«De lo acontecido al capitán Joaquín Díaz Alvarado y a las gentes que con él iban», Guabay
Agregado en 9 enero 2012 por dany in 226, Ficciones, tags: CuentoCUBA |
Dedicado a Raúl Aguiar, maestro como pocos y quien me prestó la idea central de esta historia.
Encontrándome retenido bajo custodia armada y acusado de herejía por nuestra Santa Inquisición, a ocho días del mes de noviembre, año de Nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos y diez y seis, me dispongo a relatarle a vuestra Excelencia, Gobernador General de cuesta isla, los sucesos tras los cuales devino el apresamiento de mi persona y la situación que atrás he dicho.
Sepa usted que se me acusa de, por medios de malas intrigas y conspiraciones con indios, haber provocado la muerte de don Joaquín Díaz Alvarado, capitán de navío, y de otros veintes hombres. De estas y otras acusaciones me declaro completamente inocente y pido la intervención de vuestra merced a mi favor, en los juicios prontos a celebrarse bajo el auspicio del Excelentísimo Señor Obispo de Baracoa. Como muestras de la decencia de mi palabra, hago acompañar la presente con cartas y papeles referidos a los servicios prestados por mi persona a la corona y a Nuestra Santa Madre Iglesia, antes y después de hacerme marino. Le menciono, además, mis estudios en la abadía de Compostela, gracias a los cuales adquirí la sapiencia de la cual hago gala, bajo la buena voluntad de Dios, Nuestro Señor. Paso entonces a referirle a vuestra Excelencia lo acontecido a mí y a las gentes antes mencionadas.
Siendo los quince días del mes de agosto de cueste año, como recordará su merced, el capitán Joaquín recibió la orden de vuestra persona de embarcar hombres y pertrechos y dirigirse a la villa de San Cristóbal, en el oeste de la isla. Para dicha tarea se alistaron y dispusieron cuarenta hombres, todos marinos de experiencia, leales a sus Majestades. Junto a ellos, embarcó mi humilde persona para servir como escriba e intérprete de la expedición.
Desde el primer momento la travesía fue bendecida con buenos vientos y nuestro barco navegó sin infortunios hasta las costas occidentales. Ya en la villa, púsose el capitán en función de cumplir sus encomiendas, encargándonos a nosotros, los marinos, diferentes trabajos en el villorrio. En tales faenas nos demoramos mes entero, antes de que se nos alistara nuevamente para emprender el regreso a Santiago.
Durante nuestro retorno y dado a su alma de explorador adelantado, don Joaquín hizo conducir la nave por aguas costeras, en busca de asentamientos nativos, quizás con la idea de fomentar la creación de nuevas villas bajo el consentimiento de vuestra Excelencia. Debo decir que sus esfuerzos dieron resultado, pues a solo tres días de San Cristóbal encontramos grupos de indios pescando en canoas cerca de la desembocadura de un río.
Al momento, don Joaquín ordenó establecer contactos con dichos nativos para lo cual se sirvió de mis conocimientos, advirtiéndoseme de no separarme de su lado mientras fueran necesarias mis ayudas para los entendimientos con los nativos.
Tras establecer las primeras comunicaciones y asegurarles que no les queríamos para mal, los nativos nos informaron la ubicación de su poblado. Don Joaquín mandó entonces a anclar la nave e hizo descender tres botes de remos, en los cuales su persona y media tripulación irían río adentro a visitar la aldea sirviéndose de la guía de los pescadores. La otra mitad de los hombres quedose custodiando la nao. Como supondrá su Excelencia, fui incluido en el grupo de exploradores, el cual iba bien apertrechado con baratijas para intercambios y armas por si encontrábamos resistencia a nuestras voluntades.
El agua del riacho era clara y bajo nuestros botes podíamos ver enormes ejemplares de las sirenas de cuesta isla, cuya carne dicen que es manjar de reyes. Además vimos saurios de gran tamaño en las orillas pero, por ventura, las bestias no nos molestaron en nuestro recorrido. A pesar de que la corriente no era demasiado fuerte hubo de transcurrir buen tiempo antes de avistar poblado alguno. La aldea estaba compuesta en su mayoría por bohíos, construidos en pilares sobre las aguas, barbacoas que le dicen. Aunque también tenían viviendas rodeando un claro abierto en la espesura de la selva. Hacia allí nos condujeron nuestros guías, mientras éramos escoltados por muchedumbres de curiosos, hombres y mujeres de todas las edades.
