«El instante en que se pierde aquello que se ha perdido ya», Juan Manuel Candal
Agregado en 15 noviembre 2010 por Edu in 212, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
«Miralo. Velo. Porque no habrás ya de verlo nunca más. Velo irse, y detené el impulso de seguirlo. Velo irse y sostené las lágrimas: saboreá la dulce angustia, respirá la tristeza que se hace carne.
Miralo irse. Esa figura que podés describir con los ojos cerrados. Esos brazos que te rodearon y sostuvieron setecientas setenta veces, pero no habrán de hacerlo setecientas setenta y una.
Miralo irse. El hombre con el que despertaste por años, los ojos que te vistieron tantas noches. Las manos que asaltaron tu más femenina esencia.
Velo irse, y no quieras alcanzarlo. Que se hagan tus pies de piedra antes de hacerlo, porque lo que viene después… es una luna de papel. Lo que viene después es desaparecer, dejar de existir. No se hable más.»
*
Ana abrió la puerta de la casa y dejó las bolsas sobre la mesa. La casa estaba vacía, Ana lo supo con tan sólo pasar la entrada. Eduardo no había vuelto aún. En el fondo del living, el ventanal daba una vista hermosa hacia un edificio viejo y aristocrático que se erigía magnífico, decadente, cruzando la calle. El cortinado enmarcaba la vista, y la luz del día entraba tímida sobre el parqué de madera. El espacio que separa la puerta de entrada y el ventanal se ha vuelto largo y desolador.
«Esto es lo que ocurre con el tiempo y la rutina», gustaba decir su hermana mayor, Elisa, cuando era consultada. Hacía años ya que había partido a buscar una vida mejor en el viejo continente y como toda persona aventurera y de mundo, suponía que tenía una conciencia absoluta sobre la condición humana. Aún así, a pesar de su intención generosa, Elisa era incapaz de comprender todo lo que no pueda ser abarcado en un manual de autoayuda. Ana la escuchaba, pues no tenía a quien más recurrir, y porque después de todo, seguía siendo su hermana mayor, la que tomó las decisiones difíciles, la que dejó todo y supo ir a buscar su vida a otro lado. Ana, en cambio, se había destacado por tomar siempre el camino más seguro, o al menos eso decían en las reuniones familiares, es decir, cuando todavía había reuniones familiares.
No es que Elisa estuviera completamente errada, su lectura era tan solo simplista. La rutina y su alquimia, el efecto corrosivo del tiempo, no eran el origen ni la causa del estado actual de las cosas. Desde hacía ya una buena temporada, Ana se había repetido a sí misma: Eduardo está ausente. Y algo de eso había: Eduardo últimamente no era el esposo cariñoso que fue por tanto tiempo, con ese brillo alunado en los ojos, con ese arrojo carnal casi irrefrenable. Por meses ya la escena cotidiana los mostraba compartiendo cenas en silencio pleno, o peor aún, a Ana comentando algo acerca de su día, recibiendo apenas monosílabos como respuesta.
Eduardo no estaba; no está ni siquiera cuando estaba. Era un fantasma de carne y hueso, que vivía en su misma casa, y llevaba un rostro que recordaba enseguida a aquel otro, más vivaz e iluminado, que la había conquistado ya casi diez años atrás. Últimamente ni se habían tocado. Hasta no mucho tiempo atrás, Ana todavía intentaba acercarse a él, pensador compulsivo que fijaba sus ojos en el techo mientras sus sinapsis recalentaban. Y habría Ana de acariciar un cuerpo casi ajeno, habría de dormir abrazando un torso hueco de un hombre que descansaba a kilómetros de distancia. Y lo haría porque el amor no se esfuma de un día para el otro: el amor es un trabajo cotidiano, es poner templanza ante la tormenta, es dar sin esperar mucho a cambio, o al menos eso era lo que Elisa gustaba decir desde su terraza soleada. Y Ana conocía un universo de historias como ésta. ¿Cuántas veces había sabido de parejas amigas que se encontraban distantes, en pausa, atascados en lapsos grises que luego terminaban en amistoso reencuentro? Sin embargo, ellos dos llevaban así más tiempo del que Ana podía contar con claridad.
