Revista Axxón » «Trashpunk» (parte 2), Ramiro Sanchiz - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

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Al otro día desperté pasadas la una de la tarde, abrí la ventana y constaté que seguía cayendo plomo fundido del cielo. Los veranos en Montevideo empezaban a volverse intolerables, pero mis principios (provisorios, claro) me impedían huir hacia los paraísos de los hippies y la posburguesía, salvo que el viejo sueño de la gira rockera hacia el Lejano Este sí se cumpliera ese enero, y por aquellos días empezaba a resultar claro que no, que habría que esperar por lo menos un año más. Este clima me hace aún más imposible escribir, me automentí. Vegeté durante un par de horas más escuchando Alice in chains y Faith no more, y a eso de las seis de la tarde las voces de Jon y Rex en el portero automático (que no funcionaba, claro, siempre tenía que bajar) me anunciaron que traían tres litros de cerveza helada. Yo tenía una bolsa de papitas sin abrir y un poco de queso y aceitunas; improvisamos una picada —bastó con moverme del sillón de la sala para recordar que no había almorzado y que tenía hambre— mientras conversábamos de las mismas tonterías de siempre. Entonces se me ocurrió una idea:

—Rex —comencé—, me vas a tener que explicar algo.

—¿Qué cosa?

—Por qué le tenés ese miedo al Palacio Salvo. ¿Te pasó algo ahí adentro?

Jon se atoró con una risotada, llenando el aire circundante —y nuestras caras— de pedazos de papitas.

—Claro, el famoso caso de violación por nativos del Congo, ¡finalmente se resuelve!

—Ja ja, motherfucker —dijo Rex, mirándonos a través del vaso de cerveza—; les cuento, si quieren, porque he estado pensando que tiene mucho que ver con el viejo y sus historias… pero también es necesario entonarse un poco, ¿no? —y sacó de su cigarrera Audrey Beardsley un verdadero habano de marihuana.

 

 

