PERÚ |
Hasta ese día, la vida de Julián era todo lo monótona y aburrida que puede llegar a ser una vida. Pese a sus grandiosos atributos artísticos y su formación técnica, acabó finalmente trabajando en el oscuro archivo de un estudio contable, donde aprovechaba su tiempo libre para hacer retratos a lápiz de los hijos de sus compañeros. Cobraba tan poco que todos terminaban pagándole algo más luego de ver, complacidos, la belleza del dibujo. Ese era todo su mundo, hasta que un frío domingo de agosto su vida se transformó totalmente.
Hacía meses que Julián no visitaba la tumba de su padre y ese día se propuso ir al cementerio. Era una mañana fría, de agosto como ya dije, cubierta con una niebla baja que le daba al día un color gris oscuro. Descendió las calles húmedas, flanqueadas por árboles y edificios que apenas se distinguían a unos metros. Antes de entrar al cementerio se detuvo a comprar un ramo de flores amarillas de las más baratas. Al llegar encontró la tumba cubierta de tierra y polvo, el piso repleto de ramas secas y tallos rotos; limpió todo, depositó las flores y luego se inclinó a orar en silencio. Su mente se entretuvo recordando algunos momentos vividos con su padre. Eran siempre los mismos escasos recuerdos. Hasta allí había completado ya toda la rutina que significaba una de esas visitas al cementerio. Pero esta vez se quedó a recordarlo un rato más, quizá tratando de expiar la culpa de su prolongado olvido. Era su manera de compartir unos instantes con él. Lo recordó, por ejemplo, cuando le aconsejaba la manera de buscar una buena mujer, la manera de reconocerla. Poco antes de morir le había dicho: «Ya es tiempo de que pienses en casarte, búscate una buena mujer». Ese fue el encargo más difícil que le dio.
Aún pensaba en ello de vez en cuando pero sin darle demasiada importancia. Una fina garúa había humedecido sus cabellos y el día parecía empeorar. El frío lo obligó a frotarse las manos heladas y a llevárselas a la boca para calentarlas con su aliento. Se persignó pensando en dar por terminada su visita y marcharse, pero al girar la vista descubrió a la derecha, en la tercera fila, una tumba nueva y reluciente. Tenía un marco dorado que resaltaba como un sol en medio de la mañana oscura. Julián se acercó para admirar la tumba bellamente decorada y vio, tras una puertezuela de barrotes de aluminio, junto a unas flores ya marchitas, el retrato de la difunta. Una foto en blanco y negro que mostraba a una preciosa muchachita sonriendo tiernamente, mientras miraba con unos ojos llenos de vida y felicidad. La sonrisa estaba congelada en el momento preciso de su mayor esplendor; lucía dientes parejos, subrayados por unos labios que se contorneaban hasta formar una comisura profunda, poco antes de unos coquetos hoyuelos a media mejilla. Era el cuadro de una sonrisa perfecta y una mirada dulce en medio de un rostro bello. Una de esas expresiones femeninas que tienen el mágico encanto de cambiarnos el ánimo.
Julián se detuvo a contemplar ese rostro influido quizá por su espíritu artístico y su afición a los retratos, o quizá también por el extraño poder de esa sonrisa. ¡Era un rostro tan bello! De esos que cualquier artista disfruta al retratar. Además de contagiar su alegría, esa muchacha parecía invadir nuestro espíritu con su mirada. Julián leyó el nombre escrito en el mármol: Shirley Corrales Moreno. Vio también la fecha que aparecía debajo del nombre y supo que había muerto hacía tan solo tres meses. De pronto lo asaltó un arrebato de indignación interior por la injusticia que le parecía la muerte de una mujer tan joven y hermosa. Se llenó de una pena profunda y extraña contemplando aquel retrato. Recorría cada detalle de su rostro. Auscultó sus ojos y, en la profundidad de sus pupilas brillantes, logró percibir un alma bondadosa repleta de generosidad. Percibió la sencillez de esa muchacha que sonreía con tanta naturalidad irradiando alegría como un sol, y hasta le pareció adivinar que en el siguiente instante sobrevenía una risa aun más amplia y, de seguro, una carcajada sonora. ¿Qué podría haber incitado esa risa? ¿En qué estaba pensando? Y… ¿de qué pudo morir? De pronto su mente se llenó de preguntas y quiso saber más acerca de ella, pero la lápida no ofrecía más datos. Repentinamente el frío lo invadió subiendo por sus piernas y le provocó un escalofrío que le dejó la piel de gallina. Sentía entumecidos los dedos de sus pies, así que decidió irse pronto. En el camino pensó que podía haberle rezado también un Padrenuestro a Shirley, por lo bella que era o había sido, pero hacía mucho frío para regresar; tal vez lo haría más adelante, otro día.