Y la raíz, el origen, al menos aquel que era palpable, o posible señalar como el umbral que marcaba la diferencia entre el antes y el después, había sido un momento muy preciso en el tiempo: aquella mañana en que Eduardo había decidido ponerse a revisar las cajas del sótano. Macho bravío parecía entonces, ya que el encierro había dotado al lugar de un aroma a humedad y podredumbre. Encontró allí una pila de cajas de cartón y bolsas de consorcio con ropas viejas y objetos perdidos que nadie echaba de menos. Y también estaba, claro, la cámara. Una cámara de fotos antiquísima, guardada en un sinfín de cajas concéntricas que Eduardo no pareció reconocer. De hecho, la hizo a un lado y siguió separando lo rescatable, de aquello que no tenía interés alguno. Luego, el mediodía siguiente la caja apareció abierta y, sentado en ese suelo húmedo y roñoso, un hombre contemplaba con hipnótico interés el férreo mecanismo del artefacto, examinando el estado general y, suponía Ana, preguntándose si sería posible hacerla funcionar nuevamente.
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Así como llegó el llamado del sótano, todo se desvaneció enseguida apenas hizo su entrada triunfal la cámara. Olvido para las cajas y las bolsas, la ropa vieja y los papeles amarillentos. Se cerró la puerta, como había estado por años y nadie volvió a bajar. Eduardo tenía ya bastante ocupación pasando varios días dedicado en casi todo su tiempo libre a limpiar y restaurar la máquina, pero lo más llamativo de todo era su inexplicable y metódica habilidad natural para desarmar casi hasta la médula el aparato y, luego de dejar cada pieza lustrosa y lujosa, volver a montarla a la perfección.
Por entonces, Ana lo había tomado como una excentricidad peculiar de su marido, que nunca había sido el más común de los hombres. Ya desde los años de facultad solía ser retraído y por eso apenas contaba con uno o dos amigos. Cada tanto pasaba algún período de total aislamiento, ordenando sus ideas, según él mismo explicaba. Luego, como si nada hubiera ocurrido, volvía y era el de siempre. Ana no sabía muy bien qué hacía cuando no estaba, pero la verdad no parecía muy misteriosa: decían que leía mucho, que dibujaba. Se esparcía. La verdad es que estos ciclos eran breves y tan espaciados que tenían más gusto a extravagancia ordinaria que otra cosa.
El último par de años había estado más lejano… sin encerrarse, sin aislarse, pero tampoco del todo presente. De algunos temas se había vuelto imposible hablar. Teniendo en cuenta que ambos vivían de lo que generaba el comercio de Eduardo, su absoluta reticencia a comentar cualquier cosa relacionada al asunto se volvía más y más incómoda. No hacía mucho había dicho casi al pasar que había puesto a un empleado para tener más tiempo libre. Tiempo libre para qué, había preguntado Ana. Eduardo apenas la había mirado y había sacudido la cabeza. Esa fue toda su respuesta. Nunca más volvió a decir cosa alguna del negocio.
Luego, como si se tratase de una enfermedad degenerativa, lo que había comenzado como una curiosidad se había vuelto una constante. Casi nunca tenían sexo pero eso no era algo tan raro, después de todo, como Elisa bien lo explicaba, el apetito sexual va decayendo con la rutina y ellos ya llevaban unos cuantos años de rutina. Pero desde que había hecho su estelar aparición el chiche mecánico de Eduardo todo contacto era cada vez más cansino, desganado, plomizo.
Al tercer día de pasar la tarde revisando los mecanismos y por tercera vez desarmar, limpiar y volver a montar todo en pleno living, sentado en un sillón viejo y con la televisión prendida de fondo, Eduardo sacó de su bolsillo un rollo nuevo y lo colocó en el compartimiento de la máquina. Un momento después informó, sin siquiera mirar a Ana a los ojos, que estaba pensando en abandonar su trabajo. Cuando Ana se acercó para saber a qué se refería exactamente, Eduardo ya no volvió a hablar. Para peor, ya puesta a punto, la cámara comenzó a vibrar nuevamente. Su sed de capturar momentos en celuloide había renacido.