El Salvo, comenzó Rex, es un lugar siniestro. Es como el bajo de una ciudad portuaria atrapado entre cientos de paredes laberínticas: putas, travestis, mendigos, pibes inhalando pegamento o dándole a la pasta base, marinos coreanos buscando cogerse gordas cerdas, toda la escoria comprimida en esos pisos y pisos de pesadilla. Quisiera viajar en el tiempo y matar al que lo hizo para originar una realidad en la que nunca existió y todos seamos más felices y mejores, mejores personas, seres pensantes y, sobre todo, mejores artistas. Me tiene totalmente podrido como imagen, como ícono de Montevideo; es una mierda, un supositorio gigante, una nave espacial mal pensada a la que la inercia de Montevideo y su mal diseño contagiado de la mediocridad circundante siempre le impedirán despegar. Pero, aun así, tengo otras razones para odiarlo. Les cuento. Un día tenía que ver a alguien ahí adentro, no voy a mencionar a quién, ¿me siguen? Por alguna razón, no pude tomar el ascensor, sería porque estaban los de mantenimiento, y me vi subiendo por las escaleras, piso tras piso, de hecho perdiendo la cuenta de los pisos. Como nos pasó el otro día, un giro equivocado, un pasillo que no era el correcto y de repente me digo «Rexito, estás perdido viejo, vas a tener que encontrar la manera de salir de aquí y recomenzar el viaje». Estaba en una especie de encrucijada, sepultado en la oscuridad de no ser por unas lucecitas que no servían para nada en esos techos altísimos. Y era raro, aparte, porque nunca me hubiese imaginado que habría algo así en ese edificio, pasillos tan amplios que hacían intersecciones como placitas. O sea, en otras palabras, empecé a asustarme. Sentí que ya no estaba en la realidad, que me había perdido hacia otra parte y en cualquier momento… bueno, imaginaba cualquier cosa, nada específico. Entonces empecé a caminar al azar, en plan when in doubt, young Peregrin, just follow your nose. Claro que mi nariz venía medio inutilizada por haber pasado la noche línea tras línea, así que tampoco podía confiar mucho en otra cosa que no fuese caminar al azar. Y empecé a recorrer un pasillo enorme, lleno de puertas, cada vez más asustado, hasta que encontré una entreabierta y te juro por Crom que no entiendo qué me impulsó a abrirla del todo, así, sin pensar, mandándome de una como un pelotudo que se cae al vacío abriendo una puerta trampa. Resulta que adentro había otro corredor, como de conventillo, y desde los cuartos que podían verse gracias a una serie larguísima de puertas entreabiertas que iban sucediéndose me miraba una gente rarísima, como clones unos de otros pero arruinados, deteriorados, deformes y mutantes. Gente que formaba familias o grupos, que se sentaba alrededor de unas mesas horribles para comer unas sustancias repulsivas, como gusanos embebidos en puré o algo peor. Cerré la puerta y caminé bien rápido, casi corrí por aquel pasillo que iba volviéndose infinito, entre aquella gente que me parecía cada vez mas deforme, cada vez más consumida, como si fueran estatuas de sal que van siendo lavadas por la lluvia y pierden las formas humanas. Entonces giré por una desviación, que pareció salida de la nada, y encontré una escalera; no la escalera, te podrás imaginar; era una escalera, y me sorprendió constatar que desde las ventanitas entraba la luz del sol. La oscuridad de los pasillos del Salvo me había hecho olvidar que afuera era de día o, supongo, que afuera todavía había un mundo («Pará, Rex», le dije, «todo tiene un límite, te puedo bancar la historia copiada de El lugar pero no…») pero nada, prosiguió, te estoy contando exactamente lo que pasó, así que dejame seguir. Me acerco a una de las ventanitas y lo que encuentro no tiene nada que ver con el entorno del Palacio Salvo, la Plaza Independencia, la calle Andes, nada; de hecho parece las afueras de un complejo de viviendas, como ese que hay enfrente al Cementerio del Buceo, ¿ubicás? Entonces me digo «Rexito, viejo, ya encontraste la salida», y bajo corriendo las escaleras, que son de esas más bien chicas, como de servicio, al costado de los edificios, y bajo y bajo, casi corriendo, hasta que llegó a una puerta de metal, la abro, salgo y estoy en un hall enorme, que da a una puerta de vidrio y al día soleado que vi desde las ventanas, y también, a mis espaldas, a lo que parece una escalera enorme que baja hacia un abismo de cavernas («Rex, cortala», insistí, «ya está, ya pasó»), haciéndome acordar al de aquella película de Disney, bastante vieja, Bernardo y Bianca, que cuando yo era chico me hacía cagar de miedo, con los cocodrilos y todo. Y no me interrumpas más, ya termino. Obviamente salí por la puerta soleada, y estaba en el Buceo, a plena tarde, bajo un sol impresionante. Porque era nomás el complejo de viviendas del que les hablaba, que yo conozco porque mi designer tiene ahí una de sus oficinas. Caminé hasta Rivera haciéndome el desentendido, me tomé el bus hasta casa, y entonces juré que no pisaría nunca más el Palacio Salvo.

—Ah, te duró poco el juramento entonces —le dijo Jon, riéndose— pero yo sigo pensando que los nativos del Congo…

—No iba a decirle que no a mi designer —lo interrumpió—; sus deseos son órdenes para mí. A propósito —sacó del bolsillo una bolsa transparente en la que castañearon tres píldoras—: misión cumplida, y estas nenas son para el próximo toque.

—Mirá —dije—, Rex, la verdad yo podría haber inventado una historia mejor que esa.

—¿Ah, sí? —me miró con la expresión del que sabe que ya ha vencido—, ¿y por qué no la escribís, entonces?

—Touché —dije, y me levanté para cambiar el CD.

 

 

