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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

 

Para Elizabeth, porque sí, pese a todo.

 

Para Pavel Mustelier.

Porque no van lejos los de adelante

si los de atrás escriben cada día mejor.

 

Para Crusoe y todos los demás Robinsones

que en este mundo han sido,

reales o imaginarios.

 

Para Alfred Hitchcock, que en una de sus antologías

incluyó el cuento del náufrago y la rata

que me inspiró este…

 

 

 

Muchos han comparado una nave interestelar con una pequeña ciudad.

Y en efecto, con sus dormitorios para la tripulación, su puente de mando, su gimnasio y su zona de recreación, con sus invernaderos para producir alimentos y oxígeno y con sus motores, un vehículo espacial recuerda poderosamente a una urbe.

Una polis pequeña, pero ultramoderna. Con sus barrios, sus órganos de dirección, sus zonas de esparcimiento, el cinturón de ganado y cultivos que la rodea y alimenta, las plantas eléctricas que generan la energía que la mantiene funcionando…

Una ciudad en movimiento a través del cosmos, surcando distancias que serían infinitas… si no fuera por el impulso hiperespacial Bhowl.


Ilustración: Guillermo Vidal

Y como mismo ninguna urbe está exclusivamente habitada por quienes la construyen sino que en realidad es todo un ecosistema cuyas entrañas y recovecos acogen a gran cantidad de especies animales y vegetales, que son criadas por, conviven de manera oportunista con, o simplemente parasitan a sus legítimos amos (y en estos dos últimos casos, a menudo sin que éstos se percaten siquiera del hecho), a bordo de cualquier nave Bhowl, sobre todo si es de gran tamaño, viajan también muchos otros seres cuya existencia jamás sospechan sus tripulantes.

Al menos mientras todo va bien…

 

*****

 

Cuando algo falla en los delicadísimos sistemas Bhowl de una nave en pleno tránsito hiperespacial, quienes la tripulan no suelen tener tiempo de enterarse de qué fue lo que anduvo mal.

Ni de nada más.

Dicen los físicos expertos en hiperimpulso que sentir cómo la propia materia se convierte en energía es un proceso tan veloz que no puede resultar en absoluto doloroso.

Claro que nadie nunca ha podido confirmar esta suposición con su testimonio…

Por eso todos los sistemas de impulso Bhowl tienen triple, cuádruple o incluso quíntuple redundancia. O, por mucho tiempo y distancia que ahorrasen, nadie se atrevería a viajar en las naves que los usaran.

No obstante, incluso así los accidentes ocurren.

Y resultan casi siempre mortales, por desgracia.

Aunque las reglas de la rematerialización Bhowl son a veces bastante caprichosas…

 

*****

 

El carguero-correo Herjak logró salir del hiperespacio entero… o casi.

Cuantitativamente hablando, la pérdida de masa sufrida por la nave en su rematerialización podría considerarse como menor: apenas las tres cuartas partes de su sección de cola distal.

Allí el fuselaje no contenía más que algunas bodegas secundarias… amén de los reactores de tránsito, culpables de la avería original, y los potentísimos motores de fusión primarios encargados del desplazamiento por el espacio convencional, claro.

Y también, de paso, más de la mitad de la tripulación.

Toda esa pequeña y, desde el punto de vista estructural, casi completamente prescindible porción del vehículo desapareció por completo en el brevísimo lapso de un picosegundo.

Claro que en aquel momento, de vuelta al espacio tridimensional, los aterrados sobrevivientes de a bordo tenían tareas bastante más urgentes que ponerse a elucubrar sobre el destino de sus compañeros ausentes.

Que, por otro lado, todos sabían tristemente cierto.

Había de veras de qué preocuparse; si se hubieran materializado en alguna amplia y vacía extensión entre estrellas, o hasta entre planetas; incluso sin disponer ya de gran capacidad de maniobra, habría bastado con activar una baliza de hiperondas y esperar por la nave de rescate que inevitablemente llegaría siguiendo la llamada de socorro. Sí, podría tardar… pero al menos estarían aguardándola con la tranquilidad de no ir derivando por el cosmos quién sabe hacia qué.

Pero el caso es que, dentro de la ya de por sí inmensa buena suerte de sobrevivir a un fallo Bhowl, los de la Herjak también tuvieron bastante mala fortuna: salieron del hiperespacio justo a menos de diez diámetros de un planeta.

¿Ley cósmica de las compensaciones?

Tal vez.

Diez diámetros planetarios significa demasiado cerca como para poder entrar en una órbita estable recurriendo tan sólo a la ínfima potencia de los reactores de control de posición, que era todo el poder impulsor que les quedaba.

Pero demasiado dentro de la exosfera, al mismo tiempo, para poder lanzar una baliza y hasta para que la hiperonda misma funcionara.

No podían intentar otra cosa que descender… como fuese.

Pero aun entonces, dentro de la desgracia, la casualidad volvió a favorecerlos, aliándose con la notable habilidad del piloto de a bordo.

Por suerte, pericia o una combinación de ambas, incluso sin tiempo para calcularlo, el ángulo de entrada de la Herjak en las capas superiores de la atmósfera del mundo extraño resultó ideal.


Ilustración: Guillermo Vidal

Es decir, lo bastante plano para que, casi como un guijarro lanzado veloz y paralelo a la superficie de un mar tranquilo, el dañado carguero-correo penetrara en la atmósfera y llevado por su mismo impulso, la atravesara saliendo de vuelta al vacío del cosmos, perdiendo buena parte de esa excesiva velocidad (y de su revestimiento de losas de cerámica térmica, de paso) en la operación, aunque sin alejarse mucho por efecto de la atracción planetaria.

Sin muchas otras maniobras de frenado a las que recurrir, privado como estaba el vehículo de impulsores primarios, el piloto repitió dos veces más la «zambullida», hasta que, cuando la velocidad ya fue apenas ligeramente superior a la de entrada, lo que quedaba de la desdichada nave hiperespacial al fin cayó hacia la superficie del planeta X.

No fue aquél un descenso de manual, ni mucho menos. Para nada se pareció a uno de ésos que se ejecutan con pleno control de los potentes reactores de fusión, y corrigiendo a cada instante el rumbo al tomar en cuenta todos los factores, desde el sentido de giro del planeta, su masa y la gravedad correspondiente, hasta la densidad de su atmósfera y las zonas más adecuadas para posar el masivo casco.

Por el contrario; al filo del amanecer, estrella fugaz de la mañana, la Herjak cayó girando y dando tumbos, con su fuselaje escasamente aerodinámico empeñado en un pobre simulacro de planeo, durante el que la fricción calentó al rojo vivo lo que quedaba de su revestimiento, hasta consumirlo y hacerla perder la hermeticidad.

Con lo que, si bien algunos tripulantes más cayeron al exterior a través de las grietas que se abrieron en el torturado casco, al menos el inmenso despojo espacial conservó casi toda su integridad estructural.

Es decir, se mantuvo entero… hasta que chocó con las aguas del océano.

Cualquier líquido denso constituye un freno dinámico casi ideal, a altas velocidades.

Y si además está frío…

Al convertirse en calor de golpe la mayor parte de la energía cinética que acumulara el vehículo durante su caída, el equivalente en agua de la mitad del peso de la nave se transformó casi instantáneamente en vapor.

Y la mayor parte de la tripulación y los pasajeros… es decir, de los pocos que habían sobrevivido tanto al accidente hiperespacial con pérdida de la sección de cola como a la deshermetización del casco, murieron al fin en el proceso, horriblemente escaldados.

Entre ellos ¡fatalidad! estaba también el hábil y heroico piloto, que no pudo así recibir las alabanzas que en justicia merecía su hazaña por parte de los que ya se creían supervivientes.

Muchas de esas víctimas ni siquiera habían tenido tiempo de vestir sus escafandras… aunque tampoco les habrían servido de gran cosa.

Pero incluso en medio del desastre, un puñadito de los que previsoramente ya las llevaba puestas siguieron teniendo suerte: arrojados sin daño por la presión del vapor hirviente a través de las grietas del casco, por un lado las hirvientes aguas del océano amortiguaron su caída, mientras que por el otro los trajes espaciales los protegían del calor.

Por cierto, no todos en ese puñadito eran auténticos tripulantes…

 

*****

 

El Doctor en Exobiología Zhaxgul M´Nab reposa a la orilla del mar, con sus largas piernas aún sumergidas casi hasta la rodilla en el tibio líquido. En otras circunstancias tal vez habría intentado calcular cuánto tardaría en dispersarse en el mar el efecto de calentamiento causado por el impacto de la Herjak en sus aguas. La termodinámica de ecosistemas hídricos es una de sus especialidades.

Pero ahora el biólogo de la nave siniestrada no está para matemáticas; agotado por el esfuerzo, tiembla, aterido, porque aunque las aguas no volverán a enfriarse en un buen rato, aún el sol es apenas una línea rosada en el horizonte, incapaz de calentar la playa.

La costa que ha alcanzado a duras penas es rocosa y áspera, y en cualquier otra circunstancia sería un incomodísimo lecho. Pero ahora se le antoja la más mullida de las camas, en la que disfruta como nunca antes de la deliciosa y pasiva experiencia de la respiración.

Qué poca importancia se le da habitualmente al simple acto de respirar.

Vivir es respirar.

Inhalar.

Exhalar

Sólo respirar, sin tener que luchar a brazo partido con las olas ni absorber una bocanada de agua salada por cada tres de aire.

Respirar el aire, pese a su olor salado, que tanto recuerda las aguas de las que acaba de escapar.

Gran Cosmos, qué sencillo e incomparable placer.

Aunque no quiere pensar en el asunto, bien sabe que ha tenido una suerte inaudita.

Está vivo, y cosa aún más increíble, también prácticamente ileso.

Pese a la violencia explosiva del brusco amarizaje de la Herjak, que lo despidió a través de una de las grietas de su casco casi como un gaurg díscolo despide a su jinete, no ha sufrido más que magulladuras menores… salvo una dolorosa contusión en su rodilla que ya comienza a hincharle la delicada articulación.

Pero ni fracturas, ni heridas.

Todo un milagro.

Y a la mierda con las estadísticas.

Ni siquiera perdió el sentido… lo cual fue una gran suerte, porque después de salvarlo de morir hervido, su pesado traje de vacío lo habría arrastrado al fondo del mar, quién sabe hasta qué profundidad. Conservó además suficiente presencia de ánimo para quitárselo al cabo de algunos instantes (las aguas seguían estando calientes, pero ya de modo soportable) y, auténtica proeza para cualquier ser vivo en shock y sobre todo, como él, perteneciente a una raza no precisamente muy familiarizada con tal ejercicio, luego se las arregló inclusive para nadar hasta la minúscula isla en la que ahora se encuentra.


Ilustración: Guillermo Vidal

Una isla que, por si fuera poco, ¡benditos dioses del Gran Cosmos!, estaba providencialmente cercana a donde se hundió el carguero-correo… aunque a él le pareció que pataleaba y braceaba durante interminables horas en las tibias aguas cubiertas por las nubes de tórrido vapor antes de poder apoyar sus temblorosos pies en el abrupto talud de su guijarrosa playa.

Hubo otros que no tuvieron tanta suerte…

Zhaxgul nunca olvidará cómo, volviendo la cabeza, vio al segundo de a bordo, Pertjox, que nadaba mucho mejor que él mismo, hundirse casi a su lado, y con un grito ahogado, en un burbujeante remolino de aguas tiñéndose de rojo del que luego asomó una aleta dorsal de al menos dos veces su propia altura, larga y estilizada… una aleta que, aunque no pudo ver más detalles sobre su dueño, nadie confundiría con la de ningún pez herbívoro o comedor de plancton.

Gran Cosmos, vaya final para el pobre Pertjox.

Pero mejor ni pensar en qué clase de horrendas bestias, tan voraces que primero muerden y luego averiguan qué mordieron, esconden esas aguas tibias y que tan inofensivas parecen ahora que la mañana las tiñe de verde esmeralda… curioso tono, que probablemente se deba a que están saturadas de algas, o a que tienen abundantes sales de cobre disueltas, no puede evitar pensar biológicamente de nuevo.

Lástima Pertjox, sí. Jovial, divertido y emprendedor, el segundo de la Herjak habría sido un magnífico compañero de naufragio.

Aunque, claro, no tanto como Yxmara; a pocos pasos de distancia, la joven astronavegadora yace boca arriba, también ella agotada, por lo visto.

Y completamente desnuda, por cierto.

Otra que tuvo el buen tino de despojarse de su escafandra a tiempo.

Siempre mejor una ella que un él como compañero de naufragio, cuando se trata de una isla desierta y se pertenece a una especie con dos sexos, ¿no?

Mucho más si esa ella es además tan hermosa como Yxmara… y por si fuera poco, ha llegado a la costa tan providencialmente ligera de ropa.

Si al fin y al cabo va a terminar por pasarlo bien y todo, a despecho del desastre.

Vaya suerte; solo en una isla con Yxmara, la hembra más codiciada de toda la tripulación de la Herjak, contando incluso a los pasajeros…

En cualquier caso, lo importante es no estar completamente solo.

Cuando una difusa tibieza acaricia sus mejillas, el náufrago alza los ojos al cielo.

Amanece. El sol ya no es una línea rosada, sino una ígnea moneda de oro alzándose desde el plano, anchísimo bolsillo del horizonte.

El espectáculo es sin duda hermoso… pero él no está para contemplaciones estéticas. Necesita buscar un sitio donde reposar; confía en que, a la noche, mirando las estrellas, pueda reconocer alguna constelación en lo alto, y tener así al menos una vaga idea de dónde ha caído.

Todo ocurrió tan rápido que, preocupados por sobrevivir al descenso, a nadie se le ocurrió consultar las cartas astrales de la Herjak para averiguar en qué planeta de cuál sistema ignoto habían regresado al espacio tridimensional. Y ahora que el acceso al computador del carguero-correo, hundido quién sabe a qué profundidad, resulta más bien problemático, no queda otra manera de saberlo que recurriendo a su memoria.

O a la de Yxmara, claro está.

Qué suerte tenerla.

Dándose vuelta con tal torpeza que le arranca un quejido cuando su rodilla magullada roza las irregulares rocas sobre las que ha reposado largo rato, Zhaxgul primero se sienta y luego se pone de pie, sintiendo mareos. Un sabor asqueroso le arde en la boca y se concentra en no vomitar… Gran Cosmos, sólo eso le faltaría.

