Revista Axxón » «Colores Peligrosos» (parte 1), Pablo Dobrinin - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

«Toda estética es política»

General Máximo Santos

 

 

La lluvia que golpeaba las ventanas parecía dibujada con crayolas.

En el interior del apartamento, mi novia lloraba angustiada. Le habían rechazado un cuadro en una galería y no encontraba consuelo. Mientras ella apretaba su menudo cuerpo contra mi pecho y me mojaba la camisa con sus lágrimas, yo observaba el lienzo, apoyado contra una pared. Detestaba el arte abstracto, pero por amor a Flavia intentaba encontrarle alguna explicación. Había tres franjas de colores— la de abajo gris, la del medio marrón, y la siguiente negra— atravesadas por una línea blanca. Por más que pensaba y pensaba, no podía encontrar nada que justificara aquel mamarracho.

—¿Tu sí me entiendes, verdad? —preguntó alzando el rostro triangular, de facciones delicadas, enmarcado por los cabellos rubios y lacios. Sus ojos verdes, levemente rasgados, lucían como una pradera después de la lluvia.

No supe qué contestar. Pero, por puro azar, dirigí mi vista hacia la ventana y vi un relámpago iluminando el cielo.

—Sí, claro —afirmé—. El cuadro representa una tormenta…y la línea blanca es un relámpago.

Hubo un segundo durante el cual pensé que había dado en la tecla, pero, al siguiente, mi novia me apartó con sus brazos delgados y fuertes. Me dirigió una mirada furibunda y dijo:

—… Fuera de mi casa.

Sabía que cuando se ofuscaba era mejor no contradecirla.

Dije adiós y salí.

La lluvia descendía con generosidad sobre los techos de tejas, las veredas y los jardines, y hacía brillar los autos estacionados en las calles. El cielo y el barrio se iluminaban con las luces intermitentes y fantasmagóricas de los relámpagos. Una linda escena, para cualquiera que no estuviese como yo, mojándose hasta los huesos.

Había guardado el Fitito en un estacionamiento, a cuatro cuadras. Me subí el cuello de la campera y empecé a caminar. Eran las siete de la tarde, pero estaba tan oscuro que parecía de noche. El agua corría por las calles y me costaba elegir donde pisar. Todos los comercios estaban cerrados. No se veía ni un alma.

Caminé dos cuadras a la intemperie y me detuve bajo el toldo de una tienda.

Temblaba de frío. Encendí un cigarrillo.

De pronto, escuché un maullido y vi dos monedas de oro brillando en la penumbra.

Me acerqué. Era un gato blanco, de ojos amarillos. A pesar de que la lluvia le había mojado los pelos del lomo, se apreciaba que era un animal saludable.

Entonces recordé que a Flavia le gustaban los gatos, y había hablado de tener uno. Pensé que él podía ayudarme a reconciliarme con ella. Le di una última pitada al cigarrillo y lo tiré. Le tendí una mano al felino y él se acercó sin temor. Cuando lo alcé noté que era bastante pesado. Con la criatura dentro de mi campera, regresé a la casa de mi novia.

Llegué empapado, pero estaba tan entusiasmado que no me importó.

Toqué timbre, y aguardé, mientras el agua me chorreaba por el cuerpo y dejaba un charco en el umbral.

Flavia abrió. No se compadeció de mi estado. En su rostro continuaba petrificada una expresión de rencor.

Le sonreí. Ella levantó una ceja y apretó los labios. Estaba a punto de cerrarme la puerta en la cara, pero, en el último instante, el gato asomó la cabeza por el cuello de mi campera y la miró. Fue todo lo que necesitó para conquistarla.

—Es para ti —balbucee.

Después que entramos, tomó al gato y lo secó con una toalla. Era un animal blanco como un flash, gordo y peludo. En algunos lugares, la piel se arrollaba de tal modo que le daba el aspecto de un jarrón de barro que un alfarero inexperto ha permitido que se desbaratara. Sus ojos parecían de fuego. Tenía una mirada alerta, alucinada, no exenta de una pizca de demencia, como la de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Esa clase de seres capaces de incomodar con su sola presencia. Cuando maulló para pedir alimento, frunció la nariz, exhibió unos dientes filosos y acercó su rostro al de mi novia. Me dio una impresión muy desagradable. Él no suplicaba por la comida, la exigía. Es más, diría que con ese gesto intentaba controlar la voluntad de Flavia. Pero ella no lo advirtió:

—Pobrecito —dijo— tiene hambre—. Lo acarició, le abrió una lata de sardinas, y le sirvió leche tibia en un plato.

Flavia estaba radiante. Yo apenas podía creer que el gato hubiese logrado operar una transformación tan rápida en su estado de ánimo.

Puesto que había aparecido una noche de tormenta eléctrica, decidió llamarlo Señor Relámpago. Lo de Señor, explicó, era una forma de reconocer la dignidad del felino. A ella le pareció muy meritorio su modo lento y pesado de caminar, y hasta el silencio en que se sumió luego de comer.

Un par de horas después paró de llover.

—Deberías irte para tu casa —me dijo—. Mañana tienes que trabajar.

—… Pensé que podía quedarme y…

—No.

—… que a lo mejor…

—Me duele la cabeza. En la semana nos vemos.

No protesté. Me despedí y tomé mi campera.

Abrí la puerta. Antes de cerrarla dirigí la vista atrás y le hice adiós a Flavia con una mano. No me vio, porque estaba ocupada acariciando al felino. Yo me iba y él se quedaba. Fue la primer señal de que las cosas no iban a andar bien.

 

 

Le agregué más amarillo al rojo. Varias veces, hasta conseguir el color naranja que necesitaba. Un mes atrás había tomado una fotografía del atardecer, desde la rambla, y ahora intentaba realizar una ilustración con témperas. Estaba el mar, la silueta de unos barcos, y el cielo. Jugué un poco con los colores, utilizando algunos de los tonos del cielo en el agua, y simplifiqué las líneas de las embarcaciones, para hacerlas más estéticas. Con el mismo propósito, no respeté las proporciones de la fotografía. Bajé la línea del mar, para darle mayor protagonismo al cielo y crear una sensación de vastedad que acentuara la carga emotiva. Finalmente corrí los barcos hacia la izquierda, hasta conseguir una proporción áurea.

Me alejé unos pasos y contemplé el papel sujeto a la tabla de dibujo.

No solamente se parecía a un atardecer, sino que transmitía de un modo maravilloso el efecto que los atardeceres provocan en las personas. Había logrado fijar ese momento en que el espíritu se ahonda en un estado de profunda melancolía. Era un buen ejemplo de eso que llaman landscape of mood.

Me duché, me vestí, guardé el dibujo en el portafolio y fui hasta el garaje. Saqué el Fitito y partí. Un dirigible blanco volaba en el cielo despejado. El tránsito era fluido: había pocos autos, y las bicicletas y los triciclos se desplazaban por su carril correspondiente.

