«Colores Peligrosos» (parte 1), Pablo Dobrinin
Agregado en 27 mayo 2012 por dany in 230, Ficciones, tags: CuentoURUGUAY |
«Toda estética es polÃtica»
General Máximo Santos
La lluvia que golpeaba las ventanas parecÃa dibujada con crayolas.
En el interior del apartamento, mi novia lloraba angustiada. Le habÃan rechazado un cuadro en una galerÃa y no encontraba consuelo. Mientras ella apretaba su menudo cuerpo contra mi pecho y me mojaba la camisa con sus lágrimas, yo observaba el lienzo, apoyado contra una pared. Detestaba el arte abstracto, pero por amor a Flavia intentaba encontrarle alguna explicación. HabÃa tres franjas de colores la de abajo gris, la del medio marrón, y la siguiente negra atravesadas por una lÃnea blanca. Por más que pensaba y pensaba, no podÃa encontrar nada que justificara aquel mamarracho.
¿Tu sà me entiendes, verdad? preguntó alzando el rostro triangular, de facciones delicadas, enmarcado por los cabellos rubios y lacios. Sus ojos verdes, levemente rasgados, lucÃan como una pradera después de la lluvia.
No supe qué contestar. Pero, por puro azar, dirigà mi vista hacia la ventana y vi un relámpago iluminando el cielo.
SÃ, claro afirmé. El cuadro representa una tormenta…y la lÃnea blanca es un relámpago.
Hubo un segundo durante el cual pensé que habÃa dado en la tecla, pero, al siguiente, mi novia me apartó con sus brazos delgados y fuertes. Me dirigió una mirada furibunda y dijo:
… Fuera de mi casa.
SabÃa que cuando se ofuscaba era mejor no contradecirla.
Dije adiós y salÃ.
La lluvia descendÃa con generosidad sobre los techos de tejas, las veredas y los jardines, y hacÃa brillar los autos estacionados en las calles. El cielo y el barrio se iluminaban con las luces intermitentes y fantasmagóricas de los relámpagos. Una linda escena, para cualquiera que no estuviese como yo, mojándose hasta los huesos.
HabÃa guardado el Fitito en un estacionamiento, a cuatro cuadras. Me subà el cuello de la campera y empecé a caminar. Eran las siete de la tarde, pero estaba tan oscuro que parecÃa de noche. El agua corrÃa por las calles y me costaba elegir donde pisar. Todos los comercios estaban cerrados. No se veÃa ni un alma.
Caminé dos cuadras a la intemperie y me detuve bajo el toldo de una tienda.
Temblaba de frÃo. Encendà un cigarrillo.
De pronto, escuché un maullido y vi dos monedas de oro brillando en la penumbra.
Me acerqué. Era un gato blanco, de ojos amarillos. A pesar de que la lluvia le habÃa mojado los pelos del lomo, se apreciaba que era un animal saludable.
Entonces recordé que a Flavia le gustaban los gatos, y habÃa hablado de tener uno. Pensé que él podÃa ayudarme a reconciliarme con ella. Le di una última pitada al cigarrillo y lo tiré. Le tendà una mano al felino y él se acercó sin temor. Cuando lo alcé noté que era bastante pesado. Con la criatura dentro de mi campera, regresé a la casa de mi novia.
Llegué empapado, pero estaba tan entusiasmado que no me importó.
Toqué timbre, y aguardé, mientras el agua me chorreaba por el cuerpo y dejaba un charco en el umbral.
Flavia abrió. No se compadeció de mi estado. En su rostro continuaba petrificada una expresión de rencor.
Le sonreÃ. Ella levantó una ceja y apretó los labios. Estaba a punto de cerrarme la puerta en la cara, pero, en el último instante, el gato asomó la cabeza por el cuello de mi campera y la miró. Fue todo lo que necesitó para conquistarla.
Es para ti balbucee.
Después que entramos, tomó al gato y lo secó con una toalla. Era un animal blanco como un flash, gordo y peludo. En algunos lugares, la piel se arrollaba de tal modo que le daba el aspecto de un jarrón de barro que un alfarero inexperto ha permitido que se desbaratara. Sus ojos parecÃan de fuego. TenÃa una mirada alerta, alucinada, no exenta de una pizca de demencia, como la de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Esa clase de seres capaces de incomodar con su sola presencia. Cuando maulló para pedir alimento, frunció la nariz, exhibió unos dientes filosos y acercó su rostro al de mi novia. Me dio una impresión muy desagradable. Él no suplicaba por la comida, la exigÃa. Es más, dirÃa que con ese gesto intentaba controlar la voluntad de Flavia. Pero ella no lo advirtió:
Pobrecito dijo tiene hambre. Lo acarició, le abrió una lata de sardinas, y le sirvió leche tibia en un plato.
