«Francotiradores», Guillermo Osvaldo GarcÃa
Agregado en 15 noviembre 2010 por Edu in 212, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Martes
Dormà mal. Sobresaltado. No tanto por las esporádicas detonaciones —a las que ya me acostumbré—, como por los rebotes. El sonido de las primeras no deja de ser siempre igual. Y es esa perseverancia la que no molesta. En cambio, los rebotes son imprevisibles… Hace un rato, por ejemplo, el del catorce hache disparó una ráfaga contra la pared lateral de la unidad cuarenta-frente-bis. Los rebotes fueron y vinieron de aquà para allá, iguales a enjambres de abejas locas estrellándose contra pianolas desafinadas. Saltó en pedazos el ventanuco del baño. Jamás lo reforcé. Lógicamente supuse —aunque en nuestra situación la lógica no cuenta— que por ahà ninguna mira podÃa tener acceso. Sin embargo, los rebotes son ajenos a la intención o a la ubicación de quien dispara. Y a propósito: si pudiera encuadrar al del catorce hache, lo aniquilarÃa sin miramientos. Pero lamentablemente está fuera de mi campo de acción. Algo más arriba y en mi misma lÃnea de tiro. Lo imagino desquiciado… Presa de accesos de furia repentinos e inexplicables.
Miércoles
Me sé distinto al del catorce hache. Más metódico. Más reflexivo. Quizá más resignado. Y lo que hago —lo que estoy condenado a hacer— lo hago sin ninguna clase de afán competitivo. Quiero decir que lo hago a manera de juego, de distracción. Sigiloso, camuflado, me acerco cada tanto a la ventana. Busco paciente a través del visor una presa, esto es, un punto preciso donde imagino que el blindaje pueda ser más vulnerable. Y presiono el percutor. Una vez. A lo sumo dos. Nada más. Me molestan los ruidos. No tanto las detonaciones (que son unas a otras idénticas, breves), como los rebotes… Pero esto ya lo expliqué antes…
Miércoles (al mediodÃa)
El zumbido de las turbinas persiste inmóvil afuera, más o menos por encima de mi ventana. Abajo, en los patios sombrÃos, los proyectiles perforantes anidan y muerden inclementes. Se oyen alaridos. Imagino el terror, las bocas abiertas, los cuerpos contorsionados, lacerados, rÃgidos… Siempre hay algún desesperado. Algún sin lugar. Desarmado. Insignificante. Pero los observadores no conocen la piedad. Quizá sea esa su función: recordarnos diariamente que la piedad carece de significado aquÃ.
Pienso todo esto casi sin pestañear, inmóvil, agazapado en el rincón más alejado de mi unidad.
Jueves
Ayer por la tarde enfoqué una ventana alargada de la unidad treinta y cuatro-izquierda-bis-sub-diez, aproximadamente en el nivel veinte o veintidós. ParecÃa intacta y, aunque se encontraba bastante al soslayo de mi radio de acción, disparé igual. Detonación, zumbido y chasquido se sucedieron urgentes, casi indiferenciables, hasta amalgamarse en un mismo sonido. Luego, un silencio imperceptible de tan breve, antes de que una llamarada rojiceleste se vomitara efÃmera hacia fuera. Y al instante un estampido sofocado por la distancia. Confieso que me sorprendÃ. Una garrafa, seguramente. Intenté oÃr más. Gritos, tal vez. Pero no pude. Cebado, ávido, desatinado, el loco del catorce hache empezó a granizar en todas direcciones y ya no paró.
Si pudiera hallar el punto justo de rebote en alguna de las mamparas metálicas de enfrente… Lograr que el proyectil vaya y vuelva, desviado levemente hacia arriba, hacia su ventana, hacia el centro de su rostro, hacia el preciso punto situado a mitad de camino entre sus ojos… Si pudiera… Si pudiera… Hacer estallar en mil pedazos ese cráneo, esa cara que nunca he visto, pero que una y otra vez insisto en imaginar y odio…
Un rebote. Tan sólo uno. Limpio, perfecto, geométrico. Uno… Improbable, me dirán… Improbable, sÃ, pero no imposible.