Ya firme sobre sus piernas, gira sobre sí mismo, evaluando el lugar…

Y descubre desilusionado que, más que una isla, su providencial refugio es apenas un islote: tan minúsculo que, para recorrerlo por completo, le bastarían treinta pasos en cualquier dirección. No tiene suelo vegetal y en su roca desnuda no crece ni una planta… aunque, al menos, varios altos montones de rocas grisáceas que se alzan aquí y allá prometen no sólo cierto refugio contra las inclemencias del tiempo, sino que también permiten acariciar serias esperanzas de que tampoco lo cubrirá por completo ni siquiera la marea más alta.

Que ya es algo. Sobre todo considerando que hace un rato tuvo agua salada más que suficiente para el resto de esta vida… y hasta de la próxima.

Cojeando lastimosamente, Zhaxgul se acerca a Yxmara. Ah, cuán hermoso es su rostro mojado, tan tranquilo, y cuán suave su largo cabello, por entre cuyas tupidas hebras se ven sus bellos y grandes ojos mirando directamente al sol del amanecer…

O mejor dicho, a los dos soles, porque otro círculo de fuego se eleva ya en el horizonte, todavía más rojo y ancho que el primero.

¿Dos soles?

¿El planeta de una estrella binaria?

Malo: el doctor en Exobiología conoce suficiente Astrofísica como para saber que los mundos que orbitan soles dobles suelen ser inestables, con inmensas variaciones de temperatura entre una estación y otra, debido a las grandes irregularidades de su órbita, perturbada a cada momento por la gravitación de sus dos primarias.

Bueno, con tal de que lo rescaten antes de que el mar se hiele… o peor todavía, se evapore.

Aunque no hay que ser tan pesimista; después de todo, hay vida en esas aguas, lo que quiere decir que, a menos que sean capaces de enquistarse o formar alguna estructura parecida a las esporas y capaz de resistir alternativamente altísimas y bajísimas temperaturas (algo que ningún biólogo descartaría jamás de entrada) tiene muy buenas probabilidades de haber caído en uno de los bastante raros mundos de estrellas binarias con órbita y clima más o menos estable.

Tendrá que preguntarle a Yxmara… cuando despierte, claro. Ella, definitivamente, es la experta en revoluciones, apoastros, periastros, períodos sidéreos y todas esas cosas…

A los pocos momentos, ya el náufrago tiene que entrecerrar los párpados; ningún ser vivo podría mirar directa e impunemente mucho rato al intenso doble resplandor de esta mañana, tan fuerte es el brillo de las estrellas gemelas.

No sería raro que la vida en este planeta no haya aún abandonado las aguas… lo cierto es que contra tan potente radiación, la atmósfera ofrece muy escaso escudo.

Entonces descubre que Yxmara continúa con los ojos plácidamente abiertos…

Zhaxgul se detiene y un sordo lamento de decepción brota de su cansado pecho.

¿Compañía? Vanas esperanzas.

Ninguna respiración, por leve que sea, agita el aún deseable torso de Yxmara.

Malditos sean los dioses y su cósmico sentido del humor.

Ni segundo de a bordo ni astronavegadora.

Él es el único sobreviviente del desastre de la Herjak.

Al menos en esta isla.

Mira el cadáver todavía unos momentos, con la mente llena de ideas tan morbosas que nunca se habría permitido siquiera pensarlas en presencia de otros semejantes: aunque muerta, Yxmara parece intacta, seguramente se ahogó, y por eso sigue siendo hermosa… el deseo es el deseo, y nadie tiene por qué saberlo… podría, antes de que se descompusiera… sólo por probar… total, si a ella ya no va a molestarle… hay muchos a los que incluso les gusta… y como quién sabe cuánto tiempo tardará en ver a otra hembra de su especie…

Pero de inmediato aparta su mente, con un esfuerzo casi físico, de tan horrendas cavilaciones.

No, ni hablar. Aunque muerta, Yxmara es una compañera, no sólo un cuerpo…

Ni eso… ni tampoco lo otro.

Aunque se muera de hambre, aunque a ella tampoco pueda importarle ya, aunque como biólogo sepa demasiado bien que sería justamente eso lo primero que cualquier animal no atado por ninguna norma cultural estúpida haría, impulsado por el hambre, de hallarse en su comprometida situación.

Está solo en la isla, casi seguramente también en el planeta… pero intuye que, si ya tan pronto se permitiese dejar a un lado todas las reglas de la civilización, pronto podría perder todo autorrespeto… y luego, lo más probable, también toda cordura.

Sobrevivir también tiene sus reglas y sus vetos.

Entonces, cero necrofilia, cero canibalismo; al menos al principio, tiene que guardar ciertas apariencias mínimas. No por Yxmara, ni por los demás ¿quiénes? sino por él mismo.

Gran Cosmos, lo espera todo un desafío: tiene que mantenerse vivo y cuerdo hasta que llegue el rescate.

Así que cuando al fin, suspirando, se acerca cojeando con esfuerzo al cadáver de su compañera, sus intenciones ya son completamente honestas: al menos la sacará del agua antes de que la marea suba y la devuelva al mar. Demasiados tripulantes de la Herjak ya ha recibido en esa mañana el océano del ignoto planeta X como tributo, para entregarle así como así a otra más.

 

*****

 

Al poco rato, incluso con la rodilla latiéndole de puro dolor e hinchada hasta casi tres veces su tamaño normal, sudando bajo los rayos de los soles gemelos, Zhaxgul ha recorrido todo su dominio… y hecho minucioso inventario de sus magras posesiones.

Aunque esté en un mundo con atmósfera, el islote es casi tan árido como un asteroide. Sus ásperos acantilados parecen de origen orgánico… quizás se trate de los esqueletos de alguna especie local de corales, elevados hasta la superficie por un sismo, no puede menos que hipotetizar, biólogo hasta el fin, aún sin conocer la fauna marina ni la tectónica del planeta X.

La formación de la isla, en cualquier caso, debe ser muy reciente, porque ninguna planta, ni siquiera tan elemental como un musgo, crece en sus anfractuosidades.

Aunque eso también podría confirmar su impresión inicial de que la vida en este ecosistema aún no ha emprendido en serio la gran aventura de la conquista del espacio seco… si no fuera por esa multitud de pequeños artrópodos de muchas patas que saltan, se esconden y corretean por los rincones y entre los montones de algas sargazoides putrefactas.

Por supuesto, los animalejos podrían igualmente ser una avanzadilla… que en algunos millones de años pudiera asentarse en la tierra, o no, según los caprichos de la evolución: aún es pronto para decirlo.

Mala cosa; entre los riscos no hay rastro de ninguna cueva… aunque, en el grupo mayor y más alto de peñascos, situado bastante cerca del agua, entrevé un par de hendiduras que si acaso lo protegerán un poco de la lluvia, siempre que no sea demasiado intensa o acompañada de vientos muy fuertes.

Tampoco tiene nada parecido a una tienda de campaña ni a un tejido impermeable para mejorar tal refugio, por supuesto.

 

INVENTARIO DE TARECOS

Sus pertenencias personales son más bien escasas: una muda de ropa interior de astronauta, de una sola pieza, tejida en fibra sintética, elástica y cómoda, la misma con la que dormía… porque no tuvo tiempo de vestir nada más antes del traje espacial. Al menos tuvo el buen sentido de no despojarse de ella para nadar: ahora está empapada y desgarrada a la altura de la rodilla, por el golpe, pero una vez secada bajo el creciente calor de los dos soles que arden en lo alto, siempre abrigará algo… las noches en un islote en medio del mar abierto pueden ser bastante frías. Además, con sus perneras, sus mangas largas y su capucha, algo lo protegerá también de las fieras radiaciones diurnas de los astros gemelos que castigan la superficie del planeta X desde lo alto.

En un rapto de macabra inspiración poética, allí mismo los bautiza como Látigo y Azote.

Tuvo tiempo de agarrar y sujetarse a la cintura un paquete médico… sin diagnosticador automático, por desgracia, pero sí al menos con vendas, antibióticos, antiinflamatorios (ya se ha tomado dos de cada uno y el dolor de la rodilla ha cedido terreno, hasta reducirse apenas a una sorda molestia), vendas, bisturí y otros chismes elementales para primeros auxilios.

Una bengala química… muy útil, si sólo hubiera algo a lo que hacer señales.

Un cuchillo de supervivencia… la joya de su colección. Inapreciable herramienta que todo astronauta siempre lleva consigo. Hoja de cerámica hiperresistente que no pierde el filo ni aún cortando metal, brújula en el pomo (inútil por completo, cuando no se tiene ningún otro sitio a dónde ir), y en el mango hueco, hilo y aguja, dos anzuelos y cordel de pescar… más fósforos químicos. Diez de ellos.

Objetos todos que estaban dentro del bolsillo interior del traje espacial, y que tuvo la precaución (y el tiempo) de meterse bajo la ropa antes de despojarse de la escafandra para poder nadar.

Con eso, su intelecto y sus ganas de vivir, con tierra seca bajo sus plantas, es prácticamente rico. ¡Qué rico; multimillonario!

Y por si fuera poco, las corrientes misteriosas de este mar frío y ajeno lo han favorecido aún más llevando hasta la orilla otros restos del naufragio.

La Herjak, como tantas otras naves cargueras-correo con impulso Bhowl y de tonelaje medio, hacía escala en distintas colonias durante su recorrido habitual. Gracias a tal circunstancia, el contenido de sus bodegas era bastante heterogéneo, y la mayoría de los pecios del naufragio que han recalado en la isla constituyen verdaderos tesoros para alguien en la situación de Zhaxgul M´Nab.

El inventario lo abre una caja de madera con trescientos cuarenta deflectores discoidales para motores de fusión. Embalados en ligera espuma, flotaron hasta quedar encallados en la costa.

Claro que no tiene nada parecido a un motor de fusión, pero las cóncavas formas de metal blando y en extremo termorresistente pueden servirle para cocinar… si consigue que las algas sargazoides que, lleno de optimismo, puso a secar bajo los rayos de Látigo y Azote lleguen alguna vez a estarlo lo bastante como para servir de combustible.

Sin otros materiales de construcción disponibles, los deflectores también podrían servir para mejorar alguna de esas grietas hasta convertirla en un refugio decente… si sólo encontrara cuerdas, alambres, algo que pudiera servirle como estructuras de sostén y de unión.

También, con la dura cerámica del cuchillo, podría afilar sus bordes para convertirlos en discos cortantes, un arma arrojadiza que podría usar para defenderse de… de cualquier cosa lo bastante hambrienta y/o estúpida como para abandonar las aguas del mar, bien protegidas de los rayos ultravioletas, e intentar comérselo en el proceso.

Tenga aletas o no.

Y así, incluso si perdiera el sedal y los anzuelos, si se volviese muy experto en arrojarlos, podría hasta pescar con ellos.

Bueno, tiempo para practicar le sobrará… lo mismo que proyectiles para afinar su puntería. Trescientos cuarenta deflectores son muchos discos arrojadizos.

También recaló en la playa rocosa un contenedor, igualmente de madera, con veintidós pistolas de rayos, cuyo gran peso y tosco acabado, así como el hecho de que una simple inmersión en agua salada ha sido suficiente para que dejen de funcionar, revelan su nada sofisticada manufactura colonial. De cualquier modo, pudieran resultar muy útiles contra monstruos como el que devoró a Pertjox… si sólo consiguiera que alguna disparase de nuevo.

De momento Zhaxgul las ha desarmado en partes y puesto a secar sobre otros deflectores… es biólogo, no armero, pero quizás más tarde haya algo que pueda hacer con ellas, o al menos con sus células de energía… si es que alguna carga les queda aún.

Hay una tercera caja, nuevamente de madera (¿nada de plástico? Vaya coincidencia… al menos una de las colonias que tocó la Herjak antes de que el biólogo subiera a bordo debió ser un auténtico paraíso forestal), con primitivas raciones de emergencia, probablemente militares. Comida deshidratada para un mes entero, casi lista para ser ingerida… si tan sólo consiguiera agua dulce para mezclarla.

Pero al menos sobre eso se siente optimista: con tanta agua evaporándose bajo los rayos de Látigo y Azote, alguna vez debe llover en ese planeta, ¿no? Y ya de antemano tiene los cóncavos deflectores metálicos listos para acumular cada gota de esa hipotética agua.

Para eso podría utilizar también ese gran bidón plástico que recaló en la costa… siempre que termine de vaciarlo de lo que contiene… que a todas luces parece gelatina incendiaria. Probablemente en uno de los asentamientos coloniales alguien tenía un serio problema de termitas u otra clase de insectos y, cansado de verlos resistir a toda clase de venenos químicos y biológicos, decidió recurrir a las grandes soluciones. Lástima que sea una sustancia tan inflamable… aunque tal vez, empapando las algas en ella, podría tener un combustible pasable para cocinar, incluso si no están del todo secas.

Probablemente gracias al ligero gas fluorescente que contiene, las corrientes llevaron además flotando hasta la isla una potente linterna con una batería al máximo de carga. Suficiente para iluminarse durante algunas noches. Zhaxgul cree recordar que pertenecía a uno de los mecánicos de a bordo.

Otro desgraciado que debe haber terminado en el estómago de alguno de esos depredadores de enorme aleta dorsal.

Llegaron asimismo a la playa, milagrosamente ilesos, unos prismáticos militares, pues sus lentes son de aceite magnetizado y no de vidrio, para evitar reflejos que delatarían a cualquier observador en el campo de batalla. Una pequeña maravilla de la óptica moderna; con las baterías a carga plena, son capaces de proporcionar hasta doscientos aumentos, y encima son tan ligeros que flotaron. Pertenecían al devorado segundo de a bordo, Pertjox… que por lo que recuerda Zhaxgul, una vez había contado sobre su servicio en algún ejército colonial.

Esos prismáticos resultan muy útiles para, examinando el horizonte, comprobar, si alguna duda aún le quedara al biólogo, que su islote es la única masa de tierra emergida en todo lo que la vista abarca.

Está también un cinturón cargado de mnemocristales, plano, ideal para esconderlo bajo la ropa, adherido a la piel. Debió pertenecer al capitán, y llegaría a la isla también flotando, gracias a su acolchamiento protector de goma-espuma.