Una vez llegados al centro del poblado acudió a recibirnos el cacique en compañía del cortejo de mancebos y mozas más fermosos que ojos jamás hubieran visto. Todos tan desnudos como Dios los envió al mundo y completamente carentes de pudor, como se hace costumbre en estas tierras olvidadas por Cristo.
Los jóvenes eran bien dotados y de físico escultural. Las muchachas de formas redondas y muy deseables, capaces de tentar al más devoto de los beatos. La piel de aquellas bellezas tenía la tonalidad propia de los nativos y las cabelleras sueltas al viento eran tan oscuras como noches sin luna. Pero aquí y allá se notaba en sus cuerpos una extraña mancha blanca que lejos de afearlos, solo conseguía resaltar más aún sus preciosidades. Algunos mozos la lucían en sus pechos y en la parte baja del vientre, mientras que las doncellas la llevaban en piernas o caderas. Sin embargo, exhibíanse la mayoría de estos lunares blancos en la negra pelambre de los jóvenes, como si una parte del cabello hubiera sido bañada por la más pálida de las luces.
No sin cierto trabajo, don Joaquín consiguió apartar su atención de las fermosuras y de paso nos obligó a los otros a imitarle. Fue así como, entre miradas de reojo hacia el séquito, conseguimos entablar entrevista con el líder del poblado. El capitán hízole numerosos regalos y tratole como si gran jefe fuera. Por su parte, el cacique mandó su escolta a atendernos, trayéndonos manjares de frutas, carnes y pescados.
Por algún tiempo las conversaciones trataron sobre negocios y el piadoso deseo de traerles a los habitantes de la isla la verdadera fe en Nuestro Salvador Jesucristo. Pero caída la tarde y a modo de finalizar pláticas, el cacique dijo que nos agradecería los regalos dando una fiesta nocturna. Entonces don Joaquín no pudo evitar preguntar por los fermosos jóvenes que acompañaban al líder nativo, pues tales beldades eran dignas de las mejores cortes. El jefe sonrió con malicia antes de contestar que aquellos eran «niños sagrados», descendientes de deidades acuáticas y hombres. Al parecer, los lunares eran la prueba de su estirpe divina y al no tener padres reconocidos, todo el poblado se encargaba de la crianza y adoración de los mismos. El propio cacique les otorgaba el honor de morar en su bohío como si sus hijos fueran. Incluso sugirió que quizás esa misma noche los seres del agua se unieran al festejo.
Basados en aquellos cuentos y haciendo asociación con viejas tradiciones Canarias, supusimos que los mozalbetes eran frutos de orgías paganas entre diferentes tribus, las cuales hacíanse presentes a través del río y de ahí su mote de divinidades acuáticas. Fue así que el capitán, como todo buen creyente, tratole de rebatir las impías creencias al indio, pero aquel no le quiso escuchar. Contrario a esto y viendo comenzada la noche, mandó a sus súbditos a iniciar las celebraciones en nuestro honor. Fue traída más comida y mucha chicha que todos aceptamos de buen agrado, pues si bueno es el aguardiente cristiano, no en menor estima tenemos los marineros cualquier otra bebida embriagadora.
Mientras los indios hacían cantar sus conchas y sonaban tambores y otros instrumentos de música, los mancebos y mozas nos atendían como reyes y a veces sacaban a algunos marineros a bailar danzas paganas, alrededor de la gran fogata que otros prepararon en el centro del claro. Recuerdo que don Joaquín bebió como el que más, olvidando las negociaciones con el cacique, riendo y cayendo una y otra vez en brazos de bellos mozalbetes, a los cuales parecía estar muy apegado, incluso más que a las beldades.
Según avanzaba la noche, el festejo medraba con soltura. Como sacados del cuerno de la abundancia delicadas comidas seguían apareciendo ante nosotros, siempre traídas por esos «niños sagrados» de tentadora belleza. En nuestras manos, los cuencos de chicha parecían no tener fondo y, liberados de vergüenzas por la borrachera, algunos marinos empezaban a juguetear con las mozas atrás dichas. Contrario a lo esperado por los pocos que nos mantuvimos fieles al mandamiento de «No fornicarás», los indios no objetaron los malos vicios de los soldados y sus adoradas muchachas. Como si no fuera ya poco, el resto de la tribu unióse al libertinaje, creándose tal bacanal que hasta el más devoto marinero terminó en las redes de la lujuria.