Flavia estaba radiante. Yo apenas podÃa creer que el gato hubiese logrado operar una transformación tan rápida en su estado de ánimo.
Puesto que habÃa aparecido una noche de tormenta eléctrica, decidió llamarlo Señor Relámpago. Lo de Señor, explicó, era una forma de reconocer la dignidad del felino. A ella le pareció muy meritorio su modo lento y pesado de caminar, y hasta el silencio en que se sumió luego de comer.
Un par de horas después paró de llover.
DeberÃas irte para tu casa me dijo. Mañana tienes que trabajar.
… Pensé que podÃa quedarme y…
No.
… que a lo mejor…
Me duele la cabeza. En la semana nos vemos.
No protesté. Me despedà y tomé mi campera.
Abrà la puerta. Antes de cerrarla dirigà la vista atrás y le hice adiós a Flavia con una mano. No me vio, porque estaba ocupada acariciando al felino. Yo me iba y él se quedaba. Fue la primer señal de que las cosas no iban a andar bien.
Le agregué más amarillo al rojo. Varias veces, hasta conseguir el color naranja que necesitaba. Un mes atrás habÃa tomado una fotografÃa del atardecer, desde la rambla, y ahora intentaba realizar una ilustración con témperas. Estaba el mar, la silueta de unos barcos, y el cielo. Jugué un poco con los colores, utilizando algunos de los tonos del cielo en el agua, y simplifiqué las lÃneas de las embarcaciones, para hacerlas más estéticas. Con el mismo propósito, no respeté las proporciones de la fotografÃa. Bajé la lÃnea del mar, para darle mayor protagonismo al cielo y crear una sensación de vastedad que acentuara la carga emotiva. Finalmente corrà los barcos hacia la izquierda, hasta conseguir una proporción áurea.
Me alejé unos pasos y contemplé el papel sujeto a la tabla de dibujo.
No solamente se parecÃa a un atardecer, sino que transmitÃa de un modo maravilloso el efecto que los atardeceres provocan en las personas. HabÃa logrado fijar ese momento en que el espÃritu se ahonda en un estado de profunda melancolÃa. Era un buen ejemplo de eso que llaman landscape of mood.
Me duché, me vestÃ, guardé el dibujo en el portafolio y fui hasta el garaje. Saqué el Fitito y partÃ. Un dirigible blanco volaba en el cielo despejado. El tránsito era fluido: habÃa pocos autos, y las bicicletas y los triciclos se desplazaban por su carril correspondiente.
Cinco minutos después, estacioné juntó al edificio de Selecciones Populares, una revista orientada hacia la familia, que en sus páginas incluÃa cuentos, poesÃas, historias de la vida real, biografÃas, y artÃculos de interés general. El bueno de Olariaga habÃa conseguido la aprobación del Ministerio de Educación Ciudadana veinte años atrás, y era vox populi que el mismÃsimo General Máximo Santos, hasta el momento de su muerte, habÃa sido uno de sus más fervorosos lectores, lo que le daba un prestigio adicional a la publicación. Yo habÃa comenzado a trabajar prácticamente desde los inicios, pintando paisajes para las portadas que era lo que se estilaba y la verdad es que no imaginaba un modo de vida más placentero.
Bajé del auto, me anuncié por el portero eléctrico y subà en el ascensor. Saludé a la recepcionista, que estaba limándose las uñas. Se comunicó con el jefe por el intercomunicador, y me invitó a pasar.
Olariaga estaba sentado tras su escritorio, en el que habÃa desparramadas varias fotografÃas.
Era un cuarentón, de casi dos metros de altura y de aspecto imponente. No tenÃa los músculos trabajados en un gimnasio, pero sà un fÃsico pesado que recordaba un fugaz pasaje por el rugby. PodrÃa haberse dedicado perfectamente a ese deporte, y seguramente con gran suceso, pero habÃa preferido otros caminos. TenÃa un tÃtulo en electrónica, que nunca le habÃa servido para nada, y siempre se habÃa ganado la vida como editor. Aunque era un tipo tranquilo, su aspecto imponÃa respeto. En los diez años que llevaba trabajando para él, jamás habÃa conocido a alguien que le llevara la contra.