Esa noche, como siempre, Julián se acostó temprano y se dispuso a dormir; pero apenas cerró los ojos, en la oscuridad de su visión apareció el rostro de Shirley iluminando con su sonrisa radiante todos sus pensamientos, como si fuera una luna llena en medio de la noche. Aquella sonrisa resplandeció en su mente sin permitirle evocar las imágenes que habitualmente arrullaban sus sueños. Pasó las horas seducido por esa sonrisa y soñó que perseguía a Shirley en un campo lleno de pequeñas flores amarillas, sin escuchar nada más que el viento y la risa coqueta de ella repetida con un eco insistente. Usaba un vestido suelto y largo de colores claros, y corría cuesta arriba ante un cielo limpio de azul intenso. Al verla alejándose, Julián se llenaba de angustia. La llamaba pero su voz no tenía sonido alguno. Solo se escuchaba la risa de Shirley arrastrada por el viento, hasta que al fin se detuvo en lo más alto de la colina, giró la cabeza, se acomodó el cabello y se quedó mostrando una sonrisa radiante mientras Julián le tendía la mano como queriendo alcanzarla. Se sentía inquieto aunque feliz, trataba de subir pero no podía por más que lo intentaba, como si estuviera caminando sobre una banda sin fin. Su deseo de acercarse a ella lo angustió de tal forma que despertó sobresaltado en medio de la noche, abrió los ojos y recordó a Shirley a través de la única imagen que conocía de ella: el retrato de su sonrisa colocado en su tumba. Se sintió perturbado por esa imagen en medio de la oscuridad. A través del resquicio de la cortina advirtió que ya amanecía. Decidió rezar un Padrenuestro por el alma de Shirley, pero no consiguió dejar de pensar en ella. ¿Quién era? ¿De qué murió? ¿En dónde vivía? ¿Alguna vez se habrían cruzado? ¿Podría averiguar algo sobre ella? El amanecer lo sorprendió todavía pensando en ella y en su sonrisa de dientes blancos. Cuando la claridad le permitió ver el reloj, se levantó sintiendo que ya no era el mismo que se había acostado ayer.
Julián pasó el día laborando como de costumbre, pero sabía que algo había cambiado dentro de sí. Lo asfixiaba una pesada agitación en el pecho, un rumor de torrente que acompañaba el recorrido de su sangre, como si atravesara cauces pedregosos y pendientes cortadas. La luz de esa mirada dichosa en los ojos de Shirley perturbaba su mente como si hubiese visto directamente un foco encendido. Apenas recalaba en un instante de relajo, cuando nadie le solicitaba nada ni tenía nada que guardar o sacar de los archivos, se sorprendía pensando en ella, y hasta sentía que la había conocido realmente. Peor aún, sentía como si empezara a enamorarse de ella. Le había ocurrido antes, pero con personas vivas, obviamente. Pero esto era diferente y hasta ridículo, pues era solo un retrato y, además, el retrato de una mujer que estaba muerta.
De tanto pensar en ella se le ocurrió dibujarla. Cuando terminó el retrato quedó más insatisfecho de lo que habitualmente le dejaba un retrato. No había podido plasmar fielmente el encanto de esa sonrisa. Era una imagen sin vida la que había hecho. El artista nato que había dentro de Julián repudió el dibujo. Pensó que tenía que ver nuevamente ese retrato, estudiarlo mejor; tal vez compararlo con el dibujo para saber lo que le faltaba o le sobraba. Pero no solo pensaba sino que sentía unos deseos intensos, irreprimibles, de volver a ver a Shirley, y ya tenía una buena justificación. Calculó el tiempo y determinó que podía llegar al cementerio antes de que cerrara, entonces se alistó con anticipación para salir, y cuanto más se acercaba la hora de salida, mayores eran su inquietud y emoción, como si tuviera una cita de verdad con una chica real. ¿Lo era?