Solo quedámonos aislados de aquel jolgorio don Joaquín y mi persona, aún bajo orden de no separarme de mi señor. Por su lado, mi capitán encontrábase bastante decaído ante los sucesos. Únicamente parecía hallar cierta satisfacción en la bebida, pues los mancebos de los cuales habíase rodeado lo abandonaron para unirse a la orgía y en esos momentos dedicábanse a poseer, como animales, a sus hermanas o a cualquier otra hembra del poblado.
Por mi parte, soy creyente temeroso de Dios y cuesto me impidió caer en tales escenas profanas, al tiempo que sentía crecer mi admiración por la firmeza del capitán. Tras esto, comencé a sentir una pena divina por mis compañeros y mientras rezaba por sus almas, mantuve mi mente libre de impulsos herejes. Gracias a esto descubrí entonces lo que en realidad sucedía. Observando los actos inmorales de mis compañeros, noteles poseídos por vigores e ímpetus inhumanos. Yo los conocía, sabíales fieles seguidores de las doctrinas de nuestra madre Iglesia y a pesar de lo visto, no les creía capaces de sucumbir con tal facilidad en semejantes indecencias. Empecé luego a sospechar que los nativos habían usado brujerías u otras artes del demonio para provocarles la perversión.
Acabándoseme de conceder dicha revelación divina, al momento comencé a sentir malestares y mi cuerpo quiso devolver alimentos que ya suponía envenados con mejunjes infernales. Sin tan siquiera solicitar el permiso de mi señor, corrí hacia el río y, al llegar a la orilla, vomité como si grumete en primera travesía fuera. Cuando finalmente logré reponerme de mis náuseas, los vi.
No sé qué los atrajo, si la música de los nativos o si los muchos sonidos de la orgía que extendíanse por el lugar, pero allí estaban, chapoteando alegremente en las aguas nocturnas. Al principio creí que tratábase de un gran número de sirenas. Luego, cuando acercáronse más a la orilla, pude definir sus formas bajo la luz de luna.
Eran delfines, casi idénticos a los que acostumbran a surcan mares, pero cuestos de un color blanco, capaz de opacar la más pura y mejor pulida plata. Entonces presencié la más increíble de las visiones cuando dichos seres acuáticos transformáronse, ante mis asombrados ojos, en tropel de hombres y mujeres de belleza mucho más exuberante que la del cortejo del cacique.
En medio de tan satánico milagro solo las oraciones dirigidas a Nuestro Salvador mantuviéronme en el camino de Dios, lejos de las pecaminosas pieles y cabellos blancos de esos entes que abandonaban las aguas del río. Pero contrario a sus descendientes y a los nativos, aquellos pasáronme por al lado sin darme atención, dirigiéronse hacia la fiesta. A mis espaldas, los indios recibiéronles con grandes algarabías y sonidos de tambores.
Incapaz de hacer otra cosa que rezar y sin saber cómo apartar a mis camaradas de infortunios de la mala senda, quedeme junto al río mientras la música elevábase de nuevo en la noche, acallando un poco los muchos jolgorios a los que los recién llegados parecían haberse sumado.
Encontrábame en tal estado cuando ruidos de chapoteos llamáronme atención. Era un delfín que debiose haber retrasado pero este notábase mucho más retozón que los demás. En lugar de volverse humano y abandonar el río, dedicose a los más disímiles juegos, brincando aquí y allá, bailando sobre las aguas y lanzando su peculiar canto.
A partir de ese instante, Belcebú, viendo mi devoción a Nuestro Señor Jesucristo, pareció decidido a quebrar mis voluntades. Aún con los ojos cerrados y con mi boca repitiendo las más piadosas de las oraciones, las imágenes de aquel ser acuático continuábanse dibujando ante mí. El demonio obligome a imaginar la transformación del ente en mujer de exuberante lascivia y sedienta de lujuriosos deseos. Como si no bastárale con ello, el diablo hízome sentir los efectos de los mejunjes indios y apoderose Belcebú de mi cuerpo, haciendo que mi palo mayor se elevara entre las telas de mis calzones.
Sin importarle mis oraciones y las tensiones con que trataba de resistirlo, Satanás atrajo sonidos que hiciéronme suponer que el delfín nadaba hacia mí, encallaba en la orilla como si de una nao tratárase, para luego tornarse a mis pies en tal beldad que no creo que existan palabras humanas para describir sus tentadoras dotes. En las imágenes que el diablo hacíame ver, aquella ninfa abandonó lentamente las aguas y acercose a mí, gateando como si cuadrúpedo animal fuera, elevando sus anchas grupas a los cielos.
