«Hermano menor» (Capítulo 4), Cory Doctorow
Agregado en 25 octubre 2010 por admin in 211, Ficciones, tags: Novela
Capítulo 4
Volvieron a engrillarme y encapucharme y me dejaron ahí. Mucho después, el camión comenzó a moverse, cuesta abajo, y entonces volvieron a levantarme de un tirón. Inmediatamente, me caí. Tenía las piernas tan adormecidas que las sentía como bloques de hielo; todo, menos las rodillas, que estaban hinchadas y doloridas por haber pasado tantas horas arrodillado.
Unas manos me agarraron de los hombros y los pies y me levantaron como si fuera una bolsa de patatas. Me rodeaban unas voces indefinidas. Alguien lloraba. Alguien maldecía.
Me cargaron una corta distancia; luego, me bajaron y engrillaron a otro enrejado. Las rodillas ya no querían sostenerme; me caí de frente y terminé en el suelo, retorcido como un pretzel, sintiendo la presión de las cadenas que me sujetaban las muñecas.
Nos estábamos moviendo otra vez, pero en este caso no era como andar en camión. Debajo de mí, el suelo se balanceaba suavemente y vibraba con el rumor de enormes motores diesel. ¡Me di cuenta de que estaba en un barco! Se me heló el estómago. Me estaban alejando de las costas de los EE. UU., llevándome a otro lugar… ¿y quién demonios sabía dónde se encontraba? Había sentido miedo otras veces, pero esta idea me aterró, me dejó paralizado y mudo de pavor. Tomé conciencia de que tal vez no volvería a ver a mis padres y sentí el sabor de un breve vómito quemándome la garganta. La bolsa me encerraba la cabeza y apenas podía respirar, algo que también se debía a la extraña posición retorcida en que había quedado.
Pero, afortunadamente, no estuvimos mucho tiempo en el agua. Me pareció que fue una hora, aunque ahora sé que fueron apenas quince minutos. Después, sentí que atracábamos, sentí pasos en la cubierta, a mi alrededor, y sentí que les sacaban los grilletes a otros prisioneros y que se los llevaban, cargándolos o a pie. Cuando vinieron a buscarme, traté de volver a pararme, pero no pude y me alzaron una vez más, impersonales, bruscos.
Cuando me quitaron la capucha estaba en una celda.
Una celda vieja, desmoronada, que olía a aire de mar. Había una sola ventana, bien arriba, bloqueada por barrotes oxidados. Afuera todavía estaba oscuro. En el suelo había una manta y un pequeño inodoro metálico sin asiento, empotrado en la pared. El guardia que me sacó la capucha sonrió y cerró la puerta de acero macizo al salir.
Me masajeé las piernas suavemente, siseando de dolor, mientras la sangre volvía a circular por ellas y por mis manos. Finalmente, logré ponerme de pie y caminar. Oí que otra gente hablaba, lloraba, gritaba. También grité un poco: «¡Jolu! ¡Darryl! ¡Vanessa!». Otras voces del pabellón me imitaron, gritando nombres también, gritando obscenidades. Las voces más cercanas sonaban como las de unos borrachos perdiendo la razón alguna esquina de la ciudad. Tal vez la mía también sonaba así.
Los guardias nos gritaron que hiciéramos silencio y sólo consiguieron que todos chillaran más fuerte. Al final, estábamos todos aullando, lanzando alaridos que nos partían la cabeza, que nos enronquecían la garganta. ¿Por qué no? ¿Qué teníamos que perder?
***
La vez siguiente que vinieron a interrogarme, yo estaba mugriento y cansado, con hambre y sed. Pelo Corto formaba parte del nuevo grupo de interrogatorio, lo mismo que tres grandulones que se movían a mi alrededor como cortes de carne. Uno era negro; los otros dos, blancos, aunque uno puede haber sido hispánico. Todos llevaban armas. Era como un comercial de Benneton mezclado con un juego de Counter-Strike.
