 ESPAÑA |
Correr como el fuego. Era lo que me hacÃa más feliz. Atravesar el viento que besaba mis pómulos, con los músculos tensionados, apenas rozando el suelo con la punta de los pies. Las fibras musculares contraÃdas, la adrenalina fluyendo por las arterias y, completando el engranaje mágico, mis articulaciones engrasadas y entrenadas para el esfuerzo máximo.
Nadie confiaba en mÃ, pero yo sabÃa que podÃa ganar, si no hubiera sido asÃ, jamás se me hubiese ocurrido presentarme a la competición. TenÃa claro que iba a ser el único. HacÃa ya diez años que se habÃa presentado el último. Ahora todos los corredores eran genos. Con cromosomas alterados con retrovirus que mejoraban sus capacidades fÃsicas. Sus miofibrillas eran más eficaces y almacenaban más fosfocreatina en cada una de sus células. Sus glándulas hormonales segregaban sin descanso. DecÃan que los mejores eran capaces de mantener un sprint máximo durante horas. Realmente, distaban poco de los antiguos dioses. El actual campeón, Maximus, se inyectaba un cóctel de fabricación propia, que anunciaba en sus camisetas, y del que extraÃa una dosis extra de potencia, a la vez que grandes dividendos en sus empresas.
Todo el que quedaba primero se hacÃa rico de inmediato. Le llovÃan las ofertas de los bancos de ADN, de promociones publicitarias, de programas de televisión, e incluso al ganador de hace cinco años, se le ofreció un planeta para gobernar a su antojo. Por esto, muchos padres trataban a sus hijos ya desde embriones. A partir de su nacimiento, seguÃan un preciso calendario de entrenamiento, drogas, operaciones, y manipulaciones genéticas controladas. ¡Cualquier cosa por la victoria!
Yo era rápido y natural, pero aunque era lógico que mi potencial fuera sensiblemente inferior al de mis rivales, en mi discurso a la prensa, siempre planteaba otro tipo de cosas: «Mi tenacidad, mi voluntad y mi corazón».
—No se corre con eso —decÃa siempre mi hermana Hana, que tenÃa miedo de que no me recuperase del ridÃculo que, en su opinión, iba a escenificar delante de millones de personas. No me importaba. Yo sólo querÃa notar el cosquilleo. Competir contra los mejores. Brillar fugazmente poniendo todo mi empeño en lo que más me gustaba hacer.
Allà estaba yo. En la lÃnea de salida. A mi lado, más de trescientos genos, temibles y sudorosos. Cuerpos humeantes y dientes apretados. HabÃa estado observando sus calentamientos. Eran bestias inhumanas. El que tenÃa justo delante, llevaba acoplada una mochila cargada de lÃquidos potenciadores, y el de mi lado, debÃa de medir casi tres metros. Yo llevaba mis pantalones cortos azules, teñidos con un par de manchas del taller, y unas zapatillas de cordones muy retro. En todos los participantes, relucÃa la pulsera obligatoria, con el amarillo chip del satélite de posición.
En una proyección tridimensional, que ocupaba todo el cielo, se presentaba a los corredores más importantes. Casi me da un infarto cuando me vi en ella. Yo era la «rara avis» de la carrera. Muy comercial. Reconozco que sentà a distancia las risas de la gente, las caras de asombro, e incluso intuà las duras palabras. ¿No es un geno? ¿Qué piensa hacer? ¿Será un humorista de la red? ¿Estará loco?
Volvà a la realidad al recibir un empujón del rival de mi derecha. No me escupió, porque probablemente lo habÃan fabricado sin saliva. Lo miré, teatralizando mi mejor aspecto amenazante, cuando el flash de salida bañó de luz todo el valle. Arrancamos en tropel, más de seiscientas piernas brillantes atacando el suelo con fuerza.
Miré hacia atrás corroborando que no iba a ser el último. Al menos dos participantes yacÃan sobre la hierba. No habÃan pasado de la salida. Uno temblaba convulsivamente y el otro no respiraba, parecÃa Maximus, el campeón. Eran los riesgos de superar barreras humanas a base de quÃmica y tecnologÃa.