Como desde que existen los chips subcutáneos de créditos ya nadie usa ese tipo de moneda en efectivo, Zhaxgul intuye que pueda tratarse de dinero ilegal o al menos no declarado… quizás se esconda toda una fortuna, resultado de innumerables transacciones interestelares no del todo limpias, codificada en esos pequeños trozos de cuarzo imantado.

Pero sin un lector digital, no tiene modo de confirmar su sospecha, claro.

Total, para lo que podría comprar allí incluso disponiendo de todo el dinero del universo, legal o no…

Por último, tiene el guante derecho con dedos semiblindados de una escafandra, tal vez hasta la suya propia, que llegó enredado en un amasijo de esas omnipresentes algas cuyas vejigas hinchadas de gas las hacen flotar. Hay miles de grupillos de esos sargazos locales a la vista… la corriente las arrastra, y dan al mar ya de por sí verdoso la no muy apetitosa apariencia de una exótica sopa de vegetales.

Y, claro, también está el polizón.

 

*****

 

Zhaxgul M´Nab lo descubre ese mismo día, al caer la tarde.

Ha sido un día duro, caluroso y sediento, moviéndose de acá para allá casi incesantemente, siempre en persecución de las menores áreas de sombra que el errático curso de Látigo y Azote por los cielos hace desplazarse de modo también bastante caprichoso.

De repente, el cielo se nubla… pero, antes de que pueda agradecer la densa sombra, las oscuras nubes de tormenta desatan un aguacero que lo obliga a refugiarse en la única grieta en la que cabe más o menos cómodamente tendido… aunque tenga también que cubrirse con una verdadera cáscara de varias capas de deflectores discoidales de fusión, en un vano intento por mantenerse, si no ya seco y caliente, al menos sin diluirse, tanta es el agua que cae de los cielos…

Y de paso lo convence de que si de algo no morirá en su solitario refugio es de sed.

Zhaxgul M´Nab, retorcido como un gusano, temblando de frío y con las cóncavas, circulares estructuras metálicas resbalándose de entre los dedos empapados, piensa en qué nombre dar al planeta y al islote… y al final de la primera media hora de suplicio, sin que la intensa precipitación dé muestras de querer amainar ni en lo más mínimo, ya tiene los dos:

Planeta Húmedo, isla de la Incomodidad. Incluso bautiza irónicamente a la grieta en la que malamente se acurruca como Palacio de los Escalofríos.

Buenos nombres, y además coherentes con los de los soles Látigo y Azote.

Por completo ajenos a su reciente bautizo, afuera, entre las gruesas gotas de lluvia, los diminutos artrópodos saltan al son de los truenos en un verdadero frenesí casi danzario.

Observando sus ridículas evoluciones, Zhaxgul sonríe por primera vez desde su llegada al planeta. Esos bichitos bailarines a los que decide en el acto llamar «muellecitos» podrían ser un éxito total como mascotas… si sólo lograra capturar alguno y llevárselo consigo cuando lo rescaten…

Si lo rescatan…

Entonces, a la luz de los relámpagos, lo ve pasar por primera vez, también dando saltos entre los charcos… pero a la vez completamente distinto.

Usando los prismáticos casi a su mínimo aumento, lo detalla a su gusto.

Sólo tiene dos piernas, y aunque es algo mayor que los graciosísimos muellecitos, sigue siendo muy pequeño. Tampoco tiene ninguna clase de exoesqueleto, así que no es un artrópodo; con su cabecita redonda cubierta de una especie de pelusa blanquecina, sus largos brazos y su epidermis desnuda, su aspecto a la vez enérgico y frágil recuerda al de un diminuto simio casi pelado, un reptil erguido o tal vez un batracio especialmente activo.

Sea lo que sea, la curiosa criatura no es tonta: se cubre del chaparrón con uno de los deflectores metálicos que sostiene con ambas manos sobre la cabeza y los hombros, más a modo de gran escudo antiguo que de sombrilla.

Además de ser bípedo, y de ¿usar herramientas? (¡nada de sacar conclusiones apresuradas! ¡Hay mil ejemplos de criaturas irracionales que emplean de vez en cuando utensilios por puro instinto!), es obvio que el animalejo está demasiado adaptado a la locomoción terrestre como para hallarse emparentado muy de cerca con los diminutos artrópodos saltarines que pueblan la playa, que evidentemente son de origen marino y por completo local.

O sea que lo más probable es que, como él mismo, sea también un visitante. Y un náufrago, que venía a bordo de la Herjak, aunque no apareciera en ninguna lista oficial de embarque.

Se trata, pues, de un polizón.

Amén de ser exobiólogo, Zhaxgul M´Nab lleva suficiente tiempo viajando por el cosmos como para saber que, pese a las más estrictas reglas de cuarentena, en cualquier descenso en un mundo extraño con biosfera propia existen ciertas posibilidades de que, llevadas por su curiosidad, pequeñas formas de vida locales penetren en la nave… y al hallarse por completo a su gusto en sus tripas mecánicas, se queden allí.

En consecuencia, los polizones son una de las peores y más constantes pesadillas de todo vehículo interestelar. Si además resultan lo bastante astutos o escurridizos, no es raro que tales organismos invasores, de muy variados orígenes, consigan evadir por algún tiempo a la persecución de las mascotas cazadoras de a bordo e incluso al incansable patrullar de los androides de desinfección, y medrar cómodamente con los restos de comida olvidados por los tripulantes, o hasta saqueando sus invernaderos, estableciendo entre ellos mismos un relativo equilibrio ecológico de «ocupantes secundarios».

De cuando en cuando, por desgracia, sucede que alguna especie así introducida a bordo se encuentre tan a gusto, se reproduzca tanto y se vuelva tan audaz en sus correrías que llega a convertirse en una verdadera plaga… y antes que arriesgarse a que algún individuo con más espíritu investigativo que los demás desestabilice el sensibilísimo impulsor Bhowl en un intento por desentrañar sus misterios, la tripulación suele optar por enfundarse en sus escafandras y deshermetizar la nave entera, para que el vacío se encargue de los incómodos huéspedes no invitados.

Aunque ni siquiera eso funciona en todos los casos; cualquier biólogo sabe que existen formas de vida planetarias en extremo resistentes, capaces de sobrevivir durante horas en el espacio. Como también hay otras lo bastante ingeniosas como para encontrar refugio en zonas de la nave en las que sencillamente no puede eliminarse la atmósfera sin poner en peligro todo su funcionamiento.

O incluso construir sus propias y primitivas versiones de trajes de vacío.

Cosas más raras se han visto en el Cosmos.

Desde el escaso confort de su burdo cubil, Zhaxgul observa fascinado al pequeño bípedo, con una mezcla de curiosidad biológica profesional e instintiva solidaridad puramente emotiva hacia el otro único superviviente de la catástrofe de la Herjak. ¿Habrá sido él o alguno de sus congéneres el causante de la avería del carguero-correo? ¿Cómo conseguiría resistir al impacto del amarizaje y al tórrido vapor? Quizás, incluso sin exoesqueleto, su epidermis sea más resistente que lo que parece, alguna clase de tegumento córneo… y en el fondo resulte que sí está emparentado, aunque muy de lejos, claro, con los hilarantes e inquietos muellecitos locales.

En cualquier caso, ahora el polizón parece bien atareado, incluso bajo el cerrado chaparrón, y a la mortecina luz de los relámpagos el fascinado biólogo lo observa esquivar con agilidad a los insectos o crustáceos que saltan enloquecidos… va y viene, va y viene, chapoteando entre los charcos, siempre cubierto con su escudo-sombrilla-deflector. Y en una de esas idas y venidas distingue al fin que lleva algo enredado en sus hombros, y en su cintura.

Curioso, ¿hebras? ¿Estará construyendo un nido? A veces el instinto, cuando varían las condiciones ambientales, puede convertirse en una estrategia por completo contraproducente.

Al fin, con la llegada de la oscuridad de la noche, el aguacero se va convirtiendo en una simple y pertinaz llovizna, y tras dar cuenta a la luz de la linterna de un buen plato de proteína rehidratada con agua de lluvia, que le sabe a gloria aún sin condimentos, y de paso beber a sus anchas, Zhaxgul M´Nab, náufrago en la isla de la Incomodidad del planeta Húmedo, se retuerce en su nicho y termina por dormirse en su Palacio de los Escalofríos, deseándole en silencio buenas noches a su pequeño acompañante.

Y, siempre en silencio, lo perdona también por el accidente de la Herjak, si es que algo tuvo que ver en la catástrofe. Hay que ser tolerante… y después de todo, es bueno no estar completamente solo en el islote.

 

*****

 

Su buen humor se esfuma al día siguiente, cuando descubre qué era lo que tan atareado tenía a Polizón la víspera, bajo la lluvia.

Una vez estirados los músculos agarrotados por la incómoda posición retorcida en la que se vio obligado a dormir, y recuperadas las fuerzas por el descanso y la combinación de cena y desayuno, Zhaxgul acude junto al cadáver de Yxmara, dispuesto a cubrirlo con pedruscos.

Sólo que allí lo espera una fea sorpresa.

A lo que hasta el día anterior fuera la bella astronavegadora de la Herjak ahora le faltan pequeños fragmentos, aquí y allá. Los ojos, la lengua, largos trozos del tejido más carnoso del pecho y los muslos…

Inicialmente piensa que fueron los muellecitos y se maldice por creer que con alejarlo del agua bastaba, y dejar al cuerpo solo tantas horas… se confió demasiado, está claro; por lo general, las formas de vida necrófagas de un mundo X no se acercarán siquiera a una carroña procedente de una evolución distinta, pero en algunos planetas se conocen unas cuantas y notables excepciones de veras omnívoras.

Y parece que el planeta Húmedo pertenece a tal clase.

Dispuesto a salir de dudas, el biólogo captura a uno de los pequeños artrópodos de un ágil manotazo, para examinarlo: segmentos coriáceos, doce pares de patas, las dos últimas muy alargadas, como auténticos resortes… pero el aparato bucal parece más bien chupador que masticador.

En nada típico de un carroñero.

Como prueba definitiva, Zhaxgul recurre a su cuchillo para dar un pequeño corte al blando y vulnerable abdomen del ser, y una linfa verdeazulosa gotea sobre las rocas.

Hemocianina, sin dudas: pigmento respiratorio de cobre y no de hierro, como el de su propia sangre. El biólogo, pensativo, deja escapar renqueando al animalejo. Quizás incluso se recupere… lo que sí es dudoso que haya sido él u otros como él los que mutilaron el cadáver de la astronavegadora. En general, los seres con metabolismo basado en un metal específico encuentran tóxico todo tejido perteneciente a formas de vida que empleen otro.

Mala noticia: cada vez le parece menos factible el que pueda salir adelante pescando o atrapando muellecitos, cuando se le terminen sus escasas provisiones. Por si acaso, retrasará lo más posible el momento de comprobar si, por alguna especie de milagro, su sistema digestivo puede asimilar sin problemas la carne local basada en otra química… pero ya teme que la respuesta será rotundamente negativa.

Pues bien; si no fue el equipo local, sólo queda otro sospechoso:

Polizón.

No era un nido lo que estaba construyendo la noche anterior.

Estaba forrajeando.

Una extraña furia colma al biólogo… más intensa quizás porque el pequeño parásito sí ha podido aprovechar el recurso del cadáver de la astronavegadora de un modo que a él le está vedado por completo, tabúes civilizados mediante.

Agachándose, Zhaxgul escudriña cuidadosamente los alrededores del despojo de Yxmara. Como todo rastreador racional o irracional en busca de huellas, examina el terreno en círculos de diámetro creciente, hasta hallar el primer indicio:

Un trozo de piel, no más largo que su dedo y evidentemente arrancado al cadáver de la astronavegadora con un instrumento cortante. Es una suerte que los microorganismos locales se muestren más bien indiferentes ante la química de alienígenas como él, o en medio de la lluvia, ya habría desaparecido.

Trazando una línea recta imaginaria entre la ubicación del cuerpo de Yxmara y la primera pista, el biólogo se adentra en la isla de la Incomodidad.

El rastro está claro para sus ojos profesionalmente entrenados para captar las huellas de la actividad de los organismos incluso más pequeños como Polizón.

Aquí, un rasguño en la piedra revela que el bípedo ladrón creyó que el paso era más ancho que lo que en realidad resultó, por lo que luego tuvo que forzar un poco el deflector-sombrilla para continuar.

Allá… los restos de uno de los globos oculares de Yxmara, evidentemente un suculento manjar cuya tentación no soportó más el hambriento y desagradable ser.

Y unos pasos más lejos… qué interesante, ¿un colmillo roto de gorban?

En la Herjak venían varios gorbanos, claro… la función principal para la que se les cría, además de brindar compañía a la tripulación, es mantener los corredores de cualquier nave limpios de parásitos polizones.

Pero, aunque ágiles y feroces, los gorbanos no saben nadar… así que ninguno pudo haber sobrevivido al accidente ni mucho menos haber llegado a la isla sin ahogarse. O ya lo tendría hipando de gusto y restregando sus escamas dorsales contra sus pies, pues, mascotas al fin, simplemente no saben cómo vivir lejos de sus amos.

Así que ningún gorban trajo ese diente a la isla.

Entonces, sólo queda…

Recoge el colmillo quebrado y lo examina más de cerca.

En efecto; no se trata de un simple diente caído, sino que ha sido afilado y en torno a su raíz lleva atadas varias capas de ¿plástico de embalaje? Pensativo, acaricia el borde aserrado, tan cortante como el de su propio cuchillo, aunque menos resistente.

Sí, es una herramienta, confeccionada con cuidado y varias veces afilada y/o reparada con posterioridad. Un arma, ¿rota contra qué?

Bajo una roca que lo protegió de la feroz lluvia del crepúsculo anterior, en medio de un círculo de linfa verdeazulada, encuentra la respuesta: otro artrópodo, aunque algo mayor que los muellecitos. El fragmento que falta del pequeño cuchillo hecho con el diente de gorban está profundamente hundido en su cabeza, probablemente hasta el ganglio cefálico, a través de la cuenca de uno de los destrozados ojos compuestos.