Apenas llegó al cementerio empezó a oscurecer. Caminando entre las tumbas se le vino a la mente la imagen de su padre. ¿Existirían los celos en el más allá? Por las dudas se detuvo ante la tumba de su padre y lo saludó con una inflexión, se persignó y luego pasó ansiosamente a la tumba de Shirley. Al fin, allí estaba el retrato. Volvió a ver esa sonrisa dichosa, amplia, esos ojos radiantes, esos dientes perfectos. Hasta sentía como si ella estuviera riéndose con él, como si estuviera feliz de verlo. Julián sonrió contagiado y permaneció observándola sin hacer nada más. Observaba esa mirada y podía sentir el espíritu de ella, podía echar una mirada a todo su mundo interno. Cuanto más observaba Julián sentía que su alma se doblegaba y se rendía, que no había forma de que pudiera negarse a amar a esa muchacha. Esos ojos y esa sonrisa llegaban al corazón de Julián como el sol y el agua que nutren el suelo y hacen germinar las flores, sentía que en su pecho brotaba un sentimiento nuevo y desconocido, algo que emergía como la maleza en un bosque tropical, cubriéndolo todo de exuberancia salvaje. Hubiera querido contemplarla toda la vida pero era tarde. Sin pensarlo más, como si tuviera desde mucho antes el derecho de propiedad sobre ese retrato, Julián estiró el brazo, introdujo su mano entre los barrotes, lo sustrajo y lo guardó dentro de su casaca sintiendo que abrazaba al ser amado. Caminó hacía la salida del cementerio seguro de que saldría hacia un mundo nuevo en el que ya no estaba solo, y mientras atravesaba la oscuridad de la tarde, se fue llenando de preguntas ansiosas que le quemaban el pecho.
II
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Al amanecer un gorrión abrió los ojos, se desperezó agitando las alas, sacudió su cabeza y lanzó sus primeros trinos para anunciar que la claridad ya se aproximaba sobre el horizonte. Al escucharlo Julián despertó y supo que eran las seis de la mañana. Buscó el retrato de Shirley con la mirada y lo encontró sobre el armario, sonriéndole en la penumbra de la habitación. Se sintió algo exaltado, notó que en su pecho había una extraña agitación. Sintió frío y descubrió que estaba desnudo. Al moverse lo sorprendió una humedad pegajosa que aún se movía entre sus piernas, y de inmediato le vino a la memoria el sueño que acababa de experimentar. Se sintió algo contrariado porque no evocaba el sueño como se evocan normalmente los sueños. Él podía recordar con sus manos la cabellera de Shirley y la tersura de su piel, recordaba claramente el peso de su cuerpo, hasta podía sentir aún el aroma de su intimidad. En su boca paladeaba todavía un sabor ajeno que no podía ser sino de Shirley. Se quedó rememorando el sueño que tan vivamente se presentaba a su recuerdo, incluso en evidencias corporales que seguía experimentando, y se preguntó por primera vez si estaba loco. Buscó el retrato de Shirley y ella seguía allí, con esa sonrisa plena que parecía contener ahora nuevos matices; con esa mirada traviesa que de pronto parecía lanzar destellos sutiles de complicidad.
En todo el día Julián no paró de pensar en lo que había vivido al despertar. Tenía una mezcla de fascinación y espanto, de gozo y miedo, incitación y temor. Por momentos quería contárselo a todo el mundo pero luego dudaba. ¿Qué era realmente lo que le había ocurrido? ¿Le había ocurrido realmente? No tenía amigos y desconfiaba de todo el mundo. Prefirió quedarse callado aunque su excitación interior estaba a punto de hacerlo estallar.