Me sacaron de la celda con las muñecas y tobillos encadenados. Mientras avanzábamos, presté atención a mi entorno. Oí que fuera había agua y pensé que quizás estábamos en Alcatraz; después de todo, había sido una prisión, aunque desde hacía generaciones era una atracción turística, un sitio al que la gente concurría para ver dónde habían cumplido sus penas Al Capone y sus gángsters contemporáneos. Pero yo había visitado Alcatraz durante una excursión escolar. Era vieja y oxidada, medieval. El lugar donde me encontraba ahora se percibía como un edificio que databa de la Segunda Guerra Mundial, no de la época colonial.
En las puertas de las celdas habían colocado unas etiquetas autoadhesivas con códigos de barras impresos con láser y también unos números, pero no había manera de adivinar quién o qué podía estar detrás de ellas.
La sala de interrogatorio era moderna, con luces fluorescentes, sillones ergonómicos —aunque no para mí; yo tenía una silla de jardín plegadiza, de plástico— y una gran mesa de reuniones de madera. Un espejo recubría una de las paredes, igual que en las series policiales, y supuse que otras personas debían de estar observando del otro lado. La señorita Pelo Corto y sus amigos se sirvieron café de una vasija ubicada sobre una mesita (en ese momento, habría sido capaz de abrirle la garganta con los dientes con tal de beberme ese café) y luego pusieron a mi lado un vaso de poliestireno lleno de agua, pero sin liberarme las manos atadas a la espalda, o sea que no podía agarrarlo. Qué hienas.
—Hola, Marcus —dijo Pelo Corto—. ¿Qué tal tu actitud el día de hoy?
No dije nada.
—Esto no es lo peor que puede ocurrirte, sabes —dijo ella—. Esto es lo mejor que puede ocurrirte a partir de ahora. Incluso cuando nos digas lo que queremos saber, incluso si con eso nos convences de que sólo estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado, ya estás marcado. Te estaremos vigilando, vayas donde vayas y hagas lo que hagas. Te has comportado como si tuvieras algo que ocultar y eso no nos gusta.
Es patético, pero mi cerebro no podía pensar en otra cosa que no fuera esta frase: «convéncenos de que estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado». Era lo peor que me había sucedido en la vida. Nunca, jamás, me había sentido tan mal ni tan asustado. Esas palabras, «el lugar equivocado en el momento equivocado», esas siete palabras, eran como una cuerda de salvataje que flotaba ante mis ojos mientras yo luchaba por mantenerme en la superficie.
—¿Hola, Marcus? —La mujer chasqueó los dedos delante de mí—. Aquí, Marcus. —Tenía una sonrisita en la cara y me odié por permitir que advirtiera mi miedo—. Marcus, la cosa puede ponerse mucho peor que ahora. Este no es el peor lugar donde podemos encerrarte, ni remotamente. —Metió la mano debajo de la mesa, sacó un portafolios y lo abrió con un chasquido. De allí extrajo mi teléfono, mi lector/clonador de RFID, mi detector de WiFi y mis memorias portátiles. Uno por uno, los colocó a todos sobre la mesa.
—Esto es lo que pretendemos de ti. Hoy nos destrabas el teléfono. Si lo haces, te otorgamos el privilegio de salir al exterior y de bañarte. Podrás ducharte y te permitiremos caminar por el patio de ejercicio. Mañana, te traemos de vuelta y te pedimos que desencriptes los datos de estos dispositivos de memoria. Lo haces y puedes comer en el comedor. Al día siguiente, queremos que nos des tus contraseñas de correo electrónico y te ganas el privilegio de ir a la biblioteca.
Yo tenía la palabra «no» en los labios, como un eructo atascado que trataba de salir, pero que no lo hacía.
—¿Por qué? —fue lo que me salió en su lugar.
—Queremos asegurarnos de que eres lo que pareces. Se trata de tu seguridad, Marcus. Digamos que eres inocente. Puede que sí, aunque no logro comprender por qué un inocente se comporta como si tuviera tanto que ocultar. Pero digamos que lo eres. Pudiste ser uno de los que estaban en ese puente cuando explotó. Pudieron ser tus padres. Tus amigos. ¿No quieres que atrapemos a la gente que atacó tu hogar?
Es raro, pero cuando ella se puso a hablar de otorgarme «privilegios» me sometí al miedo. Me sentí como si hubiese hecho algo para acabar en el sitio donde me hallaba; como si, en parte, tal vez fuera mi culpa y yo pudiera hacer algo para modificarlo.
