«Hija de Helisurpa», Carlos Pérez Jara
Agregado en 29 abril 2012 por dany in 229, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Hay un lugar donde se esconden casi todos los secretos, los que ya nadie apenas recuerda y los que una vez tuvieron vida propia entre quienes los ocultaban: una tortura silenciosa, una mancha o una pesadilla antigua que viene a morir al recinto sagrado de estos muros, en la gran Cámara. Así lo desea la Madre Nocturna, desde el principio de todas las cosas. Pero yo no he tenido nunca ningún secreto propio que contar a nadie ni aún menos que proteger de los demonios del exterior, como no sea el que he guardado bajo la piedra de los glautras muertos. No tuve nunca una pena a la que destinar mis horas como tantas otras de mis hermanas, y con los años he llegado a descubrir que no son los secretos los que se protegen, sino a la propia comuna de Kalímidas.
En la Groa, al oeste del Cabo de la Sirena, donde todas las niñas crecíamos pensando en nuestro futuro, yo escuchaba las historias de nuestras maestras sobre el gran Palacio de la colina, o sobre los viajes de nuestras grandes exploradoras hacia lugares remotos.
—Nuestra nación —nos contaba la anciana maestra Daoini mientras nos enseñaban a leer y escribir los símbolos de nuestro pueblo— siempre se ha mantenido bajo un equilibrio sagrado, obra de la gran Madre. Las ncidus compilan secretos de todas las demás hermanas y de esa forma siempre se mantiene un vínculo real con la diosa que nos preserva de las desgracias, y que tanto nos ha ayudado desde hace miles de años.
Yo era una niña feliz, o así al menos me recuerdo. Nuestras maestras nos enseñaban sobre las artes y ciencias básicas en el Salón del Útero, donde nos transmitían las leyendas sobre las primeras Amazonas y sobre dioses que hablaban con mujeres hasta convertirlas en diosas, como a la Madre Nocturna. Luego también nos contaban algunos cuentos acerca de nuestro compromiso con la comuna y la ciudad. Nosotras, hijas o sucesoras de plidws de toda clase, podíamos acabar siendo hwides o ncidus pero para las gatsuas, las otras hermanas que crecían en el recinto gigante del Orsalo, sólo cabía un futuro posible, el de ser whcan, rama común de nuestra comuna que abarcaba a los gremios de herrería o soldados.
Cuando paseábamos con nuestras maestras, veíamos los Zirghaits de colores de las hwides, con sus cúpulas bermejas y sus lentejuelas de oro sobre las paredes, y luego alguien señalaba al viejo Palacio de Helisurpa para distinguir el eterno contraste. Como hwide me imaginaba vestida con las túnicas rojas y violetas que llevan esas mujeres, escoltadas por las hermosas centinelas del Protectorado, siempre con sus cascos de plata y esos escudos con el signo inscrito de la Diosa Nocturna. Pero como ncidu no podía imaginarme de ninguna forma, puesto que ninguna de nosotras había visto a una jamás.
—A lo mejor no existen —dijo una vez nuestra hermana Gaale.
De cualquier modo, desde muy pequeñas aprendimos que nuestra virtud era pertenecer a una de esas dos ramas de nuestra comuna, o bien a la común de las whcans. A veces escuchábamos que en otros lugares de esta tierra había ciudades donde eran los hombres los que gobernaban y sus mujeres quienes se sometían a sus decisiones, pero para mí esa imagen era tan extraña o desconocida como la de una ncidu en su propia morada. Todas las niñas estábamos así orgullosas de ser las hijas de la Madre Nocturna, de vivir bajo las leyes de nuestras tutoras y al amparo de los escudos de nuestras centinelas, que tantas guerras habían librado en otros países.
Nuestra ciudad era hermosa, y aún debe serlo. Por aquel entonces, se expandía a lo largo de la costa con sus cúpulas de mármol y sus edificios de colores. En la punta del Cabo, ya medio hundido en las aguas del océano, estaba el faro antiguo de Ecnio, un sitio al que a nosotras nos encantaba acercarnos cada vez que nos era posible; entonces nos quitábamos las sandalias y nos metíamos un poco en el agua fría del mar, salpicándonos las unas a las otras. A veces alguna encontraba una rara concha marina, o un fragmento de flecha medio enterrado en la arena; luego se escuchaba la campana de la Groa y volvíamos a nuestros deberes como discípulas.
Sin duda, Lade era mi mejor amiga. Al cumplir ambas los doce años, ella había empezado a crecer mucho más que yo, y a desarrollarse como una mujer morena y hermosa de piernas largas. Mis caderas y mis senos no fueron nunca tan vistosos ni tan grandes, y a veces pensaba que no dejaría de ser una niña. Pensaba que nunca nos iríamos de la Groa, y que cada día de Ocicle la tutora Sabru nos contaría de nuevo más historias del origen de nuestra raza, o de las leyendas gloriosas de Helisurpa, nuestra fundadora. Lade, en cambio, empezó entonces a sentir deseos de abandonar aquella vida con las otras compañeras.
—¿No te gustaría saber qué hay más allá de esto? —me preguntaba, y yo no sabía bien qué responderle.
Los esclavos nos hacían reír en las fiestas de Icradia con sus juegos malabares y sus canciones divertidas. Por lo general eran siervos de alguna rica plaidw de gran rango. A veces me preguntaba cómo serían de verdad los hombres, y qué pensarían sobre el mundo. Para nosotras siempre habían estado ahí, a nuestro servicio, encomendados a los designios de nuestro ejército. Escuchábamos que la robusta Maestra de Batallas castigaba duramente a los que se sublevaban contra nuestra comuna, mostrando los cuerpos sin vida en árboles lejanos de nuestras fronteras como advertencia a quienes albergaran ideas iguales o semejantes. Todo era como siempre había sido, o eso repetían nuestras maestras una vez tras otra: ésa y no otra era la causa de nuestra supervivencia.
Finalmente, no hay secreto que no deje de perder algo de su importancia con los años. No importa que nuestro culto termine en las montañas del fuego, o que alguien crea que lo que guarda en su memoria es más importante por no revelarlo. Al final casi todo se desvanece, y da lo mismo si era o no secreto lo que se guardaba en el Palacio de Helisurpa. El verdadero secreto fue nuestra perdición: dejar de ser quienes fuimos. Pero creo que me estoy adelantando algo a mi vida por aquellos años felices en los que mis amigas lo eran todo para mí, cuando cada jornada duraba una eternidad.