Cinco minutos después, estacioné juntó al edificio de Selecciones Populares, una revista orientada hacia la familia, que en sus páginas incluía cuentos, poesías, historias de la vida real, biografías, y artículos de interés general. El bueno de Olariaga había conseguido la aprobación del Ministerio de Educación Ciudadana veinte años atrás, y era vox populi que el mismísimo General Máximo Santos, hasta el momento de su muerte, había sido uno de sus más fervorosos lectores, lo que le daba un prestigio adicional a la publicación. Yo había comenzado a trabajar prácticamente desde los inicios, pintando paisajes para las portadas —que era lo que se estilaba— y la verdad es que no imaginaba un modo de vida más placentero.

Bajé del auto, me anuncié por el portero eléctrico y subí en el ascensor. Saludé a la recepcionista, que estaba limándose las uñas. Se comunicó con el jefe por el intercomunicador, y me invitó a pasar.

Olariaga estaba sentado tras su escritorio, en el que había desparramadas varias fotografías.

Era un cuarentón, de casi dos metros de altura y de aspecto imponente. No tenía los músculos trabajados en un gimnasio, pero sí un físico pesado que recordaba un fugaz pasaje por el rugby. Podría haberse dedicado perfectamente a ese deporte, y seguramente con gran suceso, pero había preferido otros caminos. Tenía un título en electrónica, que nunca le había servido para nada, y siempre se había ganado la vida como editor. Aunque era un tipo tranquilo, su aspecto imponía respeto. En los diez años que llevaba trabajando para él, jamás había conocido a alguien que le llevara la contra.

—Hola, Richard, que bueno verte— dijo tratando de ser cortés. Parecía cansado, con la frente ancha surcada de arrugas. Eché en falta esa chispa de entusiasmo que habitualmente brillaba en sus ojos negros. Me pareció que tenía más canas que la última vez que lo había visto.

—Te traje la ilustración de tapa para el próximo número de la revista.

—Excelente.

Miré en derredor. En esa oficina solía haber tres o cuatro personas trabajando, pero ahora solo estaba Olariaga.

—¿Dónde están todos?

—…Eh… les di licencia —dijo rascándose la angulosa mandíbula.

No quise hacer comentarios.

Apoyé el portafolio sobre el escritorio, lo abrí y saqué la ilustración.

Olariaga tomó el dibujo entre sus manos enormes y peludas.

—Me gusta, es…bonito —dijo, como si no pudiese encontrar un término mejor.

—Es ideal para la portada. Se puede colocar el título principal arriba y otros en el extremo derecho.

—Bien. —concluyó el director—. Será la próxima portada de Selecciones Populares.

—¿Cuándo paso a cobrar?

—…La semana entrante. Trataré de tenerte el dinero para esa fecha. Estoy esperando unos cheques de la distribuidora. Las ventas no han sido buenas últimamente, pero mejoraran —afirmó con un fruncimiento de su nariz chata.

—Sí, seguro.

Me despedí y abandoné el lugar.

Subí al auto y partí hacia la casa de mi novia. Hacía tres días que no la veía. Mientras manejaba, pensé en la disputa que habíamos tenido. Ella se había molestado conmigo —y no era la primera vez que lo hacía— simplemente porque yo no había sabido interpretar una de sus pinturas. Los dos teníamos una concepción distinta del arte. Mi difunto padre, un ilustrador profesional, me había enseñado todos los trucos del oficio. Desde hacer una viñeta en blanco y negro, hasta una portada a todo color. Gracias a él yo había aprendido a conocer a los grandes maestros, y a trabajar con lápiz, tinta, acuarela, témpera. Incluso a pintar al óleo. Por eso no soportaba que alguien, que no conocía las reglas de la perspectiva o las proporciones del cuerpo humano, pretendiera— amparándose en un estilo ridículo o en una teoría trasnochada— hacerse pasar por un gran artista. Luego, cuando ingresé a una de las Escuelas del General Máximo Santos, estudié Historia del Arte, así que no era ingenuo en este tema: conocía a mis enemigos. En los cursos regulares utilizábamos un libro titulado «Cómo desenmascarar al Arte Degenerado», y yo lo sabía casi de memoria. Decidí que era mejor no discutir con Flavia. Fingiría interés en su obra y me concentraría en las cosas que nos unían.

 

 

Mi novia estaba de buen humor. Cuando abrió la puerta me besó en los labios y reconoció:

—El otro día yo me sentía muy deprimida y te traté muy mal.

—Ya pasó…

Iba a estrechar su delgado cuerpo, pero ella interpuso los brazos.

—Cuidado.

Tenía puesta la túnica que utilizaba para pintar, sucia de manchas recientes de color verde.

Pensé en los grandes artistas que habían pintado cuadros geniales y nunca se ensuciaban la ropa, pero no dije nada.

Pasamos al living. El gato descansaba en una canasta de mimbre, sobre un almohadón.

—¿Cómo se porta? —pregunté.

—Genial. Se ha adaptado muy bien a su nuevo hogar… Pobrecito, debe haber pasado muchas horas de hambre y frío en la calle.

—Sí, pero ahora se lo ve bien —afirmé como si el gato me importara.

Flavia entró en la habitación que utilizaba como atelier y colgó la túnica en un perchero. Entré tras ella. Había un lienzo nuevo montado sobre un caballete.

—…Estuviste trabajando.

—Sí, pero creo que hay puertas que aún no he podido abrir —señaló.

—Tal vez debas buscar a un maestro que te ayude a sacar eso que llevas dentro —le dije, acariciándole el mentón con el dorso de mi mano.

Ella sonrió, como si ese maestro pudiese ser yo.

La obra en cuestión era una absurda mancha verde situada en la parte baja del cuadro.

De pronto, el gato maulló desde el living.

—Tengo que ir al supermercado —dijo Flavia.

—Vamos. Te llevo en el auto.

Al salir de la habitación me sentí feliz por no tener que seguir contemplando aquella basura.

 

Mientras ella hacía las compras, yo me quedé en mi viejo Fitito, fumando el último cigarrillo que me quedaba. Desde hace muchos años, solo puedo fumar Rockwell. Me gustan, porque están hechos con tabaco genuino, del que ya no abunda, y, además, vienen presentados en cajillas que reproducen las hermosas pinturas de Norman Rockwell. En la que tenía en mis manos, se ve a un hombre, subido a una escalera, que está ajustando las agujas de un enorme reloj de la calle. Tiene una ceja levantada y para saber la hora exacta consulta su reloj de bolsillo, que sostiene en la palma de la mano. Es un veterano, con todo el aspecto de que ha realizado siempre ese trabajo. La confianza que hay su rostro casi lo convierte en una figura simbólica.

Cuando regresamos al apartamento y vi el contenido de las bolsas me quería morir. Al gato le había comprado jabón, champú, un cepillo, un peine, leche, cinco latas de sardina, tres latas de atún, dos paquetes de galletas.

—¿Me compraste cigarrillos? —pregunté.

—No vi los tuyos —me explicó.

No pude saber si era una excusa o decía la verdad. Los cigarrillos Rockwell ya no son populares.

Saqué lo último que quedaba en una de las bolsas. Eran cereales de chocolate. Al tiempo que estiraba una mano, comenté:

—Son mis favoritos.