*
Elisa, ya van dos meses que apenas sale un rato al negocio y vuelve. Parece que dejó todo en manos del muchacho aquel que tomó y se conforma con buscar el dinero cuando corresponde y darse una vuelta cada tanto para ver si todo va bien. Vos sabés que el dinero nunca fue problema entre nosotros. Yo siempre mantuve mi parte de lo que nos dejaron mamá y papá y con Eduardo tenemos ahorros, pero desde que apareció esa cámara, no hace otra cosa que salir un rato a la mañana, volver con el diario al mediodía, leer mientras almorzamos y luego volver a salir por la tarde a sacar fotos mientras haya luz. Cuando llega, quita el rollo y la desarma. Limpia con un pincel cada parte por separado, luego vuelve a armarla y a cargarle un rollo nuevo.
Ya ni siquiera me habla. Yo sé que llevamos un tiempo distanciados. Sé que con los años se instala la rutina, y todo lo que siempre me decís. Lo sé. Pero eso no es todo. ¡Ay Elisa! Lo que me cuesta decirte lo que vengo sospechando…
Sé que es una idea mía; Eduardo parece tan ensimismado que es casi imposible que sea así… pero no puedo dejar de pensar que hay otra mujer. Últimamente se viste más arreglado para hacer su paseo diario: se peina y perfuma… ¡Eduardo! ¿Sabés hace cuántos años no lo veo perfumarse? ¡Si hasta se compró un perfume caro y todo! Pero se lo pone para sus salidas… nunca para estar conmigo. Y ya sé que es una pavada, pero creo que la última vez que le sentí aroma a otra cosa que no sea él mismo fue en la iglesia cuando nos casamos. ¿Por qué ahora? Se arregla, toma la cámara y sale. ¿Y todo nada más que para sacar fotos? Elisa, al día de hoy, no sé con quién más hablar al respecto.
*
Concluida la visita al correo, Ana volvió a su casa previo paso por el almacén. Esa mañana había tomado una decisión importante: más allá de Eduardo estaba ella, Ana, y era hora de dedicarse un poco a sí misma, de tenerse en cuenta como mujer, ya que después de todo estaba a mitad de los treinta y era temprano para retirarse del mercado. Se lo había aconsejado Elisa, y tenía razón. No se trataba de buscarse un amante o sembrar dudas en su marido, sino de darse su lugar propio. Por eso había estado mirando ropa. Hacía mucho que no se compraba algo para ella, para lucir aun si sólo se trataba de ir al mercado o al banco. Algo para sentirse que había algo más en su vida que Eduardo. No era una mujer fea, nunca lo había sido. Tenía una belleza finita, de barrio, casual y que nunca la llevaría a ganar un concurso de modelos, pero también había sido pretendida de joven y no por pocos hombres. Luego se había consagrado a las mieles del amor, el compromiso, la boda, la vida de matrimonio y todo lo que eso conlleva. Esa mañana había visto un vestido rojo, nada del otro mundo, pero de una tela suave, sedosa, al cuerpo, parecida a una que había tenido muchos años antes. Pensó en comprarlo pero sintió una suerte de vergüenza tácita, como si no pudiera lidiar con el temor a hacer el ridículo. «¿Para usted, señora?». Lo peor sería que le dijeran señora. Luego, ya camino a casa, se arrepintió de no haber tenido más iniciativa… quizás otro día.
Ana dejó las bolsas sobre la mesada de la cocina. La casa estaba vacía, bastaba entrar y sentir el silencio sepulcral. Aún así, cuando asomó al living, notó un detalle particular: la ventana estaba abierta, las cortinas haciendo arabescos al margen.
Ana se acercó a la ventana, algo perpleja, aunque tuvo tiempo de notar a medio camino que la cámara estaba allí, en la mesita baja cerca de la correa de la persiana. La contempló por un instante. Parecía ajena ahora, como si nunca hubiese sido suya. Alrededor había a su vez una docena de rollos ya expuestos, totalmente abandonados. Ana tomó uno y lo miró con sorpresa. Luego hizo lo mismo con otro. Y otro. Asombrosamente, no estaban revelados. Por alguna extraña razón, Eduardo, que profesaba tanto interés en el funcionamiento de la máquina y pasaba tardes enteras capturando momentos en imagen, no parecía interesado en conocer el resultado final. Y además, si la cámara estaba allí, ¿dónde estaba Eduardo?
La embargó una oleada de tristeza: simple tristeza, ganas de llorar y encontrar consuelo en una almohada. Sin embargo se mantuvo de pie y tomó la cámara. El primer impulso, por supuesto, fue el de deshacerse de esta para siempre. Lanzarla por la misma ventana y que se destruyera en el glorioso impacto contra la calle; no más fotos haciendo brecha entre ellos.