Así fue como lo vi aquella mañana. Estaba tan extraño que no pude resistir la tentación de preguntarle por lo que le ocurría. Parecía absorto en una meditación trascendental, completamente ajeno a la oficina y a la realidad de este mundo. Le hablaba y no me respondía. Sin embargo, no había pena ni preocupación en su rostro, por el contrario, a veces afloraba una sonrisa de satisfacción inmotivada. Al principio no accedió a mis requerimientos, pero no dejé de insistirle con mis preguntas y, durante el descanso que ambos compartíamos en la pequeña oficina del archivo después del almuerzo, me dijo de pronto que estaba enamorado. Entonces lo comprendí todo y me alegré. Como nunca antes lo había hecho, le invité a tomar unas cervezas para que me contara todos los detalles de su nuevo romance; pero en eso Julián cambió de expresión, me miró sin verme y finalmente me dijo que no, que tenía que acostarse temprano. No obstante, prometió traerme el retrato de su amada al día siguiente.
Cuando volví a verlo al día siguiente ya tenía una expresión cambiada. Parecía feliz en un grado tan extremo que me sorprendí. Yo estaba convencido de que ninguna mujer de este mundo podía provocar semejante dicha. Muerto de curiosidad le exigí que me mostrara el retrato de su amada, y así lo hizo. En efecto, se trataba de una muchacha realmente bella, muy bella. Aunque el retrato era pobre y en blanco y negro, el rostro que se mostraba complacía con holgura. Cabello negro, lacio, ojos vivaces, sonrisa franca. Parecía suficiente para amarla toda una vida. Pude notar que Julián se sentía orgulloso al mostrarla y para mí era claro que estaba muy enamorado. Además debo confesar que yo mismo sentí algo de envidia y hasta pensé que ella era demasiado para un muchacho como Julián. Creo que contemplé aquel retrato más tiempo de lo necesario. Luego llegué a fastidiarme por el excesivo secreto que Julián guardaba sobre la chica. No podía contestarme ninguna pregunta y apenas supe que se llamaba Shirley. Algo molesto, tuve que dejar de tocar el tema.
Al día siguiente era evidente que a Julián le pasaba algo. Quiero decir, algo más. Mejor dicho, algo diferente. Al principio traté de no mencionar su estado, pero mi intriga fue mayor que mi prudencia y le pregunté por lo que le ocurría, pues ya no parecía tan dichoso. Su expresión era de pena y ansiedad. Lo primero que pensé fue que pasaba algo malo con su nueva relación amorosa, pero me aseguró que no, que todo andaba bien. «Al principio el amor te hace feliz, pero cuando crece llega a hacerte sufrir. Cuanto más amas, más sufres,» exclamó con su aire de tristeza. Al no tener respuesta para semejante afirmación me quedé mudo.
Esa tarde, al final de las labores lo vi tan triste que me acerqué a él sin saber qué decirle. Julián me miró y me dijo que le gustaría estar con ella siempre. «Es normal», le dije, «es lo que desean todos los amantes». Él me miró sorprendido y me preguntó si realmente pensaba que eso era normal. «¡Por supuesto!», le dije con plena seguridad. Eso fue todo. Luego me despedí y me fui sin saber bien qué era lo que sentía por él. Desgraciadamente, ya no lo sabría porque nunca más volvería a verlo.
Al día siguiente no vino a trabajar y me pareció un descaro de su parte tomarse el día para pasarlo con su nueva amada. Justo cuando empezaba a murmurar en contra de él, me di con una nota que me había dejado el día anterior. Estaba escrita a lápiz en una hoja con membrete de la empresa, con su preciosa letra de trazo fino me explicaba toda la historia de Shirley, que es la que acabo de referir. Me quedé helado cuando leí que se había enamorado de una chica muerta y que había decidido ir a su encuentro. Para entonces no comprendía lo que eso significaba. Decía que me dejaba su escritorio abierto y que el retrato de ella se encontraba allí. Me dejaba instrucciones rogándome que lo llevara al cementerio y lo devolviera a su tumba. Había un croquis y el nombre entero de ella. Eso era todo. Aún no salía de mi asombro ni había empezado a analizar el asunto para comprenderlo cabalmente cuando llegó don Carlos, uno de los contadores, y me sorprendió aun más.
—¿Ya supiste lo que pasó con tu amigo Julián? —me dijo en tono grave sosteniendo un diario en sus manos—. Se tiró del puente Villena.