Ante cuesto que nárrole a vuestra Excelencia, puse todas mis fuerzas en rezar a Jesús y a los ángeles del Señor para no caer en pecado fatal. Como muestra de que Dios no abandona a sus fieles y de las buenas voluntades que dominan a mi persona, enviáronme los cielos a un indio, conducido por las mismas manos del Arcángel Miguel. Cueste nativo apartome del camino de la mujer/delfín y tirose en el suelo para yacer con ella, salvándome así de los peligros mortales que acechaban mi alma.
Pero Satán no desistió aún. En dicho momento, hízome ser testigo de la cópula de aquellos dos, tratando con esto de incitarme de nuevo al pecado. Refiero otra vez que mi boca oraba y mis párpados cerrábanse, pero las visiones continuaban. Pude ver cuando ella apoderose con manos y labios de la excitación del indio e hízole caer presa de las más pecaminosas sensaciones. De cuesta manera yació cierto tiempo, con el rostro enterrado entre las piernas del nativo hasta que cueste dejó escapar sus esencias. Pero, incluso después de aquello, su virilidad continuó firme, bajo poder de las hechicerías y la hembra, lejos de conformarse con haber bebido su sustancia, dispúsose a cabalgarlo cual amazona a brioso corcel. Y así hízolo, provocándole tal placer que mi persona quedó aturdida y abrumada, con los gemidos arrancados de aquel pobre indio que cayera en el pecado por salvar mi alma inmortal.
Sin embargo, la suerte que atrás he narrado no duró mucho, pues un repentino bullicio proveniente del poblado interrumpió los quehaceres del demonio. Mi concentración rompiose y pude ver como la hembra, sintiéndose perturbada por los alborotos, lanzó un rápido vistazo hacia los bohíos y lo que vio hízole alterar tanto que dejó al yaciente indio y lanzose hacia las aguas. Al principio, estando yo tan conmocionado por tan dura prueba impuesta por Belcebú, no tuve tiempo de mirar hacia los bullicios y entonces, un tumulto de cuerpos me arrolló y me zambulló en la corriente.
En medio del tropel, mientras golpeábanme por todos lados, pude reconocer las blancas teces de los hombres/delfines, justo antes de que cuestos huyeran de la misma forma que la hembra de Satanás. Finalmente, cuando dejaron de atropellarse contra mi persona, logré salir de las negras aguas, descubriendo la milagrosa desaparición del indio enviado a mí por Dios. Los cielos y mi persona habiámosle ganado la partida por mi alma a Satán, pero aquel negábase a retirarse. Al mirar en dirección al poblado, encontreme con las nuevas estrategias del diablo. Ante mis ojos hallábase la más espantosa escena que hubiera visto hasta ese momento.
La festividad habíase convertido en guerra sin tregua de furibundos y desarmados indios contra la soldadesca. Estruendos de arcabuces, gritos de guerra y gemidos de agonía llegaban a mis oídos y los sentidos llenábanseme de horrores sacados del quinto infierno. Aquí y allá, marineros armados de espadas y arcabuces masacraban a diestra y siniestra a los habitantes de la aldea, buscando mientras tanto apresar a las divinidades acuáticas. Comprendí entonces que quienes casi ahogáranme solo eran una pequeña parte del grupo que acudió al festejo, el resto encontrábase atrapado por un letal cerco hecho por mis compañeros. Por su parte, los indios trataban de proteger a sus adorados seres de la furia de los soldados, sin conseguir cosa alguna que no fuera caer atravesados por el acero y los disparos.
Tal visión aterrorizome sobremanera e hízome aminorar mis pasos, cuyo destino era reunirme con el capitán y los demás. Mis piernas hiciéronse torpes y pesadas como si en medio de pesadillas encontrábame. Mientras realizaba mi lento regreso al centro del poblado, iba topándome con cadáveres y destrozos humanos. En una ocasión, tropezando mis pies, mi cuerpo cayó al suelo, cubriéndose de sangre como si una más de las víctimas fuera. Cuando me levanté, presa de ascos y náuseas, pude ver entre tales despojos gran número de los jóvenes divinos. Incluso me pareció reconocer al cacique entre los restos. Su asesino le había mutilado la hombría, quizás con el mismo puñal que encontrábase clavado en su cuello.