Al cumplir los catorce años la campana de la Groa sonó de una forma distinta: entonces nuestras tutoras nos comunicaron que había llegado la hora de que una de nosotras cumpliera con su destino. Era el momento para el que habíamos vivido casi desde la cuna, pero yo escuchaba aquellas palabras como si fueran algo ajeno a mi vida. Pronto, una de nosotras ya no estaría en la Groa con las demás. Pero eso no era todo: luego le acompañarían otras más, inevitablemente. Había llegado así el momento de que nuestra generación se dispersara, abandonando poco a poco la Groa y sus dominios. Nuestra Gran Matrona era la responsable de elegir quién estaba capacitada para ser una hwide, una launh o una ncidu en torno a una serie de señales sagradas o kepthuas. Esa anciana medio ciega decía ser capaz de poder distinguir a la Madre Nocturna en las noches de tormenta, cerca del faro, y también estaba convencida de conocernos como si de hecho hubiéramos salido todas de su vientre.
Lade estaba eufórica. No paraba de hablarme de los trajes que podría vestir si fuera una hwide, si bien tampoco le importaba mencionar las posibilidades de ser una ncidu oculta. Seguro que el viejo Palacio era el centro de nuestro reino, el mayor de todos los honores. Una noche, mientras pensaba sin sueño en la cama junto a las otras niñas, escuché un ruido de pasos por el corredor. Como era consciente de lo crueles que podían resultar las tutoras si nos veían con los ojos abiertos, cerré los párpados todo lo que pude y permanecí inmóvil. Los pasos se acercaron, recorriendo las filas de camas, hasta detenerse justo en la mía. Había llegado la hora, me dije tumbada de costado, hundiendo mi cabeza en la almohada. Escuché el murmullo de la voz de la Gran Matrona y de Sabru, hablando entre ellas, pero tras unos segundos sentí que estaban sacando de la cama a Lade. Luego se la llevaron silenciosamente, y por un instante pude verla cogida de la mano de nuestras maestras.
Por la mañana la encontré de nuevo tumbada en su cama, pero con un aspecto muy distinto al de costumbre. Su cabello parecía sucio, y presentaba moratones en la cara y en los hombros, y también un corte algo profundo en el cuello. Todas nosotras le hablábamos pero Lade no decía nada ni parecía querer decirlo, y si nos miraba era como si no nos reconociese.
—Lade, Lade, ¿qué te ha pasado? —decíamos, pero no contestaba.
Poco después sonaron las campanas de Meditación, y todas las niñas nos agrupamos como siempre en el anfiteatro. Recuerdo los trajecitos blancos y azules de todas nosotras, las hijas de la Groa. Era como si fuera un día cualquiera, y de hecho nuestra tutora Dua no hizo ninguna mención a las heridas de Lade.
Sin embargo, al atardecer, en lugar de citarnos entorno al Patio de la Llama, nos dejaron ir a la playa junto a la vieja maestra sorda, Curume. Ya entonces sentí que Lade quería hablarme al fin, o eso pensaba. Yo estaba tan confundida que casi me asustaba la visión de sus moratones y el silencio misterioso de la Groa. Pero luego Lade me sonrió un poco, mientras Curume nos veía alejarnos del resto del grupo, junto al casco desnudo y medio carcomido de un barco varado en la playa. Me agarró de la mano, como me había cogido una vez cuando comenzamos a acariciarnos en el Salón del Círculo, y nos sentamos en la arena.
—Lade, ¿vas a decirme de una vez qué te ha pasado? —le dije en voz baja.
Curume era sorda pero no ciega, y nos miraba atentamente desde la distancia, con su larga melena gris ondeando en la brisa. Y así Lade se acercó a mi oreja derecha y comenzó a soltar balbuceos que parecían palabras. Cuando trataba de soltarme de su mano, volvía a acercar sus labios para decir con ellos cosas incomprensibles. Al fin me separé de ella, y le pregunté si se había vuelto loca como los hombres, pero ella miró a la duna donde ahora Curume se giraba con lentitud, arrastrando su bastón por la arena.
Me siento viajera del tiempo, dentro de un laberinto sin ventanas, un caparazón de huesos donde se apilan las lágrimas de nuestros antepasados. Y sin embargo, ahora que veo el rostro bello y magullado de Lade en la playa, la imagino sobre una carroza de plata, haciéndose paso por las calles de Kalímidas. En los viejos manuscritos de mi celda se habla de estas violaciones como de algo ritual y común cuyo fin no es otro que el de vincular a la víctima con su propio secreto. Pero yo entonces nada sabía de vínculos ni violaciones, porque desde muy pequeñas todas habíamos crecido en aquel lugar como si no existiera otra cosa; como si no debiera haberla. Nuestra familia era la Groa, siempre lo había sido.
Un día después del encuentro en la playa nos reunieron a todas en el anfiteatro para la despedida de Lade. Estaba totalmente prohibido llorar en aquel espacio, de modo que debíamos contenernos como pudiéramos. La Gran Matrona habló todo lo alto que pudo:
—Que se acerque la hermana Lade a nuestra presencia.
Magullada y silenciosa, Lade se aproximó a las tutoras, con una media sonrisa en su cara.
—Tengo que comunicaros que las señales indican que vuestra hermana será una hwide de segundo rango, lo que significa que podrá alcanzar el nivel de las plydes y dar a luz a nuevas hermanas.
—Gracias, Madre —oí decir a Lade, que se tumbó para besarle los pies; enseguida la desnudaron para luego enfundarla en un rico traje de colores que resplandecía sobre las piedras. A continuación, todas debíamos gritar el nombre de nuestra Diosa, seis veces, como marca la tradición. Yo grité entonces más que ninguna.
Unas semanas más tarde de la marcha de Lade, la tutora Curume me mandó acudir a un saloncillo viejo que nunca antes había visitado y cuyas cristaleras daban al faro de Ecnio. Era una habitación del ala este de la Groa, presidida por una mesa grande y unas cortinas rojas medio abiertas. Curume estaba junto a la Gran Matrona y una mujer desconocida con una túnica negra y un bastoncillo largo cuyo pomo apresaba entre sus dos manos blancas y sin arrugas. Se había colocado en una esquina de la habitación, como si fuera alguien neutral o ajeno a la escena; sólo entonces me di cuenta de la venda azul que tapaba sus ojos. Curume me habló sin dilaciones sobre el futuro de la vieja generación de nuestra Groa, cuya primera «liberada» había sido Lade.
—Es tu turno, Laissa —me dijo mientras la vieja Matrona, sentada en un trono de madera de roble, removía sus mandíbulas como si tratara de buscar algo con ellas—. Las señales de la Madre Nocturna han hablado por ti.
Eso aseguró, y miré el rostro hermoso pero inmóvil de la extraña, con su bastón entre las sandalias negras.
—¿Adónde iré, Madre? —dije, temerosa, y la mujer de la venda sonrió suavemente.
—Tu vida pertenece a Helisurpa y a nuestra comuna —dijo al fin la Gran Matrona—, de modo que irás a donde tengas que ir, como hemos ido todas desde el principio de los tiempos.