La carrera estaba lanzada. Yo me sentÃa muy feliz. Mis piernas gozaban de la competición. Las endorfinas corrÃan por mis venas haciéndome disfrutar del paraÃso.
El record universal estaba fijado en veinticinco minutos y veinte segundos. Lo habÃa logrado un tal Quintiliano. Se rumoreaba que habÃa usado algún tipo de ingenio volador, en aquella época los controles eran muy fáciles de sortear. En los últimos cinco años nadie habÃa conseguido bajar de los veintiséis.
Los zumbidos venÃan del cielo. Deslizadores aéreos portando a los jueces surcaban el aire mientras sus ocupantes escaneaban el suelo de la tundra. Eran muy temidos. Siempre descalificaban a un gran número de corredores. Peleas y destrozos, desplazamientos ilegales, daños a la naturaleza, e incluso, una vez un chico cabalgó un cuadrúpedo autóctono, con funestas consecuencias.
Cinco minutos.
Dos microcámaras en forma de insecto me seguÃan en todo momento. Yo debÃa de ser el tonto del grupo, un toque de humor en la retransmisión, el bufón que darÃa el contrapunto a los grandes campeones. Me daba igual, decidà darles un buen espectáculo. Saltaba tan ágil como los genos, con precisión y habilidad. Algunos sufrÃan entre las piedras, superados por las dificultades en el escarpado terreno. Otros resbalaban y quedaban atrapados en el lodo. Los más grandes confiaban en su fuerza, dando enormes brincos, como pulgas de Nuevo Marte. La programación genética no estaba pulida al cien por cien. El equilibrio era muy difÃcil de conseguir. Los que eran rápidos también eran torpes, y los que eran fuertes no tenÃan buen equilibrio, y los que eran resistentes tenÃan poco cerebro.
Diez minutos.
Procuraba no mirar al cielo, y concentrarme en regular mi respiración. Mi ritmo cardÃaco se incrementaba cada paso un poco más. El corazón bombeaba tan fuerte que presionaba mis costillas y dificultaba el coger aire a mis pulmones. Ya muchos se habÃan quedado atrás. En la inmensa bóveda celeste, se reflejaban repeticiones de caÃdas y atropellos. La mayor parte del tiempo, la imagen proyectada se iba con Herakles, el gran campeón de la galaxia norte. MantenÃa una dura pugna con otro musculoso rival por el primer puesto. Yo podÃa verlos a lo lejos entre los árboles. Ya los tenÃa muy cerca, la felicidad me embargaba y daba nuevas energÃas a mis piernas. La victoria era factible.
Quince minutos.
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Ya estaba a su altura, conseguà situarme el tercero. Enzarzados en agarrones y golpes no aprovechaban el tiempo para correr. La bajada era muy empinada y aquellos dos genos bajaban por la colina, entre choques, resbalones, y a veces, rodando en un barullo de piernas y brazos. Noté cómo me faltaba el aire, me estaba cansando más sólo de verlos pelear por la posición. Me concentré en mi carrera y marqué un ritmo constante, les ganarÃa metro a metro la distancia que tenÃan de ventaja. En ese momento, proyectaron sobre mi cabeza un anuncio de bebida energética. ¡Qué sed de repente! Era la maldita publicidad subliminal. Actuaba sobre el cerebro punzando los centros del placer e inculcando motivaciones inesperadas, todo eso combinado con mi deshidratación galopante, produjo en mà un efecto de desesperación total. Fue un gran alivio cuando volvieron a conectar con la carrera.
Veinte minutos.
Uno de nosotros iba a ganar. Los tres llegábamos al último tramo cerca del lÃmite de nuestras fuerzas. Herakles tenÃa la malla fibroelástica hecha jirones, yo sudaba profusamente, y nuestro musculoso rival comenzaba a dar muestras de flaqueza. En la pantalla sólo me enfocaban a mÃ. Un comentarista deportivo, a tamaño gigante, comentaba mi peculiar caso con cara extrañada. Iba a ser muy famoso. Estaba compitiendo de tú a tú con dos aberraciones monstruosas manipuladas para correr. La situación se convertÃa en un cuadro surrealista. LeÃa en el cielo mi lugar de nacimiento, mi trabajo, mi número de viajero estelar, las frases de una conversación con un amigo que creÃa privada, y lo que más me asombró, en una esquina de la pantalla, estaban entrevistando a mi hermana en directo. El cansancio no me dejaba pensar con claridad. No podÃa ser real.