Pero apenas empezó con ese discurso mentiroso de la «seguridad» y el estar «a salvo», me volvió el alma al cuerpo.
—Señorita —dije—, me habla de ataques a mi hogar pero, por lo que sé, los únicos que me han atacado últimamente son ustedes. Pensé que vivía en un país con una Constitución. Pensé que vivía en un país donde tenía derechos. Usted me habla de defender mi libertad a costa de romper en pedazos la Declaración de Derechos.
Un destello de fastidio cruzó por su rostro; después, desapareció.
—Qué melodramático, Marcus. Nadie te atacó. Estás detenido por el gobierno de tu país mientras investigamos detalles sobre el peor ataque terrorista jamás perpetrado en el suelo de nuestra nación. La decisión de ayudarnos a pelear esta guerra contra los enemigos de nuestra patria depende de ti. ¿Quieres preservar la Declaración de Derechos? Ayúdanos a impedir que los malos hagan volar tu ciudad por los aires. Ahora bien, tienes exactamente treinta segundos para destrabar este teléfono, antes de que te envíe de vuelta a la celda. Hoy tenemos que entrevistar a muchas otras personas.
Miró su reloj. Moví las muñecas, haciendo sonar las cadenas que me impedían estirar la mano y destrabar el teléfono. Sí, iba a hacerlo. Ella me había dicho cuál era el camino a la libertad —al mundo, a mis padres— y eso me había dado una esperanza. Ahora me amenazaba con echarme, con sacarme de ese camino, haciendo añicos mi esperanza, y yo no podía pensar en otra cosa que no fuese volver a él.
Así que hice ruido con las muñecas, deseando tomar mi teléfono y destrabarlo, y ella se limitó a mirarme fríamente, controlando su reloj.
—La contraseña —dije, comprendiendo por fin lo que quería de mí. Quería que la dijera en voz alta, aquí, donde ella podía grabarme, donde sus amigos podían oírla. No quería solamente que le destrabara el teléfono. Quería que me sometiera a ella. Que me pusiera bajo su autoridad. Que renunciara a todos mis secretos, a toda mi privacidad—. La contraseña —dije otra vez, y entonces se la dije. Que Dios me ayude… me rendí a su voluntad.
Me dedicó una sonrisa remilgada, que debía de ser su versión frígida del festejo de un gol, y los guardias me llevaron fuera. Cuando se cerraba la puerta, la vi inclinarse hacia el teléfono y teclear la contraseña.
Ojalá pudiera decir que había previsto esta posibilidad de antemano y que había creado una contraseña falsa que permitía acceder a una partición completamente inocua del teléfono, pero yo no era tan paranoico/inteligente.
Te estarás preguntando, llegado este punto, qué oscuros secretos tenía guardados en el teléfono, las memorias y los correos. Después de todo, no soy más que un chico.
Lo cierto es que yo tenía todo que ocultar y también nada. Entre el teléfono y las memorias portátiles, te podías dar una idea bastante buena de quiénes eran mis amigos, de lo que yo pensaba de ellos, de todas las idioteces que habíamos hecho. Podías leer transcripciones de las discusiones electrónicas que habíamos tenido y de las reconciliaciones electrónicas a las que habíamos llegado.
O sea, yo no borro material. ¿Por qué hacerlo? Almacenar es barato y uno nunca sabe cuándo le vendrán ganas de volver a ver esas cosas. Especialmente las estupideces. ¿Conoces la sensación que te invade en ciertas ocasiones, cuando estás sentado en el metro y no hay nadie con quien hablar, y de pronto rememoras alguna amarga pelea que tuviste, algo terrible que dijiste? Bueno, por lo general, las cosas nunca son tan malas como las recuerdas. Poder regresar y leerlo de nuevo es grandioso, porque te hace acordar que no eres una persona tan horrible como piensas que eres. Por hacer eso, Darryl y yo hemos superado más peleas de las que puedo contar.