A veces creo que no merece la pena recordar nada. Intento explicarme la causa de todo, pero apenas veo la cara blanda y fofa de la Gran Matrona, o el tono hermético de la tutora Curume, o el rostro misterioso de una desconocida que luego, poco más tarde, me lleva por el sendero que nos aleja de la Groa. Finalmente, imagino unos ojos que me vigilan desde algún lugar entre las sombras, como un fantasma oculto.
—Gracias, hermana —acerté a decir, confusa.
Por orden de la Gran Matrona, ninguna de mis hermanas acudió a despedirme mientras me alejaba por el camino, subiendo la ladera. La señora que me llevaba de la mano estaba atada por la cintura a un cordel que sostenía por delante una gaairi sin casco, con un escudo ancho a la espalda que brillaba al inclinarlo un poco. Al final de un recodo, antes de perder de vista su estructura, distinguí la cúpula esmaltada de la que había sido mi casa, y casi creí que pronto volvería a ella, en cuanto hubiera acabado con algún rito o ceremonia de nuestra comuna. Ni siquiera me fijé bien en la ciudad, o en la forma en que ese día se iluminaba el mar en la costa. No me paré a contemplar las velas de nuestros barcos comerciales, ni los edificios de colores de las hwides, en uno de los cuales estaría ahora Lade en su nueva vida. En realidad, todo fue tan rápido que no pude darme cuenta de que quizá era la última vez que viera la luz del sol.
Durante el largo trayecto a pie, la extraña no me habló en ningún momento, ocupada tan sólo en sujetar mi mano mientras nos acercábamos a nuestro destino. La gaairi que nos conducía a ambas caminaba con lentitud, como si deseara que la señora de la venda no tropezase por el sendero. Entonces el Palacio se levantó en lo alto de la cumbre como un monstruo robusto, un edificio antiguo y sin ventanas en el que crecía la vegetación por sus relieves de piedra, retorcidos y negros. Ante las hojas cerradas de la puerta en arco había dos centinelas muy altas; llevaban cascos de oro y unas lanzas aún mayores que las que había visto en la ciudad; las melenas negras y brillantes se desparramaban por entre los huecos de los yelmos relucientes. Yo no me atrevía a creer que hubiera sido elegida como una ncidu sin un secreto propio, y casi caminaba como en un sueño.
—¿Podré volver esta noche a recoger mi ropa, señora? —le dije ingenua, pero ella no me contestó; al fin, tras soltarme un momento, extrajo de debajo de su túnica una flautilla ancha de hueso que se llevó a los labios, silenciosamente. Sin esfuerzo alguno, pronto obtuvo varias notas musicales que resonaron en el aire como una sucesión de enigmas. La gaairi se había parado junto a una roca, reposando su escudo formidable sobre la tierra; por un segundo me miró de forma distraída, como si no fuera la primera vez que hacía aquella ascensión por el sendero. Luego, la enorme puerta comenzó a abrirse poco a poco.
El tiempo transcurre de un modo diferente según dónde nos encontremos. Es una norma que tuve que aprender poco a poco, pero de cuyo hallazgo obtuve una lección dolorosa. Después de que la Groa decidiera conducir mi existencia hacia el Palacio de Helisurpa, los recuerdos se deforman y el transcurso de los días parece haber perdido su duración primigenia. Lo que ahora sí sé bien, sin motivos para equivocarme o engañarme al respecto, es que durante la primera época pensé que aquello era una prueba dirigida a mi propio espíritu, y que tarde o temprano Curume o cualquier otra de nuestras tutoras vendrían a por mí para devolverme a la Groa con las otras niñas. Por entonces no podía creer que nadie me hablara, y que me hubieran encerrado en una habitación oscura y sin ventanas que sólo la luz de varias velas y candiles hacía habitable.
Pero al fin apareció alguien para comunicarse conmigo. Se llamaba Osicuale, y era una mujer pequeña de dientes amarillentos que se presentó como mi nueva tutora en aquella morada; envuelta en túnicas grises, y con un acento extraño, me dijo que sin duda nadie volvería a por mí, que ahora era una ncidu y que tampoco iba a ver nunca más la horrible luz del sol, enemiga de nuestra Diosa. Debía estar feliz de ser una hermana protectora, de formar parte de la orden, pero muy pronto algo me oprimió las costillas.
—Descansamos cuando el sol arde en el cielo —dijo Osicuale—. Es nuestro periodo de sueños. Justo al revés que nuestras otras hermanas.
Apenas puedo reunir todos los recuerdos y formar con ellos algo que tenga sentido. Recuerdo las primeras visitas a los patios internos del Palacio, únicos refugios de aire en los que es posible distinguir la luz nocturna; los ritos iniciáticos, los cantos en el Salón Amazónico con la Gran Ncidu en lo alto de las gradas, pero sobre todo tengo dentro de mí la memoria del momento en que varias hermanas de nuestra orden me mostraron un glautra. Para una niña que había crecido en la Groa, esa piedra lisa y redondeada de color verde oscuro no significaba mucho, pero Osicuale me advirtió enseguida de su verdadero poder. La tenía en la palma de mi mano cuando me lo reveló:
—Esto, Laissa, es lo que nos permite absorber los secretos de nuestras hermanas. Todas vienen alguna vez aquí para eso.
No entendía de qué forma posible una pequeña piedra de río podría hacer algo semejante.
—No es eso, niña —dijo Osicuale—. Cada cinco años, las launhes extraen las piedras de un sitio oculto, las consagran y las dejan en el Templo de Aril durante dos noches. Luego, las elegidas funden su secreto en las piedras por una ceremonia milenaria y las traen hasta aquí para dejarlas en el Palacio. Sin embargo, debes saber que esto sólo será un glautra cuando quede bajo nuestra tutela. Nadie que no pertenezca a estos muros puede custodiarlo, nadie.
—¿Y para qué lo hacemos? —le dije—. ¿No es eso peligroso para ellas o nosotras?
Osicuale casi me dio la espalda mientras me hablaba: al desprenderse de sus secretos más íntimos, las hermanas del exterior podían vivir con mayor plenitud y ser invencibles en los campos de batalla, inventar nuevos artificios de la técnica y parir a las mejores guerreras. Un mundo encerrado en sus propios secretos era un mundo enfermo desde su núcleo, como una víscera podrida.
—Las hermanas no pueden dormir bien —continuó—, ni pensar, ni conducir los asuntos de nuestra Nación si los secretos que llevan dentro de ellas les oprimen continuamente. Al final enferman por culpa de algo de lo que no logran desprenderse del todo, o alguien sospecha de otra, o algo malo ocurre por eso. De esa forma, desde la primera noche de los tiempos, nuestra función es recoger los peores secretos ajenos para luego disolverlos en las ánforas glorales.
—¿Entonces hacemos que las hermanas olviden sus culpas? —le dije.