Examina el cadáver. La arena alrededor está revuelta; debió ser toda una batalla. No sólo este bicho es notablemente mayor que sus danzarines e inofensivos parientes, sino que sus piezas bucales son gruesas, aserradas y filosas; un carnívoro, que evidentemente se aventura de vez en cuando en tierra atraído por la abundancia de presas que se creen a salvo de sus ataques en el espacio seco de la isla de la Incomodidad. La evolución está en pleno curso en Húmedo… y Polizón estuvo a punto de ser una de las ofrendas en su ecológico altar de los sacrificios.

En todo caso, el carnívoro sigue siendo menos interesante que quien le dio muerte. La furia inicial de Zhaxgul contra Polizón, por haber profanado y depredado el cadáver de la bella Yxmara del mismo modo en que él consideró posible hacerlo por un terrible y amoral momento, comienza a ceder terreno ante la pura curiosidad científica.

Fascinante ser, ese Polizón, está claro: un sobreviviente nato, que habitaba desde quién sabe cuánto tiempo atrás inadvertido dentro de las tripas metálicas de la Herjak. Capaz de fabricar herramientas de notable complejidad, o sea, no desprovisto de cierta inteligencia, y encima valeroso. Fue atacado y se defendió… pero lo raro es que no se llevó a su derrotado agresor para devorarlo, en lo que habría sido justa, alimenticia e instintiva represalia. ¿Comprendería, gracias a un olfato más fino o algún otro sentido difícil de definir, que su carne le iba a resultar indigesta, por la diferencia de químicas corporales? ¿Sólo rechazó la presa desconocida por puro instinto? ¿O tal vez simplemente pensó, por tratarse de un depredador y no de un herbívoro, que tendría mal sabor?

Siempre siguiendo el difuso rastro, al cabo de un rato en el que terminan por dolerle la espalda y los riñones de tanto caminar agachado, Zhaxgul llega a una profunda grieta bajo un peñasco. Se va a tender sobre el vientre para mirar en su oscuro interior… cuando la cautela profesional puede más.

Ningún exobiólogo dura mucho en los trabajos de campo si no se toman ciertas precauciones mínimas. Los animales pequeños de biosferas extrañas a menudo son venenosos o disponen de otras armas molestas con las que reaccionan a cualquier agresión o intrusión en su territorio.

Vuelve a su Palacio de los Escalofríos en busca de la linterna, y tendiéndose en el suelo, pero a una distancia prudencial, ¡ilumina de golpe la pequeña caverna!

La luz es tan intensa que lo encandila a él mismo por un momento… pero más deslumbrado aún está el ocupante del cubil semisubterráneo, que la ha recibido directamente en los ojos.

O más bien los ocupantes, porque se trata de dos.

Zhaxgul alcanza a distinguir a otro ser muy parecido al que viera la víspera, bien que más pequeño y con un pronunciado vientre, antes de que, con un desafiante chillido en el que el biólogo cree intuir cierta cualidad articulada, ¿una imprecación, un lenguaje?, ¡ridículo!, Polizón responde a lo que evidentemente considera un peligroso ataque haciendo girar sobre su cabeza una tira de piel… de la que al instante siguiente escapa un guijarro, lo bastante grueso como para que, impactando en el vidrio frontal de la linterna, lo astille en mil pedazos y la apague, al escapar el gas fluorescente de su interior.

El biólogo retrocede prudentemente, y así logra evadir un segundo y un tercer proyectil del pequeño pero habilísimo hondero; no obstante su maniobra evasiva, le pican bastante cerca.

Mirando tristemente la linterna en teoría a prueba de todo, y ahora arruinada sin remedio por el contraataque del diminuto y agresivo bípedo, cierta sorda admiración nace en el pecho de Zhaxgul, aunque a regañadientes.

Claro que mucho mayor sigue siendo la animadversión que experimenta hacia ese diminuto saqueador, parásito, polizón, carroñero, ladrón, huésped indeseado de SU isla.

Toda nave espacial es un entorno cerrado, en el que mil recovecos, pasillos y rincones hacen difícil eliminar a cualquier organismo indeseable. Ya sea por gorbanos o por androides de desinfección.

Un islote en un mar infinito de un planeta X es también, de algún modo un entorno cerrado… pero bastante más pequeño y con muchos menos escondites.

Una vez oyó Zhaxgul decir que para seguir viviendo, un ser inteligente necesita, además de aire, comida, bebida, refugio y sexo, algo más.

Tal vez un propósito, una causa por la que luchar.

Y en ese momento, él se hace el firme propósito de lograr en la isla de la Incomodidad lo que toda la tripulación de la Herjak no pudo lograr:

Deshacerse de los polizones. Desde el primero hasta el último.

Vengar sin piedad la depredación del cadáver de Yxmara…

Será una lucha complicada y cruenta, inteligencia contra pequeñez, astucia contra instinto, fuerza superior contra mayor habilidad para esconderse.

Le llevará mucho tiempo, probablemente, y no pocos esfuerzos, pero, ¿acaso tiene algún entretenimiento mejor al que dedicarse? ¿Algo más por lo que luchar?

Y, por supuesto, no tiene dudas de quién será al final el vencedor en tal desafío.

Aunque, antes de dar por comenzadas las hostilidades, tiene que prepararse.

Zhaxgul M´Nab ha servido en un par de guerras, y sabe la importancia de hacer ciertos preparativos antes del primer disparo.

¿De qué sirve la inteligencia sino para asegurar una buena logística?

 

*****

 

Pese a la solemne firmeza de su propósito revanchista, durante los días siguientes Zhaxgul no puede dedicar mucho tiempo a sus planes anti-polizones.

O al menos eso parecería a simple vista.

Más que preparando una guerra, cualquier observador diría que sólo está muy ocupado mejorando su refugio y sus medios de supervivencia.

Aunque un militar podría disentir, considerando que está optimizando su logística.

Por su parte, el atareado exobiólogo se consuela diciéndose que lo primero es lo primero, y ¿qué clase de vengador puede ser si enferma de frío o de hambre, si le fallan las fuerzas y la vista?

Hasta hacer la guerra requiere de ciertas condiciones mínimas.

No obstante, en sus breves pausas, observa a sus enemigos con los prismáticos militares.

El denso y transparente aceite animal refinado, repleto de microscópicas limaduras ferrosas, forma lentes ideales al ser sometido al campo magnético controlado que genera la batería del aparato… mientras le quede energía, poco podrán hacer los dos polizones sin que él se entere. Es un consuelo.

Al no sentirse ya seguros en el cubil que él descubrió, parecen haber optado por el nomadismo; aunque sea por la limitada versión que permite la escasa extensión de la isla. Bien que, para ellos, mucho más pequeños que el atareado biólogo, incluso ese circunscrito territorio ofrece mil escondrijos, recovecos y pasadizos ricos en fascinantes posibilidades.

Parecen, a su modo, estar explorando exhaustivamente sus dominios. Hoy los ve aquí, al día siguiente allá, a muchos pasos de distancia. Le preocupa que, a ese paso, pronto conocerán cada rincón del islote mucho mejor de lo que él podría soñar jamás, y dispondrán de escondrijos suficientes para escapar casi a cualquier persecución.

¿Quizás ellos también se están preparando para combatirlo?

No, qué tontería…

De seguro ni se imaginan lo que se les viene encima.

Salvo esos pequeños descansos para observar a sus pequeños enemigos y reflexionar al respecto, Zhaxgul, en una especie de frenesí, trabaja casi sin pausa día tras día.

Hasta que al cuarto tiene que parar: sus manos están cubiertas de pequeños cortes y cicatrices a medio sanar, sus antebrazos constelados de moretones, la espalda le duele como si a cada momento sus vértebras fueran a desencajarse, y ni siquiera dosis dobles de analgésicos e inflamatorios logran ya hacerlo olvidar más que por un breve lapso de tiempo el ardiente latido de su rodilla lastimada.

Pero el Palacio de los Escalofríos ha quedado convertido en algo bastante similar a una choza. Trabajando con paciencia y tesón, le ha añadido, por sus dos laterales más expuestos a la intemperie, sendas y muy necesarias cortinas metálicas de dos capas, compuestas por ciento treinta y siete deflectores (sin contar los estropeados en el proceso) cuidadosamente ensamblados entre sí mediante muescas cortadas en el blando metal con la irrompible cerámica del cuchillo.

Ni siquiera ahora es por completo impermeable al viento y a la lluvia, claro… pero sí mucho más seco, cálido y resguardado que antes, ni qué decir tiene.

Y la que fuera incómoda y retorcida cama, en su interior, se ha visto asimismo bastante mejorada. En primer lugar, por el simple y laborioso expediente de, siempre cuchillo en mano, arrancar con paciencia algunas piedras que asomaban de manera no precisamente muy confortable.

El fruto de tantos sudores es que ahora Zhaxgul puede acurrucarse bajo techo, casi al abrigo del viento y la lluvia, recto sobre una superficie casi horizontal e incluso casi blanda… gracias al relleno de espuma de goma que protegía los deflectores en su caja y forraba el cinturón de mnemocristales del capitán, material todo ahora cuidadosamente extendido sobre varios manojos de algas siempre húmedas, pero al menos bien compactadas.

Aunque todavía tiene que introducirse en el improvisado camastro reptando, y cada vez que de noche se despierta de golpe, un nuevo chichón se suma a la variopinta colección que ya adorna su sufrida frente.

El sitio todavía dista mucho de ser un verdadero palacio, obviamente. Pero ya puede al menos llamarlo refugio, guarida, cubil, madriguera, sin avergonzarse demasiado.

Aunque sigue pareciéndole poco.

Ah, si sólo dispusiera de un descohesionador molecular para ablandar, moldear a su antojo las rocas y luego volver a endurecerlas ¡qué gran cabaña podría fabricarse! Con paredes lisas, ventanas, una mesa, una puerta…

Si al menos tuviera un mazo y un cincel para romper las rocas, y algo que pudiera usar como mortero para luego reensamblar los trozos aunque fuese en el más primitivo intento de albañilería…

Si tuviera… si tuviera…

Las dos palabras favoritas de todo náufrago.

Pero, por supuesto, no tiene un descohesionador molecular. El cuchillo es demasiado valioso para arriesgarse a partir su hoja de cerámica (durísima, pero no irrompible, ¿acaso hay algo en el Cosmos que lo sea?) martillándolo con una roca pesada, y en la playa tampoco hay conchas que pueda machacar y quemar para obtener cal que, mezclada con arena, le sirviera de primitivo cemento.

De hecho, no parece haber nada parecido a moluscos auténticos en este maldito planeta Húmedo.

Ya ha comprobado que acertó plenamente con el nombre: ni siquiera los fieros rayos del sol doble que lo tortura cada día desde el cielo son capaces de secar del todo las algas tipo sargazo que flotan en su mar. El aire nocturno está tan cargado de humedad y el tejido vegetal de las plantas acuáticas es tan fuertemente higroscópico que, poco tiempo después de oscurecer, ya ha recuperado toda el agua perdida por la evaporación diurna.

Y si con eso no bastara, la intensa lluvia que se precipita desde los cielos cada crepúsculo, con la regularidad de un reloj, acabaría por volver a empaparlas.

Por cierto que, ¡vaya paradoja para un náufrago!, tiene cómo encender fuego (los fósforos químicos, porque aún conserva ocho intactos) pero no qué quemar en él. Dejando aparte las cajas de madera en la que venían los trescientos cuarenta deflectores de fusión, las raciones de comida deshidratada y las veintidós armas de mano de energía, y que guarda para una posible emergencia, la isla de la Incomodidad y el planeta Húmedo entero, por lo que sabe, parecen estar completamente desprovistos de cualquier material combustible.

Ha probado dos veces a embeber en gelatina incendiaria manojos de algas casi secos… y funciona, ¡vaya si funciona! Pero tan inflamable es la sustancia, tan rápido arde y tanto calor genera el meteórico proceso que, al arrojarle un fósforo a la mezcla así obtenida, en ambas ocasiones la breve e intensísima llamarada no sólo consumió todas las algas sino que incluso vitrificó parcialmente la arena debajo.

Huy.

Una manera segura de quemar la cena, más bien que de cocinarla o calentarla.

Pero no todo es malo, no.

Agua dulce le sobra, por lo menos. Y desde que puede lavar su cuerpo bajo el chaparrón cada tarde, si quiere, y luego dentro de su choza vestirse (aunque para hacerlo necesite ejecutar contorsiones dignas de un acróbata) con su ropa interior tan agradablemente seca y sin restos de sal (la lavó el tercer día en el diario aguacero crepuscular) se siente algo mejor.

Por otro lado, teniendo lluvia constante y sol en abundancia, y platos deflectores anchos y poco profundos, incluso sin llama el calentar su almuerzo no resulta un problema tan grande… o al menos no lo es prepararlo, simplemente vertiendo su comida deshidratada sobre el agua entibiada por el sol.

Cierto que su dieta, aunque nutritiva, no es la más variada de la galaxia: grisácea y con consistencia de engrudo, el aspecto de la pasta alimenticia proteica empeora aún (si tal cosa es posible) una vez hidratada, y por si fuera poco carece de un sabor reconocible… pero es comida sana y perfectamente asimilable, y lo mantiene con vida, así que ¿qué más pedir?

Hay algo que avergüenza todavía al exobiólogo: que en la orilla no se alce ningún montículo de piedras ni quede otro rastro visible del cuerpo de Yxmara, como inicialmente era su firme propósito.

Pero es que ya al caer la tarde de su segundo día en la isla no le quedó más remedio que terminar de rendirse a la imposibilidad física de encontrar piedras sueltas suficientes como para alzar un túmulo tan grande que protegiera por completo el cadáver. Así que, frustrado, lo empujó de vuelta al océano a la hora de la marea alta, y se quedó mirando por los prismáticos cómo la suave corriente lo arrastraba… hasta que, ya a cierta distancia mar adentro, otra de esas estilizadas aletas que dio cuenta de Pertjox subió a la superficie y se la llevó consigo a las profundidades, casi con elegancia.

Zhaxgul M´Nab le deseó mental y cordialmente a su voraz dueño que se envenenara con la carne de metabolismo diferente de la astronavegadora… aunque en realidad, lo único que le importaba y llenaba de satisfacción era saber que ahora Polizón y Polizona tampoco podrían ya seguir aprovechando el cuerpo de Yxmara para medrar.