Hola, Richard, que bueno verte dijo tratando de ser cortés. ParecÃa cansado, con la frente ancha surcada de arrugas. Eché en falta esa chispa de entusiasmo que habitualmente brillaba en sus ojos negros. Me pareció que tenÃa más canas que la última vez que lo habÃa visto.
Te traje la ilustración de tapa para el próximo número de la revista.
Excelente.
Miré en derredor. En esa oficina solÃa haber tres o cuatro personas trabajando, pero ahora solo estaba Olariaga.
¿Dónde están todos?
…Eh… les di licencia dijo rascándose la angulosa mandÃbula.
No quise hacer comentarios.
Apoyé el portafolio sobre el escritorio, lo abrà y saqué la ilustración.
Olariaga tomó el dibujo entre sus manos enormes y peludas.
Me gusta, es…bonito dijo, como si no pudiese encontrar un término mejor.
Es ideal para la portada. Se puede colocar el tÃtulo principal arriba y otros en el extremo derecho.
Bien. concluyó el director. Será la próxima portada de Selecciones Populares.
¿Cuándo paso a cobrar?
…La semana entrante. Trataré de tenerte el dinero para esa fecha. Estoy esperando unos cheques de la distribuidora. Las ventas no han sido buenas últimamente, pero mejoraran afirmó con un fruncimiento de su nariz chata.
SÃ, seguro.
Me despedà y abandoné el lugar.
Subà al auto y partà hacia la casa de mi novia. HacÃa tres dÃas que no la veÃa. Mientras manejaba, pensé en la disputa que habÃamos tenido. Ella se habÃa molestado conmigo y no era la primera vez que lo hacÃa simplemente porque yo no habÃa sabido interpretar una de sus pinturas. Los dos tenÃamos una concepción distinta del arte. Mi difunto padre, un ilustrador profesional, me habÃa enseñado todos los trucos del oficio. Desde hacer una viñeta en blanco y negro, hasta una portada a todo color. Gracias a él yo habÃa aprendido a conocer a los grandes maestros, y a trabajar con lápiz, tinta, acuarela, témpera. Incluso a pintar al óleo. Por eso no soportaba que alguien, que no conocÃa las reglas de la perspectiva o las proporciones del cuerpo humano, pretendiera amparándose en un estilo ridÃculo o en una teorÃa trasnochada hacerse pasar por un gran artista. Luego, cuando ingresé a una de las Escuelas del General Máximo Santos, estudié Historia del Arte, asà que no era ingenuo en este tema: conocÃa a mis enemigos. En los cursos regulares utilizábamos un libro titulado «Cómo desenmascarar al Arte Degenerado», y yo lo sabÃa casi de memoria. Decidà que era mejor no discutir con Flavia. FingirÃa interés en su obra y me concentrarÃa en las cosas que nos unÃan.
Mi novia estaba de buen humor. Cuando abrió la puerta me besó en los labios y reconoció:
El otro dÃa yo me sentÃa muy deprimida y te traté muy mal.
Ya pasó…
Iba a estrechar su delgado cuerpo, pero ella interpuso los brazos.
Cuidado.
TenÃa puesta la túnica que utilizaba para pintar, sucia de manchas recientes de color verde.
Pensé en los grandes artistas que habÃan pintado cuadros geniales y nunca se ensuciaban la ropa, pero no dije nada.
Pasamos al living. El gato descansaba en una canasta de mimbre, sobre un almohadón.
¿Cómo se porta? pregunté.
Genial. Se ha adaptado muy bien a su nuevo hogar… Pobrecito, debe haber pasado muchas horas de hambre y frÃo en la calle.
SÃ, pero ahora se lo ve bien afirmé como si el gato me importara.
Flavia entró en la habitación que utilizaba como atelier y colgó la túnica en un perchero. Entré tras ella. HabÃa un lienzo nuevo montado sobre un caballete.
…Estuviste trabajando.
SÃ, pero creo que hay puertas que aún no he podido abrir señaló.
Tal vez debas buscar a un maestro que te ayude a sacar eso que llevas dentro le dije, acariciándole el mentón con el dorso de mi mano.