—No olvidan nada que no quieran o no puedan olvidar, Laissa —dijo, y mientras me arrebataba el glautra de la palma de la mano, añadió más despacio—. Pero el secreto deja de tener algún poder sobre sus espíritus y ya no les atormenta. Se convierte en un recuerdo neutro, que sólo esconde la visión de algo de lo que se han desprendido gracias a nuestra orden. Nuestras hermanas dejan así de sentir remordimientos, odio o tristeza, porque el secreto ha dejado de dominarlas.
Enseguida le pregunté a Osicuale cómo procedíamos a realizar esa absorción invisible.
—Cuando estés preparada, iremos al Patio Negro.
Una ley sagrada rige para las Ncidus como el imperio absoluto de la vida y la muerte: ninguna de nosotras sale jamás al exterior como no sea con un permiso especial de la superiora y bajo la orden de recoger a una nueva hermana. Por eso, los Patios interiores permanecen completamente cerrados bajo la luz solar, de forma que sólo por las noches nos es posible visitarlos. Al menos nuestras criadas gaairis nos traen comidas y ropas en carretas que proceden de los almacenes del Protectorado, núcleo del gobierno civil y militar en Kalímidas.
Poco a poco fui conociendo las distintas salas y recovecos del Palacio, a las que siempre accedía junto a mi tutora o a alguna ncidu de rango menor. Las paredes, iluminadas por antorchas que son encendidas por turnos gracias a nuestras sirvientas de la vigilia, no descubren nunca un ventanuco o una rendija por la que se filtre la luz del sol, y apenas los corredores anchos que conectan los Patios circulares logran fortalecer de nuevo el aire interno. Los techos de algunos corredores son bajos y casi hay que agacharse para pasar bajo ellos, pero las hermanas me enseñaban su mundo con un orgullo que entonces no entendía. Por las noches, una vez despertadas de nuestros sueños, casi todas solíamos reunirnos en el Patio de la Luna, y allí mirábamos a las estrellas y sentíamos la brisa del mar en la distancia.
—¿Sabes la verdad de este sitio, Laissa? —me dijo una vez la hermana Persil en la biblioteca. Fui sincera: lo ignoraba totalmente.
—Esto fue un verdadero Palacio hace mucho tiempo, con ventanas y cúpulas de ónice, ¿lo sabías? Aquí reinaba la auténtica Helisurpa.
—¿Helisurpa? —dije asombrada, pues nunca había escuchado esa historia; estábamos en un corredor espacioso, rodeadas por esos rollos de documentos que con los años se vuelven grises bajo la humedad perpetua y la falta de luz, o se desmoronan víctimas de los chgoas, devoradores diminutos e incansables de los archivos.
—Como tú sabes, ya no se conservan pinturas suyas, pero todos los poemas hablan de su belleza y de su bondad. De su virtud para impartir la justicia.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Bueno, ¿quién podría decirlo? Tal vez el primer secreto, nadie lo sabrá nunca. Lo que dicen es que un día mandó cubrir de piedras las ventanas, los balcones y los ventanucos. Cerraron el Palacio por dentro.
—¿Helisurpa dio la orden?
Como distraída, la hermana Persil cogió un rollo de uno de los anaqueles.
—Así es —respondió mientras me miraba de reojo—. Por eso esta morada se convirtió en otra cosa, como las glaocas cuando mudan su carne por otra distinta. Siempre la llaman Palacio, pero yo no veo que nadie reine aquí salvo los secretos, ¿no te parece?
—Supongo —murmuré, cabizbaja.
—No supongas, Laissa —dijo con una sonrisa—. Créelo.
Hasta hoy no he podido olvidar la leyenda de Helisurpa y de su Palacio sellado, pero es posible que incluso en los mitos más arcaicos podamos distinguir algo de nuestras propias vidas. Unos meses después tuve una experiencia que acabó marcando mi futuro, como debió pasarle a la propia Helisurpa con sus secretos: si mi memoria no me falla, fue durante las fiestas petrónicas cuando Osicuale me llevó a la Gran Cámara donde se guardan las ánforas. Luego, ya bajo la bóveda gigante, alargó el candil que sujetaba para iluminar un poco el espacio profundo.
—Estoy segura de que este sitio puede interesarte mucho —me comentó.
La Gran Cámara nunca estuvo abierta a cualquier hermana, salvo a las de mayor rango, incluida la Gran Ncidu, de modo que resultaba un honor absoluto visitarla junto a mi maestra de ritos. Recuerdo como si fuera ahora la primera impresión al verla: miles de ánforas llenas de un líquido espeso que no olía a nada, y en cuyos fondos reposaban cientos y cientos de piedrecillas verdosas como la que me había enseñado mi tutora.
—Al cabo de una sola noche, los secretos que se han pegado al glautra se disuelven para siempre. Y dejan de ser secretos en la memoria de quien vino a dejárnoslos.
Me asombraba que guardásemos tantos recipientes con las piedras mágicas, pero aún más me sorprendió lo que dijo Osicuale:
—Sé lo que estás pensando. Te gustaría volver algún día por aquí, ¿verdad?
—Sí, señora —dije mientras paseaba entre las ánforas.
—Pues escucha bien lo que voy a decirte. Si tienes cuidado y no haces ruido, podrás hacerlo. Yo tengo la llave de la Cámara, sólo tienes que pedírmela. Pero ni una palabra de esto a nadie, ¿me oyes?
Apenas supe qué decirle, pero le agradecí enseguida aquella amplia muestra de bondad.
—Gracias, tutora.
Aparte de un número reducido de hermanas, apenas me era posible hablar con la mayoría, especialmente con las ncidus de mayor rango, las que iban a veces al exterior a recoger nuevas adeptas con una venda en los ojos. Desde mi llegada, la Ncidu superiora ni siquiera parecía haberse dado cuenta de mi presencia. A diferencia de las maestras de la Groa, nuestra sacerdotisa del culto ncidu no era vieja ni ciega, ni tampoco sorda, sino relativamente joven y hermosa, pero sólo se comunicaba con sus hermanas de alto rango, y apenas podía verla más que en las horas de los cantos en el Salón Amazónico, y también, aunque no siempre, en el propio Patio de la Luna.
Por las noches soñaba con lo que pudiera estar ocurriendo en la Groa, o en la propia ciudad. Pensaba en mis amigas, en Sortge, en Buait; también en Lade, pero sobre todo, no dejaba de sentir la ausencia de una vida que se había apagado detrás de aquellos viejos muros, tan altos y hostiles para una niña como yo lo era entonces. Todo transcurrió de esa forma hasta el momento en que fui elegida al fin como ncidu receptora, justo como nos llaman cuando vamos al sagrado Patio Negro. Me pusieron una venda ritual en los ojos y me llevaron de la mano hasta el centro del recinto. Había oído hablar de aquel patio desde las primeras historias de mi tutora; y también había leído cosas de su función primigenia, y de sus cinco puertas, por una de las cuales aparecería en breve una hermana del exterior enfundada en una capucha para no ser reconocida, algo que de todas formas no tenía para nosotras ningún valor o importancia.