A eso de las cuatro de la mañana me puse a leer El sueño de Tesla, de Matías Andreoli. Por momentos levantaba la mirada de las páginas y la fijaba en la ventana, que me dejaba ver la luz encendida en el apartamento de mis vecinas, para luego pasearla por los libros, la habitación (Jon y Rex dormidos en el piso, Jon babeándose un poco, Rex con una expresión diabólica que me hizo desear saber qué estaría soñando) y la computadora apagada. Miré los estantes arqueados por el peso de los libros, miré las paredes que reclamaban una nueva mano de pintura, las colillas de cigarrillos por todas partes, los envases vacíos de agua Salus, las bandejas de cartón con restos de pizza, las carpetas mohosas llenas de cuentos impresos allá por 1995, un par de copias de mis primeros libros de poesía, los ejemplares de la revista que sacaba Emilio Scarone en el 94 con algunos de mis viejos cuentos de ciencia ficción medio perdidos entre tantos trabajos de autores que al final quedaron de este lado de la literatura, un espejo gastado por los años, el portarretratos con la foto de Agustina, los almohadones sucios de ceniza y de vómito, y pensé que todo aquello también podía —debía— servirme para un cuento trashpunk. El calor era insoportable. Encendí el ventilador; lo activé al máximo de potencia y las aspas empezaron a moverse despacio, como subiendo la cuesta contra todo el peso del mundo. Empecé a contar las vueltas: una completa, otra terminada con esfuerzo; después, como si regresara a su casa demasiado borracho, sudando la voluntad por todos los poros, se enlenteció casi hasta la muerte de todo movimiento y, al fin, siguiendo la rutina de todas las veces que lo encendía, empezó a revivir casi triunfalmente. Tres, cuatro vueltas, para que a la quinta diese un salto la aceleración y se instalase en un espacio de seguridad, de confianza. Casi de inmediato, el aparato empezó a funcionar como sabía que era su deber. Acerqué mi cara y mi cuello al aire fresco; «un cuento trashpunk», pensé, y casi sentí en mi mente el nacimiento y movimiento de una idea, «tiene que ser un cuento trashpunk». Iba a dejar al viejo Matías para encender la computadora y al menos tomar notas, pero me detuvo, una vez más, el miedo o la pereza o ambas cosas: era demasiado tarde. Me acerqué a la ventana, con el libro en la mano y mi índice marcando la página; las vecinas habían apagado la luz.

 

Al otro día, Rex vivió su encuentro con la máquina. Me había pedido que lo pasara a buscar; fijamos una hora que le pareció razonable y allí estuve, esperando en la Plaza Independencia, entretenido en tratar de adivinar cuál de las ventanas del Salvo podía ser la del apartamento del viejo y en hojear mi El sueño de Tesla sin mucha atención. Estaba nublado pero hacía el mismo calor del día y la noche anteriores, un calor que parecía multiplicarse con una pauta perdida o derrumbada hacia el ruido blanco y saturar el espacio como un muro o un campo de fuerza. No había viento, y todo hacía creer (a la gente fácilmente esperanzable al menos) que en cualquier momento empezaría a llover. Los monos de la puerta de la ciudadela me gritaron algo; aburrido, me levanté y caminé hacia el Mausoleo, que, dicen, está tallado de una roca caída del cielo en tiempos prehistóricos. Miré hacia el mar, imaginando una enorme extensión verde, llena de camalotes, de serpientes, de iguanas. Helechos gigantes creciendo entre los edificios de la rambla, raíces destruyendo el pavimento a la altura del Castillo Pittamiglio con enredaderas abrazando libidinosamente a la Victoria de Samotracia. Entonces llegó Rex.

—¿Ya está? —le pregunté.

—Sí —dijo—, y fracasé.

—Pero parecés contento.

—Fue el viaje de mi vida.

 

 

Nos sentamos en un barcito de la calle Convención y pedimos una cerveza. Rex armaba el preludio a su historia:

—Y descubrí una cosa más sobre el viejo; el tipo ya está mostrando más confianza conmigo, se permite ciertos comentarios, por ejemplo. Parece que anda con unas ganas dementes de cogerse a una pendeja que trabaja en la casa de masajes que hay en el apartamento de al lado, ¿te acordás que unos pendejos nos putearon cuando pasamos? Bueno, ahí funciona un putero, de esos de volantecitos en la vía pública, tipo 150 pesos el oral, 200 dos chicas, cosas así. Según el viejo, una de las minitas que trabaja es una verdadera belleza. «Altamente dudable», le dije, ya que si mirás con atención todas las minas de esos antros son gordas, horribles, terrajas y desdentadas; de todas formas, el viejo me insiste en que es una belleza: «mirá», dice, «le saqué unas fotos hace un par de días», y me muestra unos papeluchos ajados que seguro imprimió con una de esas matriz de puntos de hace dos mil años. Era una flaquita de ojos grandes; nada especial, nada que llamara la atención, salvo a lo mejor unas caderas interesantes, pero el viejo miraba las fotos como si se tratara, no sé, de una diosa caída a la Tierra. En fin, yo ya lo miraba con impaciencia, ¿no? en plan vamos al grano. Entonces me llevó a un cuartucho en el que tenía una bañera enorme. «Te vas a tener que sacar la ropa y meter en el agua», me dice, «tiene la temperatura y la salinidad adecuadas. Después apagamos la luz, te ponés estas antiparras (saca una especie de escafandra para niños, de esas de plástico celeste que vienen con un esnorkel, llena de aparatitos por dentro y lo que parece un montón de látex o masilla uniéndolo todo, inclusive unos cables que terminaban en auriculares) y, lo más importante, te aplico una intravenosa con una solución de LSD, mescalina y otras cositas más». «¿Qué cositas más?», le pregunto, creo que por primera vez en mi vida con llamalo desconfianza. Porque te juro que todo aquello había logrado ponerme un poquito nervioso; lo sé, lo sé, soy un cagón, pero bueno, el tipo sonríe y me dice un montón de nombres químicos entre los que pesco algo de metanfetamina, no-sé-qué-drina y psico-no-entendí-bien. Más cosas predecibles, como psilocibina y salvinorina. Me quedé mirándolo un poco extrañado. «¿Todo eso?», le pregunto. «No te preocupes», me dice, «las dosis están calculadas con cuidado, algunas triptaminas están presentes apenas como trazas; además te voy a monitorear también el ritmo cardíaco y la presión sanguínea por si hacés algún tipo de crisis. Tengo pronta una dosis de Valium, en caso de emergencias; es un método un poco primitivo pero efectivo; además, supongo que vos tendrás una buena tolerancia». Ja. Se me ocurre que está haciendo un chiste, pero no digo nada. No sé que tendrá el licuado de multifrutas que me va a inyectar, y a lo mejor me he mandado cosas más fuertes en el pasado, pero estar en la bañera medio inmóvil, con cables saliéndome de la piel y un aparato en la cara que parecía sacado de La brújula dorada versión Ricardo Islas, te puedo asegurar que me ponía un poco nervioso. En fin, lo que se venía estaba claro que iba a valer la pena.

Rex hizo una pausa, terminó su cerveza y se sirvió más.

—¿Y qué pasó? —pregunté.