Dejó correr una bocanada de aire y luego rió. Era ridículo culpar a la cámara. La misma prueba estaba allí: evidentemente la cámara sólo había sido un puente, un umbral más que cruzar en una travesía cada vez más degradante y lastimosa. Todavía riendo de tristeza, dejó el aparato en la mesita y el mismo peso de la máquina hizo que los rollos expuestos se sacudieran un poco. Por un momento, parecieron vivos, o como si hubieran cumplido de forma aceleradísima el ciclo de toda vida: no ser nada, ser, dejar de ser.
Ana se dispuso a cerrar las ventanas y correr las cortinas, pero cuando estuvo frente al balcón sintió el impulso de dar dos pasos más y quedar de frente a la brisa. Vivían en un quinto piso, por lo que el viento siempre se sentía con más fuerza y autoridad, y… necesitaba el aire fresco.
En realidad nunca llegó a sentirlo porque apenas dio esos dos pasos en el esmirriado balcón bajó la mirada hacia la vereda opuesta. Y fue entonces que lo vio.
*
Elisa, me tiembla el pulso. Me tiembla la voz. No sé cómo explicar lo que pasó hoy… Llegué a casa y encontré el ventanal del living abierto de par en par. Sabés que nunca lo dejamos abierto, por las ventiscas, qué sé yo, por las dudas… Y cuando fui a cerrarlo, me di cuenta de que Eduardo había salido sin la cámara, porque la cámara estaba en la mesita chica del living, la de mamá, ¿te acordás? Y ahí salí al balcón a tomar aire y lo vi. Lo vi parado enfrente, vestido de punta en blanco. Miraba su reloj constantemente, como si esperara a alguien. Tuve miedo de que se diera vuelta, levantara la vista y me viera… ¡como si fuera yo quien tenía algo que ocultar, te das cuenta!
Pero lo peor vino después. Todavía no sé cómo decirlo. Supongo que mejor lo escribo como me sale. Me quedé ahí, casi como queriendo ocultarme y esperé lo que debe haber sido más de media hora. Él no hizo nada, Elisa, sólo mirar el reloj cada tanto. Y de repente empezó a caminar de vuelta a casa. Tuve que bajar la persiana a toda velocidad y esconderme en la habitación. No sé por qué sentí que tenía que disimular que lo había visto, no había hecho yo nada que pudiera ofenderle, y por el contrario, siento que es él quien me debe unas cuantas explicaciones.
Ahora estoy acá, en la cama, escribiéndote mientras él está en el living con el televisor prendido. Sabe que estoy, porque están las bolsas con lo que compré en la cocina, pero ni siquiera vino a saludarme. Siento que estoy viviendo una locura, no entiendo absolutamente nada. Y peor, ahora tengo la certeza de que hay alguien más, que la cámara era sólo la excusa. Y tengo miedo de lo que pueda descubrir. Vos sabés que me destruiría saber que Eduardo me engaña, pero ni siquiera es eso. Un engaño sería duro, pero lo que realmente temo es otra cosa. Temo que ame a otra mujer, Elisa. Temo que no sepa cómo decírmelo.
*
Confirmando en cierto modo las sospechas de Ana, Eduardo no volvió a usar la cámara.
A la mañana siguiente, cuando lo vio volver con el diario, presumiblemente de su visita al negocio, Ana se atrevió a recordarle que su objeto de afición estaba abandonado allí junto a la ventana. Eduardo ni se molestó en responder. Tan sólo dejó el diario a medio terminar sobre la mesa, tomó la cámara, bajó al sótano y volvió a dejarla allí, guardada y olvidada por otra generación. Un momento después, parecía que la máquina jamás hubiera vuelto a conocer la luz.
Cuando el día terminó Ana había canalizado su ansiedad lavando la vajilla, limpiando los vidrios y barriendo todas las habitaciones. Su hermana le habría dicho que la limpieza era buena terapia. Sonrió para sí y sin saber por qué, supuso que era un pensamiento muy femenino. Apagó las luces, salvo las del living, donde su marido miraba la televisión con expresión ausente, no mirando la pantalla, sino a través de la ésta, y finalmente se fue a acostar.