Sea una hwide de alto rango o la mismísima Protectora, todas las hermanas son iguales en este espacio mientras llevan sus secretos para descargarlos sobre nosotras. Recuerdo ahora que esa noche corría una brisa suave que revolvía mis túnicas, y que la humedad se pegaba a las suelas de mis pies descalzos. Sentía miedo de estar allí, escuchando el viento con la venda en mis ojos; con una mano aferraba el asa larga de una lámpara de bronce mientras sostenía hacia arriba la palma de la otra mano, medio abierta, casi al nivel de la cintura, en la actitud de espera ceremonial más antigua de nuestra orden. Supuse que, al otro lado del Palacio, también nuestras hermanas debían saber qué hacer, y que de hecho llevaban haciéndolo desde mucho antes de que yo naciera: la disolución de sus secretos más profundos o de los que desearan desprenderse a toda costa, las incursiones en nuestra morada, el rito de desprenderse del glautra. Todo eso lo habrían aprendido de pequeñas como yo había asimilado nuestras propias enseñanzas.
A lo lejos sonó una campana en el pequeño torreón de Ecnio, signo ineludible de que la puerta del Palacio acababa de abrirse. Iluminada por la llama de mi lámpara, me sentía frágil y ciega, y mi lengua no dejaba de humedecer mis labios.
—Gran Madre, dame fuerza —susurré con miedo.
Aturdida, y como distracción a la espera, recordé los juegos que hacíamos en la Groa, y las exploraciones en la playa, cerca del faro. Recordé las risas juveniles de mis amigas, la ceremonia de la Primera Sangre, y justo entonces sentí unos pasos sobre las baldosas que paralizaron mi cuerpo. De pronto algo me cogió: era una mano cálida, sudorosa, que enseguida unió su piel a la mía por medio de la piedra intermediaria, y que muy pronto se desprendió de golpe. Finalmente, los pasos se alejaron y volvió a reinar el silencio de la noche; llevaba un buen rato con el brazo extendido cuando me desprendí de la venda y vi el entorno solitario de las columnas, la vista silenciosa del cielo nocturno. Luego miré el glautra y no creí sentir nada en especial.
Sin embargo, estaba orgullosa de ser una verdadera ncidu y no ya una principiante. Al cabo de unos momentos, Osicuale apareció por una de las puertas, envuelta en una túnica azul.
—Muy bien, Laissa —dijo con los dientes iluminados por el fuego de la lámpara—. Ahora echarás el glautra en el cofre del Salón. La hermana Persil lo recogerá enseguida.
—Gracias, hermana Osicuale —le dije, ya que ahora era del mismo rango.
—Y recuerda —me dijo—. Cuando lo desees, tengo la llave de la Cámara.
Sin duda, el primer paso fue el más difícil.
Pero un día, cuando aún muchas de mis hermanas soñaban en sus celdas, bajé sola a la Cámara del almacén, con sus techos abovedados y sus columnas grises. Con la luz de un candil que puse sobre un viejo escudo que tapaba la boca de un ánfora, introduje el brazo en uno de los recipientes. No es algo que haya hecho a la ligera, sino una idea que me había estado invadiendo durante semanas, acaso alentada por los consejos secretos de Osicuale; sin duda, mi tutora en el Palacio parecía satisfecha con mi incursión en aquel salón gigante, lo que atenuaba algo mi propia inquietud. El líquido espeso era tibio pero mi mano atrapó por casualidad una de las piedrecillas que reposaban en el fondo. Ya había oído decir que con el tiempo los glautras pierden su masa hasta desintegrarse del todo en ese jugo, pero por la cantidad de recipientes de aquel almacén tampoco estaba segura. Recubierto de una humedad pringosa, se trataba de una piedra verde de río con los bordes romos; casi sin pensarlo, decidí llevármela a mi celda.
Después de cada rito en el Salón Amazónico, mientras nuestra distante Ncidu superiora se reunía con sus hermanas de rango en alguno de los Patios nocturnos a contemplar las estrellas, yo acariciaba la reliquia estéril hasta obtener de su superficie un brillo nuevo. Entonces, una noche falsa, o lo que podría ser para nosotras un día oculto, mientras acariciaba aquel viejo talismán que había sacado de la Cámara, recibí una imagen luminosa como un resplandor en medio de las tinieblas, una vibración que no había llegado a sentir en el Patio Negro: en mi mente apareció una mujer madura que acariciaba el sexo de una joven hermosa con un parche en un ojo; luego la visión se desvanecía de inmediato, interrumpida por otra escena fragmentaria, la de una guerrera quitándose el yelmo. Asustada, arrojé la piedra a mi mesa de estudio. No estaba segura de lo que había pasado, pero por supuesto aquellos recuerdos no eran míos. Eran imágenes sueltas, inconexas, de secretos ajenos en el interior del glautra inútil.
Al día siguiente saqué la piedra envuelta en telillas de mi escondite y, tras dudarlo un poco, volví a atraparla dentro de mi puño. Al principio no obtuve ningún residuo de culpa. Pero luego, poco a poco, apareció en mi cabeza un grupo de hermanas que lloraban en coro mientras una de ellas ardía atada a un poste; al fin, la imagen se disolvió perdida en la oscuridad de donde había llegado. Pronto supe algo que seguramente mis otras hermanas ncidus no sospecharon nunca: que los recuerdos ocultos no se destruyen completamente en las ánforas glorales, y que dentro de la Cámara reposan incontables capas de secretos de muchas, muchas generaciones de Kalímidas.
Sin embargo, ante todo me asaltaba una duda: la de la función misma de nuestras misiones receptoras. En una ocasión en que nos encontrábamos solas en una cámara de oficios, hablé de aquel asunto con la hermana Dropsa, una hija de Helisurpa encorvada y escuálida que solía decir que, sin nuestra misión sagrada, las aguas del mar acabarían devorando a nuestra comuna para siempre, como bajo el influjo de una maldición antigua.
—Hermana, ¿no estamos ayudando a las asesinas de nuestra ciudad a descargarse de sus culpas?
—Es posible —dijo Dropsa—, pero para el Protectorado eso carece de importancia. La culpable será castigada con independencia de lo que sienta o no. Son sus actos los que se juzgan, no sus sentimientos. Por otro lado, hacemos una labor esencial con nuestras otras hermanas, las que viven fuera, al permitirles poder vivir mejor y así seguir manteniendo nuestro imperio vivo. La culpa o la tristeza son el origen de las peores catástrofes, y acaban produciendo el fin de nuestro mundo. Te recomiendo que leas La Oscuridad de los Secretos, de Cuakalis Herak. Es una obra muy instructiva, Laissa.