La guerra no sólo consiste en golpear al enemigo. También se lucha en el campo de batalla de la economía; es componente fundamental de toda contienda privar al adversario de sus recursos, impedirle el acceso a ellos o al menos dificultárselo al máximo.

No sólo no podrán los polizones seguir devorando a Yxmara, sino que tampoco podrán robarle sus propias reservas de alimento.

Además de construir las paredes laterales de la rústica choza, el exobiólogo ha alzado también una especie de barda (siempre de deflectores de fusión ensamblados… un uso como material de construcción modular que habría sorprendido no poco a los diseñadores de la pieza) que, elevándose casi hasta media pierna de altura, rodea por completo su Palacio de la Incomodidad, yendo del mar al mar.

Por suerte, las cuatro rocas están bastante cerca de la playa.

Así que ya dispone de un ¿jardín?, ¡si sólo tuviera algo que sembrar en él!, ¿patio?, privado más o menos triangular, de unos treinta pasos de largo por su mayor extensión, y a otros diez de las aguas, en su mayor alejamiento.

Con el beneficio extra de que en estos momentos a cualquiera que llegara a la isla de la Incomodidad y viera el resultado de sus esfuerzos por mejorar sus condiciones de vida le quedaría claro al primer vistazo que en ella vive un ser inteligente… y no sólo un par de oportunistas y parásitos Polizones.

Fue un trabajo duro, pero logró cercar todo un Territorio Libre de Polizones, como lo ha llamado pomposamente: dispuestos en doble fila, los ciento cincuenta deflectores que empleó para alzar el muro ofrecen una espejeante continuidad. Son casi el triple de altos que Polizón, que sin poder trepar por sus resbaladizas superficies tampoco podrá saltarlos, y medio enterrados y apuntalados con trozos de rocas por su base, como están, menos podría moverlos ni cavar un túnel bajo ellos. Y la cerca limítrofe se adentra asimismo lo suficiente en el mar como para que, si quiere rodearla, incluso en la marea baja, no le quede al pequeño bípedo más que nadar… algo que hasta él debe comprender que resulta en extremo peligroso, con depredadores tan ávidos como ésos de la aleta estilizada merodeando por los parajes.

Aunque nunca se sabe con esos animalejos…

Por ejemplo, algo que no se esperaba fue que los Polizones resultaran capaces de alimentarse de la fauna local, después de todo…

Porque parecen estar sobreviviendo bastante bien exclusivamente a base de comer muellecitos; ha visto al macho persiguiéndolos y abatiéndolos con la honda, que maneja con certera maestría. Luego los remata con otro cuchillo de colmillo de gorban (tenía uno de repuesto, por lo visto) y con la misma herramienta los despedaza donde caen, eligiendo las que pueden ser las partes más jugosas o nutritivas… o quizás las que menor concentración del toxiquísimo cobre contienen.

Sabia actitud, sobre todo considerando que deben devorarlos crudos…

Zhaxgul M´Nab pronto llegó a la conclusión de que, si el diminuto cazador no se comió al depredador que venció la primera noche, no fue porque temiera envenenarse con su carne sino por alguna clase de tabú ¿cultural? ¿puede tener cultura un animalejo parásito?, sobre devorar a los carnívoros.

Sea como sea, el biólogo náufrago no puede menos que sentir envidia por la superior capacidad digestiva de los pequeños bípedos. Con razón medraban dentro de las entrañas de la Herjak: si pueden alimentarse así como así incluso de seres con el metabolismo basado en el cobre, entonces resulta que pueden comer prácticamente de todo.

A no ser que Polizón y Polizona tuvieran a su vez la misma clase de metabolismo cuproso, ¿no?, con lo que donde habrían vivido sólo con grandes trabajos sería dentro de la nave, ya que tanto Zhaxgul y sus semejantes, como la mayor parte de los animales que acogía en sus entrañas el carguero-correo, tenían en su sangre como pigmento respiratorio la hemoglobina ferrosa y no la hemocianina cuprosa…

Interesante enigma.

El doctor en Exobiología se promete que lo dilucidará cuando pueda… si es posible, analizando los cadáveres de los Polizones, cuando los haya exterminado.

Claro que el que sus enemigos puedan aprovechar los recursos locales complicará un poco la batalla. De entrada, rendirlos por hambre queda por completo fuera de discusión.

En cualquier caso, ya bien comido, bien dormido, seco, más o menos caliente, y a despecho de que su rodilla no muestre síntomas de mejoría pese a todos los medicamentos con los que se ha atiborrado, Zhaxgul se siente un poco más optimista respecto al futuro. Lo rescatarán, algún día… pronto, de seguro.

Entretanto, le queda comida deshidratada para casi tres semanas, cuatro racionándola con cuidado… y no está dicho que no pueda pescar, cuando le falten víveres. Quién sabe, tal vez después de todo él también pueda metabolizar los tejidos ricos en cobre de la fauna local, como los Polizones.

En cuanto a ellos, siente que ya casi los tiene entre la espada y la pared. Una hembra embarazada necesita con urgencia alimentos, pero en la isla de la Incomodidad no hay mucho qué comer. Incluso los mismos muellecitos, que en los primeros días dejaban acercarse al macho tan tranquilamente hasta una distancia de tiro, ya parecen haber aprendido que el extraño y pequeño bípedo representa un peligro mortal, y apenas lo ven escapan saltando en todas direcciones, para no caer víctimas de su honda.

Se ve que no tienen la menor noción de ecología. Eso es lo que académicamente se denomina sobreexplotar un recurso.

Pronto, a no ser que empiecen a devorar algas, el hambre y la inanición deberían empezar a debilitar a los Polizones lo suficiente como para que el exobiólogo, bien comido y ya sabiendo dónde está su madriguera, pueda acercarse sin gran riesgo y eliminarlos a los dos, vengando así a Yxmara, a Pertjox y a todos los otros tripulantes y pasajeros que murieron en el desastre de la Herjak, del que cada día está más seguro que fueron los pequeños bípedos los verdaderos causantes.

Entretanto llega esa hora, Zhaxgul M´Nab se prepara, prudente y previsor.

No sólo practica lanzando los discos deflectores que le quedaron, y que ha afilado minuciosamente con el cuchillo. Para no perder los dedos al aferrarlos usa siempre el guante reforzado del traje espacial. Ya ha adquirido cierta habilidad con los improvisados proyectiles… aunque todavía debe mejorarla mucho para estar seguro de poder decapitar con los cortantes redondeles metálicos a Polizón y a Polizona, cuando el hambre los obligue a abandonar su refugio y salir a terreno abierto.

Con la tozuda, metódica paciencia de quien ejecuta un ritual, en sus ratos libres (que en verdad son los más) Zhaxgul desarma, limpia, arma, prueba y vuelve a probar incansablemente las veintidós pistolas de rayos, que ha numerado, meticuloso. Intercambia con esmero sus componentes, con la cada vez menos fundada esperanza de que tras tantos días al sol algunas piezas hayan terminado de secarse por completo y pueda al fin ensamblar un arma funcional… al menos una.

Entretanto eso no ocurra, la rutina de probar la batería de una con la lente de otra, anotando las combinaciones con rayas que hace con su cuchillo en una piedra… el hábito de sacarlas cada amanecer y disponerlas sobre sus respectivos platos deflectores para recogerlas al caer la tarde antes de que llueva, lo hace sentirse casi como un pastor que condujese y cuidara su rebaño. Un rebaño inanimado, que pace rayos de sol, aunque hasta ahora no haya podido otorgarle ni un solo cordero-disparo a cambio.

Pero, si el milagro se produjera, y finalmente una de las armas de energía funcionara, ¡cuán recompensadas habrán estado entonces todas sus obsesivas manipulaciones! ¡Cuán fácil será, sin siquiera tener que acercarse a la guarida de los odiados bípedos polizones, aniquilarlos a ambos de un solo disparo, aunque sea el único que pueda regalarle la pistola de rayos!

¡Cuánta tranquilidad sabiendo que, entonces sí, se convertirá en el único ocupante e indiscutido poder inteligente de toda la isla!

 

*****

 

En las primeras noches en la isla de la Incomodidad, la combinación de las grandes dosis de analgésicos que ingiere para aliviar el dolor de su rodilla y el extremo cansancio del duro trabajo de remodelación del Palacio de los Escalofríos impide a Zhaxgul soñar.

Agotado y drogado, duerme como una piedra, como un androide desconectado.

Luego, su tolerancia a los antidoloríficos comienza a crecer poco a poco, y como una vez construida la mejor choza que es capaz de concebir y puestas en orden otras minucias no tiene mucho de qué ocuparse, finalmente, la octava noche de su naufragio en el planeta Húmedo, sueña.

¿Con qué puede soñar un náufrago separado del resto de sus semejantes por la soledad de una isla, de un planeta, de un sistema solar extraño?

Sólo tiene dos opciones: revivir su pasado, cuando el naufragio y el abandono aún eran impensables… o imaginarse el futuro, hacia donde la esperanza se vuelve salvación.

Los primeros sueños del biólogo abandonado en la isla de la Incomodidad se adentran precisamente en esos hipotéticos futuros.

Ve lanzaderas llegando a rescatarlo, sostenidas sobre placas antigrav o chorros potentísimos de rugientes motores de fusión. Provenientes de grandes naves interestelares que las aguardan en órbita, de sus entrañas salen tripulantes que compiten por ofrecerle mantas deliciosamente cálidas, y comidas frescas calentadas en buenos fuegos de leña bien seca o en hornos de microondas alimentados con electricidad generada por plantas estándares de fusión. Escucha risas de compañeros, que le aseguran que ya terminó todo, que está entre amigos, que le dan ropas nuevas, siente en los hombros palmadas de reconocimiento a su valor y habilidad viriles, hasta cierta sana envidia porque haya sabido cómo triunfar donde ellos podían haber fracasado: cómo sobrevivir en la árida desolación de un islote minúsculo, sin rendirse a la desesperación, al pesimismo, al hambre, el frío, la lluvia, el sol, a los Polizones…

¡No!

En su sueño, Zhaxgul ve a Polizón y a Polizona, él con su honda y su cuchillo de diente de gorban, ella con su hinchado vientre, y se estremece, sabiendo que aún no ha sido encontrado. Porque nadie que lo hallara recogería también a la pareja de odiosos pequeños bípedos, parásitos de la isla, enemigos carroñeros, solapados, sacrílegos, todo el tiempo ocultándose en las sombras de las grietas, acechando su debilidad, buscando un modo de atravesar, saltar, escurrirse a través de los discos deflectores de su muralla, para darle muerte en la oscuridad, clavándole el filo de marfil en los ojos u otro sitio vital accesible incluso para alguien con tan poca fuerza como la que ellos poseen…

Despierta al amanecer, en un grito salvaje y temblando, más de pánico y rabia que de frío, y con las primeras luces de la mañana busca obsesivo, más allá de su controlado Territorio Libre de Polizones, a la pareja de pequeños antagonistas, escudriñando prácticamente cada rincón de las ásperas rocas con sus prismáticos.

Y sólo al descubrirlos lejos y entregados a sus actividades habituales de perseguir y capturar muellecitos se tranquiliza un poco.

Era sólo un mal sueño.

Sí, nada más que eso.

No es cierto que estén maquinando nada contra él.

No puede serlo.

Simplemente, no tienen la capacidad…

Luego comprueba sus mermadas existencias de medicamentos; como nada dura eternamente, los analgésicos se están terminando, lo mismo los antibióticos.

Pero su pierna no mejora. Como todo biólogo, tiene ciertas nociones básicas de medicina, así que teme que en el agua o el aire del planeta Húmedo haya algo… una bacteria, un virus, quizás un prión, u otra partícula viva o cuasi viva aún no descubierta ni estudiada… pero en cualquier caso muy resistente a todos los medicinales del botiquín de emergencia, y únicamente mantenida a raya por las mismas tremendas dosis que están convirtiendo sus sueños en pesadillas.

Esa misma noche intenta no toma analgésicos… pero el latido del dolor en la rodilla herida es tan insoportable que tiene que rendirse, y maldiciendo, primero su cobardía y falta de estoicismo, luego el despilfarro de luz que representa, acaba buscándolas a la efímera luz de un fósforo y tragando una dosis triple con labios ávidos.

El alivio subsiguiente es tan grande e inmediato que, aún sabiendo que tiene que ser puro efecto placebo del simple acto, se sume en profundo sueño mucho antes de que la monumental cantidad de antidoloríficos pueda tener tiempo de hacer efecto.

Entonces sueña con su pasado.

Y no es que la vida de un exobiólogo como es Zhaxgul M´Nab resulte especialmente fascinante… no al menos para nadie más que él mismo, claro.

Cada cultura de las muchas que recorren el espacio tiene sus propias reglas. Entre su gente, las profesiones son una herencia que pasa de padres a hijos. Hijo de Nab, exobiólogo de cierto renombre, el joven Zhaxgul sólo podía imaginarse su propio futuro estudiando también faunas y floras de mundos extraños, viajando entre las estrellas, aportando su ínfimo granito de arena al gran monumento del saber acumulado, única vía con la que la efímera vida puede vencer y trascender al infinito, eterno universo.

Como su padre, y antes su abuelo, estudió las ciencias de la materia viviente en la prestigiosa Universidad de Shatalox, capital del subsector colonial del mismo nombre. Como Nab en su día, también se afanó con libros y bases de datos, con especímenes únicos de laboratorio y animales de experimentación de líneas genéticamente puras obtenidas en serie.

Y como él, también se divirtió en francachelas fraternales con otros estudiantes hasta el amanecer, en orgías con las estudiantes siempre jugando en la cuerda floja con el indeseado riesgo de embarazo que en su mojigata cultura habría significado el fin de los estudios tanto para la culpable como para quien señalase como el padre de su pecado.

Pero, a diferencia de su progenitor, Zhaxgul M´Nab no encontró el amor de su vida en las aulas venerables de Shatalox; no partió en su primer viaje dejando atrás a una compañera embarazada resignada a esperarlo, a vivir una relación fragmentada por sus constantes incursiones entre las estrellas infinitas.

No; Zhaxgul nunca había sido un asceta y de hecho muchas de sus coetáneas alcanzaron el orgasmo al unísono con él en su lecho… pero, simplemente, jamás hubo ninguna que pudiera ser más importante para él que su único dios: el conocimiento.