Sentía que ya no tenía espacio para más asombro dentro de mí. Don Carlos me arrojó el diario abierto sobre el escritorio y vi una pequeña foto en la que solo se distinguía un cuerpo cubierto con periódicos de los que apenas sobresalía un par de zapatos negros apuntando hacia arriba. Allí estaba el pobre Julián. Los ojos se me congestionaron y el pecho se me paralizó de angustia. Leí la nota pero todo era un embuste fabricado por la prensa sensacionalista. La crónica decía todo lo contrario, pues Julián no había sufrido ninguna decepción amorosa ni había sido abandonado por nadie sino que estaba yendo al encuentro de su amada. Pero ¿cómo explicar eso?
Casi de inmediato la noticia corrió por los pasillos de la empresa y algunos vinieron a comentar con pena lo ocurrido, mientras que otros hacían preguntas estúpidas tratando de averiguar los pormenores. Me molestaba tanto su actitud morbosa que les cortaba la conversación y buscaba un pretexto para apartarme. Además de apenado y sorprendido, ahora me sentía enojado. Por la tarde, cuando pensé que no sucedería nada más, apareció en el archivo el doctor Sanabria con una persona extraña a quien me presentó. Resultó ser un policía que estaba investigando «el caso de Julián» y quería hacerme unas preguntas. Yo accedí pero no estaba dispuesto a decir la verdad. El policía me preguntó si tenía alguna idea de los motivos que tendría «el occiso» para llegar al suicidio. ¿Me había comentado algo? ¿Había dejado alguna nota? Yo lo negué todo pero presentí que el policía me miraba con sospecha, de modo que decidí admitir la historia del diario. «Creo que había tenido una decepción amorosa; pero no sé más. Julián era muy reservado» dije, sin mirarlo. El policía preguntó por el escritorio de Julián y empezó a registrarlo. Al encontrar el retrato de Shirley lo cogió y me preguntó si sabía quién era. «Es mi hermana», dije. «Se lo traje para que le hiciera un dibujo a lápiz». Por suerte encontró un dibujo de ella y me lo entregó. «Parece que ya lo hizo», me dijo.
Había guardado la nota de Julián en mi bolsillo pero el nerviosismo me delataba. Sentía que mis manos estaban húmedas y que una rana brincaba en mi pecho. El policía me miraba de una manera especial, o tal vez era mi imaginación, pero preferí hundir la vista en el diario aunque no podía leer nada pensando en que me descubriría. Había un tropel de caballos salvajes galopando desbocadamente por mis venas. Cuando terminó de revolverlo todo, el policía volvió a hablarme: «¿Estás seguro de que no recuerdas nada?». «Ya le dije que no», tartamudeé. El policía se puso de pie con los ojos extraviados y pensó en voz alta: «Es el tercer suicidio que se da por este vecindario en los últimos tres meses. Tengo la extraña impresión de que los tres tienen alguna conexión, pero no puedo determinar cuál es».
Al salir me llevé el retrato a casa. Era tarde para cumplir los deseos de Julián ese mismo día. Tuve que hacer el trabajo de él y eso me retrasó. Cuando al fin estuve en mi cuarto observé el retrato de Shirley y volví a leer la nota de Julián con más calma. Hacía un esfuerzo por comprender lo ocurrido pero me costaba admitirlo. Me sentía agotado, confundido. Eran demasiadas cosas para un mismo día, demasiados sentimientos. Observé el retrato de Shirley y me tranquilicé en la suavidad de su mirada. Sus ojos me observaban con una serenidad apacible y su sonrisa contagiaba alegría. Estuve mirándola por mucho tiempo mientras en mi mente transitaban ideas de todo tipo. Me preguntaba de qué manera pudo Julián perder la razón por este simple retrato, más aun sabiendo que se trataba de una chica muerta. Ciertamente era hermosa, tan hermosa que uno podría amarla sin objeciones, pero estaba muerta y eso lo hacía imposible. ¿O era posible amar a una persona muerta?