Una noche, en el Patio de la Luna, mientras rezábamos a la Madre Nocturna, me pareció distinguir un brillo en la mirada impenetrable de nuestra Ncidu superiora. Estaba envuelta en mantos rojos, y rodeada de candiles alargados cuyos resplandores conferían a su rostro una apariencia de cera, si bien extrañamente hermosa. Ahora era más madura en sus rasgos, pero no había perdido el gesto indiferente de una belleza volátil, casi a punto de extinguirse en cualquier momento.
—No la mires a la cara tanto —me aconsejó en un susurro la hermana Netru—. Eres una hermana de rango menor, no lo olvides.
Enseguida bajé la cabeza, pero nada pudo disuadirme de que la Gran Ncidu me había estado observando en silencio. A partir de aquellos días, mi propósito no fue otro que el de seguir con nuevas incursiones en la Cámara para extraer otros glautras antiguos. Con lentitud, y mientras nuestras ceremonias se llevaban a cabo sin descanso ni alteración alguna, recuperaba del vacío nuevos secretos, nuevos fragmentos del pasado. Para mí, esas imágenes azarosas no tenían ningún sentido particular, y por tanto no las valoraba como la juez inflexible de quienes hubieran sido sus dueñas, pero me sentía totalmente atraída por mis invasiones mágicas al exterior a través de los ojos de nuestras otras hermanas, las que viven más allá de estos muros o las que vivieron en otras eras. Cuantos más secretos recuperaba, más necesidad tenía de extraer otros nuevos. En ocasiones las escenas eran incomprensibles, cuadros de mujeres que hablaban y que seguramente debían haber significado algo importante para una de ellas; en cambio, en otras me perturbaba la luz de un recuerdo alegre con algún detalle triste. Y en otras podía ver con otros ojos la ciudad a lo lejos, aunque a veces me era difícil reconocerla, pues era una Kalímidas muy primitiva.
Una capa tras otra, los secretos que recuperaba formaban parte de mi vida en el silencio del Palacio, fuera otoño o primavera. Luego, sigilosamente, volvía a arrojar los glautras en las ánforas para verlos hundirse con lentitud hasta el fondo. Era una actividad secreta a la que estaba expuesta bajo penas desconocidas, si bien me resultaba mucho más fácil gracias a la ayuda de mi hermana Osicuale. Pero no podía evitarlo: cada vez que me era posible, lograba eludir la vigilancia de las centinelas para internarme en la Cámara. Creo que fue así como dejé de ser una niña para convertirme en un ncidu adulta. A veces era el turno de que volviera al Patio Negro con la venda puesta, pero ya entonces comprendía mucho mejor a las visitantes.
A lo largo de las noches de mi juventud, devoré tantos y tantos recuerdos que, de una forma u otra, pude convertirme en una hermana distinta a todas las demás. Sabía ya que Kalímidas estaba podrida de miserias ocultas, de crímenes y traiciones, y que detrás de las capas formadas por tantas leyendas gloriosas sólo queda un residuo amargo que apenas es alterado por momentos nobles o hermosos, propios de algunas hermanas por las que nadie escribió nunca un poema y a las que la comuna olvidó para siempre. También aprendí a viajar por los recuerdos y a que las imágenes de los secretos duraran cada vez más en mi espíritu, pudiendo comprender mejor las razones de sus portadoras. Viajaba por lugares que nunca había pisado, e incluso a veces fuera de la propia ciudad.
Toda victoria esconde algún fracaso, toda conquista una pérdida. Al desprenderse de sus secretos más dolorosos, las hijas de Helisurpa se hacen más fuertes o insensibles al sufrimiento por una culpa pasada, pero también pierden algo de ellas mismas al cumplir con la ceremonia. ¿Cuántas noches habían pasado hasta descubrir esta verdad absoluta? Muchas, estaba segura. Entonces me miré en el espejo de bronce de mi celda y vi a una mujer adulta, pálida. Me había acostumbrado tanto a mi mundo que no me había detenido a pensar en los cambios exteriores, ni en el transcurso del tiempo. Todo podía haber continuado así si no fuese porque, de pronto, en una jornada nocturna de un invierno muy largo, la Gran Ncidu ordenó que acudiera a su cámara.
—Vamos, date prisa —me dijo la centinela con su peto iluminado por la antorcha del corredor.
Desde siempre, Liikse había sido para mí y para muchas otras una presencia silenciosa y distante, alguien que apenas se dejaba ver ante las demás hermanas, salvo en ciertas ceremonias nocturnas en el Patio de la Luna o en el Salón Amazónico. Me sentía muy nerviosa cuando entré en su celda, pues era un honor absoluto verse elegida por la mayor de nuestras hermanas. Estaba sola, detrás de una mesa robusta de madera oscura repleta de pergaminos y con una piedra de gran tamaño junto a ella. Al detenerse en mi presencia, sentí un espasmo en el corazón.
—Hermana, no te quedes ahí parada —dijo—. Pasa.
Ya no era la joven que yo había conocido en mi infancia, sino una mujer muy madura con mechones grises en su cabello y una piel que empezaba a ponerse amarillenta por tantos días bajo esta sombra sin fin. En verdad creo que todas las hijas nocturnas de Helisurpa envejecemos demasiado pronto por ocultarnos siempre del gran sol, escudo diurno de Nitrazé la Invencible; incluso cada año muere alguna hermana sin llegar a vieja sin que nadie sepa bien la causa de sus males.
Aturdida, avancé unos pocos pasos.
—Creo que no habíamos hablado nunca hasta ahora, ¿no es así?
—Así es, Gran Ncidu —dije, nerviosa.
—Bueno —continuó mientras apartaba unos pliegos de su vista—, siempre hay una primera vez para todo, hermana Laissa. Una primera vez para amar, reír, odiar.
—Sí, Gran Ncidu.
Liikse aún era ágil, y se desplazó por su cámara sin dificultades. Luego observé la solitaria piedra glautra, sin duda mucho mayor de lo común. Liikse me miró a los ojos unos segundos, y enseguida bajó la mirada silenciosamente.
—¿Sabes la razón de todas las cosas, hermana Laissa? ¿Sabes por qué odiamos? ¿O por qué queremos lo que queremos?
—No, señora, no lo sé.
—¿No? —me dijo sin mirarme, mientras colocaba una mano sobre su piedra—, y sin embargo, te alimentas de odios y amores que no son tuyos, que no lo fueron nunca, ¿me equivoco?
El terror se apoderó de mí y quise decirle algo, pero no pude. De pronto me sentí desnuda.