—Apuesto a que sí —dijo Flavia. Apartó la caja de mi vista y añadió: —…Pero son del Señor Relámpago.

Sirvió leche con cereales, y sardinas en sendos platos que había junto a la canasta.

Cuando el Señor Relámpago sintió el ruido apareció de inmediato, maullando de pura felicidad, y se puso a comer.

—¡Dios Santo! —exclamé.

—¿Qué?

El gato había estampado sus huellas en la alfombra. Eran verdes, y venían desde el atelier.

Mi novia se precipitó en la habitación y yo la seguí.

El lienzo que estaba pintando Flavia había sido modificado. Ahora, de aquella absurda mancha verde, brotaban unas líneas del mismo color.

—Parece que alguien saltó sobre la tela —señalé.

Ella estaba tan sorprendida que demoró unos segundos en reaccionar. Finalmente expresó:

—Es…

—… Un maldito gato.

—… ¡Es genial!

—¿Qué?

—¿No lo ves? La obra, es genial.

—¿Te parece?

—Claro. Observa estas líneas verdes. Escapan de una masa enredada y se elevaban raudas, flexibles, con una leve inclinación hacia el ángulo superior derecho, como si buscaran una salida.

—Simplemente saltó sobre la tela húmeda y…

—Trazos largos y frescos.

— … lo ensució.

—Sólo un espíritu magnífico podría ser capaz de transmitir esta sensación de libertad de un modo tan desenfadado y seguro.

—¡Un condenado zarpazo! —dije acercándome al lienzo—. Se notan claramente las marcas dejadas por las uñas del gato.

—Sí, hay mucha creatividad y energía.

—Demasiada energía —agregué señalando un punto concreto de la tela—. Aquí estuvo a punto de romper el lienzo.

—No seas tan severo con él, está aprendiendo a controlar sus movimientos. Si tuvieras que pintar con las uñas tampoco te sería fácil.

Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Llegué a pensar que Flavia se estaba burlando de mí, pero no tardé en comprender que hablaba muy en serio. Y aquello era solo el principio.

—Mira —dijo ella, mostrándome una tablita de madera con restos de pintura que había sobre su escritorio—. El Señor Relámpago no solamente saltó sobre el lienzo fresco como tú dices, también utilizó la paleta.

Era cierto. El gato había caminado sobre los colores.

—¡Pero fue de pura casualidad!

—No. Él los mezcló con sus patitas hasta lograr la tonalidad que necesitaba.

—¿Pero qué dices? Los gatos ni siquiera ven todos los colores. No tienen la percepción tan afinada como los humanos.

—Bueno, eso solo lo hace más meritorio.

—¡Estamos hablando de un estúpido gato!

Flavia apoyó un dedo índice en mi pecho, como si fuera un arma, y dijo:

—No te atrevas a insultarlo.

Luego me sujetó de un brazo. Pensé que iba a echarme a la calle, pero me llevó hasta la biblioteca del living. Sacó un libro del estante y lo abrió frente a mí.

Allí se veía a un gato pasando sus patas sobre un lienzo lleno de colores.

En las siguientes páginas había otros gatos, mostrando sus obras maestras.

Estaba sorprendido.

—No sabía que era una práctica corriente —reconocí.

—Existen testimonios de gatos pintores desde hace mucho tiempo.

En el mismo libro había un par de documentos que le daban la razón. En una foto se apreciaba una antigua vasija ilustrada con un gato empeñado en pasar sus patas sobre una tela. También había un grabado que mostraba a un «felino artista» en plena acción.

—Supongo que el método consiste en ensuciarle a un gato las patas con pintura, y luego esperar a que intente limpiarse en el lienzo.

—No —dijo ella con obstinación—. Creo que es más simple que eso. Existen felinos artistas, y el Señor Relámpago es uno de ellos.

Me sentí superado. No quería una nueva discusión. Contuve la cólera y dije:

—Sí, eso parece. …Voy a comprar cigarrillos.

Fui hasta mi auto, lo encendí y salí a buscar los Rockwell. Después de una búsqueda infructuosa por unos cuantos comercios, regresé a mi casa.

 

 

En el transcurso de la semana llamé por teléfono varias veces a mi novia, pero nunca estaba. Cuando finalmente la ubicaba, me decía que no podía recibirme, porque tenía que ir a retirar un dinero o una encomienda que le llegaba del exterior. La única fuente de recursos de Flavia era el dinero que su padre, embajador en Francia, le enviaba. Pero a mí me daba la sensación de que mentía. No la vi ni el sábado ni el domingo. Comencé a temer lo peor.

El lunes le di los últimos retoques a mi último óleo. Un bosque. Había pintado los árboles desde abajo, con una perspectiva exagerada, para resaltar la altura. Aquella imagen tenía algo grandioso, capaz de inspirar a los hombres a ser más grandes de lo que eran.

Días después, llevé el lienzo hasta una cuadrería y lo mandé enmarcar. Cuando estuvo pronto lo cargué en el Fitito y fui hasta el Centro Nacional de Exposiciones. Había un importante concurso de pintura y tenía esperanzas de obtener el primer premio.

Ese era el lugar en el que un artista debía estar si quería llegar a lograr algún reconocimiento. El concurso anual, que estaba a punto de realizarse, podía hundir o levantar el trabajo de cualquiera. El público, los marchantes, los críticos, la prensa, y los propios expositores sabían esto. El edificio, un palacete art decó, había sido construido por los arquitectos del general Máximo Santos. Los pisos, las columnas, la escalera de mármol, y las líneas elegantes, características de este estilo, brindaban el marco apropiado para las obras de los pintores.

Pasé a través del amplio salón, caminando sobre una alfombra roja, y me dirigí a la oficina de admisión. Un grupo de obreros atornillaba unos rieles en las paredes, que iban a servir para colgar los cuadros. Parecían estar ajustando los últimos detalles. El sitio lucía limpio y bien conservado.

Le entregué la obra a una funcionaria y ella me dio un número de inscripción. Ganar el concurso no solo me iba a dar cierto alivio económico, sino también la posibilidad de impulsar mi carrera artística. Sabía que no era fácil, pero tampoco imposible.

El viernes visité a mi novia. Pensé que a esa altura ya se le habría pasado la locura de tener un gato pintor, pero me equivoqué. Estaba peor que nunca. Había decidido dejar de pintar, para dedicarse exclusivamente a impulsar la carrera artística de su gato. Me pareció que descargar sus frustraciones en un pobre animal era una conducta patológica, aunque obviamente no comenté este punto. El Señor Relámpago se había apropiado del atelier. Todo había sido dispuesto para que él trabajara de la mejor manera. En el piso había tapas de frascos, conteniendo pinturas de diferentes colores. Contra la pared se destacaba un lienzo repleto de manchas, y otros en blanco, esperando que el artista se inspirara.

—Desde hace dos días está sufriendo un bloqueo artístico —dijo Flavia—. Confío en que lo va a superar.

El gato dormía en la canasta. Estaba tan gordo que sentí ganas de patearlo.

—No está bloqueado —afirmé—. Simplemente ha comido como un rufián, y ahora disfruta una siesta.