Aquella noche fue interminable. La cama estaba vacía de un lado y Ana dormitaba y despertaba, una y otra vez, confusa, cansada. Siempre era un rato más tarde, y todavía seguía escuchándose de lejos el eco de la televisión. Era habitual que Eduardo se acostase más tarde que ella, pero esa noche era diferente. Su mente visitaba una y otra vez la ominosa imagen de su marido esperando en la cuadra de enfrente. ¿Esperando qué? ¿Arreglado para quién? Sabía que ya era hora de hablar con Eduardo de lo que pasaba. Después de todo le había dado su espacio, para que no dijera que ella era demasiado absorbente, como en otros tiempos.
Antes, cuando perdía el interés, se iba a desarmar y armar la cámara. Ahora también la cámara había sido relegada. Primero Ana, luego la cámara.
El sueño, el sueño denso y reparador, siguió eludiéndola hasta tan tarde que ya empezaba a ser temprano. A su lado, sólo un revoltijo de sábanas y aire. Todavía un poco entumecida, Ana se puso de pie en plena hora muerta de la madrugada, y transitó el pasillo descalza hasta la puerta del living, que estaba entornada, lo que despertó aún más su curiosidad.
Pegó un ojo a la rendija y lo que vio le disparó las pulsaciones como un trueno inesperado y fatal. Eduardo, ensimismado, hablaba por teléfono. Murmuraba en realidad. Ana no recordaba cuándo había visto a Eduardo hacer algo tan cotidiano por última vez. Pero había entornado la puerta, y apenas susurraba.
Ana corrió hacia la habitación, y se abalanzó sobre la mesa de luz donde se encontraba el otro teléfono de la casa. Levantó el tubo con cuidado de no hacer ruido y se dispuso a oír la conversación. Después de un momento en silencio escuchó la voz de su marido, la misma que ella apenas escuchaba últimamente, diciendo a otra mujer: «Te extraño, no aguanto, no puedo esperar a verte de nuevo.»
En ese instante Ana creyó que desataría en sollozos y se delataría, el engaño quedaría evidenciado, y al menos ella podría descargar su angustia con recriminaciones y crueldades. Y sin embargo, algo estaba fuera de lugar. Algo desafinaba. Siguió escuchando a su marido hablándole a la mujer, queriendo identificar aquello que se le escapaba… de repente, algo llamó su atención y se quedó paralizada. Sintió que se quedaba sin aire y temió desmayarse. Del otro lado de la línea nadie estaba respondiendo.
«Sí, está bien, te entiendo… pero necesito verte pronto.»
Otra vez la voz de su marido, y otra vez silencio luego. «Sí, mañana por la tarde entonces, te voy a estar esperando. En la esquina de la otra vez.»
Silencio. La línea estaba muerta.
La realidad se le vino encima como golpe de martillo.
Su marido estaba hablando solo.
De repente, todo lo que venía ocurriendo cobraba sentido. Primero, haber dejado su negocio en manos de otro, luego haberse encerrado progresivamente. Después la cámara, la obsesión por armarla y desarmarla, sacar fotos que nunca serían reveladas. Pensó en cómo había detectado esos rasgos excéntricos en él cuando se conocieron y cómo había pensado que no debía darles mayor importancia. Pensó en cómo se perfumaba entonces y cómo había vuelto a hacerlo ahora que hablaba con nadie. Le juraba amor a un fantasma, a un silencio. Eduardo había perdido la cordura.
Ana soltó el tubo de teléfono, desencajada. Pronto la invadió una sensación de sueño aplastante. Se abrazó a la almohada y deseó ser de vuelta aquella Ana joven y chispeante, la que había encontrado en Eduardo un hombre que nunca la dejaría desprotegida. Con horror descubrió, mientras se dormía, que prefería la locura antes que el desamor.
Ana despertó ojerosa y bien entrada la mañana. No había rastro alguno de Eduardo. Pensó en llamar a Elisa, pero se descubrió más desganada que angustiada. Todo, absolutamente, le resultaba un esfuerzo casi imposible. ¿Hacerse el desayuno? Ni hablar. Recordó lo que se había prometido, el vestido rojo, el vendedor que seguro la trataría de señora. Se sintió estúpida, como si despertara de un sueño inocente y vivaz, de esos en los que las cosas no son tan duras y luego llega la vigilia y de un golpe te recuerda que sí, las cosas están duras y peor también.