Y ni siquiera es eso lo importante. Sé que mi teléfono es privado. Sé que mis dispositivos de memoria son privados. Y es por la criptografía… la codificación de mensajes. Las matemáticas en que se basa la cripto son buenas y sólidas, y tú y yo tenemos acceso a la misma cripto que usan los bancos y la Agencia Nacional de Seguridad. Hay una sola clase de cripto para todos: la que es pública y abierta, la que puede utilizar cualquier persona. Es eso lo que demuestra que funciona.
Hay algo verdaderamente liberador en el hecho de que un rincón de tu vida que sea sólo tuyo, que nadie pueda verlo excepto tú. Es un poco como la desnudez, o como defecar. Todos se desnudan de vez en cuando. Todos tienen que sentarse en el inodoro. No hay nada de vergonzoso, depravado ni extraño en ninguna de las dos cosas. ¿Pero qué pasaría si yo decretara que, de ahora en más, cada vez que vas a evacuar desechos sólidos tienes que hacerlo totalmente desnudo, en una habitación de vidrio instalada en medio de Times Square?
Aunque en tu cuerpo no haya nada feo ni raro —¿y cuántos de nosotros podemos afirmar tal cosa?— tendrías que ser bastante extraño para que te agradara la idea. La mayoría saldríamos corriendo a los gritos. La mayoría nos aguantaríamos las ganas hasta explotar.
No se trata de hacer algo vergonzoso. Se trata de hacer algo privado. Se trata de que tu vida te pertenezca a ti.
Eso era lo que me estaban quitando, pedazo a pedazo. Mientras caminaba de regreso a la celda, volvió a invadirme la sensación de que me lo tenía merecido. Había quebrantado muchas reglas en mi vida y, en general, me había salido con la mía. Quizás era un acto de justicia. Quizás era el contraataque de mi pasado. Después de todo, estaba donde estaba porque me había escapado de la escuela.
Me gané una ducha. Me gané una caminata por el patio. Había un parche de cielo encima de mí y el aire olía como el de la Bahía, pero más allá de eso no tenía la menor idea de dónde me habían encerrado. No vi otros prisioneros durante mi período de ejercicio y me aburrí bastante de caminar en círculos. Aguzaba el oído, buscando algún sonido que me ayudara a comprender qué era este sitio, pero lo único que escuchaba era el ruido ocasional de un vehículo, algunas conversaciones lejanas, un avión aterrizando cerca.
Me llevaron de nuevo a la celda y me dieron de comer: media pizza de pepperoni del Goat Hill Pizza de Potrero Hill, que yo conocía bien. La caja de cartón, con su consabida gráfica y el número telefónico con el prefijo 415, era un recordatorio de que apenas el día anterior yo estaba libre, en un país libre, y que ahora era un prisionero. Me preocupaba constantemente por Darryl y me inquietaban mis otros amigos. Tal vez habían cooperado más que yo y los habían soltado. Tal vez ya les habían contado todo a mis padres, que estaban buscándome frenéticamente.
Tal vez no.
La celda era de una austeridad extraordinaria, vacía como mi alma. Imaginé que la pared frente a la litera era una pantalla, que ahora mismo podría estar hackeando la puerta de la celda para abrirla. Imaginé mi mesa de trabajo y los proyectos que había allí: las latas viejas que estaba transformando en un equipo de sonido envolvente propio del gueto, la cometa con cámara que estaba construyendo para tomar fotografías aéreas, mi laptop de fabricación casera.
Quería salir de allí. Quería volver a casa y recuperar a mis amigos, mi escuela, mis padres y mi vida. Quería ir donde se me antojara, no estar aquí enclaustrado, caminando de un lado al otro y al otro y al otro.
***
Lo siguiente que me pidieron fueron las claves de las memorias USB. Contenían algunos mensajes interesantes que me había bajado de ciertos grupos de discusión, transcripciones de chats, material de gente me había ayudado a aprender algunas cosas que necesitaba para hacer lo que hacía. No había nada que no se pudiera encontrar en Google, por supuesto, pero me parecía que eso no sumaba ningún punto a mi favor.
Por la tarde, me permitieron ejercitarme de nuevo y esta vez sí había otros en el patio cuando llegué: cuatro hombres y dos mujeres, de todas las edades y razas. Supongo que había muchos haciendo cosas para ganarse sus «privilegios».