—¡Oh, claro, tal vez sea solo eso! —expresó ella—. Empezaré a darle menos comida.

El gato abrió los ojos y giró la cabeza hacia mí. Juraría que me miró con odio.

Le comenté a Flavia que había mandado un óleo al concurso del Centro Nacional de Exposiciones, pero no hizo ningún comentario. Siguió hablando de su mascota como si nada, e insistió en mostrarme los lienzos que él había pintado. Eran demasiados, y horribles.

Almorcé ese día con ella y quedé en pasarla a buscar el fin de semana, para ir a algún sitio divertido.

 

 

El sábado la llamé por teléfono, para confirmar la salida, pero me dijo que le dolía la cabeza y que prefería estar sola. Le respondí que no había problema y que la llamaría después. Obviamente sucedía algo muy raro. Estaba evitándome desde hacía días.

Me coloqué una peluca que había sido de mi abuelo, me puse unos anteojos negros, y me vestí con un traje gris que no utilizaba desde hacía años. Saqué el auto del garaje y partí. En el camino vi una de esas bicicletas de tres asientos, que se habían hecho tan populares. Al frente iba un vecino del barrio, y en los asientos de atrás sus dos esposas. Todos pedaleaban felices. No pude evitar pensar en lo solo que me sentía.

Estacioné a dos cuadras de la casa de Flavia. Con el mayor de los sigilos, fui caminando hacia allí.

Desde la esquina, semioculto por una volqueta de escombros, espié las ventanas.

Eran las nueve de la noche. Estaba en la casa. Aguardé.

Salió al cabo de dos horas. Lucía un hermoso vestido negro y llevaba en brazos al gato.

Paró un taxi y se marchó.

Corrí hasta el Fitito.

El corazón amenazaba con estallarme en el pecho.

No sabía qué iba a ocurrir, pero tenía la certeza de que no sería nada bueno.

Los seguí hasta que se detuvieron frente a un boliche llamado Club de Arte.

El sitio estaba a más de veinte cuadras del Sector Oeste, pero seguía sus lineamientos, lo que hablaba a las claras de los intentos expansionistas de los sediciosos. La puerta tenía forma triangular, y la fachada reproducía diseños de Kandisnky.

Dejé que entraran. Esperé un minuto, fui tras ellos, me ubiqué a las espaldas de mi novia, en un sitio en penumbras, y pedí un whisky. Desde allí podía observarlos sin que me vieran.

Habían elegido una mesa cerca del escenario. Ella bebía un Martini y el Señor Relámpago un plato de leche.

Cuando reparé en las paredes del local recibí un shock: estaban decoradas con los cuadros del Señor Relámpago. Yo había conseguido mi primera exposición luego de décadas de paciente aprendizaje, y este gato, que manchaba lienzos desde hacía poco más de un mes, ya tenía la suya.

Comencé a transpirar, pero no me quise quitar la peluca ni los lentes, por las dudas.

La clientela parecía flotar entre el humo azul de los cigarrillos. La mayoría de los asistentes tenía modales afectados y vestían unas estrafalarias túnicas con pinturas abstractas. Me sentía fuera de lugar.

Esperé que un hombre se sentara junto a mi novia, pero esto nunca ocurrió. De tanto en tanto, para mi desesperación, ella le acariciaba el lomo al animal, y él le correspondía frotándole el brazo con su cabecita peluda.

Al cabo de un rato, un sujeto de traje y galera negra apareció sobre el escenario y anunció al primer artista. Un hombrecito vestido con una de aquellas ridículas túnicas subió al escenario con un banquito bajo el brazo. Dijo que iba a interpretar una composición de John Cage, titulada «4 minutos y 33 segundos». Acto seguido se sentó sobre el banquito y se puso a mirar su reloj pulsera. Cuando se cumplieron los cuatro minutos con treinta y tres segundos, se paró y saludó al público. Un estallido de aplausos coronó su actuación. Luego tomó el banquito y se marchó.

El segundo número de la noche estuvo a cargo de una mujer. También fue un pretencioso ejercicio de música concreta. La obra, una composición de su autoría, se llamaba «El triunfo del inconsciente». Colocó varios relojes despertadores dentro de una caja, y los destruyó con un martillo. La gente la aplaudió a rabiar.

El último en actuar fue un trompetista. Fue anunciado como el Gordo Fredy. Caminaba con una leve cojera en la pierna izquierda. Era, además de obeso, alto. Tenía ojos saltones y ricitos rubios. Sentí que ya lo conocía de algún lado, pero no pude recordar. Me sequé el sudor que me corría por la frente, y pensé que finalmente iba a poder presenciar algo de mi gusto. Primero intentó algún tipo de fusión muy bien resuelta y luego un tema tradicional con bastante gancho. La virtud principal estaba en su habilidad con el instrumento. Se notaba que ya dominaba la técnica y había podido lograr que la trompeta expresara sus sentimientos con fluidez. Pero, después de un par de temas, nadie lo aplaudió. Eso no lo detuvo. Anunció que iba a tocar un tema de amor, y que iba dedicado a alguien muy especial: Rosita. Después giró sobre sí mismo, ofreciendo su obeso perfil al público. Sobre su cachete inflado brilló un rastro de sudor, iluminado por los focos del escenario. Fue entonces cuando comenzó a ejecutar Lover man. Me dio la impresión de que conocía muy bien los atajos, pero no los utilizaba, porque prefería hacer unos rodeos morosos que me tenían subyugado en espera de los fraseos conocidos que estaban por venir. Parecía disfrutar cada momento. Me conducía por su propia casa, y cuando pensaba que ya lo había visto todo, él abría una puerta y luego otra y otra… y la maravilla se desplegaba ante mí. Estaba extasiado, pero aun había más. Un gran final. Abrió la última puerta y las notas brotaron como pájaros que hubiesen estado atrapados en una jaula.

No sé si fue por el humo de los cigarrillos, o por la música, pero lo cierto es que sentí que mis ojos lagrimeaban. Sin meditarlo, lo aplaudí con entusiasmo. Me detuve cuando noté que era el único que lo hacía. El Señor Relámpago tenía la cabeza escondida entre los hombros y se había cubierto las orejas con las patas. Ese fue el fin del Gordo Fredy. El presentador de galera apareció por uno de los costados del escenario y, tomándolo de un brazo, lo invitó a retirarse.

—Ya lo has visto —señaló a modo de explicación—, al Señor Relámpago no le gusta tu estilo.

El hombre había dado todo de sí. Los cabellos rubios se le habían pegado a la frente y se lo veía exhausto. No se resistió, dirigió una mirada al gato, que permanecía inconmovible, bajó la cabeza y se alejó del lugar dando zancadas y haciendo aún más evidente su cojera.

Me pregunté en qué mundo demencial estaba viviendo, donde la opinión de un gato podía pesar tanto. No me parecía lógico que un animal decidiera lo que era bueno o malo.