—De pequeño siempre jugábamos a perseguir, asà se entrenaba entonces… siempre supe que lo conseguirÃa, que llegarÃa a ser alguien en la vida —comentaba mi hermana con escaso pudor.
Veintitrés minutos.
Ya estábamos en la recta final. Se veÃan a lo lejos las gradas de meta y la gran pancarta electro luminosa que daba la bienvenida al ganador. Miré atrás para ver como nadie nos seguÃa, esto se decidirÃa en los próximos instantes. Mis piernas no daban más. Mi mente, en una llamada desesperada de auxilio, decÃa: ¡basta! Pero no podÃa parar. Estaba en un nivel de cansancio en el que no sentÃa el dolor, tenÃa entumecidos todos los músculos, y mis arterias parecÃan querer estallar. No existÃa aire para respirar que tuviese el oxÃgeno que mi cuerpo demandaba. Lo único positivo era que mis compañeros no tenÃan mejor cara.
Veinticinco minutos.
No podÃa fallar, las diez galaxias estaban pendientes de mi gesta. Sólo faltaba atravesar el rÃo y unos pocos pasos hasta la meta. Herakles babeaba a mi lado, intentado alcanzarme con su brazo a cada momento. No sé cómo tenÃa fuerzas aún para eso. DebÃan haber tocado algo su gen del juego sucio, nadie podÃa aprender en la vida todas esas artimañas malvadas. Corrà como el viento.
Sudor, zumbidos, gritos, y por si fuera poco, los robots, unos doscientos insectos cámara volando a pocos metros de nosotros. Tres metros, dos metros… un metro.
Pasé la meta en primer lugar. La lengua me llegaba a los pies antes de derrumbarme, deslumbrado por los cientos de flashes y luces, y abrumado por los millones de seres que me estaban vitoreando al mismo tiempo.
Apenas habÃa conseguido recuperar el aliento, cuando un humanoide se bajó del deslizador y se me acercó saltando. En sus manos tenÃa una varilla metálica con varios botones. Pulsó el verde, y un rayo eléctrico surgió de la punta para electrocutarme las piernas. Pasé un dolor terrible, tanto fÃsico como moral. Me habÃan cazado. Los implantes cibernéticos de mis piernas exhalaban un humo delator. El juez les habÃa quemado la baterÃa para demostrar que yo incluÃa componentes electrónicos, y que con ello estaba haciendo trampas. No hubo demasiadas sorpresas, simplemente miles de cuellos se giraron hacia la lÃnea de llegada esperando ver aparecer al siguiente campeón. Lo último que vi en la pantalla fue el rostro de mi hermana con los ojos muy abiertos y con apariencia de querer darme un gran bofetón.
Nacido y residente en Pontevedra, licenciado en Ciencias de la Actividad FÃsica y del Deporte, aficionado desde siempre a la lectura, la ciencia ficción y la fantasÃa, su relato «7:59 ó La rebelión de los peces» fue publicado por www.ciencia-ficcion.com en la antologÃa de mejores relatos del sitio en 2009.
Esta es su primera participación en la revista.
Este cuento se vincula temáticamente con LA CARRERA DE SUPERVIVENCIA, de Alberto Mesa Comendeiro; EL NUEVE DE ELLOS, de Miguel Fliguer y EL JUGADOR, de Magnus Dagon.
Axxón 221 – agosto de 2011
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Genética : Deportes : España : Español).
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Hace muchos años escribà un cuentito que se llamaba «El hombre que superó todos los récords», que está algo emparentado con este «El corredor». Aquel cuento se publicó en papel, en una revista de baja tirada, y prácticamente se perdió. Y está bien asÃ, porque éste está bastante mejor. Se ve que el autor corre mucho más de lo que puedo llegar a correr yo: el cansancio y el ahogo llegan a sentirse.
Felicitaciones al autor, y también al ilustrador por esos «Pies ligeros» que tan bien le caen al cuento.
Nos escribimos,
Daniel