Reanudé mi tambaleante marcha, con el corazón oprimido por las visiones de la masacre. En aquellos momentos los nativos ya apenas podían contener a los marineros. La misión de proteger a sus adorados seres, se les hacía cada vez más imposible. A solo unos metros de mí y viendo que los soldados no les dejarían escapar, los hombres/delfines comenzáronse a dar muerte con actos que causáronme gran conmoción. Vi a uno de ellos destrozarse el cráneo con una roca tomada del suelo y a una de las fermosas hembras abrirse las entrañas, con la afilada punta de uno de esos caracoles con que los indios lanzan sus llamados. Más de uno untose las carnes con aceites o grasas y lanzó su persona hacia la enorme fogata, haciendo con esto desparramar la hoguera por todos lados. De cuestos restos llameantes brotaron por un buen rato los más desgarradores alaridos y una pestilencia sin par.
Como atrás he dicho, las obras de los marinos decrecieron rápidamente el número de indios. Tras lo cual, dedicáronse entonces a perseguir sin obstáculos a las mujeres/delfines que quedaban con vida, forzándolas luego a yacer con ellos sobre la tierra ensangrentada por la matanza. A pesar de esto, las jóvenes oponían tal resistencia que en todas las ocasiones los soldados tuvieron que recurrir a fuerza de golpes para doblegarlas, llegando el caso de matarlas con sus malos tratos.
Ya he referido que mi persona hallábase en tal conmoción que no era capaz de reaccionar ante las locuras que rodeábanme. Sin embargo, una vez que cesaron los disparos, hubo algo que volviome en mí antes de que finalmente cayera desvanecido por tanto horror. Era la voz de mi capitán, don Joaquín, arengando con fuerza a los hombres a atrocidades aún mayores que las ya descritas.
Recuerdo que busqué con la vista al capitán y la imagen que vieron mis ojos hízome desfallecer. Don Joaquín estaba desnudo, como Dios trajérale al mundo, sodomizando con ímpetu bestial uno de los cadáveres de los hombres/delfines.
A la mañana siguiente, mis compañeros, tomándome por dormido tras el alboroto nocturno, me reanimaron y exhortaron a tomar aquello de mi interés del poblado, pues el capitán había ordenado que entrado el día regresáramos al barco. Todavía sentíame atontado y no fui capaz de tomar objeto alguno de los muchos que allí encontrábanse regados, menos aún rebuscar por los rincones. Dirigiéronme mis pasos hacia los botes y esperé allí a los demás. Una vez más atravesé el camino cubierto de cadáveres, haciéndome esto rememorar los horrores de la madrugada y notándole a luz del día nuevos y más terribles detalles. En semejante situación, mi vientre retorciose sobremanera e hízome devolver en el río los pocos alimentos que quedábanme, dejándome mareado y hambriento. Poco después llegose a mí uno de los marinos y por este conocí lo sucedido durante mi ausencia en el poblado.
Según contome, al llegar los seres/delfines sumáronse a la orgía pero negaron sus dones a los marineros. Como si fuera poco, las mozas de compañía del cacique abandonaron a estos últimos y ni siquiera las indias menos agraciadas quisieron volver a compartir con ellos, puesto que todos los habitantes de la aldea centráronse en las atenciones y placeres devengados por los místicos seres. Durante corto tiempo, la soldadesca conformose a observar las lujuriosas escenas. Mientras tanto, los brebajes puestos en las comidas, continuaban haciéndoles efecto y su virilidad seguía firme como mástil de nao, creciéndoles dentro ansiedades difíciles de contener. Prueba cuesto de que Belcebú todavía deseaba más mal para las almas de mis compañeros.
Entonces empezó todo, siendo don Joaquín el promotor de tales sucesos. Él era el único que en aquel momento no disfrutase aún de pecados carnales y quizás sus oraciones no fueran tan piadosas como las mías. Viéndole débil, Satanás apoderose de él e hízole intervenir en las cópulas de los indios. El marino atrás dicho relatome que nuestro líder desnudose y, tambaleante a consecuencia de la chicha, trató de sodomizar a uno de los seres acuáticos. El hombre reaccionó con malas formas, empujando con fuerzas y lejos al capitán. Este cayó de nalgas al suelo, acompañado por risas nativas. Eso fue todo lo que necesitose para que don Joaquín, en cueros como encontrábase, tomara armas y ordenara a los demás a imitarlo, para con hierro y fuego conseguir lo que les habían negado. El resto de la historia conocíala con menor o mayor detalle.