Cuando el mozo me trajo el octavo whisky de la noche, le pedí una cajilla de cigarrillos Rockwell. Me miró como si le acabara de hacer un chiste, y respondió que allí solo se vendía Warhol. Para cambiar de tema le pregunté por el Señor Relámpago. Me contestó que era muy apreciado por la comunidad de artistas. Venía todas las noches con la misma chica, bebía leche en un platito y presenciaba el show. Le di las gracias por la información. Así estaban las cosas. Mi novia salía todas las noches con él, a mis espaldas. Y pensar que yo mismo lo había llevado a su domicilio.

Al término de la función todo el mundo abandonó el Club de Arte.

Esperé a que el Señor Relámpago y Flavia tomaran un taxi, y los seguí.

Regresaron a la casa.

Yo había bebido más de la cuenta. Estaba borracho y deprimido. Los espié desde el auto, hasta que la luz del dormitorio de Flavia se apagó y ya no pude ver sus siluetas. Luego regresé a mi domicilio, zigzagueando por calles amargas.

 

 

Tomé una fotografía de una guía de viaje de Tailandia, y de ahí saqué una idea para ilustrar el siguiente número de Selecciones Populares. Unas palmeras, unas olas y una franja de arena blanca; listo. Modificando un poco las hojas de las palmeras conseguí crear la sensación de que había un viento delicioso que soplaba en ese sitio paradisíaco. Lo ilustré con acrílico. Cuando estuvo pronto lo guardé en el portafolio y salí en el Fitito.

A las pocas cuadras, algo llamó mi atención. Detuve el vehículo.

En la plaza del General Máximo Santos, un grupo de individuos, ante la mirada incrédula de la gente, corría transportando telas de colores. Eran cuatro y tenían sus rostros ocultos con medias de mujer. Después de ejecutar unos pasos de baile, se acercaron a un árbol y lo envolvieron con una tela de color amarillo. Luego envolvieron a otro de rojo, y a un tercero de azul. Vistieron a un cuarto de verde y después se marcharon a toda prisa en un auto negro. Ninguna persona les pidió explicaciones, ni tampoco hizo nada por detenerlos. Me dio la impresión de que nadie supo cómo reaccionar. Se habían quedado tan impávidos como la estatua del General Máximo Santos, que reposaba sobre un pedestal, en el centro de la plaza.

La gente continuó con lo que estaba haciendo, algunos paseando al perro, otros descansando en los bancos. Pero las telas de colores que quedaron enroscadas en los árboles eran una clara prueba de que algo había sucedido allí. Algo enfermizo.

Encendí nuevamente el coche.

Aceleré.

Llegué al edificio de la revista.

Subí.

No vi a la recepcionista.

Abrí yo mismo y entré.

Olariaga estaba tras su escritorio. Pero frente a él no había fotografías, sino facturas de deudas y otros papeles, que me parecieron diagramas de circuitos electrónicos. Cuando advirtió que yo fijaba mis ojos en ellos, los apartó rápidamente con una mano y los escondió bajo una revista. Fingí que no me había dado cuenta y le estreché la mano.

Se lo veía desprolijo, ojeroso y con barba de tres días. Ni siquiera se había peinado las canas.

—Hola —saludé.

—Hola, Richard…no tengo tu pago, pero… —expresó mostrándome sus enormes manos vacías.

Sentí una pena instintiva al ver a un hombre tan grande y fuerte prácticamente destruido.

—No importa, luego me lo das.

—Aún no tengo el número que debió haber salido el mes pasado. Estamos atrasados.

—Ya veo… Te traje una ilustración… —dije al tiempo que la sacaba del portafolio y la ponía sobre el escritorio.

—Oh, gracias. Es bueno tener material adelantado.

—¿También le diste licencia a la recepcionista?

—¿Tú qué crees?

—…No te preocupes. La situación mejorará.

Una sonrisa triste se estampó en el rostro áspero.

—Seguro. Mejorará. —Pero parecía imposible. La empresa había tocado fondo. Le di a Olariaga una palmada en la espalda y me alejé.

 

 

A la semana siguiente, el Centro Nacional de Exposiciones abrió sus puertas, para que el público pudiese ver las obras que iban a participar del concurso.

Flavia me acompañó, aunque por desgracia no logré deshacerme del gato. Como no quería dejarlo solo en el apartamento, lo llevó con nosotros, y todo el tiempo lo cargó en brazos.

Había más de trescientos cuadros expuestos. La mayoría era una reverenda porquería. Manchas, líneas, salpicaduras y un sinfín de aberraciones, que contrastaban con el exquisito estilo art decó del edificio. Mi hermoso bosque no tenía nada que ver con el resto de las obras. Al igual que en el Club de Arte volví a sentirme fuera de lugar. Estaba padeciendo las consecuencias que las vanguardias habían dejado en el mundo del arte: Duchamp con su insolente inodoro, Mondrian con sus rayitas, Malévich con su cuadrado negro sobre fondo blanco, Pollock con sus baldazos de pintura. La lista era tan terrorífica como interminable. Y la mayoría de los cretinos que participaban de la exposición no eran menos temibles.

Cuando el general Máximo Santos vivía, el país tenía un orden. El arte degenerado no era admitido dentro de nuestras fronteras, pero, tras su muerte, los disidentes habían comenzado a importar concepciones estéticas destinadas a socavar los valores con los que creció nuestra generación, la generación de nuestros padres y la de nuestros abuelos. Ahora el país estaba gobernado por una Comisión de Transición, que, lejos de querer asumir compromisos, solo se estaba limitando a planificar unas elecciones democráticas que deberían realizarse antes de los próximos tres años. La falta de una autoridad fuerte nos dejaba expuestos a las influencias foráneas. Y el resultado era aquella basura que provenía del Sector Oeste, por lógica el más expuesto a la perniciosa influencia de Occidente.

Mientras contemplábamos algunos cuadros —mi novia con fascinación y yo con fastidio— comenzó a llegar más público.

Después de un rato, vimos que a treinta metros de nosotros se había amontonado un número inusual de gente. Algo parecía haber captado poderosamente su atención. Decidimos acercarnos.

Había tres cuadros, de un metro y medio de largo por uno de ancho. Básicamente presentaban rayas de colores, pintadas de forma despareja. Obviamente eran todas obras del mismo pintor. El estilo me resultó conocido. Pedí permiso y me acerqué. En el margen inferior derecho, donde esperaba encontrar la firma, había una huella de gato.

Le dirigí una mirada interrogativa a Flavia. Ella me contestó con una sonrisa:

—Sí.

Apenas podía creerlo. El condenado felino no solamente estaba intentando robarme a mi novia, sino que además se había atrevido a desafiarme en mi propio terreno.

Una voz aguda señaló:

—¡Adoro al Señor Relámpago! ¡Su exquisito arte es una búsqueda de conocimiento!

El que así hablaba era un ser andrógino de pelo cortado a serrucho y estúpida sonrisa. Vestía una túnica con ilustraciones de Rothko.

—Sí —agregó una mujer vestida de forma similar—, es sorprendente: tiene la espontaneidad de un Jackson Pollock y la espiritualidad de un Kandinsky.

Cuando pude advertirlo, había más de veinte personas admirando las obras del Señor Relámpago y tratando de acariciar su lomo, como si fuese un talismán.