—¿Sabes qué es esto, Laissa? —dijo, y cerró los ojos mientras colocaba una mano rugosa sobre la piedra—. Esto en un glotrsa, algo muy superior a un glautra en poder mágico. Una piedra sagrada que sólo yo tengo. Que sólo yo puedo tener. Con ella es posible lograr cosas únicas, como hundir secretos a profundidades abismales, o sentir la presencia de intrusos en los secretos ajenos. ¿Adivinas a quién he encontrado en mis visiones?
Enmudecida, apenas me atrevía a mirarla.
—Ahora que Osicuale descansa en su tumba, puedo asegurarte que hizo un gran trabajo contigo, no me cabe duda. Supongo que aún conservas la llave que te dio, ¿me equivoco?
—Gran Ncidu… —susurré, muy asustada.
—Pero también has desobedecido las leyes sagradas de Helisurpa, lo que debería llevarte a la destrucción. Son nuestras normas ancestrales, lo sabes muy bien, lo has estudiado. Y ya no eres una niña, hace tiempo que dejaste de serlo.
—Yo… no… —balbuceé algo, notando que el llanto se atragantaba en mi garganta.
De pronto recordé todas las veces que mi vieja tutora Osicuale me había entregado la llave de la Cámara casi por la virtud de un desconocido altruismo. Ahora estaba segura de que mi fin sería cruel e inmediato, y que tal vez las centinelas me esperaban fuera de la celda con las espadas listas para matarme. Liikse me volvió a mirar, justo mientras se acercaba poco a poco: había un brillo enigmático en sus ojos.
—Es la primera vez que te veo tan cerca —me dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti, por nosotras? Todas somos hijas de Helisurpa, todas escondemos los secretos. Sin este palacio, nuestro mundo se desmoronaría enseguida, como un sueño. Pero tú has violado las normas, has revivido cosas en tu memoria que debían haberse disuelto para que la Madre los devore para siempre, y lo que es peor, has manchado nuestra orden. Morir es el castigo, lo sabes.
—Ruego clemencia, Gran… —balbuceé.
—Morir, Laissa —continuó sin alterarse apenas—, o cumplir con una empresa sagrada.
La miré, confusa, tratando de adivinar en sus gestos una señal a sus enigmas.
—Aún tienes una última oportunidad para redimirte y salvarte del peor castigo, Laissa. Por eso estamos hablando ahora. La Gran Madre quiere que esto ocurra, sin duda.
—¿El qué, gran Ncidu? —le dije, y ella puso la gran piedra verde-rojiza en mis manos.
—Una prueba, un trabajo. Nadie más que tú puede hacerlo. Nadie, estoy convencida. Has viajado por eras muy distantes de nuestro pueblo, así que ahora tendrás que buscar algo concreto. Algo que ayude a alguien.
—¿Algo?
—Estarás seis jornadas en tu celda, con dos comidas por día. Durante ese tiempo tendrás que buscar con mi glotrsa a una mujer, pero no sabrás de quién se trata hasta que la encuentres. Entonces tendrás que recorrer de nuevo su secreto para revivirlo en mi piedra, para llevarlo hasta la superficie. Si no logras dar con ella en ese periodo, tendré que ordenar tu muerte, Laissa. Es mi obligación como superiora, ¿entiendes lo que digo?
—Sí, Gran Ncidu —dije sosteniendo la piedra que ahora pesaba como si fuese de hierro—, pero… ¿cómo sabré lo que tengo que buscar?
—Eres la única que puede dar con ella, créeme. Tienes grandes habilidades para meterte en los secretos más profundos de otras hermanas, yo soy la única que lo sabe en este Palacio. Por desgracia, yo ya no puedo hacerlo, porque el esfuerzo me mataría, pero tú aún eres joven. Cierra los ojos y concentra tu espíritu. Sólo así podrás reconocer lo que encuentres.
—Sí, Gran Ncidu.
—Ahora vete —concluyó, sin mirarme—. Hazte digna de mí.
Sí, es nuestra verdad: sólo aquí se esconden casi todos los secretos, desde siempre. No hace falta más que proteger algo que no se desea revelar a nadie, y que luego se desmorona en nuestras ánforas, poco a poco. Recuerdo que la luz de las velas ya se había apagado desde hacía mucho tiempo, y que en la oscuridad de mi celda yo era una prisionera condenada por la gran Ncidu a buscar algo imposible. Pero, por alguna razón, ella había intuido mis poderes y esperaba que yo estuviera a la altura de sus expectativas. Acariciando el glotrsa, apenas veía sombras y luces de imágenes difusas, recuerdos en los que las hermanas eran apenas formas sin rostros ni voces. Como casi había renunciado a la comida, solía apresar la piedra receptora en mi regazo, segura de que dentro de su materia se escondía algo valioso que había quedado muy oculto con los años.
Durante horas interminables me mantuve inmóvil, concentrada, buscando algo reconocible entre el humo negro que habitaba en el interior de la piedra. Sin embargo, poco a poco empecé a sentir algo que se iba haciendo cada vez más concreto y que tomaba forma y volumen: al principio no reconocí nada en particular, salvo visiones sueltas que se iban enlazando unas con otras de un modo caótico; pronto supuse que debían ser los primeros recuerdos en los que se había asentado una nostalgia desconocida. Pero al fin, sobre un sendero de tierra ocre, me vi sobre una vieja carreta tirada por mulas, con un bebé que chillaba a mi lado envuelto en mantas. Luego, a través de las brumas de aquel ensueño, el cielo enrojecido del crepúsculo se convirtió en la imagen silenciosa de unos muros grises y un ventanuco en penumbras a través del cual pude distinguir un patio redondo, con el faro a lo lejos iluminado por la luna, y a una mujer encorvada que me mostraba a una niña que apenas podía caminar aún, vestida con una túnica verde.
Y poco a poco, la materia se transformaba una vez tras otra, y enseguida me veía caminando sola con un bastón en una mano y bajo una oscuridad absoluta que sólo las sombras del siguiente recuerdo podían destruir del todo: de pronto, la bruma cambiante, siempre deseosa de adquirir nuevas formas, se transformaba en celdas sin luces o corredores angostos, para luego regresar a otros lugares reconocibles, como el orificio secreto desde el que contemplé a varias niñas en el patio nocturno, iluminado por antorchas. Como siempre, como tantas otras veces en esa memoria, sólo podía fijarme en una alumna, la misma que llevaba un collar hecho con una concha que encontró en la arena cuando tenía seis años.
En una ocasión veo a la maestra Sabru mucho más joven de como yo misma la recordaba, inclinándose ante mí como si yo fuera la propia Helisurpa envuelta en un halo de luz eterna.
—Como usted diga, excelencia —me dice con un susurro, y de pronto me doy cuenta de que la niña ya casi ha cumplido los catorce años.