La siguiente parte de la mañana continué sumido en malestares y tirado en un bote. Finalmente, cuando acercábase el mediodía, la soldadesca regresó a las barcazas trayendo grandes fardos consigo. Debo declarar que en ese momento di gracias a Dios porque don Joaquín no escogió para sí el bote en que encontrábame. Aún pienso que, de haberse colocado cerca de mí el capitán, la visión de sus ojos todavía inyectados de sangre y sedientos de matanzas, productos de diabólicas posesiones, hubiéranme provocado nuevo y vergonzoso desmayo que seríame imposible ocultar.
Las tres barcas empujáronse al río y los marinos tomaron los remos, dispuestos a llevarnos con rapidez hasta el barco. Por mi parte, mis compañeros de bote hiciéronme blanco de burlas debido a mi estado enfermizo, asumiendo cuesto a molestias de la tragantona y por ello dispensándome de remar. En tanto avanzábamos, yo iba con la cabeza colgando boca abajo, fuera del esquife. Las aguas no eran tan claras como el día anterior, más bien turbias y sucias. En ellas ya no distinguíanse ninguno de los muchos animales que antes había visto. De igual manera, llamome la atención la ausencia de saurios en orillas cercanas y el silencio con que navegaban las barcas. Ni canto de pájaros, ni ruidos de bosques balanceados por la brisa. Nada. Incluso los sonidos de los remos al palear las aguas parecían ser acallados por la quietud que nos rodeaba. A tal punto llegó lo antes descrito que hasta el más insensible marinero fue capaz de sentirlo. En poco tiempo mis compañeros cayeron en mutismo y las coplas y chanzas con que habían iniciado el retorno apagáronse como muere una tea tras consumir el aceite.
Mí agotada mente no asoció estos extraños sucesos, pues en esos momentos un fuerte golpe hizo estremecer el esquife que encontrábase a mi lado. Sorprendidos por aquello, algunos marinos levantáronse de sus asientos y comenzaron a buscar entre las sucias aguas al causante del golpazo. Algunos supusieron en voz alta que se trataba de un gran tronco, oculto por la turbidez, pero antes de que la calma volviera sucedió lo inesperado: un delfín blanco salió de la cenagosa corriente y cruzando de un brinco el esquife de don Joaquín, golpeó con su nariz a un marinero, haciéndole caer al río.
Todos dirigimos miradas hacía donde fuese lanzado nuestro camarada, pero una inexplicable turbulencia tragose el cuerpo del infeliz, devolviendo tras unos instantes grandes burbujas, junto con una aterradora mancha de sangre que rápidamente tiñó de rojo el lodoso color del agua.
Aquello paralizonos por un instante, pero bastole eso al enemigo para tomarnos ventaja. Unos pocos conseguimos reaccionar a tiempo y tirarnos al suelo de los botes, antes de que los delfines, habiendo comprobado efectividad en su táctica, volvieran a atacar. Esta vez fue casi una docena de hombres los que sumergidos en la corriente por otros tantos seres acuáticos, sufrieron la aciaga suerte. Al mismo tiempo, los remos nos eran arrebatados por fuerza inhumana, capaz de arrastrar consigo a cualquiera que impedirlo hubiera tratado. Cuatro de las víctimas pertenecían a mi barca, dejándome de compañía a solo dos marinos. En el esquife junto al mío quedaban un par de soldados y, en el último de los botes, don Joaquín junto a tres compañeros sumábanse a los sobrevivientes.
Haciendo uso de sus dotes de líder, el capitán ordenonos tomar armas de fuego y disparar a las aguas. Otra vez excluyóseme pues mi barca, cargada con buena cantidad del botín, no traía los armamentos distribuidos entre la tripulación de los otros botes. Mis camaradas, reaccionando rápidamente, pidiéronles a los otros arrogar los arcabuces por sobre la corriente. Así les fue hecho pero, como si supieran nuestros planes, justo cuando lanzáronse las municiones los delfines diéronse a embestir con fuerzas las embarcaciones. Cuesto hizo que mis compañeros perdieran equilibrio y dejaran caer los proyectiles al río.