Pasadas las dos de la tarde llegó Eduardo, que encendió el televisor y se dejó caer en el sillón. Ana hizo unos fideos a puro desgano y los sirvió en la mesa. Eduardo jamás fue por su plato. Un rato después se levantó, fue en dirección al baño, se duchó, peinó, perfumó, y finalmente se puso su camisa azul, la misma camisa que Ana le había elogiado tanto en otros tiempos más felices.
Todo el tiempo Ana lo vio moverse como un ente sin vida, tal vez perdido, quizá confundido. Algo en él estaba insano, recordó Ana con un súbito espasmo de angustia. Pero no era solamente eso. Ya lo había pensado toda la mañana y había llegado a la conclusión de que no era algo tan grave… era tal vez una crisis emocional, quizás incluso una fantasía que su marido estaba viviendo en su cabeza, tal vez con excesivo apego.
Cuando Eduardo ya se aprontaba a salir, el reloj de pared marcaba las cinco de la tarde. Ana lo vio cruzar la puerta del departamento sin decir adiós, partiendo a un encuentro vacío, yendo a un lugar donde nadie lo esperaba. No supo si sentir pena por ella o por él.
Se sentó a la mesa del living, a pasar otro atardecer como fantasma, mirando la luz que se extinguiría mientras ella se hacía preguntas y cada tanto, lloraba ensimismada. Pensó entonces que ella también se había aislado del mundo a su manera, y que ahí estaba la prueba: a excepción de Elisa, no tenía realmente a nadie fuera de Eduardo. ¿Dónde habían quedado los amigos? Habían desaparecido, de a poco, gradualmente, que es como desaparece la gente. Y como suele suceder, no lo había notado hasta que había sido demasiado tarde.
Y esa era la clave. El tiempo, el mismo que se le escurría ahora mientras su marido iba a ver quién sabe a quién, solo y volado. En ese momento supo que tenía que ir tras él. Tenía que buscarlo y rescatarlo. Llevarlo de vuelta a casa y recuperarlo. Si hacía falta, harían terapias, o incluso internaciones.
Se levantó disparada y buscó un abrigo. Se vio de pasada en un espejo, avejentada y desarreglada. Ya no había tiempo si no quería perderle el paso. Tomó las llaves y a medida que cruzaba la puerta del departamento, esos tóxicos pensamientos volvieron a hacerse presentes, como susurros que no provenían de ningún lado, pero a la vez imposibles de ignorar.
«Miralo. Velo. Porque no habrás ya de verlo nunca más. Velo irse, y detené el impulso de seguirlo. Velo irse y sostené las lágrimas, saboreá la dulce angustia, respirá la tristeza que se hace carne.»
Ana apartó estos pensamientos confusos de su cabeza. Se trataba de su marido, y por más loco que estuviera, lo quería lo suficiente como para ir por él adonde fuera necesario. Para acompañarlo, para sanar con él.
Ana dejó el edificio.
Eduardo ya se aprestaba a dar la vuelta a la esquina, y Ana tuvo que apurarse para no perderle pisada.
«Miralo irse. Esa figura que podés describir con los ojos cerrados. Esos brazos que te rodearon y sostuvieron setecientas setenta veces, pero no habrán de hacerlo setecientas setenta y una.»
Eduardo se detuvo finalmente, a tres cuadras de su casa. Ana, que lo seguía a una distancia prudente, sintió un arranque de furia al notar que la esquina que elegía para citarse con la otra, aunque la otra no existiera, era la misma esquina en la que se citaba con ella cuando eran novios. Y por un momento, la sensación que la invadió fue la extrañeza de notar que no había cambiado tanto el barrio en diez años. Tuvo que recomponerse y pensar con claridad. El hombre no se había citado con nadie. El hombre le susurraba a teléfonos con la línea muerta.
Ana se detuvo y permaneció a unos treinta metros de distancia. Se refugió en un portal gris de cemento quedando apenas oculta. Desde ahí podía asomarse y mirar hacia donde estaba Eduardo. Imaginó cómo sería verlo caminar sólo cuando nadie acudiera a la cita, o si sería como uno de esos personajes de película que van caminando de la mano de alguien que nadie más puede ver. Al menos, la ansiedad era urgente: Eduardo miraba hacia lo lejos, centelleando de nervios. Parecía un adolescente enamorado, lo que era a la vez tierno y profundamente doloroso.