Jueves (por la tarde)
Soñé que finalmente anulaba al del catorce hache. Yo estaba solo… absolutamente solo en una terraza amplia y vacÃa. PresentÃa un cielo ilimitado y gris sobre mi cabeza. Casi sin viento. Casi sin aves. Pero esas cosas eran secundarias para mà entonces, que no miraba sino un punto preciso a través del visor. AhÃ, bajo los techos cuadriculados, en lÃnea recta, esa ventana… Esa… Desprolijamente cuajada de placas blindadas sólo estorbadas por unos pocos orificios. De uno de ellos sobresalÃa un cañón nervioso. Disparaba, cada tanto, ráfagas sin táctica ni orden. Abajo, en los tubos de aire y luz, los rebotes eran infernales. Impacto tras impacto hacÃan saltar fragmentos de mamposterÃa y encendÃan fugaces chispazos cuando pegaban sobre barandales o rozaban los blindajes. Sin embargo, a mà nada parecÃa alterarme. Ni siquiera los rebotes. Sólo fijaba el punto de la mira en aquella ventana, más precisamente en una de las pequeñas aberturas ubicada susceptiblemente arriba del inquieto cañón que, presa de torpes espasmos Ãgneos, no cesaba de escupir y toser. SabÃa que en mi dedo estaba el poder de acabar, de una vez por todas, con ese maniático insufrible. Dilataba el momento. Saboreaba cada uno de esos instantes de espera. Por fin disparé. Distante. Preciso. Inexorable. Una. Dos. Tres veces.
Viernes (apenas después del mediodÃa)
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Nunca le presté atención a esa ventana. RetraÃda, jamás blindada, arrasada desde hace años por distraÃdos perdigones, descarté siempre que daba al interior de una unidad deshabitada. Por lo demás, estas unidades no escasean. Acá y allá se diseminan tanto hacia arriba como hacia abajo. No ofrecen peligro y, por eso, las ignoramos. Hasta hoy. Hasta que apareció ella. Fue poco después de que hiciera su diaria recorrida una de las vetustas naves de exploración y exterminio. Cuando esto ocurre nos apartamos de nuestros puestos junto a las ventanas: los rastreadores son sumamente sensibles y no hay blindaje que resista los proyectiles de los observadores. Cuando el ruido monocorde y pesado de las turbinas comenzó a alejarse irreversible, retorné a mi puesto y la vi: anónima y mujer, enmarcada y desnuda, inexplicable y única. Sola, allà en su ventana. Dueña, con seguridad, de indefinidos haces de miradas convergentes. Dueña, en fin, del silencio. Lenta, estudiadamente, avanzó después de un rato hasta el saliente del balconcito. Salió. Extendió de a poco sus brazos, perpendiculares a sÃ, como abrazando el aire o todo o a cada uno de nosotros. Y asà se quedó, crucificada a la nada. Las detonaciones, aún las más lejanas, habÃan cesado. Timor panicus, recordé haber leÃdo hace mucho y no sé dónde. Yo la observaba a través de la mira, posada como un dedo invisible apenas arriba del centro de sus pechos. Imaginé al demente del catorce hache, desorientado, tratando de descifrarla. Lo supe indefenso. Al fin entregado. Los ojos cuajados en lágrimas, queriendo no mirar y mirando de todos modos lo que jamás, jamás, poseerÃa. Frente a él, inalcanzable, ella. Toda piel y cabellera y labios y misterio sombrÃo bajo el vientre. Ella. Todo lo perdido… Todo lo negado… Ella.
Inquebrantable, desolado, cerré los ojos y oprimà el gatillo con delicadeza.
Guillermo Osvaldo GarcÃa nació en Banfield, Provincia de Buenos Aires, en 1966. Estudió Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, donde actualmente se desempeña como docente. Ha publicado cuentos y ensayos en diversos medios.
Este es su primer trabajo publicado en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con AL ACECHO, de Eduardo L. Poggi; HACIENDA, de Cristian Lintz de BonÃn y REBAÑO APESTOSO, de Francisco EnrÃquez Muñoz.
Axxón 212 – noviembre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ficción especulativa : DistopÃa : Argentina : Argentino).