Dueño de una memoria notable y de una intuición para los ecosistemas más complejos muy superior a la media, Zhaxgul carecía sin embargo de influencias. Sin parientes ni amigos poderosos o ubicados en puestos clave que pudieran apadrinar su carrera, tuvo que ir avanzando, lento pero seguro, ascendiendo sólo por sus propios y nada desdeñables méritos, enfrentando envidias e intrigas de otros menos dotados pero mejor relacionados.

En sueños, el biólogo náufrago se ve defendiendo su primer grado científico, saliendo vencedor en el debate pese a la confabulada negativa del tribunal examinador, más que reacio a conceder tan elevada dignidad académica a un individuo de su juventud. Se ve celebrando el triunfo con hembras diversas, jóvenes y carnosas, pagadas o voluntarias, y con licores y drogas variados, fuertes, aromáticos, alucinógenos, porque un aristócrata del intelecto puede permitirse ocasionalmente todos los excesos, para compensar la mesura que es su naturaleza misma la mayor parte del tiempo.

Revive los grandes momentos de su vida, los positivos y los negativos… el descubrimiento de la polinización cruzada en los vmafres de Ryual´k, que le ganó ser miembro honorífico del Colegio de Sabios de la distinguida colonia… su incontestable desmentido a la absurda teoría de Mhilx sobre el origen monofocal de la inteligencia en la galaxia… su vergüenza por el fracaso en ser admitido en el selecto Club Neuronal de Amalfes, la organización más prestigiosa de los científicos de todas las colonias lo bastante antiguas y con suficientes recursos como para sostener universidades propias…

Y mientras va repasando su vida como si fuera ajena, acurrucado en la oscuridad de su Palacio de los Escalofríos, el terror va deslizándose dentro del sueño de Zhaxgul, primero indefinido y luego con una clara forma pequeña y bípeda.

Es el tormento supremo; quiere despertar y no puede. Una parte de su mente sabe que es sólo un sueño muy profundo, provocado por la ingestión de demasiados calmantes, y trata de mantenerse racional… pero otra, desbocada, intenta impedir que la trama onírica se abra paso desde el pasado tranquilo y conocido al presente… no, no quiere revivir el accidente de la Herjak, el pánico de la avería en el impulsor Bhowl, ¿causada por quién? ¡Esas cosas no ocurren por sí solas, tuvo que ser un sabotaje! La caída en llamas a través de la atmósfera del planeta X… no, es Húmedo, allí está su isla de la Incomodidad, ya la ha bautizado, ya no hay peligro en lo que se conoce… el terror de volar por la grieta en el casco de la nave siniestrada a su impacto contra el agua, entre nubes de ardiente vapor… la caída, el peso de la escafandra queriendo fijarlo al fondo, hacerlo reposar para siempre en las profundidades… Yxmara que le tiende la mano y lo ayuda a nadar. ¿Yxmara? No, no puede ser… está muerta, siempre lo estuvo, llegó muerta a la costa, ¡aunque nunca supo cómo! Ahogada, quizás con el cuello quebrado, un ataque al corazón, de puro miedo, asfixiada, con los pulmones quemados por el hirviente vapor… no, estaba muerta, pero ahora igual él, desesperado, se aferra a la hermosa mano de sueño que ella le tiende desde la orilla de la isla… sí, la isla, su isla salvadora de la Incomodidad… qué bella y buena Yxmara, cómo le tiende la mano, y el miedo ronda, no sabe qué forma adoptará el puro terror, pero está a punto de encontrarlo… lo huele, lo intuye, lo sabe… y entonces, abriéndose paso con su rústico cuchillo de diente de gorban desde el interior del globo ocular de la astronavegadora, reventándolo, aparece ante su vista Polizón, riendo y gritando algo en ese curioso, insoportable chillido articulado suyo, y en el otro ojo de la bella tripulante está Polizona, sosteniendo su vientre abultadísimo con ambas manos… y sin embargo incluso así Yxmara, muerta, devorada desde dentro, se sigue moviendo. Se contonea seductora: le tiende los brazos perfectos, con su fascinante cabello ondulado por la brisa, y se le acerca, va a besarlo, lo que él siempre soñó… pero Polizón afila su cuchillo, hace girar su honda… no, no… lo va a matar… que alguien lo detenga, que lo mate a él antes… es sólo un animal indeseable…

¡NOOOOO!

Con un grito tan desgarrador que le arde en la garganta, Zhaxgul M´Nab despierta cuando aún el alba apenas si es la insinuación de un resplandor rosa en lontananza… y se da un tremendo golpe en la frente. Otro chichón, de seguro.

Pero no importa… lo mejor es que sólo ha sido una pesadilla, una absurda trampa del inconsciente. Yxmara está muerta, y ojalá hubieran estado dentro de ella los malditos Polizones, Gran Cosmos, porque ahora mismo lo que queda de la astronavegadora debe estar estropeándole la digestión al predador marino menos escrupuloso del planeta Húmedo.

Satisfecho y a la vez agotado, el biólogo va a recostarse para reposar un poco más, ¡ni que hubiera tanto que hacer en la monótona isla de la Incomodidad que no pudiera dormir la mañana!, cuando una mirada casual a su mayor tesoro, el cajón de raciones de comida deshidratada, siembra en su alma una terrible sospecha.

¿No hay acaso un poco menos que la noche anterior?

Contorsionándose hábilmente, se acerca… y sí, en efecto, una ración está abierta, y de su contenido falta el equivalente de dos o tres cucharadas. En una situación normal no lo habría notado, pero aunque le repugne su falta de sabor, el alimento hidrófilo es tan valioso para él que no puede haber error posible.

Por otro lado, a la luz de otro fósforo encendido con premura descubre leves, casi impalpables rastros del invaluable polvo proteico en el suelo, que se alejan hacia afuera.

¿Un muellecito más curioso que los demás y decidido a probar algo que su olfato tiene que advertirle que no es bueno para su organismo? No; en cualquier caso se lo habría comido en el lugar, en vez de cargar con cierta cantidad.

Todos los indicios apuntan hacia otra clase de sospechoso…

Maldiciendo, a trompicones, apresurándose para lograr salir del Palacio de los Escalofríos antes de que el fósforo se apague, Zhaxgul se golpea en la rodilla herida; cae y casi se desvanece de puro dolor.

Pero incluso tendido manotea sus prismáticos… y gracias al intensificador de luz adosado al formidable instrumento óptico militar que perteneciera a Pertjox, alcanza a ver, en el difuso resplandor del alba, cómo Polizón y Polizona saltan ágiles entre riscos que para ellos deben tener el tamaño de montañas, ambos pesadamente cargados con sendos y muy significativos bultos.

El macho llega a la cúspide de uno de los peñascos justo cuando el primer rayo del más madrugador de los dos soles del planeta Húmedo ilumina toda la isla de la Incomodidad con su luz aún engañosamente suave. Entonces se vuelve, hace un curioso gesto con la mano que empuña el cuchillo de marfil de gorban… y luego, de un ágil salto, desaparece en las sombras de una grieta.

Y al enfurecido Zhaxgul M´Nab le parece, aún sabiendo que las lentes blandas del instrumento óptico que sostiene no emiten reflejos que puedan revelar su posición, que el ademán fue una burlona despedida, y que Polizón, victorioso e inalcanzable, se lo ha dedicado directamente a él.

 

*****

 

Si en algún momento anterior pudo Zhaxgul siquiera considerar la opción de dejar vivir a los pequeños bípedos, ahora su sacrílego robo de la noche anterior borra definitivamente toda idea de perdón o coexistencia pacífica de su cerebro.

Con la comida de un náufrago no se juega.

Es la guerra.

Tiene que ser la guerra.

La guerra total.

Muerte o exterminio.

Ellos o él.

El biólogo siente tanta ira que todas sus ilusiones de rescate y supervivencia, tan cuidadosamente cultivadas durante ocho días, se evaporan ante su fría determinación.

Basta de mentiras. Está perdido para siempre en un mundo alejado de toda ruta interestelar. Nunca lo rescatarán; lo sabe, siempre lo supo, ¿para qué engañarse? Todas las probabilidades están en su contra. Sin que su gente conozca dónde se encuentra, casi de seguro incapaz de digerir la vida orgánica local sin envenenarse, morirá en la isla de la Incomodidad, ignorado por todos, para siempre.

Pero, ah, al menos no morirá solo.

No, qué va.

Va a llevarse a los Polizones consigo.

Aunque sea lo último que haga.

Al menos esa satisfacción, la última, sí va a dársela.

La de librar a la galaxia de dos seres nocivos y repugnantes.

No importa que hagan trampas, que jueguen con las cartas marcadas.

Si él no lo logra, ellos tampoco lo conseguirán.

No sólo no tendrán su cadáver para devorarlo a sus anchas, como no pudieron tener el de Yxmara, sino que tampoco podrán volver a robar sus provisiones… convertirá la isla misma en un infierno, sin dejarles ni un solo sitio dónde esconderse.

Fuego, fuego… el fuego los consumirá, purificándolo todo.

Casi medio bidón de gelatina incendiaria debe ser suficiente.

Zhaxgul M´Nab se dispone al combate.

Lo primero son las armas.

Las ofensivas: uniendo segmentos de madera de las cajas recaladas tras el naufragio con tiras cortadas a cuchillo de los discos deflectores, pronto tiene dos burdísimas astas, cada una más larga que su brazo. Al extremo de una irá fijado su precioso cuchillo; una lanza. Y ata en una de las puntas de la otra el manojo más grueso de algas locales que puede preparar; una brocha.

Y las defensivas. Con los últimos discos deflectores que le quedan, se prepara una improvisada pero (espera) eficaz armadura: un disco con dos agujeros para los ojos le protegerá la cara de los proyectiles que pueda arrojar Polizón con su honda, otros varios, ensamblados entre sí, forman un peto que le cubre desde el cuello hasta la mitad del muslo… y un par le protegen las rodillas.

Con tal cubierta, se siente invulnerable.

Con la lanza sujeta bajo el brazo izquierdo, y colgando del arma el bidón con gelatina incendiaria que ha abierto a cuchillo hasta transformarlo más bien en un cubo, avanzará seguro, impregnando el terreno del inflamabilísimo químico con la brocha. Y luego bastará un simple fósforo para hacer arder hasta las piedras bajo las que podrían refugiarse los huidizos y molestos bípedos.

Pero por si acaso, toma aún otras precauciones antes de comenzar la batalla.

Conoce bien el concepto de fuego amigo… lo más peligroso cuando un bando con armas tecnológicamente superiores se enfrenta a adversarios escurridizos. Y aunque no teme por sí mismo, sí decide poner bien a cubierto sus más preciadas posesiones antes de romper las hostilidades.

Lo que le queda de alimento deshidratado, más las pistolas de rayos, el cinturón con mnemocristales del capitán y los prismáticos de su segundo son cuidadosamente colocados en la mayor caja de madera de todas, la que contenía los discos deflectores de fusión, para que puedan flotar sin problemas, y bien envueltos en la espuma de goma de su cama, para que ningún choque pueda dañarlos.

Luego invierte casi un día entero trenzando una primitiva cuerda con manojos de algas; un extremo lo atará al valioso «bote salvavidas» de sus pertenencias, el otro a las peñas de la orilla.

Lo ha planeado todo a la perfección: si el incendio con el que planea exterminar a los Polizones se le fuera de las manos, siempre podrá refugiarse en el agua, aún a riesgo de que alguno de esos predadores de estilizadas aletas decida probar a qué saben sus piernas.

Es un riesgo que ha decidido correr.

Pero ¿de qué le serviría salvar el pellejo, si perdiera en el proceso sus reservas de alimentos e insustituibles utensilios?

Esa noche, aunque echando un poco de menos la espuma de goma en un lecho ligeramente más duro, el exhausto exobiólogo se duerme satisfecho y optimista.

Está seguro de que al día siguiente todo habrá terminado para los Polizones.

 

*****

 

Con las primeras luces del amanecer, un Zhaxgul M´Nab que no puede menos que sentirse ligeramente ridículo con sus armas y coraza casi cae al tratar de cruzar con tanto peso encima la barda que delimita sus dominios. Pero tal es su espíritu combativo que hasta ese ligero contratiempo lo interpreta positivamente: si incluso él con toda su estatura pasa trabajo para atravesar la barrera ¡cuán insuperable no será para los Polizones, mucho más bajos!

Por un momento el entusiasmado biólogo incluso olvida que las pocas cucharadas de alimento deshidratado que le faltan, robo que desencadenara toda su estrategia de ataque, parecen contradecir esa prepotente afirmación.

De algún modo tuvieron que burlar su muralla, ¿no?

Luego se toma uno de los últimos analgésicos para poder despreocuparse del dolor de su rodilla, y al fin comienza lo que, eufemísticamente, llama «el minado del territorio enemigo».

Es una operación más bien mecánica, repetitiva: meter la brocha de algas en la gelatina incendiaria, restregarla por rocas, grietas, peñascos hasta que todas quedan cubiertas de una pringosa capa brillante… y otra vez.

Y otra. Y otra.

Muy pronto, cuando a Látigo, el primer sol en lo alto se le une su binario Azote, ya lo recio de la labor, unida al peso y el engorro de la armadura, han perlado de sudor el cuerpo del biólogo. Ya ha «minado» casi la mitad del «territorio enemigo» sin descubrir rastros de los odiados animalejos bípedos… por un instante acaricia la posibilidad de regresar a su Palacio de la Incomodidad y tratar de localizarlos con los prismáticos, pero luego abandona la idea: mejor terminar, y si acaso invertir un rato en buscarlos antes de encender el fuego, sólo para darse el gusto de saber a dónde mirar si quiere verlos arder en la gran llamarada.

Al mediodía, no obstante, el esforzado «minador» regresa a su Territorio Libre de Polizones, para almorzar una insípida ración de pasta alimenticia hidratada (que le sabe peor que nunca, ya que esta vez ni siquiera pudo entibiarla con agua caliente) y echar una siestecita en el momento de canícula más insoportable, cuando ambos soles fustigan furiosos desde el cenit.

Pero, diligente, cuando la tarde comienza a caer reemprende la labor… de tal modo que, mucho antes del crepúsculo, ya ha «minado» concienzudamente toda la sección de la isla más allá de su propia barda… e incluso vertido directamente desde el menguante bidón un poco de gelatina inflamable en las grietas que más profundas le parecieron, para estar seguro.