Entonces don Joaquín montó en cólera y comenzó a descargar arcabuzazos contra las aguas. Tras unos momentos los golpes cesaron y la calma que antecediera el ataque volviose a adueñar de los alrededores. Por algunos minutos quedámonos tranquilos, esperando el próximo movimiento del enemigo, pero nada sucedió. Para mis adentros analicé la situación: ambas orillas encontrábanse lejos, nadar hasta allá sería una locura. Los remos, aunque algo cerca, también hallábanse fuera de alcance. Al igual, los esquifes encontrábanse demasiado separados entre sí. En dicha situación hacíasenos imposible movimiento alguno sin introducirnos en las traicioneras aguas. No es necesario describir la desesperación que apoderose de mi persona. Finalmente, deprimido con cuestas reflexiones, decidí tirarme en el bote junto a mis compañeros y aguardar la horrible muerte que acechábanos en el cenagoso riacho.
Luego de un rato, don Joaquín atreviose a animarnos, recordándonos que tarde o temprano, la corriente terminaría por arrastrar las barcas hacia la desembocadura donde esperaban barco y amigos. Nadie lo contradijo, pero todos sabíamos que aquellas eran malas ilusiones pues entonces, de tan estáticas que estaban, las aguas del río parecían rivalizar con la calma del mar.
Pasaba el tiempo. No sé si fueron minutos u horas, pues ni siquiera el sol parecía moverse en aquella aterradora tranquilidad. Un incomprensible y sofocante calor atosigonos con ardentías en frentes y sequedades en bocas y ojos, pero nadie atreviose a tocar o beber de las aguas, oscurecidas por sangre de camaradas. De repente, los dos hombres del esquife cercano al mío, quienes debieron haber trazado planes entre susurros, levantáronse y sacando más de medio cuerpo fuera de la barca, comenzaron a bracear con fuerzas, tratando de alcanzar los remos más cercanos. Al momento, el resto se dividió entre los que, como don Joaquín, los animaron y los que tratamos con gritos de devolverles la razón. Ellos continuaron su arriesgada proeza, sin escuchar advertencias ni consejos.
Bastose un solo delfín para encargarse de ambos. El acuático ser salió del agua con fuerza tal que elevose metros en el aire y luego, cayó de lado, aplastando con su peso todo lo que debajo de él había. Al primero de los marinos, golpeado en la cabeza cuando el delfín saltó, el cráneo reventósele como si alcanzado por bala de cañón fuera. El otro, junto con la barcaza, fue abatido por la caída del pesado ser. Luego, como si nada hubiera sucedido, volvió la calma.
En esta ocasión no fue fácil relajarnos. Si alguien había albergado esperanzas de salvamento, dejolas ir y abrazose a la desesperación. Un marinero del bote de don Joaquín, terminó por perder cordura y gritando el nombre del Salvador, confesose de pecados, mientras pedía fervientemente perdón a Dios. Los demás escuchábamosle, sin hacer otra cosa que repetir sus palabras para nuestros adentros.
Sin embargo, la devoción mostrada por aquel no llegó a oídos del Señor. Don Joaquín, siendo poseído de nuevo por Belcebú, descargó un arcabuzazo por la espalda del infeliz y luego arrojolo al río. Tras realizar dicho acto, apuntó a mí y a mis compañeros y amenazonos con darnos muerte si no comenzábamos a bracear, como los otros dos, para conseguirle remos con los que salvarse. Ante tamaña amenaza y sin poder defendernos, no quedonos más remedio que ceder a los febriles deseos de don Joaquín, jugándonos la vida con solo poner manos en el agua.
Entonces, los delfines iniciaron el ataque final. Al estar yo y los otros dos recostados a un lado de la barca, esta encontrábase desequilibrada, por lo que fue cosa fácil el tumbarnos de un solo empujón, como tal hicieron. Los tres caímos al agua, pero contrario a lo esperado, no fuimos hundidos, si no que logramos ascender a las superficies y allí, mientras conservabámonos a flote, atestiguamos los últimos momentos de don Joaquín.
Seis delfines, repitiendo la hazaña de aquel que matara a dos marineros, saltaron bien alto y cayeron con fuerza brutal sobre el esquife. Los compañeros que quedábanle a don Joaquín murieron aplastados, pero una vez más el capitán sobrevivió. El bote no aguantó tal acometida y deshízose en pedazos. Momentos después, don Joaquín hallábase en las mismas situaciones que nosotros, flotando lo mejor que podía para mantenerse con vida.