Me aparté unos metros. Había un viejito de aspecto afable, que debía tener cerca de setenta y cinco años. Era menudo y bajo. Daba la impresión de ser liviano como una pluma. Tenía cabellos color mostaza en torno a las orejas, usaba unos anteojos redonditos y vestía pantalón y camisa negros. Le comenté:

—Solo son manchas.

El hombre me respondió con cortesía:

—Cuando yo era un adolescente pensaba como usted.

—¿De verdad? —pregunté.

—Sí. Creía que solo las obras realistas eran buenas. Un árbol tenía que parecerse a un árbol, una casa a una casa y un hombre a un hombre. Los cuadros basados en manchas, líneas, cuerpos geométricos o meros colores de ninguna manera podían ser considerados obras de arte, por más que los críticos inventaran justificaciones de todo tipo. Sin embargo, el paso del tiempo me ayudó a cambiar mi modo de ver las cosas.

—Vaya, ¿y qué fue lo que cambió?

—Maduré. Aprendí algo que años atrás me hubiese parecido una contradicción: que la pintura no figurativa puede llegar a ser mucho más expresiva que aquella que intenta imitar la realidad visible. Cuando interioricé este concepto mi mundo interior se tornó infinito.

—¡Está bromeando! Lo dice solo para fastidiarme.

—No. Se lo aseguro. Ahora sé que los colores, las líneas y las texturas son capaces de transmitir sentimientos. El observador puede llegar a reconocer en el pintor a alguien que ha vivido o padecido como él. El arte pictórico, al tiempo que se libera de los objetos, se torna simple y efectivo, y logra expresar de un modo maravilloso los movimientos del espíritu.

El viejito había logrado confundirme. Si esas palabras me las hubiese dicho uno de aquellos personajes estrafalarios y arrogantes no le habría prestado atención. Pero el hombre habló con sinceridad, sin afectación. Nunca intentó reírse de mí.

Lo invité a ver mi cuadro, que estaba a diez metros, y cuando llegamos le pregunté:

—¿Qué piensa usted de esto?

El viejito se ajustó los anteojos sobre la nariz, miró el bosque y señaló:

—La persona que lo hizo sabe de composición, de colores y tiene una buena técnica, que seguramente desarrolló a lo largo de mucho tiempo.

—¿Y entonces?

—Lamentablemente no es una obra de arte.

—Pero los árboles son imponentes —argumenté—. Y parecen estar aquí, frente a nosotros. Hasta es posible apreciar los detalles de la corteza.

Él me miró con cierta lástima, como si hubiese comprendido que yo era el autor de aquella obra, y concluyó:

—Franz Marc decía que las cosas cesan de hablar cuanto más exponemos a la vista su apariencia.

En ese momento alguien lo llamó.

—Lo siento —se excusó—, debo irme.

—Richard es mi nombre. ¿Con quién tuve el gusto? —pregunté.

—Finamore —expresó, mientras yo apretaba su mano blanda en la mía—. Profesor Finamore.

Sonrió y se marchó.

Dejé que mi vista se perdiera en mi propio cuadro, como si deseara llegar hasta los árboles y huir entre ellos. Pero, después de las palabras del anciano, me parecía estar frente a un muro infranqueable

Una mano pesada se apoyó sobre mi hombro.

Giré. El gordo Fredy. Ahora que estaba al lado mío, pude darme cuenta que además de gordo era fornido. Medía arriba de un metro noventa. Al tiempo que su físico transmitía una imagen de fuerza y convicción, su cara tenía esa expresión de niño eterno que suele verse en muchos músicos. Era regordeta y rosada, con hoyuelos en los cachetes y el mentón. Ojos claros, saltones, color caramelo. Estaba vestido con la gabardina gris. Los risitos rubios le caían desordenados sobre la frente.

—No le hagas caso —me dijo mostrando unos dientes blancos, algo separados entre sí—. Es un hermoso bosque.

—¿Lo dices en serio?

—Desde luego. ¿Lo hiciste tú?

—Sí.

—…Es muy bueno. ¿Te gusta pintar árboles, eh?

—Claro. Es un motivo muy interesante. Casi podría decirse que existe un tipo de árbol para cada personalidad. Los hay orgullosos, serenos, indefensos, melancólicos, tétricos…Yo tomé como modelo unos ejemplares robustos que buscan el cielo y se mantienen erguidos como una inspiración para los hombres.

—Puedo verlo… Estuve escuchando lo que ese sujeto te decía. Es pura basura, no le prestes atención. Esto pasará, y el arte verdadero volverá a ser apreciado. Volveremos a ver buenos cuadros, ¡y a escuchar buena música! —Ahora que su rostro infantil aparecía enojado no solo me generaba cierta aprensión, sino también un poco de gracia.

—Yo te vi en el Club de Arte —le dije.

—Ah… fue un error. No era un sitio para mí. Solo una persona me aplaudió.

—Fui yo.

—Pero…

—Tenía una peluca y lentes oscuros.

—Oh, entiendo: habías ido a espiar a estos farsantes.

—…Eh, sí.

—Este país se está volviendo insoportable por culpa de ellos. Se han tornado muy fuertes en el Sector Oeste de la ciudad, y están en continua expansión.

—Sí…

—Si vas al Sector Oeste debes tener mucho cuidado.

—Lo tendré.

Naturalmente nuestra vista se desvió hacia un importante contingente de individuos que venía caminado por el corredor. Muchos estaban vestidos con túnicas ilustradas con motivos de Kandinsky, Pollock, Miró, Rothko, etc. Otros simplemente lucían zapatos, pantalones y camisas negras. Estaba claro, sin embargo, que todos podían ser considerados el enemigo.

—Los que visten de negro son los peores —dijo Fredy.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Son los dirigentes. El color negro les da un sentido de pertenencia, pero, lo más importante, es que para ellos simboliza germinación en la oscuridad.

—Suena peligroso.

—Hay que estar atentos.

—Lo tomaré en cuenta.

Me entregó una tarjeta en la que había un número de teléfono y la siguiente leyenda: «Gordo Fredy — Artista-activista».

—Adiós. Estaremos en contacto —dijo, se subió el cuello de la gabardina y se alejó arrastrando su pierna, con pasos firmes y decididos, como si quisiese reafirmar su presencia en el mundo.

«¿Qué puede ser tan peligroso en el Sector Oeste de la ciudad?», pensé.

Luego dirigí la vista atrás, y vi que Flavia y el gato estaban rodeados de admiradores, reporteros y camarógrafos.

Estaban filmando al Señor Relámpago para un programa de entrevistas y le sacaban fotos para varios medios. Me acerqué. Un crítico dijo que su obra tenía «distintos niveles de lectura». Otro destacó la «sorprendente capacidad del artista para extraer de su inconsciente felino verdades que nadie se había atrevido a expresar.» Y un tercero, contemplando unas ridículas manchas amarillas, afirmó ver en ellas «el resplandor místico del antiguo Egipto». Nunca nadie había dicho cosas tan hermosas de mis obras, pero ahora todo el mundo se esforzaba en destacar las virtudes del gato.

Suspiré derrotado. No existe fuerza más poderosa en todo el Universo que la perversa idiotez de los medios de comunicación.