—El viejo se va, me quedo a oscuras en la bañera y empiezo a sentir que el clericó está pegando. Yo me había preparado para los efectos que irían sucediéndose, el ácido por ejemplo; ante la naturaleza digital o disminuida de los estímulos ya me imaginaba un viaje puramente mental, abstracto, en plan Terence McKenna y el I-Ching, todas esas bobadas, ¿no? Es decir, campos morfogenéticos, machine elves, mandalas, en fin. Lo de la Salvia Divinorum me interesaba más, por el tema de la disolución del yo; eso me parecía coherente, porque si tenía que comunicarme con una inteligencia extraña a lo mejor estaría bien primero desprenderme de esas capas de piel que… bueno, vos me seguís. Empezaba a ver teselaciones brillantes en los bordes de mis ojos cuando, de repente, el viejo, desde la otra habitación, agarra y prende el artefacto que tenía en la cabeza. Y ahí veo y oigo con toda claridad, como por primera vez en la vida, onda debut total de los sentidos. Eso fue genial. Sensación total de traslado; estoy en una sala gigantesca que cambia según la mire, es una catedral, un hangar, una caverna, todo a la vez, y yo voy caminando, siento el ruido de mis pasos, el eco, y me estoy acercando a algo, no sé bien qué. No tengo mayor percepción de mi cuerpo, o sea, no me veo las piernas o los brazos mientras camino; no sé si es porque no me fijo con atención, porque no me importa o porque en realidad no tengo cuerpo. Hay algo, nomás, una… vaga conciencia, podrías llamarla, de que tengo una realidad física. Lo curioso es que eso empieza a atraerme hacia mí mismo. Me paro en medio de esa nave enorme y empiezo a sentirme, a determinar los límites entre yo y el mundo, como si recién en ese momento empezaran a existir y cuanto más percibo hacia adentro, más empieza a parecerse el afuera al adentro. Imaginate que por cada cosa que descubro adentro, un reflejo de esa cosa aparece afuera, perfectamente integrado. Surgieron primero algunos recuerdos, y era raro, porque tenía todo el sentido del mundo percibir esos recuerdos afuera, como cosas en esa catedral o cueva en la que estaba. Cosas, aquí y allá, y también sensaciones medio abstractas; una vez que tocamos «Helter Skelter» con Jon y un batero que teníamos entonces, por ejemplo, y sentí que la música avanzaba hacia mí en ondas que medio se cancelaban con las del bajo y la batería, haciendo vibrar el espacio como en un terremoto. Eso estaba ahí, adelante mío, como una película encapsulada que no se sucedía sino que era todo el momento, autocontenido, esférico. Y me di cuenta de que lo que estaba haciendo era vaciarme, sacar cosas de mi cabeza y colgarlas en ese espacio. Empecé a sentirme más liviano, como si estuviese regalando cosas que ya no necesitaba o dejando atrás el equipaje. Eso tenía que ver, me parece, con el efecto de la Salvia. Estaba bien pensado todo, quiero decir, las dosis, las proporciones. Y no había velocidad ni angustia ni nada, me sentía relajado, de hecho, como te dije, casi no tenía sensación alguna de mi cuerpo. Después empecé a sentir que lo que estaba sacándome eran otras cosas, no sé cómo explicarte… Procesos mentales. ¿Nunca te pusiste a pensar cómo escribís… bueno, o en todo caso cómo no escribís? («Ja, gracias Rex», murmuré) O cómo componés, cómo concebís algo, cómo se te ocurre una idea o… no sé, cómo te movés mentalmente. Sentía que todo eso podía equivaler a un algoritmo, un proceso, y empezaba a verlos adelante mío, primero como máquinas que se acoplaban y se movían, tipo Transformers, y luego como cosas más vivas, que crecían, se enredaban entre sí, se torcían y se anudaban o se marchitaban y desaparecían. Y ahí empecé a asustarme, pero no por lo que estaba viendo, sino porque entendí que todo era parte de un proceso en el que la máquina me estaba examinando; es decir, se había adelantado al intento de comunicación indagándome ella primero, antes que yo pudiese siquiera percibirla. Pero el miedo implicó percibirme a mí mismo con miedo, y me desdoblé. Tenía la experiencia de un yo, un Rex asustado, justo ante mí, y también de ambos, él y yo, yo y yo, bajo el ojo de la máquina; entonces fue raro, porque si bien podía apreciar que el proceso de vaciado de ideas y modos de pensamiento no se había detenido —era como si las cosas siguieran allí, surgiendo, saliendo del otro Rex—, también estaba empezando otra cosa, algo más visceral, como si la máquina hurgase ahora en mis emociones más primarias. Y todo se corporizó en recuerdos, pero mucho más vívidos, terribles, vergüenzas en la niñez, miedos, momentos de estar solo