Lo que sucedió luego hízome encomendar el alma al Señor. De todas partes, emergieron aquellos delfines blancos y rodearon amenazantes al capitán. Entonces, dos enormes saurios salidos de la turbidez, apresaron cada uno un brazo de don Joaquín con sus mandíbulas y comenzaron a girarse sobre sí mismos, exprimiéndole las articulaciones como si de un trapo viejo tratárase. Los chillidos de dolor que lanzó el capitán hubieran bastado para enloquecer a cualquier persona. Inconscientemente, tapé los oídos y sumergime, buscando un escape ante el horror. Por momentos, abrí los ojos bajo el agua y entre suciedades, pude ver a los delfines cerca de mí lanzarse en veloz nado hacia donde encontrábase don Joaquín sujetado por los saurios.
Después de eso, creí mejor morir ahogado que sufrir los tratos dados a mi capitán. Recuerdo abrir la boca y dejar que las entrañas llenáranseme de aquella agua mezclada con lodo y sangre.
Esa es mi historia, su Excelencia, y todo lo que puedo rememorar sobre las acciones del capitán don Joaquín Díaz Alvarado y compañía. Como habrá podido comprobar Señoría, no hay en mis actos nada que atestigüe malas relaciones con indios, ni deseos infames contra compañeros y capitán.
Vuestra Excelencia se preguntará cómo pude sobrevivir a tamaños sucesos y lamento que su pregunta no tenga respuestas dignas, puesto que yo mismo no sé bajo qué circunstancias mi cuerpo llegó a la desembocadura del río, donde los marinos que quedaban en el barco halláronme yaciente en las arenas de la playa. Tampoco pudiera decir de la suerte de los otros que conmigo cayeron al agua. ¡Que el Señor cuide de ellos, si es que aún siguen con vida! Después, fui presa de extrañas fiebres de las cuales no repúseme hasta hace pocos días. Al parecer, en delirios, narré parte tergiversada de cuesta historia, por lo cual la Santa Inquisición tomome por traidor y hereje a la Iglesia.
Según uno de mis carceleros, quien me ha hecho honores al conversar con mi persona y que harale llegar cuesta carta a vuestra merced, las teorías de los monjes básanse en que en ocasiones sorprendiéseme en sueños refiriéndome a una mujer de pecaminosa belleza. Y principalmente porque los marineros del barco halláronme de noche, durante la travesía hacia Baracoa, sonámbulo en cubierta y dispuesto a lanzarme al mar, mientras hablaba de amor con un delfín blanco como la luna, que jugueteaba y danzaba en las aguas cercanas a la nave.
Cuesto solo prueba que durante mis enfermedades y estando imposibilitado de orar con devoción, Satanás volvió a intentar tomar mi alma y al no conseguirlo, hízome cometer acciones y palabras contrarias a las enseñanzas de la Madre Iglesia. Todas las dudas y calumnias que levantáronse en mi contra solo son malversaciones del diablo, pues como habrá comprobado su Excelencia, soy piadoso servidor de Dios.
Sin otras cosas que referirle, espero cuesta misiva hágale comprender la injusticia cometida hacia mi persona y permítale a vuestra Señoría salvarme cuerpo y alma de los procesos de la excomunión, así como limpiar mi nombre de las mentiras que ensuciáranlo de mala manera.
Atentamente,
Juan Alfonso de Compostela, fiel escribano y servidor de S.M. Católicas y de la Santa Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo.
Eric Flores Taylor (Guabay) se graduó en el curso narrativo del centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso. Recibió el Premio Arena 2004 del Taller Espiral. Fue finalista del concurso Dinosaurio 2004 (publicado en la antología Irreverencias). Obtuvo el tercer lugar en el concurso de Ciencia Ficción de la revista Juventud Técnica en 2004 (publicado) y 2006 (publicado), y el primer lugar en 2010 (publicado). Fue finalista del 3º premio Criptshow 2010 (Publicado ext). Recibió el Premio Oscar Hurtado de fantasía en el 2010 del Taller Espacio Abierto, y el Premio Casa Tomada 2011. Sus cuentos se publicarán en la venidera feria internacional del libro en las antologías Axxis Mundi y En sus marcas, listo, FUTURO, de la editorial Gente Nueva, y en la antología de los premios de la revista Juventud Técnica de la Editorial Abril.
Esta es su primera participación en la revista.
Este cuento se vincula temáticamente con VOLVER A CALAFORRA, de Yoss; LAS SIRENAS CANTÁNDOSE ENTRE SÍ, de Cat Rambo; MUJER PEZ, de Martín Panizza; y MONSTRUOS EN EL MAR (zapping), de Eduardo Carletti.
Axxón 226 – Enero de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Seres fantásticos : Ritos : Cuba : Cubano).
Un cuento arriesgado y del todo interesante.