendo y contoneando las cejas mientras luchaba contra los demonios que poseían al más personal de sus aparatos. Hasta ahora, el plan estaba funcionando, pero él no estaba haciendo lo que se suponía que debía hacer a continuación: se suponía que tenía que buscar un sitio donde sentarse y tratar de deducir cómo recuperar su teléfono. Darryl me sacudió el hombro y aparté la mirada de la hendija de la puerta.

—¿Qué está haciendo? —susurró Darryl.

—Saturé su teléfono, pero él lo mira en vez de irse a otra parte. —No iba a ser fácil reiniciarlo. Cuando la memoria se llenara por completo, le costaría mucho cargar el código que necesitaba para eliminar los mensajes falsos… y el borrado de textos en masa no existía en ese teléfono, de modo que tendría que eliminar manualmente todos esos miles de mensajes.

Darryl me empujó hacia atrás y clavó los ojos en la hendija. Un rato después, sus hombros comenzaron a sacudirse. Me asusté, pensando que había entrado en pánico, pero cuando retrocedió vi que se estaba riendo tanto que le corrían lágrimas por las mejillas.

—Gálvez acaba de castigarlo por andar en los pasillos en horario de clase y por sacar el teléfono… tendrías que haber visto cómo lo destrozaba. Realmente, la señora lo estaba disfrutando.

Nos dimos un solemne apretón de manos y desandamos el camino: fuimos por el corredor, bajamos las escaleras, rodeamos la parte trasera, atravesamos la puerta, pasamos la cerca y salimos al glorioso sol de la tarde de Mission. La calle Valencia nunca se había visto tan bien. Consulté el reloj y aullé.

—¡Vamos! El resto de la banda nos espera en el teleférico dentro de veinte minutos.

 

 

***

 

Van nos localizó primero. Estaba mimetizada con un grupo de turistas coreanos, una de sus maneras predilectas de camuflarse cuando se escapa de la escuela. Desde que apareció el moblog (blog al que se accede desde un teléfono móvil) para denunciar a los que se hacen la rabona, nuestro mundo está lleno de tenderos entrometidos y otros hipócritas que se toman el trabajo de sacarnos fotos y subirlas a la red para que los administradores escolares puedan escudriñarlas.

Van emergió de entre la gente y vino hacia nosotros a los saltos. Darryl siente algo por Van desde siempre y ella tiene la amabilidad fingir que no lo sabe. Me abrazó y luego se acercó a Darryl, dándole un rápido beso de hermana en la mejilla que lo hizo ponerse rojo hasta las orejas.

Forman una extraña pareja: Darryl tiene un poco de sobrepeso, aunque lo lleva bien, y una especie de cutis sonrosado que se enrojece en las mejillas cuando corre o se entusiasma. Le crece la barba desde que teníamos catorce años, pero por suerte comenzó a afeitarse después de un breve período que en nuestro grupo se conoce como «la era Lincoln». Y es alto. Muy, muy alto. Alto como un jugador de básquet.

Por su parte, Van es media cabeza más baja que yo y delgada, con una cabellera lacia y negra, siempre peinada con trenzas locas y elaboradas que encuentra investigando en la red. Tiene una bonita piel cobriza y ojos oscuros, y adora los anillos enormes, de vidrio, grandes como rábanos, que se entrechocan haciendo clic y clac cuando se pone a bailar.

—¿Dónde está Jolu? —dijo Van.

—¿Cómo estás, Van? —le preguntó Darryl con voz ahogada. Cuando se trataba de Van, siempre estaba un paso más atrás en la conversación.

—Estoy genial, D. ¿Cómo están todas tus cositas? —Ay, qué mala era, qué mala. Darryl casi se desmaya.

Jolu lo salvó del bochorno social porque apareció justo en ese momento, vistiendo una enorme chaqueta de béisbol de cuero, excelente calzado deportivo y un gorro de red de nailon con el nombre de nuestro luchador enmascarado mexicano preferido, El Santo Junior. Jolu es José Luis Torrez, el miembro que completaba nuestro cuarteto. Iba a una escuela católica superestricta de las afueras de Richmond, así que para él no era fácil escapar. Pero siempre lo hacía: nadie se exfiltraba como nuestro Jolu. Le gustaba esa chaqueta porque le quedaba bien larga, cosa que estaba muy de moda en ciertas partes de la ciudad, y porque tapaba toda la mierda de la escuela católica que lo convertía en el blanco perfecto de todos los imbéciles chismosos que tenían el moblog anti-rabonas en la lista favoritos de sus teléfonos.