Cansado pero satisfecho, disfrutando por adelantado el momento de la victoria final sobre los Polizones, Zhaxgul M´Nab vuelve a sus dominios, y tras escudriñar durante un rato con los prismáticos el «territorio enemigo» sin encontrar rastros de los molestos pequeños bípedos, se encoge de hombros, echa al mar el «bote salvavidas» con sus más valiosas pertenencias, prende uno de los siete fósforos químicos que le quedan… y lo arroja al otro lado de la barda, para alejarse hacia el agua todo lo rápido que le permite su dañada rodilla.

Se pierde así cómo la llamarada se alza casi instantáneamente, aunque sí alcanza a disfrutar cómo, en un reguero de fuego, recorre veloz todo el «territorio enemigo». Las lenguas ígneas se elevan, aquí y allá, más altas que el muro ardiente, casi hasta el doble de su propia estatura… supone que en los sitios donde vertió directamente más gelatina. El calor generado por la combustión del químico es tan intenso que incluso estando junto a la orilla lo golpea en el rostro como una tibia bofetada.

Entonces sonríe… nada viviente sería capaz de resistir semejante infierno.

Hasta si se hallara oculto en alguna grieta profunda donde las llamas no llegaran, el simple calor lo habría hervido vivo.

Así que se ha librado definitivamente de los Polizones.

Se ha hecho justicia.

Su inteligencia ha triunfado.

Ahora es dueño y señor del islote.

Las cosas, incluso, salieron perfectas, pues ni un ascua cruzó arrastrada por el viento la cerca hecha de discos deflectores para caer en su «Territorio Libre de Polizones» … que ahora, en rigor, ya se extiende a la isla entera.

No obstante, se felicita por su precaución del «bote salvavidas», y se dispone a recuperarlo con todo su valioso contenido tirando de la cuerda atada a las rocas de la orilla…

… cuando descubre que la cuerda ¡está rota!

No; peor aún.

No rota, ¡sino cortada!

Cortada por un instrumento filoso, como un colmillo de gorban…

¡Polizón!

¿Cómo es posible?

¿Cómo pudo sobrevivir a la tormenta de fuego que acaba de regalarle?

¿Quizás, quemado y moribundo, perecida su compañera, se arrastró aún hasta su territorio, animado por las ansias de venganza y decidido a causarle el mayor daño posible antes de morir?

¿O tal vez, pese a todo, logró escapar al incendio, oculto en las entrañas de alguna grieta demasiado profunda para ser alcanzada por el calor de las llamas?

Zhaxgul M´Nab, sintiéndose estafado por el destino, aúlla desesperado y cae sobre las abruptas rocas de la costa, golpeándose una vez más la lacerada rodilla.

El dolor le devuelve el buen sentido, y poniéndose en pie con esfuerzo, otea el horizonte.

Nada, nada… no.

Ahí está, alejándose lentamente, su cajón, su tesoro flotante, envuelto en una maraña de sargazos.

Y sin dudar ni un momento, despreciando el peligro de los predadores marinos de estilizada aleta dorsal que hasta entonces ha tenido tan presente, el biólogo arranca el cuchillo de su improvisada lanza y sujetándolo entre sus ropas, se lanza a las frías aguas, dispuesto a alcanzar a nado sus pertenencias.

La desesperación tiene sus límites: furioso o no, Zhaxgul no es un gran nadador. Traga agua varias veces antes de encontrar un ritmo de brazada y pateo que le permita respirar con regularidad. Y, siempre científico, entre escupitajos y jadeos tiene tiempo de pensar que tal vez si el agua fuera más salada y más densa le costaría menos mantenerse a flote…

Pero el cajón no estaba realmente muy lejos y ya, de algún modo, casi lo alcanza… sólo necesita poner las manos en él y su misma flotabilidad intrínseca le facilitará el regreso, con tal de que ninguno de esos seres de aleta estilizada decida venir justo ahora a investigar si él es o no comestible.

Entonces lo golpea la primera piedra en la cabeza, de refilón, en lo alto del cráneo, y sólo sumergiéndose a medias por puro reflejo logra evitar el segundo y tercer proyectil pétreos.

Aún antes de emerger en busca de aire y verlo ya sabe lo que ocurre.

Polizón.

Cuchillo en mano, esquiva otra pedrada y bracea decidido para alcanzar al ladrón y su botín. Por muy bien que maneje la honda, tan de cerca no podrá hacerle mucho daño.

Ahí están, él y su hembra, ¡sobrevivieron ambos, todo su esfuerzo ha sido en vano! Dando esos chillidos articulados que de ningún modo puede permitirse confundir con un lenguaje.

Zhaxgul M´Nab patalea y bracea con desesperación que es casi furia. No puede ser que naden mejor que él, son demasiado pequeños, si llega al cajón y lo sacude, haciéndolos caer, en el agua podrá dar cuenta de ellos… otra piedra lo golpea en la cara, peligrosamente cerca del ojo, pero ya está ahí, cada vez más cerca…

Con un alarido salvaje, el exobiólogo clava su cuchillo en la madera del cajón y usando el arma perforocortante como palanca, sacude con todas sus fuerzas el «bote salvavidas». Luego, liberando la hoja afilada, la mueve a través del agua, ansioso por tocar algo, cualquier cosa que pudiera ser el cuerpo de sus odiados enemigos.

Pero no toca nada.

Jadeando por el esfuerzo, apoyado en el flotante cajón, se yergue a medias, tratando de captar la situación.

¿Dónde están?

¿Será posible que naden mejor que lo que calculó y aún se alejen, bajo el agua…?

No; allí los ve… y no nadando, sino de pie, manteniendo el equilibrio sobre el amasijo de sargazos, que mirados con atención resultan estar más bien tejidos que simplemente apilados. Ambos mueven al unísono unas largas espinas que parecen ¿remos? alejándose rápidamente de él.

Como mismo él se aleja de la costa.

Así que fue de ese modo como lograron burlar su muro, y escapar del incendio… por mar. Y no nadando, sino en lo que a todas luces es una balsa rústica, pero sin duda eficaz.

Por un largo momento, las ansias de venganza casi deciden a Zhaxgul a abandonar el flotante amparo del «bote salvavidas» y cuchillo en mano, nadar hasta sus enemigos fugitivos para hundir su primitiva embarcación y eliminarlos de una vez y por todas, aunque luego se hunda agotado y feliz para siempre en las frías aguas.

Luego el raciocinio se impone… lo perdería todo, ya tendrá que esforzarse mucho para volver a tierra… y aún quiere vivir.

Un poco más…

Por otro lado, el combatiente que renuncia a una batalla en condiciones desfavorables al menos sobrevive para reanudarla en un momento más oportuno.

Resoplando insatisfecho, el biólogo comienza a patear hacia la orilla.

 

*****

 

Afuera, el habitual aguacero crepuscular hace correr arroyuelos de fango negruzco, arrastrando los rastros del incendio.

Dentro del Palacio de la Incomodidad, retorcido en su lecho, Zhaxgul M´Nab tiembla de fiebre.

Evidentemente, hay algo en el agua que no le hace ningún bien a la herida de su rodilla. Ha consumido los últimos antibióticos y analgésicos, en un intento desesperado por combatir el dolor y la infección… pero su pierna, inflamada hasta parecer el tentáculo lívido de algún monstruo submarino, cada vez tiene peor aspecto.

También contribuyó a empeorarla el tremendo esfuerzo natatorio al que se vio obligado para poder regresar a tierra, de seguro.

No importa que consumiera doble ración de comida; está agotado, e intuye que ya nunca recuperará del todo las fuerzas perdidas.

Pero no se rinde.

Ahora ya sabe sin error posible que va a morir.

Y pronto.

Esa inflamación es un síntoma inequívoco; la septicemia se ha apoderado de él… no pueden quedarle más de dos o tres días antes de perecer por envenenamiento de la sangre.

Pero sigue empeñado en llevarse consigo a sus enemigos.

Aunque sea lo último que haga.

Ya es una cuestión de principios, de orgullo puro.

Ellos o él, más que nunca.

Como ser inteligente, no puede aceptar ser vencido por un irracional.

Así que, en la oscuridad, tan pronto como deja de llover, sacando fuerzas de la flaqueza, con el ciego tesón de los gusanos, torpe por la fiebre y los escalofríos, el exobiólogo moribundo comienza a arrastrarse fuera de su refugio, impulsado por una idea: si no ha podido vencerlos en buena lid… tendrá que recurrir a las trampas.

 

*****

 

A la mañana siguiente, Polizón divisa un sospechoso montón grisáceo en medio del calcinado paisaje de la isla.

¿Ceniza?

No, ya habría sido barrida por el chaparrón de la víspera.

¿Comida deshidratada… ya preparada, entonces?

¿Será posible pues que el maldito gigante, sintiéndose agonizar, intente hacer las paces, con una especie de ofrenda alimenticia?

Pudiera ser… pero mejor desconfiar, por si acaso.

Con un par de precisos chillidos, Polizón ordena a su hembra que permanezca oculta, y saltando entre los ricos con impresionante agilidad, se acerca a investigar.

A lo lejos, la guarida del monstruo que intentó quemarlos se ve tranquila… de hecho, le parece distinguir uno de sus brazos que asoma del refugio, desmadejado… debe estar agotado después del esfuerzo del día anterior, nadar en las frías aguas del mar en torno al islote no es precisamente un ejercicio leve, ni agradable.

Pero el precioso alimento listo para ser devorado está justo en medio de uno de los trozos de terreno más planos de la accidentada y rocosa isla… así que se acerca con mucho cuidado, mitad saltando, mitad corriendo sobre sus pequeñas pero ágiles piernas, sujetando con fuerza la honda cargada en una mano, en la otra su cuchillo de diente de gorban, listo en cada momento para ver asomar desde detrás de algún peñasco al agresivo gigante.

No, no lo cogerá nunca más por sorpresa… no como aquel día, que casi los deja ciegos…

Pero llega junto a la comida, ¡que lo es de veras!, sin percances.

Aún incrédulo ante tanta buena fortuna, Polizón prueba prudentemente la sustancia grisácea… sí, eso es: alimento rehidratado. Como el que tanto necesita su hembra en gestación, que no está asimilando bien la carne de los saltarines representantes de la fauna local. Como el que tanto se arriesgó para robar hace un par de noches, desencadenando evidentemente la furiosa respuesta del gigante saqueado.

El sabor, sin embargo, no es el de siempre… sino bastante más sabroso. Suave, untuoso, como si en vez de con agua el polvo proteico hubiera sido mezclado con alguna clase de aceite…

Justo entonces, tan intensa como el rayo de un tercer sol, la primera descarga pasa rozándolo y hace estallar en pedazos ardientes un pequeño pedrusco a sus espaldas.

Polizón decide que no le gusta la situación y se da a la fuga.

A la mierda con la comida, primero está su vida… y la de su hembra y su vástago por nacer, que también dependen de él.

Eso lo salva.

El segundo disparo de la pistola de rayos da de lleno en el montón de polvo proteico mezclado con aceite animal, incendiando la mezcla inflamable en el segundo incendio provocado que sufre la isla de la Incomodidad en otros tantos días.

Incendio que, además de ser mucho más pequeño que el anterior, tampoco logra su objetivo.

Como tampoco logra Zhaxgul disparar de nuevo su milagrosamente reactivada arma de energía.

Furioso, la arroja lejos, con manos temblorosas, maldiciendo su creciente fiebre…

Ya no puede hacer nada…

 

*****

 

El alba.

Para el moribundo biólogo, es apenas la segunda desde que su fallido intento de cocinar a los polizones con gelatina incendiaria se resolviera en una persecución a nado… y en el aparentemente irreversible empeoramiento de su salud.

Con sus últimas fuerzas, al anochecer anterior, cuando cesó la lluvia, se arrastró fuera de su estrecha cama en el Palacio de la Incomodidad… su pierna está ya tan hinchada que no haberlo hecho entonces ahora estaría prisionero en su propia guarida.

Ahora, inflamada hasta ser del grosor de su torso, está tan lívida que bajo la piel distendida casi hasta reventar le parece ver moverse extraños seres, vermiformes y traslúcidos.

Pero deben ser alucinaciones. Demasiadas horas de infección y de fiebre.

Aún no lo alcanza el sol, pero cuando el calor de la binaria caiga sobre él…

Va a morir.

Ya ni siquiera siente dolor, y ése es el peor de los síntomas.

Está más que seguro de que no alcanzará a ver otro amanecer.

Además, ha fracasado en toda regla.

Los Polizones lo han vencido.

Su última y desesperada trampa tampoco ha funcionado.

Aunque era una buena idea, ésa de desarmar los prismáticos que fueran de Pertjox, para con su batería energizar una de las pistolas de rayos y mezclar el aceite de sus lentes magnéticas con la comida deshidratada para obtener una pasta sabrosa… y peligrosamente inflamable. Así, si no lograba dejar seco a Polizón con el primer disparo, podría al menos herirlo gravemente dando fuego al engañoso montón con el segundo.

Porque sabía que no tendría energía para un tercero; la batería de unos prismáticos, por muy cargada que esté, carece de fuerza para hacer funcionar por mucho tiempo un artefacto de tan alto consumo como es un arma de energía.

Bueno, al menos así no podrán aprovechar la comida que le quedaba…

Ya sin fuerzas para hacer otra cosa, tendido en un filo de sombra que se reduce por momentos, y temblando de fiebre, Zhaxgul piensa que lo intentó… lo intentó con todas sus fuerzas. Pero estaba condenado desde el mismo principio.

No es él quien sobrevivirá, sino los Polizones.

Y ¿qué más da que haya quemado el alimento deshidratado? Ahora podrán devorar su carne… ellos dos y el cachorro por nacer, o los cachorros, pues todos esos parásitos paren sin cesar y siempre muchos en cada camada.

Piensa en su padre, en su madre que tantas veces lo esperó, siempre segura de su regreso… hasta que un día aciago ya no volvió, vencido por la biosfera hostil de un mundo cuyos secretos intentaba desentrañar.

Muerto en el cumplimento del deber, y esposa e hijo lo lloraron como se debía.

Nadie, en cambio, lo llorará a él.

Ningún hijo continuará la tradición de su oficio.

