«Calibre eternidad», Guillermo Barrantes
Agregado en 9 abril 2012 por dany in 229, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Lo habían molido a palos.
Con sus últimas fuerzas trató de levantarse del barro. Y entonces fue consciente de cada una de sus heridas, las sintió como bocas que se abren y se cierran, desesperadas por respirar.
Sin embargo consiguió ponerse de pie. Chorreando sangre, se apoyó en la puerta del auto. Las piernas le temblaban, en cualquier momento volvería a caer.
Aún tenía uno de los cuchillos clavado en el brazo.
Su último movimiento voluntario consistió en levantar la cabeza para encontrarse con su propia imagen, reflejada en la ventanilla del auto. Un arma invadió ese reflejo. Un arma que avanzaba hacia su cabeza, que apoyaba el caño en su sien.
Y entonces le llegaron los últimos sonidos: risas, una detonación y el crujido de su propio cráneo.
La bala atravesaba el cerebro. Había perforado el hueso, y ahora avanzaba deshaciendo la masa encefálica como una cuchara que se hunde en gelatina, como el filo que hiende la carne.
Y Hugo lo sabía.
Lo sufría.
Pero Hugo ya no pertenecía a nuestro tiempo. Había sido arrojado al lento tiempo que precede a la muerte, donde su bala (porque era más suya que de nadie) se arrastraba dentro de su cabeza, morosa como un caracol de plomo, un caracol asesino. Y en aquel limbo final, la memoria herida, desesperada, manoteaba el aire: los recuerdos se le presentaban a Hugo antes de perderse para siempre, antes de ser profanados, destruidos. Se le presentaban en orden, a medida que el proyectil los atravesaba. Se le presentaban más reales que nunca. Los vivía por última vez.
El día en que se cayó por la escalera con el triciclo.
Casi se mata. Tuvo suerte de rebotar primero contra la pared. De lo contrario, se hubiera dado la cabeza contra el filo del escalón… y adiós Hugo, bajo tierra a los cuatro años.
Y aquel recuerdo estaba condenado a desaparecer, la bala destrozaba el sector del cerebro al que había sido confinado. Y el proyectil no sólo penetraba la carne del cerebro. De alguna manera se fundía con el recuerdo moribundo, con el pasado de Hugo. Modificaba su memoria, la corrompía para arrojarla a la nada. Y fue así que a Hugo, con sus cuatro años cumplidos dos días atrás, le sucedió algo que en realidad nunca le sucedió. En esta nueva versión del recuerdo, su cabeza estalló en esquirlas de hueso y encéfalo: una bala salida de ninguna parte le perforaba los sesos y se incrustaba en la pared, mientras que la rueda del triciclo aún giraba en el aire.
Siguen los recuerdos. Ahora Hugo está con su padre, o con lo que el cáncer ha dejado de él. El viejo yace en aquel hospital mugroso, envuelto en sábanas con bordados de sangre y pus seca, rodeado de camas con muertos-vivos que tosen flema. Y su padre lo mira con aquellos coágulos de sangre que le quedan por ojos. El viejo se iba a morir, al fin. Pero antes quería decirle algo a él, a su único hijo. Y cuando abrió la boca no salió palabra alguna, sino una bala que agujereó de lado a lado el cerebro de Hugo. Atravesó el cielo raso de la habitación y siguió camino hacia su próximo recuerdo.
Y luego al próximo, y al próximo. Mutándolos, matándolos. Perforando cada una de las cabezas de Hugo que encontraba en su camino, como si las usara para enhebrar sus vivencias. Como si quisiera destruirlas todas juntas, una tras otra.
Y fueron cayendo como fichas de dominó. Y la bala fue ganando experiencia, acumulando estilo con cada momento destruido. Como guiada por la mano de La Muerte. Y todo para enfrentarse al recuerdo que más se resistiría a la hora de desaparecer, la vivencia atesorada más profundamente por su dueño.
El casamiento.
Él y Cecilia frente al altar. El Ave María los llenaba de emoción. Absurdamente intentó hablarle al proyectil: No, este recuerdo no. El sacerdote formulaba la pregunta. Hugo miraba a Cristo crucificado. No destruyas esta memoria. Yo soy este recuerdo. «Sí, quiero», contestaba Hugo. Y el sacerdote preguntaba nuevamente.
Silencio.
Cecilia no respondía.