Me dieron media hora; traté de iniciar una conversación con el que parecía más normal de todos los prisioneros, un chico negro, más o menos de mi edad, con un peinado afro corto. Pero cuando me presenté y le tendí la mano, él dirigió la mirada hacia las siniestras cámaras montadas en las esquinas del patio y siguió caminando sin siquiera cambiar de expresión facial.
Entonces, justo antes de que me llamaran para llevarme de nuevo al interior del edificio, se abrió la puerta y salió… ¡Vanessa! Nunca había estado tan feliz de ver una cara amiga. Parecía cansada y de mal humor, pero no lastimada; cuando me vio, gritó mi nombre y corrió hacia mí. Nos abrazamos con fuerza y me percaté de que estaba temblando. Después noté que ella también temblaba.
—¿Estás bien? —me dijo, separándose de mí sin soltarme los brazos.
—Estoy bien —contesté—. Me dijeron que me dejarían salir si les daba mis contraseñas.
—No dejan de hacerme preguntas sobre ti y Darryl.
De los altavoces surgió una voz estridente, gritándonos que dejáramos de hablar, que camináramos, pero le no hicimos caso.
—Respóndeles —le dije al instante—. Cualquier cosa que te pregunten, respóndeles. Así podrás salir.
—¿Cómo están Darryl y Jolu?
—No los he visto.
La puerta se abrió de golpe y salieron cuatro guardias corpulentos echando humo por las orejas. Dos me agarraron a mí y los otros dos a Vanessa. Me obligaron a echarme en el suelo y me forzaron a girar la cabeza hacia el lado opuesto al sitio donde estaba Vanessa; escuché que a ella le hacían lo mismo. Me rodearon las muñecas con esposas de plástico, me hicieron poner de pie a los tirones y me llevaron de vuelta a la celda.
Esa noche, la cena no vino. A la mañana siguiente, no vino el desayuno. Tampoco vino nadie a llevarme a la sala de interrogatorios para extraerme más secretos. Las esposas de plástico no se salían y los hombros me quemaban; después me dolieron, después se me entumecieron, después volvieron a quemar. No sentía las manos.
Tenía que hacer pis. No podía desabrocharme el pantalón. Tenía muchísimas ganas de hacer pis. Me hice encima.
Después de eso vinieron a buscarme, cuando el pis caliente se había vuelto frío y pegajoso, haciendo que mis jeans ya mugrientos se me adhirieran a las piernas. Vinieron a buscarme y me llevaron por el largo corredor con su hilera de puertas, cada una con su código de barras, y cada código de barras representaba a un prisionero como yo. Me hicieron avanzar por el pasillo hasta la sala de interrogatorio; cuando entré, me encontré en un planeta diferente, un mundo donde las cosas eran normales, donde nada apestaba a orina. Me sentí sucio y avergonzado, y volví a tener la impresión de que me merecía lo que me estaba ocurriendo.
La mujer de pelo corto ya estaba sentada allí. Se la veía perfecta: bien peinada y con muy poco maquillaje. Percibí el aroma de su producto para el cabello. Me miró y frunció la nariz. Me sentí aún más abochornado.
—Bueno, bueno. Te has portado muy mal ¿no? Eres un sucio ¿no?
Vergüenza. Bajé los ojos y miré la mesa. No podía levantar la vista. Quería decirle mi contraseña de correo y marcharme.
—¿De qué hablaron tú y tu amiga en el patio?
Lancé una carcajada que sonó a ladrido, mirando la mesa.
—Le dije que respondiera a sus preguntas. Le dije que cooperara.
—¿O sea que tú eres el que da las órdenes?
Sentí que la sangre cantaba en mis oídos.
—Oh, vamos —le dije—. Participamos juntos en un juego que se llama Loca Diversión en Harajuku. Yo soy el capitán del equipo. No somos terroristas, somos estudiantes secundarios. No le doy órdenes. Le dije que necesitábamos ser honestos con ustedes para despejar cualquier sospecha y salir de aquí.
Ella no dijo nada por un momento.
—¿Cómo está Darryl? —le pregunté.
—¿Quién?
—Darryl. Nos llevaron a todos juntos. Mi amigo. Lo apuñalaron en el BART de la calle Powell. Por eso estábamos en la superficie. Para conseguir ayuda.