Si acaso, algún compañero de estudios, recordando su maníaca obsesión por ser el mejor del año, se encogerá de hombros casi con pena… y puede hasta que, a modo de epitafio, le dedique una de esas frases cargadas de banal sabiduría, por el estilo de «quien sólo para el trabajo vive ya está muerto mucho antes de morir».

Sí, tal vez él, Zhaxgul M´Nab, siempre estuvo más muerto que vivo, y ahora sólo ha dejado de fingir que vive.

Se desvanece.

Al rato, un dolor terrible lo devuelve a la conciencia.

Con ojos turbios, tarda unos momentos en comprender quién es, dónde está, qué le sucede…

Trepado en su pierna inmensamente hinchada, Polizón clava una y otra vez su pequeño cuchillo de marfil de gorban en la doliente carne del biólogo. A su lado, la hembra… cuyo vientre ya no está hinchado, porque en sus escuálidos bracitos sostiene a un cachorro, cuidadosamente arropado entre sargazos.

Dioses del Gran Cosmos, ¿qué hacen esos carroñeros implacables?

¿Acaso pretenden devorarlo vivo?

El exhausto, agonizante Zhaxgul reúne sus últimas energías, y con un alarido que es casi un estertor, intenta golpear con su cuchillo al desalmado parásito, impío devorador de seres inteligentes indefensos…

Pero el golpe, carente de energías, sólo logra hundir la filosa e indestructible hoja de cerámica en la torturada carne de su pierna.

El dolor es tan grande que Zhaxgul casi se pone de pie, en un nuevo grito… sólo para volver a caer, desmadejado.

Impotente, observa entonces cómo Polizón, moviendo con gran esfuerzo el para él inmenso cuchillo hundido en la carne de su pierna, hace brotar la sangre… una sangre negra, en la que nadan unos gusanos traslúcidos, ¿las almas de sus órganos, tal vez? ¿Está muriendo por partes? ¿Son los mismos que creyó ver antes? ¿Está ya muerto, acaso?

Qué más da.

El doctor en Exobiología Zhaxgul M´Nab cierra los ojos, rindiéndose a la laxitud final de la Gran Oscuridad.

Su último pensamiento conciente es que, al final de su vida inútil, al menos su cuerpo servirá para mejorar las oportunidades de supervivencia de la familia de Polizones.

Como botín de guerra… de una guerra que ellos ganaron en buena lid.

En la naturaleza nada se desperdicia.

Es una forma de justicia poética…

Y desmayado, el biólogo náufrago no puede escuchar el rugir de los motores de fusión que se aproximan, ni ver la aerodinámica silueta de la lanzadera de rescate acuatizando junto a la isla, ni mucho menos darse cuenta de los brazos de los tripulantes que lo encuentran, lo alzan, lo curan, comprueban sus signos vitales, asombrados de que haya podido resistir tanto…

 

*****

 

Al día siguiente, en la órbita que describe la nave madre, los sueros y antialérgicos han devuelto a Zhaxgul M´Nab suficientes fuerzas como para permitirle recuperar la conciencia.

Y sobre todo, hablar.

—¿Los Polizones? —es su primera pregunta, al erguirse a medias en el lecho, de un salto, alarmado.

—Shh, doctor M´Nab, no se agote —lo conmina a callar el médico de a bordo, revelándole que ya lo han identificado… y que, como todos los doctores del universo, cree que el silencio es la mejor medicina para un paciente exhausto—. Nuestra Bhixol es una nave nueva, éste es el primer mundo al que hacemos descender lanzaderas… y ciertamente no parece que en él viva mucha fauna autóctona deseosa de viajar lejos, y menos lo bastante astuta como para lograrlo. Así que relájese o tendré que volver a sedarlo.

—¿La Bhixol? Una nave nueva… —balbucea el exobiólogo, aún incrédulo, y cuando maquinalmente se palpa la pierna herida y advierte que aunque estrechamente vendada, casi ha vuelto a su tamaño original y ya no le duele, inquiere aún—: La septicemia…

—No, no era gangrena, sino algo mucho peor —niega muy orondo el doctor—. Un infección por larvas parásitas… una buena razón para no nadar en los mares de ese mundo si se tiene el menor corte en la epidermis. Entran, inflaman el tejido que no devoran, y crecen hasta que lo revientan para liberarse. Espero que no se moleste, los he inscrito con una combinación de su nombre y el mío… Zhaxgulina arrxholia… Unos animalitos asquerosos como pocas veces he visto similares, y créame que sé de lo que hablo… además de médico, soy el exobiólogo de a bordo y conozco unos cuantos planetas con faunas bastante agresivas… pero, disculpe la descortesía; me llamo Arrxhol Yhixlo. Doctor Yhixlo.

—El gusto es mío, doctor… Yhixlo. Larvas… parásitas —duda aún Zhaxgul, con la mente confusa, antes de constatar—: Conque médico-exobiólogo… entonces somos medio colegas. Y puede decirme la verdad. No me duele… ¿la perderé?

—No, pero por poco —se alegra el doctor—. Aunque tiene algunos nervios dañados, le aseguro que con un poco de regeneración neuronal inducida podrá volver a caminar en pocas semanas. Ha tenido usted mucha suerte, doctor M´Nab… si no llega a tener la brillante idea de abrirse la piel para dejar salir a los parásitos, de su pierna no habría quedado mucho.

—Sí… qué brillante idea… y no fue mía —musita Zhaxgul, recostándose en el lecho, agotado. Entonces un pensamiento lo hace volver a erguirse—: Doctor Yhixlo… tengo que preguntarle algo, y créame que es de veras importante… en la isla en la que me encontraron, ¿no había también…? —deja abierta la interrogación, esperando tenso la respuesta.

—Ah, claro, ya veo, ¿por eso preguntó por los Polizones? —ata cabos enseguida el despierto médico-exobiólogo de la Bhixol—. Mire, doctor M´Nab, yo no bajé al pozo de gravedad planetario… esas maniobras en lanzaderas me dan dolor de estómago. Pero el oficial que dirigió su rescate sí informó que cuando pusieron pie en la isla vieron escapar a un grupo de pequeños seres bípedos. ¿Qué, venían en su misma nave y también sobrevivieron al accidente? ¿Y lo molestaron mucho? Ya no está solo… si quiere podemos regresar y dar cuenta de ellos, hasta el último.

—Ah… qué bien —aliviado, Zhaxgul M´Nab vuelve a relajarse sobre el lecho, y cierra los ojos, para decir—: No, doctor Yhixlo… quiero decir que los dejen en paz. Ellos ganaron limpiamente la pelea… es lo menos que se merecen. Es más —vuelve a abrir los ojos, con una idea latiendo súbitamente en su cerebro—. ¿No encontraron conmigo un cinturón con mnemocristales?

—Eh… sí —se turba inesperadamente el médico-exobiólogo de la Bhixol—. ¿Lo… lo quiere ahora mismo?

Zhaxgul M´Nab lo mira de hito y pregunta, casi atonal:

—¿Cuántos créditos contiene?

—Doce —balbucea tímidamente Yhixlo.

—¿Doce qué? —insiste el náufrago rescatado, incrédulo.

—¡Doce billones! —explota su colega—. ¡Suficiente para comprar dos veces esta nave! Cuando los de la tripulación lo supieron, amenazaron con matarme por atenderlo… en broma, por supuesto. Claro que si por desgracia usted no llega a recuperar la conciencia, nos lo habríamos repartido entre todos, es la ley de los rescates, pero ahora…

—No quiero ese dinero —lo frena Zhaxgul—. Pueden repartírselo entre ustedes…

—¡Gracias, muchas gracias! —bate palmas Yhixlo, pero su paciente no ha terminado de hablar.

—…es decir, todo lo que quede después de dejar en la isla en la que me encontraron la lista de cosas que voy decirles ahora.

—¿Dejar? ¿En la isla? —es ahora el médico-biólogo de la Bhixol el que duda—. Pero ¿para quién? Este mundo está fuera de las rutas comerciales intercolonias, y con esas larvas parásitas que casi acaban con usted esperando en el agua, tampoco tiene muchas probabilidades de convertirse en destino turístico, así que no veo para qué…

—Es para ellos —la voz de Zhaxgul es firme al explicar—, para los Polizones. Porque ellos ganaron. Por cierto, quiero que se inscriba al mundo con el nombre que le di… Húmedo.

—Húmedo… de acuerdo… está en su derecho —accede, intrigado, el de la Bhixol.

—La isla la llamé de la Incomodidad —puntualiza Zhaxgul, y luego parece hablar consigo mismo—. Pues bien, quiero comprar, para dejar en ese islote; primero, tierra vegetal suficiente como para cubrirlo con una capa de al menos medio metro de grosor.

—Tomo nota… tierra vegetal —el doctor Yhixlo echa mano de su terminal privada—, ¿y qué más?

—Semillas, de plantas comestibles, de árboles maderables, de vegetales que den fibras textiles aprovechables. Lo más variadas posibles. —Entrecierra los ojos Zhaxgul imaginándose a «su» isla, árida pero bendecida por las lluvias, convertida en un vergel—. Y también ganado… pero sólo animales pequeños, no más altos que mi rodilla.

—¿Servirán arvalos y pántulos? —sugiere Yhixlo, interesado—. Hay variedades bien pequeñas; unos ponen huevos y los otros dan leche.

—Que sean arvalos y pántulos entonces, de los enanos —acepta el biólogo rescatado—. Además, también quiero que les den metal… estaño, cobre, hierro… y carbón para fundirlo y refinarlo en lo que sus árboles crecen y producen leña…

—¿Algo más? —inquiere Yhixlo—. ¿Medicinas, alimentos, herramientas adecuadas a sus medidas corporales?

—Nada de herramientas, ya las fabricarán ellos… son más que capaces de hacerlo —niega Zhaxgul, pero luego se lo piensa mejor—: Bueno, de acuerdo, linternas… piedras de afilar, quizás un par de centenares de agujas de buen acero… podrán usarlas como lanzas o arpones, imagino. Les ahorrarán muchos años de trabajo. Medicinas, también, desde luego… antibióticos, analgésicos, retrovirales… y un poco de alimentos, cualquier cosa servirá… comen casi de todo… eso sí, con tal de que no sean raciones militares de proteína deshidratada, por favor —sonríe, como acordándose de algo y luego agrega—: Creo que eso es todo… debería quedar dinero más que suficiente para usted y el resto de la tripulación de la Bhixol… pero, una pregunta más: ¿sabe si hay otras islas en ese mar?

—¿Otras islas? —se sorprende Yhixlo—. Bueno, sí, hay más… pero todas en el otro hemisferio. Tuvo usted una suerte increíble, se lo repito, doctor; el islote al que fue a dar… isla de la Incomodidad lo llamó, ¿no? Es la única tierra emergida en esa mitad del planeta… Húmedo.

Zhaxgul M´Nab vuelve a sonreír… una expresión que entre los de su raza no consiste precisamente en mostrar su dentadura erizada de colmillos, como buenos descendientes de carnívoros que son, sino en achicar los ojos intensamente dorados y amusgar las largas orejas puntiagudas con mechones de lana azul en el extremo.

Al fin dice, aún pensativo:

—La única tierra emergida en ese hemisferio… sí, servirá… eso los contendrá por un tiempo. Aunque quizás lo mejor sería que, dentro de un par de siglos, otra nave pasara por este sector a ver si sus tataranietos ya son capaces de viajar por sí mismos al espacio… creo que cualquier raza preferiría tenerlos como aliados, antes que como enemigos… o siquiera como Polizones.

 

*****

 

Amparado por la oscuridad de la noche, desde uno de sus muchos escondites en la abrupta geografía de la isla, Polizón observa el despegue de la gran nave de los gigantes, e intuye que ahora sí se van para no volver.

Desconfiado, observa los regalos que inexplicablemente han dejado atrás: cientos de toneladas de tierra fértil; paquetes que, si los caracteres ideográficos de la escritura de los gigantes que de pequeño lo obligó a aprender su padre no mienten, contienen semillas de toda clase de plantas útiles; alimentos variados; combustible; medicinas; utensilios pequeños y metales para fabricar otros nuevos.

Y sobre todo, sus propias vidas… y la soledad de un mundo entero para vivirlas como mejor les parezca.

—Se han ido —constata lo evidente la criatura que Zhaxgul M´Nab llamaba Polizona, asomándose fuera del refugio con el niño en brazos—. ¿Crees que todo lo que dejaron será una trampa?

—No —dice, con contagiosa seguridad, el ser que el hijo de M´Nab conociera como Polizón—. Creo que él al final se dio cuenta de que en realidad nunca habíamos sido sus enemigos… aunque ambos compitiéramos por los pocos recursos de esta isla.

—¿Qué haremos ahora? —se preocupa ella—. No creo que pasen muchas naves por aquí…

—Mejor —decide él—. Eso quiere decir que, desde este mismo momento, todo este planeta es nuestro. Y que sólo de nosotros depende el saber y poder convertirlo, del desierto que es ahora, en un paraíso como el viejo mundo perdido de las leyendas de nuestros abuelos.

Ambos se quedan unos segundos mirando a lo alto, donde la estrella ascendente de la nave de los gigantes ya se confunde con las otras que brillan en el firmamento.

—Entonces esto es un nuevo principio —reflexiona ella, al fin—. Y tal vez deberíamos llamar a este lugar Nueva Tierra.

—No es una mala idea —se ríe el hombre—. Entonces, desde ahora yo seré Adán… y tú te llamarás Eva. Aunque no es obligatorio que llamemos a este chico Caín, ni Abel al próximo que nazca, ¿no? —y se ríen, haciendo cosquillas al bebé.

Luego hombre y mujer abrazados, llenos ambos de confianza en el futuro, sabiendo a la raza humana nuevamente dueña, por primera vez en milenios, de todo un mundo, regresan a su cueva.

Mañana será otro día, el primero de Nueva Tierra… y ya saben que los aguarda mucho y muy intenso trabajo.

 

 

Este cuento se vincula temáticamente con NOMBRE PROPUESTO PARA EL PLANETA: ?, de César López Orbea; CEPAS, de Juan Pablo Noroña; ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao; y ROBO HORMIGA, de Hernán Domínguez Nimo.


Axxón 224 – Noviembre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial : Exobiología : Cuba : Cubano).

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