La pregunta me dejó meditando un rato largo. Tenía contradicciones que no podía resolver. Volví a ver el retrato y me concentré en Shirley, la chica que estaba allí, mirándome, sonriéndome, como si nos conociéramos de siempre. Se me ocurrió que yo podía conservar aquel retrato. Era tan bella. Después de todo qué más daba dónde terminaba el dichoso retrato. Julián había tenido el desparpajo de hacerme depositario de sus secretos y deseos a última hora, y con eso me puso en una situación difícil y delicada. Su amistad en verdad no merecía tanto. Lo pensé bien y decidí olvidar todo el asunto de la nota de Julián y quedarme con el retrato de Shirley. Lo coloqué sobre la cómoda y desde allí irradiaba su sonrisa dominando toda mi habitación. Hasta podía sentir una especie de compañía permanente que me satisfacía mucho. Me recosté para continuar con el libro de Steinbeck que venía leyendo desde hacía tres días pero noté que no podía concentrarme en la lectura. A cada instante levantaba la vista para observar el retrato y complacerme en esa mirada y en esa sonrisa. Por momentos me quedaba un rato largo contemplándola y divagando con ella. Al cabo de un tiempo, me dormí.
Cuando mi radio-reloj-despertador se encendió repentinamente a las seis de la mañana, tenía un sabor extraño en la boca. Un aroma especial inundaba toda la habitación, un olor a lecho ardiente, a hembra transpirada, encurtida, macerada en sus propios humedales. Un clima tropical me abrasaba agitando mi pecho como si acabara de cruzar a nado el Amazonas. Me fui instalando poco a poco en el mundo y luego vino a mi memoria el sueño que acababa de tener. Me pareció extraño poder recordar un sueño, y más de una manera tan nítida, y mucho más que fuera un sueño erótico. Sí. Podía recordar perfectamente los ojos de Shirley mirándome en medio del éxtasis que desviaba sus pupilas. Imposible dejar de recordar la intensidad de sus embestidas ansiosas y la oquedad de su boca. Abrí los ojos y vi que mi cama era un desorden. Desde la cómoda, Shirley me observaba sonriente. Reconocí mi estado inusual y recordé la muerte de Julián, su nota, el retrato, el policía, etc. Por un momento largo no pude discernir qué parte había sido un sueño y qué parte era realidad. ¿Realidad? Todo era un embrollo en mi mente. Quise incorporarme pero me abatía una extraña laxitud que, sin embargo, en el fondo resultaba muy agradable.
Volví a leer la nota de Julián y con algo de esfuerzo logré reestructurar toda la historia de la que me sentía protagonista. Me parecía volver de otro estado de conciencia y por primera vez sentí temor de los muertos. De inmediato resolví llevarme el retrato a la oficina y devolverlo a su lugar de origen ese mismo día, siguiendo las indicaciones de Julián. Guardé la nota en mi bolsillo y salí al trabajo.
El día en la oficina transcurrió con algunos comentarios pesarosos por Julián, de los que ya no deseaba escuchar más. Se me ordenó guardar todas sus pertenencias hasta ubicar a sus familiares. No había gran cosa. Guardé todo en una caja, lo sellé, le puse su nombre y lo dejé en un rincón. Al final de la jornada salí de la oficina tan pronto como pude. Ya empezaba a oscurecer y el frío hacía que las calles estuvieran vacías. Al llegar, el cementerio parecía el lugar más desierto y frío de la ciudad. Caminé siguiendo el croquis de Julián y cuando llegué al lugar indicado encontré a un señor de avanzada edad colocando flores frescas. Ambos nos miramos y él movió la cabeza con el típico saludo de los señores de tiempos antiguos. Yo le respondí con una simple sonrisa y me pregunté quién podría ser. Tal vez era el papá de Shirley, pensé. Al notar mi actitud indecisa, el señor volvió a mirarme.
—Es una tarde muy fría —me dijo con voz cansada y suave.
Yo asentí y me quedé parado sin saber qué hacer. Entonces pregunté torpemente.
—¿Es usted el papá de Shirley?
El viejo me miró una vez más con sus ojos pequeños y me respondió que no, mientras un vapor blanco escapaba de su boca al hablar.
—Soy su esposo —añadió—. ¿La conocía usted?
No supe qué responder. ¿La conocía? Estaba tan sorprendido por su respuesta como por su pregunta. ¿Cómo podía ser su esposo si era casi un anciano?