—Seguro que está bien, entonces —dijo ella.
Se me hizo un nudo en el estómago y estuve a punto de vomitar.
—¿No lo saben ? ¿No lo tienen aquí?
—A quién tenemos aquí y a quién no tenemos aquí es un tema que no vamos a discutir contigo, nunca. No vas a saberlo. Marcus, ya viste lo que sucede cuando no cooperas con nosotros. Ya viste lo que sucede cuando desobedeces nuestras órdenes. Cooperaste un poco, y eso te ha llevado casi al punto de recuperar la libertad. Si quieres que esa posibilidad se convierta en realidad, limítate a responder mis preguntas.
No dije nada.
—Estás aprendiendo, muy bien. Ahora, la contraseña de tu correo electrónico, por favor.
Me había preparado para esto. Les di todo: la dirección del servidor, el nombre de usuario, la contraseña. No importaba. No guardaba mis correos en el servidor. Los bajaba todos y los guardaba en la laptop de casa; cada sesenta segundos, la máquina bajaba los correos y los borraba del servidor. No sacarían nada de mi casilla, porque los correos no quedaban en el servidor… se almacenaban en la laptop de casa.
Volví a la celda, pero primero me soltaron las manos, me ducharon y me dieron un pantalón anaranjado de presidiario para cambiarme. Era demasiado grande para mí y la cintura me quedaba en la cadera, muy baja, como los usan los pandilleros mexicanos de Mission. De allí surgió la costumbre de usar pantalones embolsados y caídos hasta el culo, por si no lo sabías. De la prisión. Y te digo algo: es mucho menos divertido tener que usarlos cuando no es por seguir la moda.
Se llevaron mis jeans y pasé otro día más en la celda. Los muros eran de cemento peinado sobre malla de acero. Lo sabía porque el acero se estaba oxidando con el aire salado y se veía la malla, de color anaranjado rojizo, a través de la pintura verde. Mis padres estaban del otro lado de la ventana, en algún sitio.
Vinieron a buscarme otra vez al día siguiente.
—Hace ya un día que estamos leyendo tus correos. Cambiamos la contraseña para que la computadora de tu casa no los bajara.
Bueno, por supuesto que sí. Yo hubiera hecho lo mismo, ahora que lo pensaba.
—Ya sabemos bastante sobre ti como para encerrarte durante un tiempo muy largo, Marcus. Tu posesión de estos artículos —hizo un gesto hacia mis pequeños artefactos— y los datos que recuperamos de tu teléfono y memorias USB, igual que el material subversivo que sin duda encontraríamos si revisáramos tu casa y nos lleváramos tu computadora, son suficientes para encerrarte hasta que seas viejo. ¿Lo comprendes?
No le creí ni por un segundo. No había posibilidad de que un juez fallara a favor de que todo ese material constituía un crimen de cualquier especie. Era libertad de expresión, era manipulación tecnológica. No era un crimen.
¿Pero quién sabía si esta gente alguna vez iba a ponerme frente a un juez?
—Sabemos dónde vives, sabemos quiénes son tus amigos. Sabemos cómo operas y cómo piensas.
Entonces me di cuenta. Estaban a punto de soltarme. La habitación pareció iluminarse. Me oí respirar: inhalaciones cortas, breves.
—Queremos saber una cosa: ¿qué mecanismo se usó para transportar las bombas hasta el puente?
Dejé de respirar. La habitación volvió a oscurecerse.
—¿Qué?
—En el puente había diez cargas, distribuidas en toda su longitud. No estaban en maleteros de automóviles. Las instalaron allí mismo. ¿Quién las instaló y cómo las llevaron?
—¿Qué? —dije otra vez.
—Es tu última oportunidad, Marcus —dijo ella. Parecía triste—. Hasta ahora lo estabas haciendo bien. Dinos esto y te vas a casa. Puedes conseguirte un abogado y defenderte en un tribunal. Sin duda, hay circunstancias atenuantes a las que puedes apelar para explicar tus actos. Sólo dinos esto y te vas.
—¡No sé de qué me está hablando! —Estaba llorando y ni siquiera me importaba. Sollozando, gimoteando—. ¡No tengo idea de qué me está hablando!