Algo andaba mal: ella no había tardado tanto en dar la respuesta que los uniría para siempre. Hugo observó a la mujer que sería su esposa, y supo que Cecilia ya no estaba allí. Bajo el ruedo del vestido asomaban unas patas de chivo, y entonces el mismo vestido ardió en llamas y reveló al ser que lo habitaba. Mitad animal, mitad demonio, en sus ojos bullía el infierno.
Sí, quiero gruñó la Bestia. Quiero que esté conmigo eternamente.
Ya pueden besarse dijo el cura, complacido. Y el demonio comenzó a caminar hacia Hugo, se acercaba con una erección bífida y las fauces chorreando mierda.
¡Nunca!
El demonio se detuvo. Hugo, por un momento, pensó que era el sacerdote quien había gritado. Pero no, el grito provenía de más allá.
La figura de Cristo había cobrado vida y se debatía en el madero.
¡Nunca! volvió a gritar Jesús a la vez que se desprendía, que dejaba colgajos de carne alrededor de los clavos. Y así, chorreando sangre, el Redentor enfrentó al Demonio.
Lucifer le dijo el pobre hombre aún no ha muerto. ¿Qué intentas hacer?
Ya casi es la hora dijo Satanás, retrocediendo. Ahora su cara era la de un perro deforme. Ya casi está muerto. Después del casamiento al proyectil sólo le queda un último recuerdo por destruir. Además… mira, mira lo que ha hecho su gente contigo eldemonio señalaba con una garra de buitre las heridas de Cristo.Te estoy vengando, amigo mío.
Vuelve al Infierno ordenó Jesús. No tienes nada que hacer aquí. Ni siquiera tú sabes todos los finales.
Ya nada le quedaba a Hugo: ni sacerdote, ni Ave María, ni iglesia. Ni Cecilia. Sólo Cristo y Satanás, enfrentados.
Y entonces todo tembló. Las últimas palabras de Cristo volvieron a escucharse:
¡Ni siquiera tú sabes todos los finales!
Y Jesús giró sobre sus pies destrozados. En la sangre de su mano había un arma. La levantó y apuntó a Hugo. El «pobre hombre», como Él lo había llamado, escuchó el disparo y vio salir la bala. La vio venir hacia él. La sintió incrustarse en su cabeza, justo en medio de sus ojos.
Ya nada quedaba de Cecilia, de su mejor recuerdo. Nada absolutamente.
Pero como bien había dicho el Demonio, aquel no era el fin de Hugo. Aún tenía el recuerdo final, lo último que sus ojos habían visto.
Estaba malherido, y sin embargo se levantó del barro y quedó agarrado a la puerta del auto. De frente al vidrio de la ventanilla, temblando, desangrándose.
Y levantó la cabeza y se vio reflejado en el vidrio.
Es el último. Todo lo que queda de mí está aquí. Soy sólo una imagen en un vidrio mugriento.
Y apareció la imagen del arma en el vidrio. Y se la apoyaron en la cabeza.
Risas.
La detonación.
La bala atravesaba el cerebro. Había perforado el hueso, y ahora avanzaba deshaciendo la masa encefálica como una cuchara que se hunde en gelatina, como el filo que hiende la carne.
Guillermo Barrantes nació en Buenos Aires en 1974. Sus cuentos forman parte de numerosas antologías. Uno de ellos, «Tierra virgen», obtuvo en 1998 una Mención de Honor en el concurso anual del Círculo Argentino de Ciencia-ficción y Fantasía. Es autor de la novela El temponauta – Enrique Enríquez y el secreto de San Martín (Emecé, 2010) y de la colección de libros juveniles «Laberinto» (Guadal, 2011). Junto a Víctor Coviello escribió la trilogía dedicada a los mitos urbanos porteños Buenos Aires es leyenda (Planeta 2004, 2006 y 2008). Integró los programas radiales Libros que muerden (FM Palermo / 1999-2000), Babel: realidad y ficción (FM Suburbana / 2001), Mil horas (FM Los Cuarenta Principales / 2007) y Metrópolis (Radio Continental / 2008). Tuvo a su cargo diferentes suplementos, tanto literarios como de cine. Actualmente forma parte de Voces Anónimas, uno de los programas más vistos de la televisión uruguaya dedicado a los mitos urbanos e historias extraordinarias de todo el mundo.
En Axxón ha publicado EN SU SALSA.
Este cuento se vincula temáticamente con MEMORIAS, de Eduardo J. Carletti; CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto y SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey Cole.
Axxón 229 – Abril de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Bucle temporal : Crimen, Infierno : Argentina : Argentino).