Ella sonrió, como si ese maestro pudiese ser yo.
La obra en cuestión era una absurda mancha verde situada en la parte baja del cuadro.
De pronto, el gato maulló desde el living.
Tengo que ir al supermercado dijo Flavia.
Vamos. Te llevo en el auto.
Al salir de la habitación me sentà feliz por no tener que seguir contemplando aquella basura.
Mientras ella hacÃa las compras, yo me quedé en mi viejo Fitito, fumando el último cigarrillo que me quedaba. Desde hace muchos años, solo puedo fumar Rockwell. Me gustan, porque están hechos con tabaco genuino, del que ya no abunda, y, además, vienen presentados en cajillas que reproducen las hermosas pinturas de Norman Rockwell. En la que tenÃa en mis manos, se ve a un hombre, subido a una escalera, que está ajustando las agujas de un enorme reloj de la calle. Tiene una ceja levantada y para saber la hora exacta consulta su reloj de bolsillo, que sostiene en la palma de la mano. Es un veterano, con todo el aspecto de que ha realizado siempre ese trabajo. La confianza que hay su rostro casi lo convierte en una figura simbólica.
Cuando regresamos al apartamento y vi el contenido de las bolsas me querÃa morir. Al gato le habÃa comprado jabón, champú, un cepillo, un peine, leche, cinco latas de sardina, tres latas de atún, dos paquetes de galletas.
¿Me compraste cigarrillos? pregunté.
No vi los tuyos me explicó.
No pude saber si era una excusa o decÃa la verdad. Los cigarrillos Rockwell ya no son populares.
Saqué lo último que quedaba en una de las bolsas. Eran cereales de chocolate. Al tiempo que estiraba una mano, comenté:
Son mis favoritos.
Apuesto a que sà dijo Flavia. Apartó la caja de mi vista y añadió: …Pero son del Señor Relámpago.
Sirvió leche con cereales, y sardinas en sendos platos que habÃa junto a la canasta.
Cuando el Señor Relámpago sintió el ruido apareció de inmediato, maullando de pura felicidad, y se puso a comer.
¡Dios Santo! exclamé.
¿Qué?
El gato habÃa estampado sus huellas en la alfombra. Eran verdes, y venÃan desde el atelier.
Mi novia se precipitó en la habitación y yo la seguÃ.
El lienzo que estaba pintando Flavia habÃa sido modificado. Ahora, de aquella absurda mancha verde, brotaban unas lÃneas del mismo color.
Parece que alguien saltó sobre la tela señalé.
Ella estaba tan sorprendida que demoró unos segundos en reaccionar. Finalmente expresó:
Es…
… Un maldito gato.
… ¡Es genial!
¿Qué?
¿No lo ves? La obra, es genial.
¿Te parece?
Claro. Observa estas lÃneas verdes. Escapan de una masa enredada y se elevaban raudas, flexibles, con una leve inclinación hacia el ángulo superior derecho, como si buscaran una salida.
Simplemente saltó sobre la tela húmeda y…
Trazos largos y frescos.
… lo ensució.
Sólo un espÃritu magnÃfico podrÃa ser capaz de transmitir esta sensación de libertad de un modo tan desenfadado y seguro.
¡Un condenado zarpazo! dije acercándome al lienzo. Se notan claramente las marcas dejadas por las uñas del gato.
SÃ, hay mucha creatividad y energÃa.
Demasiada energÃa agregué señalando un punto concreto de la tela. Aquà estuvo a punto de romper el lienzo.
No seas tan severo con él, está aprendiendo a controlar sus movimientos. Si tuvieras que pintar con las uñas tampoco te serÃa fácil.
Yo no podÃa creer lo que estaba escuchando. Llegué a pensar que Flavia se estaba burlando de mÃ, pero no tardé en comprender que hablaba muy en serio. Y aquello era solo el principio.
Mira dijo ella, mostrándome una tablita de madera con restos de pintura que habÃa sobre su escritorio. El Señor Relámpago no solamente saltó sobre el lienzo fresco como tú dices, también utilizó la paleta.
Era cierto. El gato habÃa caminado sobre los colores.
¡Pero fue de pura casualidad!
No. Él los mezcló con sus patitas hasta lograr la tonalidad que necesitaba.