y abandonado, a los tres años, cosas así. Estaba mirando —en realidad el que miraba era y no era yo— hacia lo más profundo de mi memoria, las cosas que me hacen funcionar, los moldes con los que siento o deseo o me enojo o me siento feliz, ¿entendés? Y traté de dejarme llevar, de pasar por el scanner, como si entendiese que una vez terminado el proceso la máquina iba a saber cómo hablarme. Pero no pasó. Empecé a sentir que me acercaba a una zona más profunda todavía, en la que aparecían las imágenes de lo otro, de lo otro abstracto, la idea de cosa diferente, de lo que no sabés qué es; quizá equivalía al momento en que tomé conciencia de mí mismo como separado del mundo. Me gusta esa teoría. Y sentí dolor, por supuesto; si hubiese tenido ojos habría llorado, si hubiese tenido boca hubiese gritado; pero tampoco era que sentía la falta del hardware, ¿entendés? Era o bien todo software o bien modulaciones del hardware, flotaba en una especie de limbo, con todo lo que había salido de mi mente alejándose, excepto las emociones más recientes, que parecían descamarse, capas finísimas que iban desprendiéndose unas de otras a medida que pasaba el tiempo. Quizá era que la máquina estaba concentrándose en ellas, ¿no? Pero entonces volvió el miedo. Porque lo que era ajeno a mí me aterrorizaba, lo otro; y ahí apareció. Creo que fue el único momento en que tuve la sensación directa de la máquina; quizá, mientras prestaba atención a esos procesos de vaciado de mí mismo, no percibí que también me movía, que también me acercaba a algo; aunque al principio del viaje, cuando más claramente sentí que estaba en un lugar, pese a lo cambiante de cómo lo percibía, sí había tenido la sensación, al principio del viaje te digo, de moverme hacia algo, como un descenso tipo Willard y Kurtz, the horror, the horror, cosas así. Y ahora había llegado. Pero no era dónde quería estar. Lo que tenía ante mí no podía entenderlo ni, de hecho, asimilar qué forma tenía o nada, pero era como si flotase en el océano y tuviese ante mí una ballena dormida, quizá ni siquiera eso, porque no era algo que me superase, algo más grande que yo; era otra cosa. No tenía manera de entenderlo; era lo otro, lo que había quedado del lado de allá de la piel. Y sentía que necesitaba atraparlo, englobarlo, como si tuviese hambre. Entonces empezaron a volver. Los recuerdos, los pensamientos, como si se hubiesen cansado de estar al aire libre y de golpe supiesen que tenían que entrar a casa, meterse en la cama y dormir. Por un momento volví a ese pensamiento en el que me desdoblaba y creí ver un montón de yos dispersos alrededor de donde había estado la cosa, la máquina. Iba asimilándolos, uniéndolos desde ser ochenta hasta quedar en cuarenta y luego veinte, y luego diez, y luego quedó uno, no sé si el que en ese momento experimentaba como «yo», ¿entendés? La sensación era que en realidad todos esos eran yo, y me bastaba un mínimo esfuerzo para pasar a ver las cosas desde «su» perspectiva. O incluso desde más de una a la vez, y eso implicaba absorber los yos, asimilarlos. No sé cuánto me tomó hacer todo eso, pero en algún momento fue como despertar: estaba en la bañera, a oscuras. Seguramente el viejo apagó el sistema que proyectaba la realidad virtual en las antiparras. Se abrió la puerta y apareció. Todos los efectos de las sustancias se habían ido; pensé que a lo mejor todo el viaje duró ocho, nueve horas. Pero no, claro. Y supuse que se me había suministrado algún tipo de adrenalina o sustancia capaz de avivar la percepción normal y anular el efecto de los psicotrópicos. El tipo parecía triste. «No funcionó», me dijo. «Pero sí llegué a percibirla», le dije, «estaba allí, existía, no sé si como inteligencia pero sí como cosa, como ser». «Sí, sí», me dijo, como desilusionado, «eso también lo percibí yo. Pensé que una mente joven podía pasar esa barrera, pero parece que no. Al menos no hoy». Y hablamos de intentarlo de nuevo, aunque no parecía realmente entusiasmado. Yo estaba feliz de la vida, o sea, había tenido una de las dos o tres experiencias psiconáuticas de mi vida, me había percibido a mí mismo como si fuese un montón de capas y yo me adentrase una a una, había llegado a remover imágenes de mi pasado más profundo y había visto, no entendido, visto, los procesos de mi pensamiento. ¿Qué más podía pedir? Si al viejo le había salido mal el experimento, problema suyo. Igual quedamos en repetirlo la semana que viene, y me preguntó si vos te animabas, que a lo mejor había que probar con más sujetos. Le dije que sí, por supuesto./p>