Cuando separé del todo las manos del glotrsa, estaba sudando, casi febril, como si me hubiera sumergido en las regiones ocultas de una vida perdida, llena de dolores y esperanzas, que ahora había podido rescatar y que palpitaba suavemente sobre la superficie de aquella piedra mágica. A diferencia de los secretos encapsulados en los glautras, imágenes esenciales de un recuerdo que siempre es breve, la memoria condensada en la piedra de la Gran Ncidu retenía secuencias mucho más amplias escondidas en su propio núcleo. Las manos que una vez acariciaron aquella materia habían dejado en su interior una esencia de emociones disueltas pero perceptibles, fragmentos que acababan dotando al conjunto de un significado propio, igual que las teselas que forman un mosaico en los templos de Oora.
Al final del sexto día abrieron mi celda y me llevaron hasta la cámara de Liikse. Estaba sentada detrás de su gran mesa, con varios pergaminos por delante.
—¿La has encontrado? —me dijo, adusta.
—Sí, Gran Ncidu —le respondí. Me di cuenta enseguida de que yo olía mal después de tantos días sin lavar mi cuerpo, pero ya entonces no me importaba esa circunstancia en absoluto.
—¿Y has aprendido algo de todo esto?
—He visto una vida casi entera, por partes —dije con calma, como si ya no me importara mi castigo—. Pero no he comprendido nada, sólo que todo ha sido un engaño para mí, desde siempre.
—Te equivocas, Laissa —contestó, entrelazando sus dedos algo curvados.
—Supongo que usted le dio la llave de la Cámara a la hermana Osicuale, sólo para que yo acudiera a infringir las normas. Usted lo manejaba todo, desde el principio.
Liikse apoyó su espalda sobre el respaldo de su asiento ancho.
—De otra forma, nunca hubieses podido llegar por ti misma a ese conocimiento. Era necesario que descubrieras tus capacidades, que son las mismas que las mías. Un paso previo para que hayas entrado en una memoria medio destruida.
—Entonces no he aprendido nada. Nada de usted ni de sus actos.
Liikse desvió un momento la mirada a la llama pálida que alumbraba sus estudios. Luego volvió a mirarme, con un gesto ambiguo donde la indiferencia trataba de reconstruir una pena antigua.
—No, has aprendido que al enterrar nuestros secretos nos hemos vuelto ciegas al mundo. Ahora sé que no me equivocaba contigo, que nunca me equivoqué, créeme. Sólo tú podías devolverme lo que una vez tuve que hundir dentro de la piedra.
Por un momento, sólo por un momento, tuve el deseo instantáneo de golpearla con algo muy duro, de destruir a la Gran Ncidu de Kalímidas, de ver su cuerpo inmóvil sobre las losetas frías de aquel Palacio sin ventanas, pero entonces supe que, de alguna manera, tampoco podía hacerlo. De alguna manera, me había convertido en un ser como ella, en alguien neutro, una observadora en calma de tanto sentir los secretos de muchas otras hermanas, todas hijas de Helisurpa. Ahora que había visto el reverso de mi propia vida, apenas notaba un suave deseo de protesta en mi espíritu:
—¿Por qué, por qué ha hecho esto? —le dije.
—Es algo más importante de lo que imaginas —me respondió sin emoción en su voz, como si hubiera soñado o esperado ese momento durante largo tiempo, casi desde mi lejana llegada al Palacio, por entonces una niña desvalida a la que una noche pusieron una venda en los ojos.
—¿Por qué —repetí, casi sin ganas, como por una inercia que había mantenido durante mi encierro—, por qué traerme hasta aquí, si ni siquiera ha hablado conmigo en tantos años? Me abandona en la Groa, y luego me trae a este lugar. Yo nunca he tenido ningún secreto propio que ocultar a nadie. Una niña que se llamaba Lade quiso decirme el suyo, pero supongo que también aquello formaba parte del engaño. Ya estaba todo decidido, ¿no es así, Gran Ncidu? ¿No es verdad que usted dio la orden a la Gran Matrona para sacarme de la Groa, y de darle a otra niña lo que acaso me correspondía a mí?
Liikse calló unos segundos, sólo para luego hablar muy despacio:
—Aunque no lo creas o no te importe, Laissa, ahora es cuando necesito reconstruirme tal y como fui, para sentir de nuevo mi condena. Y tú debes ser mi condena, sobre todo cuando pueda sentirla como cuando era joven. Recuerdo cosas, pero las veo sin dolor ni alegría, como si no fuera yo quien las recuerda. Una vez cometí un error que no deseaba contar a nadie, a nadie en este mundo. Por eso acabé por venir aquí, por eso nada más.
—En ese caso, aquí lo tiene, madre —le dije, insensible, tanto como ella, mientras colocaba la piedra sobre su mesa—. Ahora podrá revivir lo que ha hecho con su vida, una vez y otra, con la esperanza de que vuelva a sentirse culpable por ello.
Liikse miró la piedra pero no se atrevió a tocarla.
—Tú serás la futura Gran Ncidu, Laissa —me dijo—, y algún día te darás cuenta de la virtud de nuestros poderes, los grandes viajes mágicos que puedes emprender a través del glotrsa, o los conocimientos que seguirás cultivando poco a poco. Esta es la última vez que hablaremos, así lo marca la ley sucesoria antigua. Y también éste será nuestro secreto, ¿entendido?
Asentí en silencio.
—Ahora ya puedes irte, hija mía, me siento cansada.
Antes de cerrar la puerta de su cámara, la vi observando la piedra como si adivinara dentro de ella un mundo renacido por mis manos, una realidad que había dejado medio oculta bajo las capas de su propia indiferencia. Pequeña y sola, permaneció reacia a tocar con sus dedos el glotrsa, a volver a sentir algo que se creyó perdido para siempre. Por un segundo quise que me embargara la compasión o el odio hacia ella, pero nada de eso fue posible, y ni siquiera esa noche tuve reparos en ir al Patio Negro a esperar a una nueva visitante.
Carlos Pérez Jara (Sevilla, 1977) es un escritor aficionado miembro actual del colectivo Sevilla Escribe, que ha publicado hasta la fecha en diversas revistas, como Axxón; Calabazas en el trastero: bosques (cuento seleccionado finalista: “El ciclo”); Bem On Line (con “La ofrenda“), NGC3660 (”Reliquias mágicas“), o Los zombis no saben leer (”El otro NO*DO“). Sus relatos suelen moverse entre la ciencia ficción, la fantasía general y el terror.
En Axxón hemos publicado TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA y LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA.
Este cuento se vincula temáticamente con GÉNESIS, de Elaine Vilar Madruga; LUPERCALIA, de Héctor Horacio Otero y AMAZONAS DE LA MACETA, de Javier Goffman.
Axxón 229 – Abril de 2012
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Sociedad matriarcal : Religión : España : Español).