¿Pero qué dices? Los gatos ni siquiera ven todos los colores. No tienen la percepción tan afinada como los humanos.
Bueno, eso solo lo hace más meritorio.
¡Estamos hablando de un estúpido gato!
Flavia apoyó un dedo Ãndice en mi pecho, como si fuera un arma, y dijo:
No te atrevas a insultarlo.
Luego me sujetó de un brazo. Pensé que iba a echarme a la calle, pero me llevó hasta la biblioteca del living. Sacó un libro del estante y lo abrió frente a mÃ.
Allà se veÃa a un gato pasando sus patas sobre un lienzo lleno de colores.
En las siguientes páginas habÃa otros gatos, mostrando sus obras maestras.
Estaba sorprendido.
No sabÃa que era una práctica corriente reconocÃ.
Existen testimonios de gatos pintores desde hace mucho tiempo.
En el mismo libro habÃa un par de documentos que le daban la razón. En una foto se apreciaba una antigua vasija ilustrada con un gato empeñado en pasar sus patas sobre una tela. También habÃa un grabado que mostraba a un «felino artista» en plena acción.
Supongo que el método consiste en ensuciarle a un gato las patas con pintura, y luego esperar a que intente limpiarse en el lienzo.
No dijo ella con obstinación. Creo que es más simple que eso. Existen felinos artistas, y el Señor Relámpago es uno de ellos.
Me sentà superado. No querÃa una nueva discusión. Contuve la cólera y dije:
SÃ, eso parece. …Voy a comprar cigarrillos.
Fui hasta mi auto, lo encendà y salà a buscar los Rockwell. Después de una búsqueda infructuosa por unos cuantos comercios, regresé a mi casa.
En el transcurso de la semana llamé por teléfono varias veces a mi novia, pero nunca estaba. Cuando finalmente la ubicaba, me decÃa que no podÃa recibirme, porque tenÃa que ir a retirar un dinero o una encomienda que le llegaba del exterior. La única fuente de recursos de Flavia era el dinero que su padre, embajador en Francia, le enviaba. Pero a mà me daba la sensación de que mentÃa. No la vi ni el sábado ni el domingo. Comencé a temer lo peor.
El lunes le di los últimos retoques a mi último óleo. Un bosque. HabÃa pintado los árboles desde abajo, con una perspectiva exagerada, para resaltar la altura. Aquella imagen tenÃa algo grandioso, capaz de inspirar a los hombres a ser más grandes de lo que eran.
DÃas después, llevé el lienzo hasta una cuadrerÃa y lo mandé enmarcar. Cuando estuvo pronto lo cargué en el Fitito y fui hasta el Centro Nacional de Exposiciones. HabÃa un importante concurso de pintura y tenÃa esperanzas de obtener el primer premio.
Ese era el lugar en el que un artista debÃa estar si querÃa llegar a lograr algún reconocimiento. El concurso anual, que estaba a punto de realizarse, podÃa hundir o levantar el trabajo de cualquiera. El público, los marchantes, los crÃticos, la prensa, y los propios expositores sabÃan esto. El edificio, un palacete art decó, habÃa sido construido por los arquitectos del general Máximo Santos. Los pisos, las columnas, la escalera de mármol, y las lÃneas elegantes, caracterÃsticas de este estilo, brindaban el marco apropiado para las obras de los pintores.
Pasé a través del amplio salón, caminando sobre una alfombra roja, y me dirigà a la oficina de admisión. Un grupo de obreros atornillaba unos rieles en las paredes, que iban a servir para colgar los cuadros. ParecÃan estar ajustando los últimos detalles. El sitio lucÃa limpio y bien conservado.
Le entregué la obra a una funcionaria y ella me dio un número de inscripción. Ganar el concurso no solo me iba a dar cierto alivio económico, sino también la posibilidad de impulsar mi carrera artÃstica. SabÃa que no era fácil, pero tampoco imposible.
El viernes visité a mi novia. Pensé que a esa altura ya se le habrÃa pasado la locura de tener un gato pintor, pero me equivoqué. Estaba peor que nunca. HabÃa decidido dejar de pintar, para dedicarse exclusivamente a impulsar la carrera artÃstica de su gato. Me pareció que descargar sus frustraciones en un pobre animal era una conducta patológica, aunque obviamente no comenté este punto. El Señor Relámpago se habÃa apropiado del atelier. Todo habÃa sido dispuesto para que él trabajara de la mejor manera. En el piso habÃa tapas de frascos, conteniendo pinturas de diferentes colores. Contra la pared se destacaba un lienzo repleto de manchas, y otros en blanco, esperando que el artista se inspirara.