—Pará… ¿le dijiste que yo me animaba a algo así?

—Claro, mirá si vas a dejar pasar una oportunidad así. Esto es una de las grandes experiencias, no podés ser tan pelotudo de hacer como que no existe.

Me quedé pensando. Guiándome por la historia de Rex —¿y tenía motivos para dudar de ella? No era lo mismo que la ficción totalmente estúpida de su experiencia en el Palacio Salvo—, aquello era el psicoanálisis definitivo e instantáneo. Podía probarlo, quizá me haría bien; la idea de tener ante mí los procesos fallidos de mi escritura me resultaba fascinante: podría llegar a entender qué estaba trabado en mi mente, qué nudo me impedía escribir, pero, por otro lado, lo que Rex había experimentado como terror podía perfectamente implicar la destrucción absoluta de la mente para una persona con ni siquiera la décima parte, qué digo la décima parte, la centésima parte de sus experiencias psicotrópicas. Además, ¿y si lo que veía no me gustaba? ¿Y si las razones de mi bloqueo estuviesen vinculadas a partes de mí que sería mejor mantener ocultas? Por otro lado, ¿había que mantenerlas a la sombra y a la humedad, donde crecen los hongos y los musgos? ¿Qué hacer?

—No podés poner esa cara, la puta que te parió —Rex se había puesto serio—, veo que estás dudando, y no puede ser. ¿Dónde quedó Rimbaud? ¿El desarreglo de los sentidos para alcanzar la verdad? ¿Dónde quedó Morrison, dónde quedó Burroughs, dónde quedó Blake? ¿El camino del exceso?

—Rex, la concha de tu madre —me irritó que se enojara o hiciera el enojado—, todo eso te lo pasé yo. ¿Rimbaud? No sabías ni quién era antes de que yo te prestara un libro. ¿Burroughs? Ni siquiera habías visto la peli de Cronenberg…

Se rió a carcajadas.

—No te calentés, banana. No podés entrar tan fácil. Sos un calderita de lata; mirá, es fácil: Si no lo hacés te vas a arrepentir. Yo, tarde o temprano, voy a saber qué tenía el cóctel que… no, pará, cóctel tiene connotaciones siniestras… yo voy a adivinar qué tiene el guiso este que me inyectaron y ahí vamos a poder probarlo sin máquinas ni bañeras ni realidad virtual. Pero ahora, dadas las presentes circunstancias, porque, por lo que estoy empezando a creer, este viejo es diez mil veces mejor químico de drogas que mi designer, la única chance que tenés con esto es venir mañana o pasado al apartamento del viejo y conectarte. Acordate de cuando viste Matrix, acordate de cuando viste Estados alterados. Tenés la chance de vivir todo eso ahora. ¿Cómo vas a decir que no?

Parecía razonable.

—Bueno, dame el teléfono del viejo.

Rex sacó su celular y me mostró el número en la pantalla. Lo copié al mío.

—A propósito —comenzó Rex—, creo que estoy empezando a entender por qué tuve la experiencia aquella en el odioso Salvo. Se me ocurrió hace un rato, mientras te contaba lo de la máquina. Y me parece una buena teoría.

Llamé al mozo y pedí otra cerveza. Rex se había recostado en su asiento y cruzado de brazos.

—¿A ver tu teoría, Rex?

—Es muy sencilla. El viejo está experimentando con esta máquina hace años. Me lo dijo. Según sus cálculos la cosa tomó conciencia de sí misma el diecisiete de marzo de 2004, o sea, hace casi dos años. Mi asuntillo en el Salvo fue en octubre del año pasado, y estoy casi seguro de que en todo el deambular que hice, perdido como un pelotudo, tuve que acercarme al apartamento del viejo. Ahora, ¿qué pasa, pensalo, si todo sucedió precisamente por eso, por acercarme? La máquina no va a intentar comunicarse únicamente cuando el viejo se droga o consigue un drogón como yo para hacer sus experimentos. Es lógico que la máquina esté todo el tiempo tratando de comunicarse. Y mirá si tiene alguna habilidad especial y puede deformar el espacio, alterar la percepción llevando a través de, no sé, ondas electromagnéticas parapsicológicas o lo que sea, mirá si puede irradiar eso y alterar la percepción de los que están cerca, haciéndolos alucinar o sentir que en la realidad circundante algo anda mal? A lo mejor, si yo entraba a la habitación esa en que estaban los monstruitos, a lo mejor si yo intentaba hablar con ellos… ¿no? Pero en lugar de hacerlo salí corriendo. No estaba preparado. La experiencia de recién, creo, me hizo aprender algo más sobre mí mismo. Ahora evolucioné.

Sonreí.

—Estás contento con lo que te pasó, ¿eh, Rex? Te viste a vos mismo y, contra todo lo que uno podría esperar, te gustaste.

—Exacto —una vez más la sonrisa del gato de Cheshire—; me confirmó algo que ya sabía, y hace tiempo: que soy un genio.

—Amén —dije, vaciando mi vaso de cerveza.

 

 

 

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