Aprovechando que mi novia estaba ocupada con su ya célebre mascota y convencido de mi invisibilidad, comencé a caminar hacia la salida. Antes de marcharme, aún tuve tiempo de escuchar a dos individuos, vestidos de negro, que hablaban sobre la conveniencia de demoler el edificio art decó del Centro Nacional de Exposiciones, para construir en su lugar algo más adecuado a «nuestros tiempos».

 

 

Al día siguiente, a las siete de la mañana, encendí el televisor para ver el informativo.

La primera noticia daba cuenta del enfrentamiento a golpes de puño entre dos grupos de vecinos, que no se habían puesto de acuerdo sobre la instalación de una escultura en la plaza del barrio. Mientras unos querían una alegoría del Trabajo, de corte realista, otros insistían en que había que colocar una obra abstracta que simbolizara la Libertad. Aquella rencilla era una representación, a escala reducida, de la fractura que dividía a la sociedad. De hecho, cada grupo tenía el respaldo de las dos facciones políticas que tenían pretensiones de hacerse con el poder una vez se llevaran a cabo las elecciones. Los líderes sediciosos, ahora, tras su amnistía y liberación, buscaban aparecer ante el pueblo como héroes.Y por lo visto lo estaban consiguiendo, porque, según las últimas encuestas, el Frente Revolucionario le había sacado una leve ventaja al Partido Conservador.

La noticia principal se refería al fallo del concurso de pintura, organizado por el Centro Nacional de Exposiciones. El ganador había sido el Señor Relámpago. Después de lo que había visto, no me sorprendió. Barajé varias posibilidades para aquella decisión. Primero: el jurado había querido darle un escarmiento al resto de los pintores por considerar que practicaban un arte afectado y pretencioso. Segundo: al jurado le gustaban los chistes. Tercero: el jurado era idiota. Probablemente fuera la tercera opción, pero la diferencia ya no era importante.

Una hora después, el Señor Relámpago y Flavia fueron invitados a un programa periodístico. Obviamente, los medios de comunicación no iban a dejar pasar la oportunidad de mostrar al gato que había ganado un concurso de pintura.

La entrevista fue insufrible. Al principio Flavia explicó las conductas domésticas y artísticas de su protegido. Luego, uno de los críticos más influyentes de la ciudad fue invitado a comentar los cuadros. Conocía al sujeto y confiaba en que sería capaz de desenmascarar el gran fraude. Sin embargo, con el mayor de los desparpajos, se dedicó a hacer una apología del gato pintor. En ese momento comprendí que mi derrota era definitiva. Ahora el Señor Relámpago no solamente sería conocido en los circuitos under, sino también en cualquier rincón del país y eventualmente del mundo. En un programa cultural, de otro canal, un hombre criticó el concurso y se dedicó a demoler sistemáticamente todo lo hecho por el Señor Relámpago. Me provocó un gran regocijo, que cesó tan pronto como me enteré de que era uno de los espacios con menos rating de la televisión.

 

 

Estuve un mes y medio sin hablar con mi novia. Aunque me moría de ganas de verla, no la llamé. Supuse que si ella hubiese tenido ganas de verme se habría puesto en contacto conmigo, y no lo hizo. La vi a ella y al Señor Relámpago en incontable cantidad de programas de televisión. Las radios, las revistas y los diarios tampoco escaparon a la fascinación del felino. Naturalmente, no todos los programas le eran favorables, y algunos lo criticaban abiertamente, pero eran los menos. La mayoría le dedicaba espacios inusualmente grandes y no escatimaba elogios. Los medios habían armado una gran conspiración contra el buen gusto. Pero aún faltaba lo peor. Habían anunciado que el gato sería protagonista de un evento a realizarse en el Sector Oeste, en la llamada Plaza del Conocimiento.

 

 

Cierto día, mientras deambulaba por las calles, triste, solitario y pasado de copas, vi algo que me hizo contener el aliento. Creí que me moría. En un kiosco estaba el último número de Selecciones Populares, ilustrado nada más ni nada menos que con una pintura del Señor Relámpago.

Era una mancha violeta, salpicada con manchas de otros colores. Juro que no era más que eso. La aberración más grande que alguien pueda concebir. Tenía el estilo inconfundible del Señor Relámpago. Para que no me quedaran dudas, en el margen superior izquierdo había una foto del felino. Compré una revista, crucé la calle, fui hasta la plaza del General Máximo Santos y me senté en un banco.

Miré nuevamente la portada, y la encontré más horrible que antes.

Pasé rápidamente las páginas. De inmediato advertí una brusca modificación en la estética habitual. La diagramación era más desprolija. Las líneas de los márgenes ya no estaban hechas con regla, sino dibujadas a mano alzada. Los títulos estaban en manuscrita. También vi otros hechos con letras de molde de distinta tipografía, lo que hacía parecer que un niño hubiese estado jugando con ellas. Había grandes espacios desperdiciados, por ejemplo, una página estaba en blanco, salvo por una viñeta amorfa —que no ocupaba más de un octavo del espacio disponible— colocada en el ángulo inferior derecho. No había ilustradores de calidad. Conté como cuatro arañazos (no podían llamarse ilustraciones) del Señor Relámpago, y tres o cuatro de otros sujetos que daban muestra de jamás haber pasado por una escuela de dibujo.

En cuanto a los textos… bueno, no los leí en profundidad, apenas si los miré, pero lo que vi no me gustó. Advertí un lenguaje vulgar en alguno de ellos, y una página, que se suponía estaba dedicada a la poesía, no tenía nada de eso. Hallé los versos incongruentes… ni siquiera era posible saber a qué tema hacían referencia. Había también un artículo dedicado a repasar la trayectoria meteórica del Señor Relámpago, pero no lo quise leer. Me sentía enfermo. Arrollé la revista, me paré y la arrojé en un cesto de basura. Luego fui hasta un teléfono público, ubicado en uno de los extremos de la plaza, y llamé a Olariaga.

Me atendió la recepcionista y me pasó con él.

—…¿Cómo pudiste…? —lo increpé.

—Lo siento, Richard. Iba a decírtelo.

—Pero yo siempre estuve contigo.

—Lo sé… pero las ventas han descendido de forma alarmante. No podía seguir así. Fue necesario hacer un cambio drástico…y funcionó.

—Sí, tomaste nuevamente a la recepcionista.

—Y no solo a ella, sino también al resto de los trabajadores. La revista se agotó en menos de siete días. Tuve que reimprimir el número. Eso no pasaba desde hacía por lo menos…

—Diez años.

—Así es. Richard… no es nada personal, es solo que tu estilo estaba muy anticuado, y el Señor Relámpago le dio a la revista un toque novedoso y artístico…

Había llegado al límite. El gato no solamente me había quitado a mi novia, sino también mi empleo. Estaba destruido, pero al menos sabía que mi vida tenía finalmente un propósito: matar al Señor Relámpago.

—¿Qué me dices de mi trabajo?

—Puedes conservar tu trabajo, si actualizas tu estilo.

Ya había escuchado demasiado. Corté.