Desde hace dos dÃas está sufriendo un bloqueo artÃstico dijo Flavia. ConfÃo en que lo va a superar.
El gato dormÃa en la canasta. Estaba tan gordo que sentà ganas de patearlo.
No está bloqueado afirmé. Simplemente ha comido como un rufián, y ahora disfruta una siesta.
¡Oh, claro, tal vez sea solo eso! expresó ella. Empezaré a darle menos comida.
El gato abrió los ojos y giró la cabeza hacia mÃ. JurarÃa que me miró con odio.
Le comenté a Flavia que habÃa mandado un óleo al concurso del Centro Nacional de Exposiciones, pero no hizo ningún comentario. Siguió hablando de su mascota como si nada, e insistió en mostrarme los lienzos que él habÃa pintado. Eran demasiados, y horribles.
Almorcé ese dÃa con ella y quedé en pasarla a buscar el fin de semana, para ir a algún sitio divertido.
El sábado la llamé por teléfono, para confirmar la salida, pero me dijo que le dolÃa la cabeza y que preferÃa estar sola. Le respondà que no habÃa problema y que la llamarÃa después. Obviamente sucedÃa algo muy raro. Estaba evitándome desde hacÃa dÃas.
Me coloqué una peluca que habÃa sido de mi abuelo, me puse unos anteojos negros, y me vestà con un traje gris que no utilizaba desde hacÃa años. Saqué el auto del garaje y partÃ. En el camino vi una de esas bicicletas de tres asientos, que se habÃan hecho tan populares. Al frente iba un vecino del barrio, y en los asientos de atrás sus dos esposas. Todos pedaleaban felices. No pude evitar pensar en lo solo que me sentÃa.
Estacioné a dos cuadras de la casa de Flavia. Con el mayor de los sigilos, fui caminando hacia allÃ.
Desde la esquina, semioculto por una volqueta de escombros, espié las ventanas.
Eran las nueve de la noche. Estaba en la casa. Aguardé.
Salió al cabo de dos horas. LucÃa un hermoso vestido negro y llevaba en brazos al gato.
Paró un taxi y se marchó.
Corrà hasta el Fitito.
El corazón amenazaba con estallarme en el pecho.
No sabÃa qué iba a ocurrir, pero tenÃa la certeza de que no serÃa nada bueno.
Los seguà hasta que se detuvieron frente a un boliche llamado Club de Arte.
El sitio estaba a más de veinte cuadras del Sector Oeste, pero seguÃa sus lineamientos, lo que hablaba a las claras de los intentos expansionistas de los sediciosos. La puerta tenÃa forma triangular, y la fachada reproducÃa diseños de Kandisnky.
Dejé que entraran. Esperé un minuto, fui tras ellos, me ubiqué a las espaldas de mi novia, en un sitio en penumbras, y pedà un whisky. Desde allà podÃa observarlos sin que me vieran.
HabÃan elegido una mesa cerca del escenario. Ella bebÃa un Martini y el Señor Relámpago un plato de leche.
Cuando reparé en las paredes del local recibà un shock: estaban decoradas con los cuadros del Señor Relámpago. Yo habÃa conseguido mi primera exposición luego de décadas de paciente aprendizaje, y este gato, que manchaba lienzos desde hacÃa poco más de un mes, ya tenÃa la suya.
Comencé a transpirar, pero no me quise quitar la peluca ni los lentes, por las dudas.
La clientela parecÃa flotar entre el humo azul de los cigarrillos. La mayorÃa de los asistentes tenÃa modales afectados y vestÃan unas estrafalarias túnicas con pinturas abstractas. Me sentÃa fuera de lugar.
Esperé que un hombre se sentara junto a mi novia, pero esto nunca ocurrió. De tanto en tanto, para mi desesperación, ella le acariciaba el lomo al animal, y él le correspondÃa frotándole el brazo con su cabecita peluda.