Ella meneó la cabeza.
—Marcus, por favor. Deja que te ayudemos. A estas alturas, ya sabes que siempre conseguimos lo que queremos.
En el fondo de mi mente había un ruido ininteligible. Estaban dementes. Me recompuse; me esforcé por contener las lágrimas.
—Escuche, señorita, esto es una locura. Ya investigaron mis cosas, ya vieron todo. ¡Soy un estudiante secundario de diecisiete años, no un terrorista! No pueden pensar seriamente que…
—Marcus, ¿todavía no te has dado cuenta de que hablamos en serio? —Meneó la cabeza—. Tienes calificaciones bastante buenas. Pensé que eras más inteligente. —Chasqueó los dedos y los guardias me agarraron de las axilas.
Ya en mi celda, se me ocurrieron cien discursos. Los franceses lo llaman esprit d’escalier, el espíritu de la escalera: las ingeniosas refutaciones que se te ocurren después de salir de la habitación, mientras te escabulles escaleras abajo. En mi mente, me ponía de pie y hablaba, diciéndole que yo era un ciudadano que amaba su libertad, lo que me convertía en un patriota y a ella en una traidora. En mi mente, la obligaba a avergonzarse por transformar a mi país en un campamento armado. En mi mente, era elocuente y brillante y la hacía llorar.
¿Pero sabes qué? Ninguna de esas palabras fabulosas volvieron a mí cuando me sacaron de la celda al día siguiente. Sólo podía pensar en la libertad. En mis padres.
—Hola, Marcus —dijo ella—. ¿Cómo te sientes?
Bajé la mirada a la mesa. La mujer tenía enfrente unos documentos prolijamente apilados y, a su lado, el ubicuo vaso de Starbucks para llevar. Por algún motivo, ese vaso me reconfortó; era un recordatorio de que afuera, más allá de esos muros, había un mundo real.
—Ya terminamos de investigarte, por ahora. —No dijo más. Tal vez significaba que me dejaría ir. Tal vez significaba que me arrojaría a un pozo y se olvidaría de mi existencia.
—¿Y? —dije por fin.
—Y quiero que te grabes nuevamente que tomamos esto muy en serio. Nuestro país ha experimentado el peor ataque jamás cometido en nuestro suelo. ¿Cuántos 9/11 quieres que soportemos antes de estar dispuesto a cooperar? Los detalles de nuestra investigación son secretos. Nada podrá detener nuestros esfuerzos por llevar a la justicia a los perpetradores de estos crímenes atroces. ¿Lo comprendes?
—Sí —mascullé.
—Hoy te enviaremos a tu casa, pero estás marcado. No te hemos declarado libre de toda sospecha; te soltamos porque, por ahora, hemos terminado de interrogarte. Pero, de aquí en más, nos perteneces. Te estaremos vigilando. Esperando que des un paso en falso. ¿Entiendes que podemos vigilarte de cerca, todo el tiempo?
—Sí —mascullé.
—Bien. Nunca hablarás con nadie de lo que pasó aquí, jamás. Es un asunto de seguridad nacional. ¿Sabes que la pena de muerte por traición en tiempos de guerra sigue vigente?
—Sí —mascullé.
—Buen chico —ronroneó ella—. Aquí tenemos unos documentos para que firmes. —Deslizó hacia mí la pila de papeles a lo ancho de la mesa. Todos tenían pegadas unas etiquetas autoadhesivas con la frase FIRME AQUÍ en letras de molde. Un guardia me sacó las esposas.
Hojeé los papeles; los ojos se me llenaron de lágrimas y la cabeza me daba vueltas. No les encontraba ningún sentido. Traté de descifrar el lenguaje legal. Al parecer, iba a firmar una declaración que decía que había permanecido allí voluntariamente y que me había sometido a interrogatorios voluntarios, por libre decisión.
—¿Qué pasa si no lo firmo? —dije.
Me arrebató los papeles y repitió el gesto de chasquear los dedos. Los guardias me levantaron de un tirón.
—¡Esperen! —grité—. ¡Por favor! ¡Firmaré! —Me arrastraron hasta la puerta. Lo único que veía era esa puerta; lo único que pensaba era que se estaba cerrando a mis espaldas.