En el momento en que salí de la cabina, una inusual alteración en los colores de la plaza llamó mi atención. Me quedé estupefacto. Las telas de colores que vestían los árboles habían sido retiradas. Sin embargo, un crimen aun mucho más grave había sido perpetrado en la plaza. La estatua del General Máximo Santos había sido pintada con franjas horizontales de color rojo, verde, amarillo, azul, violeta… Y para rematar la blasfema acción, los delincuentes habían cubierto su cabeza con una bolsa de papel. Un anciano, con la ayuda de una rama, estaba intentando retirarla. Luego de algunos esfuerzos lo consiguió, pero lo que reveló fue aun peor: la cabeza del prócer había sido sustituida por una de plástico del Pato Donald.

Regresé a mi casa, saqué el Fitito del garaje y puse rumbo al domicilio de Flavia.

Estacioné. Bajé y golpeé. Nadie me abrió. Me llamó la atención tanto silencio. Miré por las ventanas y me llevé una desagradable sorpresa. No solo no había nadie en el apartamento sino que tampoco había nada: mi novia y su peludo amigo se habían mudado.

Le pregunté a una vecina si sabía a dónde se habían ido. La mujer me respondió que creía que al Sector Oeste, pero ignoraba la calle.

Le di las gracias. Subí nuevamente al auto y partí hacia el Sector Oeste.

Después de una hora, llegué hasta la avenida Las Señoritas de Avignon. Sabía que al cruzar esa calle dejaría automáticamente el Sector Este para internarme en el Oeste. Esperé que cambiara la luz del semáforo. Suspiré y aceleré.

Manejé despacio, para poder presenciar aquel mundo. Sabía que allí ocurrían cosas raras y por esa razón nunca había querido internarme en él, pero ahora no tenía más remedio.

La arquitectura de los edificios comenzó a resultarme cada vez más extraña, conforme avanzaba. Al principio había diferencias pequeñas, como una puerta más grande de lo normal, una ventana de dudosa simetría, una pared pintada de un modo extraño, otra decorada con fierros retorcidos.

A las tres cuadras, advertí que los números de las viviendas no seguían un orden cronológico. Estaba casi seguro de que existía un patrón determinado, pero carecía del código que me permitiera descifrarlo. Cuando creía haber descubierto una secuencia, me encontraba con una nueva que daba por tierra con mis esfuerzos.

Más tarde, en las placas de los números comenzaron a mezclarse letras, y luego, en el colmo de mi desconcierto, los números y las letras fueron sustituidos por signos desconocidos.

A medida que los colores de las fachadas se hacían más personales, la arquitectura se tornaba más estrafalaria. Comencé a ver casas sin ventanas, y luego sin puertas, o aberturas que juzgué poco prácticas. Las tradicionales formas de los edificios habían sido sustituidas por los más variados cuerpos geométricos, tales como pirámides, conos, esferas, y sorprendentes combinaciones. En ocasiones, los resultados eran tan extravagantes que me parecía imposible que alguien pudiese vivir en ellos. Llegué al extremo de ver una casa anaranjada, de forma cúbica, de apenas veinte centímetros de lado. Tenía una puertita e incluso una chapa con un signo, pero era ridículamente pequeña. Me detuve perplejo, preguntándome quién podría habitar en semejante sitio. Entonces la puertita se abrió, y salió un perro pintado de amarillo. Me dirigió una mirada inquisitiva, como si se hubiese dado cuenta de que yo no pertenecía a aquel sitio. Avergonzado, giré el rostro y aceleré.

En una esquina vi una aglomeración de personas. Estacioné el auto y descendí.

Había media docena de esos sujetos vestidos con túnicas parados frente al escaparate de una tienda.

Le pregunté a uno de ellos si conocía el paradero del Señor Relámpago.

Me contestó en una lengua que no entendí y luego me dio la espalda.

Estaban mirando un televisor. Aquello no tenía nada de especial, salvo por el hecho de que el programa me resultaba incomprensible. Unas figuras geométricas de colores planos se desplazaban de izquierda a derecha de la pantalla, como si flotaran. A intervalos irregulares algunas de ellas se partían o explotaban, dando así lugar a nuevas formas. A veces los colores se salían de las líneas y contaminaban los bordes de las superficies ajenas. No entendía cómo algo tan simple podía haber captado el interés de las personas, que abrían la boca y gesticulaban de un modo extraño.

Cuando estaba a punto de marcharme, un vehículo se detuvo cerca de mí, junto al cordón de la vereda.

Era el gordo Fredy en su camioneta gris.

—Hola… finalmente te animaste a verlo con tus propios ojos —me dijo sacando la cabeza por la ventanilla.

Me acerqué y le pregunté:

—Sí. ¿Sabes qué es todo esto?

—Claro. Al principio yo estaba tan perplejo como tú, pero con el tiempo lo comprendí—. Señaló a las personas y agregó: —Ellos están viendo el informativo.

—¿Qué?

—Lo que oyes. Tienen su propio canal de televisión y sus propios programas. Se comunican en su propio lenguaje. Poseen códigos secretos. Y avanzan…

—¡Dios…esto es peor de lo que imaginé!

—Y aún no has visto todo. Introducen mensajes cifrados en la publicidad; planifican cosas terribles. ¿Pero qué haces tú por aquí?

—Quiero deshacerme del Señor Relámpago.

—¡Bien! ¡Te ayudaré!

—Gracias.

—Pero debes comprender una cosa… el gato no es el único problema. Hay mucho más que eso. ¡Tenemos la misión más importante que puedas imaginar! ¡Debemos luchar por preservar nuestro sistema de vida, nuestras costumbres! ¡Nuestro modo de concebir el mundo!

—Lo sé. ¿Viste lo que le hicieron a la estatua del General Máximo Santos?

—Me enteré hace unos minutos. Unos amigos activistas me avisaron por teléfono. La semana pasada le di una a paliza a un grupo de tres subversivos. Hay muchos grupos operando en distintas zonas… Son gente del Sector Oeste infiltrados entre nosotros. Están financiados por el Frente Revolucionario. No me sorprendería saber que en nuestro sector se hacen pasar por personas respetables. Imagínate: policías, maestros, jueces…

Me hubiese gustado quitarle dramatismo a las palabras de Fredy, pero no podía olvidar que me había quedado sin trabajo porque la revista que me pagaba el sueldo había decidido cambiar su línea estética.

—¿Tú sabes dónde encontrar al gato? —pregunté.

Fredy me palmeó la espalda y sonrió como un niño que se apronta a realizar una travesura.

Metió una mano en su sobretodo, sacó un recorte de periódico y me lo mostró. Había un pequeño recuadro, subrayado con lapicera roja, en el que se leía: «El Señor Relámpago se presentará este domingo, a las doce de la noche, en la Plaza del Conocimiento».

—Es hoy. Lo sabía desde hace algún tiempo, pero había olvidado la fecha. ¿Y tú conoces ese lugar?

—Desde luego, hace meses que investigo a estos sujetos.

—Y supongo que también tienes un plan.

—Exacto. Acompáñame a mi casa y te lo explicaré.

 

 

 

SIGUIENTE

 

 

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