—No. Realmente no —dije con una voz torpe que traslucía cierta duda.
Pensé que tenía que hacer algo y pronto para justificar mi presencia allí. Podía irme pero no quería regresar a casa con el retrato y una curiosidad acuciante me llenaba la cabeza por la presencia del anciano.
—No la conocía, pero vi el retrato que había allí. Era una mujer muy joven. ¿Se casaron hace poco?
—No. Habíamos cumplido cincuenta años de casados. El retrato que usted vio era uno de su juventud, cuando estaba en la plenitud de su belleza. ¿No le parece que fue bella?
—Sí, sí, muy bella —tartamudeé al cabo de un instante tratando de organizar rápidamente mis ideas—. ¿Así que era la foto de su juventud? —pregunté, incrédulo tal vez, por decir algo, impactado aún por la impresión.
—Sí. De cuando salió Reina de la provincia. Tendría 21 años, no más. Fue cuando nos conocimos. Siempre guardé aquellas fotos.
—Ah, vaya. No lo hubiera imaginado. ¿Es muy común el nombre de Shirley en su provincia?
—Cuando ella nació, sí. En esa época hubo una niña actriz que se hizo muy famosa. Se llamaba Shirley Temple y muchas niñas recibieron ese nombre en su honor.
—Entiendo. Entonces usted coloca el retrato de su juventud.
—Sí, pero se la roban siempre. Es la tercera foto que se roban. Era tan bella que todos se enamoraban de ella en aquellos días, y creo que hoy sigue ocurriendo lo mismo con su retrato. Su belleza hacía enloquecer a los hombres.
—Sí. Sin duda —dije inoportunamente, sintiendo que el retrato de Shirley se hacía más pesado en el maletín—. Usted ha debido amarla mucho entonces.
—Desde luego que sí —repuso, mirándome a los ojos—. Y le voy a confesar algo: no veo el momento en que la muerte me lleve también a mí para estar con ella.
Nos miramos un instante largo durante el cual traté de entender la situación. El aire se hacía más frío. Las palomas bajaban a picotear las hierbas y caminaban con sus patas rojas. Creo que el anciano dijo algo más pero no lo advertí. No sabía qué hacer ni qué decir. Le escuché decir que su vida no tenía sentido sin ella o algo así.
—Realmente hace mucho frío y es tarde —dije repentinamente—. Debo irme.
—Sí, claro —repuso el anciano—. Discúlpeme por todo lo que le acabo de revelar pero hay algo en usted que me inspira a serle sincero y abrirle mi corazón.
Lo miré como si lo viera por primera vez y sentía que me descubría, que él lo sabía todo y que jugaba conmigo. Estuve por decirle toda la verdad, pero me contuve.
—No sé qué pueda ser —atiné a decir.
Entonces me despedí con un leve movimiento de cabeza y salí cargando mi maletín. Al pasar por el pequeño altar que hay cerca de la puerta, ingresé, me persigné y acomodé el retrato de Shirley en un costado de la nave. Volví a persignarme y salí tratando de escapar de toda esa situación. Mientras caminaba sentía que por detrás me observaban muchos ojos.
Nació en Huaraz, Perú, en 1958. Es psicólogo y docente universitario. Incursionó en la literatura durante su época universitaria, llegando a ganar el segundo premio del concurso “El cuento de las mil palabras” auspiciado por la Revista CARETAS en 1984. Al año siguiente fue finalista del Premio COPE de cuento, convocado por PETROPERU. Ha sido publicado en diversas antologías de literatura contemporánea. Actualmente se ocupa de escribir artículos de Psicología, Filosofía y Ciencia que han sido publicados por diversas revistas especializadas. Desde el último año mantiene un blog personal donde publica libremente sus ideas, sin tener que cumplir con las imposiciones editoriales de las revistas.
Esta es su primera aparición en la revista.
Este cuento se vincula temáticamente con DESDE LA CULPA de Lucas Berruezo, FANTASMAS INCOMPRENDIDOS de Jaime Palacios y PAISAJE CON GRUPO Y MUJER de Ramiro Sanchiz.
Axxón 218 – mayo de 2011
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Romance : Seres del más allá : Perú : Peruano).