—¿Quién está preparado para ir? —pregunté después de que nos saludamos todos. Saqué el teléfono y les mostré el mapa que me había bajado del sitio del BART (el sistema ferroviario de San Francisco, cuyas vías corren tanto en superficie como bajo tierra)—. Por lo que puedo deducir, tenemos que subir hasta el Nikko otra vez, después una manzana más adelante, hasta O’Farrel, y luego doblar a la izquierda hacia Van Ness. En algún lugar de esa zona tendríamos que encontrar la señal inalámbrica. Van hizo una mueca.

—Es la parte fea de Tenderloin.

No podía estar más de acuerdo. Ese sector de San Francisco es una de las zonas raras… entras por la puerta principal del Hilton y lo único que hay son cosas para turistas, como la subida al teleférico y los restaurantes familiares. Pasas al otro lado y apareces en Tenderloin, o Loin, donde se concentran las prostitutas travestis más promiscuas, los proxenetas más curtidos, los vendedores de drogas más ladinos y las personas sin techo más arruinadas. Ninguno de nosotros tenía edad suficiente para ser parte de lo que ellos compraban y vendían (aunque había muchas prostitutas de nuestra edad ofreciendo sus servicios en Loin).

—Mírale el lado bueno —dije—. El único momento en que se puede andar por allí es a plena luz del día. Ninguno de los demás jugadores se va a acercar hasta mañana, como mínimo. Es lo que en el oficio de los JRA llamamos «comenzar con una cabeza de ventaja».

Jolu me sonrió. —Lo haces parecer algo bueno —dijo.

—Es mejor que comer uni —respondí.

—¿Vamos a charlar o vamos a ganar? —dijo Van. Después de mí, era sobradamente la jugadora más implacable de nuestro grupo. Para ella, ganar era una cosa seria, muy seria.

Partimos, los cuatro buenos amigos, rumbo a decodificar una pista, a ganar el juego… y a perder para siempre todo lo que nos importaba.

 

 

***

 

El componente físico de la pista de hoy era un conjunto de coordenadas GPS —había coordenadas para todas las ciudades importantes donde se jugaba el Loca Diversión en Harajuku— donde encontraríamos la señal de un punto de acceso a WiFi. Esa señal se interfería deliberadamente con otra señal WiFi cercana, que estaba oculta para que no pudieran localizarla los detectores convencionales de WiFi, que eran unos pequeños llaveros con un colgante que te indicaba si estabas dentro del rango de algún usuario para poder usar su punto de acceso sin pagar.

Tendríamos que rastrear la ubicación del punto de acceso «escondido» midiendo la intensidad del «visible»; había que encontrar el sitio donde la señal era más misteriosamente débil. Allí descubriríamos otra pista; la última vez estaba en el plato especial del día del Anzu, el elegante restaurante de sushi del hotel Nikko, en Tenderloin. El Nikko pertenecía a Japan Airlines, uno de los auspiciantes del Loca Diversión en Harajuku, y el personal de allí hizo un gran escándalo cuando finalmente descubrimos la pista. Nos dieron cuencos con sopa de miso y nos hicieron probar el uni, que es sushi de erizo de mar y que tiene la textura de un queso muy derretido y olor a excremento de perro muy diarreico. Pero tenía un sabor realmente bueno. O eso me dijo Darryl. Yo no quise comer esa porquería.

Levanté la señal WiFi con el detector de mi teléfono cuando ya habíamos avanzado unas tres manzanas por O’Farrel, justo antes de la calle Hyde, frente a un travieso «Salón de Masajes Asiáticos» en cuya ventana había un letrero rojo y parpadeante que decía CERRADO. La red se llamaba LDHarajuku y por eso nos dimos cuenta de que era el sitio indicado.

—Si está ahí dentro, yo no voy —dijo Darryl.

—¿Todos tienen detectores de WiFi? —dije.

Darryl y Van tenían detectores incorporados en los teléfonos, mientras que Jolu, demasiado vanguardista como para llevar encima un teléfono más grande que su dedo meñique, usaba un pequeño llavero direccional independiente.

—Bien, dispérsense y veamos qué encontramos. Buscamos una fuerte caída de la señal que se hace más intensa cuanto más nos movemos hacia ella.

Retrocedí un paso y terminé parado sobre los pies de alguien. Una voz femenina dijo «uf» y me volví, preocupado por que alguna adicta al crack me fuera a apuñalar por romperle los tacones.

En cambio, me encontré cara a cara con otra chica de mi edad. Tenía una impactante cabellera de color rosado brillante y un rostro afilado, de roedor, con grandes gafas de sol que eran prácticamente antiparras de la Fuerza Aérea. Llevaba puestas unas calzas rayadas y, sobre ellas, un vestido negro de abuelita en el que había abrochado firmemente un montón de pequeños prendedores japoneses: personajes de anime, antiguos líderes mundiales, emblemas de bebidas gaseosas extranjeras.