Perdí el control. Lloré. Les rogué que me permitieran firmar los papeles. Estar tan cerca de la libertad y que me la arrebataran me predispuso a hacer cualquier cosa. No puedo contar la cantidad de veces que escuché decir: «Ah, prefiero morirme antes que hacer tal o cual cosa». Yo mismo lo he dicho de vez en cuando. Pero aquella fue la primera vez que realmente entendí lo que significaba. Prefería morirme antes que volver a la celda.
Supliqué mientras me sacaban al pasillo. Les dije que iba a firmar cualquier cosa. Ella llamó a los guardias y se detuvieron. Me llevaron de vuelta. Me sentaron. Uno de ellos me puso un bolígrafo en la mano.
Por supuesto, firmé y firmé y firmé.
***
Mi camiseta y mis jeans estaban en la celda, lavados y doblados. Olían a detergente. Me los puse, me lavé la cara, me senté en la litera y me quedé mirando la pared. Me habían quitado todo. Primero, mi privacidad; después, mi dignidad. Estaba dispuesto a firmar lo que fuera. Habría firmado hasta una confesión por el asesinato de Abraham Lincoln.
Traté de llorar, pero al parecer mis ojos estaban secos, se habían quedado sin lágrimas.
Vinieron a buscarme otra vez. Se me acercó un guardia que traía una capucha como la que me habían puesto cuando nos llevaron, vaya uno a saber cuándo… días atrás, semanas atrás.
Me pusieron la capucha en la cabeza y me la ataron firmemente a la altura del cuello. Quedé en total oscuridad, en una atmósfera sofocante y rancia. Me pusieron de pie y caminé por pasillos, subí escaleras, pisé gravilla. Subí por una rampa. Avancé por la cubierta de acero de un barco. Me encadenaron las manos atrás, a una reja. Me arrodillé en la cubierta y escuché el sonido monótono de los motores diesel.
El barco se movió. Un leve olor a aire salado traspasó la capucha. Lloviznaba y sentía la ropa pesada de agua. Estaba fuera, aunque mi cabeza estuviese en una bolsa. Estaba fuera, en el mundo, a pocos momentos de mi libertad.
Vinieron, me bajaron del barco y me llevaron por un terreno desparejo. Subí tres escalones de metal. Me sacaron los grilletes de las muñecas. Me quitaron la capucha.
Estaba de nuevo en el camión. Pelo Corto se encontraba allí, sentada frente al pequeño escritorio donde se había sentado antes. Tenía una bolsa ziploc; en su interior estaba mi teléfono y otros dispositivos pequeños, mi cartera y las monedas de mis bolsillos. Me la entregó sin decir palabra.
Me llené los bolsillos. Se sentía raro volver a tener todo en su lugar habitual, usar mi ropa habitual. Del otro lado de la puerta trasera del camión, se oían los sonidos habituales de mi ciudad habitual.
Un guardia me pasó la mochila. La mujer me tendió la mano. Me limité a mirársela. Bajó la mano y me sonrió con sarcasmo. Después, hizo la mímica de cerrarse los labios con una cremallera y me señaló. Abrió la puerta.
Era de día; el cielo estaba gris y lloviznaba. Lo que veía era un callejón que conducía hacia los autos, camiones y bicicletas que pasaban rápidamente por la calle. Me quedé paralizado, de pie en el escalón superior del camión, con la mirada clavada en la libertad.
Me temblaban las rodillas. Sabía que estaban jugando conmigo una vez más. En un instante, los guardias iban a agarrarme, a arrastrarme de nuevo al interior; la capucha volvería a mi cabeza, regresaría al barco y me enviarían de nuevo a la prisión, a las preguntas interminables, imposibles de responder. Apenas me contuve de meterme el puño en la boca.
Después me obligué a bajar un escalón. Otro escalón. El último escalón. La basura tirada en el suelo del callejón crujió bajo mis zapatos: vidrios rotos, una aguja, gravilla. Avancé un paso. Otro. Llegué a la salida del callejón y puse un pie en la acera.
Nadie me agarró.
Era libre.
Entonces, me rodearon unos brazos fuertes. Casi me echo a llorar.