«Miralo irse. El hombre con el que despertaste por años, los ojos que te vistieron tantas noches. Las manos que asaltaron tu más femenina esencia.»
Y entonces, algo ocurrió. Algo impensable, imposible: Eduardo levantó un brazo, saludando a alguien a lo lejos, y lo más extraño, una mujer parecía acercarse hacia donde estaba él.
Ana comprendió en un mismo instante que su marido no estaba loco. Y que sí había otra mujer.
Una lágrima austera se deslizó por la mejilla de Ana, que enseguida se asomó para ver cómo seguía la escena.
La mujer llegó adonde Eduardo y se abrazó a él, quedando cubierta casi enteramente. No era el abrazo de dos que se quieren; era el abrazo de dos que se empiezan a amar.
Podía ver la espalda de él, y los brazos de ella rodeándolo. Pudo notar que ella llevaba puesto un vestido rojo informal, algo aún más cruel. Los labios de Ana temblaron a la vez que sus ojos se humedecieron. ¿Cómo? ¿Cómo había sucedido esto? ¿Había sido un sueño lo de la noche anterior? ¿Sería ella la que estaba loca y no él? Si la mujer en efecto existía, ¿qué decía eso de ella?
Ana salió del portón gris y se encaminó hacia la pareja tierna, decidida a saber, decidida a dar con la verdad. Entonces, Eduardo se corrió y Ana pudo ver a la mujer.
«Velo irse, y no quieras alcanzarlo. Que se hagan tus pies de piedra antes de hacerlo, porque lo que viene después… es una luna de papel.»
Eduardo se apartó un segundo y miró a la mujer que amaba, a la que había extrañado tanto. Eduardo miró a Ana, la joven Ana, que venía desde tan lejos sólo para verlo. Algún día se comprarían una casa en la zona, de modo que ella no tuviera que viajar tanto. Ah, Ana, brillante y hermosa, tóxica y adictiva, con la cámara de fotos que acababan de regalarle asomando en su cartera. El abrazo había sido tan sentido que cuando Eduardo la miró, por un momento creyó que ella iba a llorar de emoción. Pero Ana parecía perpleja. Algo en sus ojos se nubló por un momento.
—Ana… ¿qué pasa? —dijo Eduardo, a la vez que volvía a abrazarla.
Ana no podía apartar la mirada del lugar donde había creído ver a la mujer, una señora de unos cuarenta años tal vez, avejentada y con la tristeza de un fantasma de ciudad. Luego la perdió de vista cuando los transeúntes que cruzaban la calle la taparon, y ya no hubo nada allí, pero por un instante, había reconocido algo familiar.
Pronto se sacudió esa sensación ominosa de encima para volver la mirada al hombre que la abrazaba.
—Nada, todo está bien. Me pareció ver a alguien —dijo, y ambos se besaron, dejando de lado cualquier confusión anterior.
«Lo que viene después es desaparecer, dejar de existir. No se hable más.»
Juan Manuel Candal nació un 24 de Octubre de 1976. Es escritor, guionista y director de cine. Se recibió de Director de Cine en el año 2001 y se ha desempeñado como autor de sus propios trabajos, a la vez que ha participado como productor y compositor en películas y cortometrajes ajenos. Como autor de ficción literaria, ha escrito una novela, «Hotel Desolación» y dos colecciones de cuentos: «Yo robé tu nombre» (Editorial Dunken, 2009), y «El atardecer de los pobres». Es autor, además, del libro de ensayos «Perro malo» (2009) que reúne los textos publicados en un blog que mantuvo entre los años 2006 y 2009. También escribe un blog de opinión, «Mil palabras no pueden equivocarse», y colabora con publicaciones literarias. Va por su segunda novela.
Este es su primer trabajo publicado en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con EL RELOJ QUE MARCHABA HACIA ATRÁS, de Edward Page Mitchell; EL PRESAGIO DEL RÍO UPRA-YAN, de Damián Arturo Madrigal Aguilar; LA VISITA, de Ricardo Rubio y VEINTE BREVES VIAJES POR EL TIEMPO, Varios Autores.
Axxón 212 – noviembre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Obsesión : Viajes en el tiempo : Argentina : Argentino).