Levantó una cámara y tomó una foto mía y de mi grupo.

—Sonrían —dijo—. Para la cámara indiscreta delatora.

—De ninguna manera —dije—. Tú no…

—Sí —dijo—. Voy a enviar esta foto a los vigilantes de rabonas dentro de treinta segundos, a menos que ustedes cuatro se aparten de esta pista y dejen que mis amigas y yo nos hagamos cargo. Pueden volver dentro de una hora y será toda suya. Creo que es más que justo.

Miré detrás de ella y advertí a otras tres chicas con vestimenta similar, una con pelo azul, una con pelo verde y la otra con pelo violeta.

—¿Quiénes se supone que son? ¿El Escuadrón Paletas de Helado?

—Somos el equipo que le dará una paliza a tu equipo en el Loca Diversión en Harajuku —dijo ella—. Y yo soy la que en este mismo instante está a punto de subir tu foto y meterte en tantos problemas que…

A mis espaldas, sentí que Van daba un paso adelante. Su escuela sólo para mujeres era famosa por las peleas y tuve la certeza de que estaba lista para arrancarle la cabeza a esta chica.

Entonces, el mundo cambió para siempre.

Primero lo sentimos… ese repulsivo sacudón del cemento bajo tus pies que todo californiano reconoce instintivamente: terremoto. Mi primera inclinación, como siempre, fue la de escapar: «cuando estés en problemas o en duda, corre en círculos, chilla y grita». Pero el hecho era que ya nos encontrábamos en el lugar más seguro donde podíamos estar, no en un edificio que tal vez se derrumbaría sobre nosotros, ni en medio de la calle, donde los pedazos de cornisa rota podían descerebrarnos.

Los terremotos son pavorosamente silenciosos, al menos al principio, pero este no era silencioso. Era ruidoso: un rugido increíble, más fuerte que cualquier cosa que hubiera escuchado antes. El sonido era tan abrumador que caí de rodillas, y no fui el único. Darryl me sacudió el brazo, señaló los edificios y entonces la vimos: una gigantesca nube negra que se elevaba en el noreste, del lado de la Bahía.

Hubo otro estruendo y la nube de humo se esparció, una forma negra que se expandía como en las películas con las que habíamos crecido. Alguien había hecho explotar algo, y a lo grande.

Más estruendos y más temblores. En las ventanas, a lo largo de la calle, aparecían cabezas. Todos mirábamos en silencio la nube con forma de hongo.

Luego comenzaron a sonar las sirenas.

Yo ya había escuchado sirenas así: todos los martes al mediodía probaban las sirenas de defensa civil. Pero sólo las había escuchado sonar fuera de lo previsto en viejas películas de guerra y en videojuegos, cuando alguien bombardeaba a otros desde arriba. Sirenas de ataque aéreo. Ese uuuuuuuuu hacía que todo pareciese menos real.

—Preséntense en los refugios de inmediato. —Era como la voz de Dios, saliendo de todos lados al mismo tiempo. Había altavoces en algunos de los postes de electricidad, cosa que yo nunca antes había notado, y todos ellos se habían encendido a la vez—. Preséntense en los refugios de inmediato. —¿Refugios? Todos nos miramos, confundidos. ¿Qué refugios? La nube se elevaba constantemente, se extendía. ¿Era nuclear? ¿Estábamos respirando nuestros últimos alientos?

La chica de pelo rosado agarró a sus amigas y bajaron corriendo como locas, de vuelta hacia la estación del BART y al pie de las colinas.

—PRESÉNTENSE EN LOS REFUGIOS DE INMEDIATO —Ahora se escuchaban alaridos y había mucha gente corriendo. Los turistas (siempre se puede identificar a los turistas: son los que piensan «CALIFORNIA = CALOR» y pasan sus vacaciones en San Francisco congelados, vestidos de pantalón corto y camiseta) se dispersaban en todas direcciones.

—¡Tendríamos que ir! —aulló Darryl en mi oreja, apenas audible por encima del chillido de las sirenas, a las que se habían sumado las sirenas tradicionales de la policía. Una docena de patrullas del SFPD, el Departamento de Policía de San Francisco, pasó frente a nosotros, ululando.

—PRESÉNTENSE EN LOS REFUGIOS DE INMEDIATO.

—¡A la estación del BART! —grité. Mis amigos asintieron. Cerramos filas y comenzamos a bajar la cuesta rápidamente.

 

 

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