Al cabo de un rato, un sujeto de traje y galera negra apareció sobre el escenario y anunció al primer artista. Un hombrecito vestido con una de aquellas ridÃculas túnicas subió al escenario con un banquito bajo el brazo. Dijo que iba a interpretar una composición de John Cage, titulada «4 minutos y 33 segundos». Acto seguido se sentó sobre el banquito y se puso a mirar su reloj pulsera. Cuando se cumplieron los cuatro minutos con treinta y tres segundos, se paró y saludó al público. Un estallido de aplausos coronó su actuación. Luego tomó el banquito y se marchó.
El segundo número de la noche estuvo a cargo de una mujer. También fue un pretencioso ejercicio de música concreta. La obra, una composición de su autorÃa, se llamaba «El triunfo del inconsciente». Colocó varios relojes despertadores dentro de una caja, y los destruyó con un martillo. La gente la aplaudió a rabiar.
El último en actuar fue un trompetista. Fue anunciado como el Gordo Fredy. Caminaba con una leve cojera en la pierna izquierda. Era, además de obeso, alto. TenÃa ojos saltones y ricitos rubios. Sentà que ya lo conocÃa de algún lado, pero no pude recordar. Me sequé el sudor que me corrÃa por la frente, y pensé que finalmente iba a poder presenciar algo de mi gusto. Primero intentó algún tipo de fusión muy bien resuelta y luego un tema tradicional con bastante gancho. La virtud principal estaba en su habilidad con el instrumento. Se notaba que ya dominaba la técnica y habÃa podido lograr que la trompeta expresara sus sentimientos con fluidez. Pero, después de un par de temas, nadie lo aplaudió. Eso no lo detuvo. Anunció que iba a tocar un tema de amor, y que iba dedicado a alguien muy especial: Rosita. Después giró sobre sà mismo, ofreciendo su obeso perfil al público. Sobre su cachete inflado brilló un rastro de sudor, iluminado por los focos del escenario. Fue entonces cuando comenzó a ejecutar Lover man. Me dio la impresión de que conocÃa muy bien los atajos, pero no los utilizaba, porque preferÃa hacer unos rodeos morosos que me tenÃan subyugado en espera de los fraseos conocidos que estaban por venir. ParecÃa disfrutar cada momento. Me conducÃa por su propia casa, y cuando pensaba que ya lo habÃa visto todo, él abrÃa una puerta y luego otra y otra… y la maravilla se desplegaba ante mÃ. Estaba extasiado, pero aun habÃa más. Un gran final. Abrió la última puerta y las notas brotaron como pájaros que hubiesen estado atrapados en una jaula.
No sé si fue por el humo de los cigarrillos, o por la música, pero lo cierto es que sentà que mis ojos lagrimeaban. Sin meditarlo, lo aplaudà con entusiasmo. Me detuve cuando noté que era el único que lo hacÃa. El Señor Relámpago tenÃa la cabeza escondida entre los hombros y se habÃa cubierto las orejas con las patas. Ese fue el fin del Gordo Fredy. El presentador de galera apareció por uno de los costados del escenario y, tomándolo de un brazo, lo invitó a retirarse.
Ya lo has visto señaló a modo de explicación, al Señor Relámpago no le gusta tu estilo.
El hombre habÃa dado todo de sÃ. Los cabellos rubios se le habÃan pegado a la frente y se lo veÃa exhausto. No se resistió, dirigió una mirada al gato, que permanecÃa inconmovible, bajó la cabeza y se alejó del lugar dando zancadas y haciendo aún más evidente su cojera.
Me pregunté en qué mundo demencial estaba viviendo, donde la opinión de un gato podÃa pesar tanto. No me parecÃa lógico que un animal decidiera lo que era bueno o malo.
Cuando el mozo me trajo el octavo whisky de la noche, le pedà una cajilla de cigarrillos Rockwell. Me miró como si le acabara de hacer un chiste, y respondió que allà solo se vendÃa Warhol. Para cambiar de tema le pregunté por el Señor Relámpago. Me contestó que era muy apreciado por la comunidad de artistas. VenÃa todas las noches con la misma chica, bebÃa leche en un platito y presenciaba el show. Le di las gracias por la información. Asà estaban las cosas. Mi novia salÃa todas las noches con él, a mis espaldas. Y pensar que yo mismo lo habÃa llevado a su domicilio.
Al término de la función todo el mundo abandonó el Club de Arte.
Esperé a que el Señor Relámpago y Flavia tomaran un taxi, y los seguÃ.
Regresaron a la casa.
Yo habÃa bebido más de la cuenta. Estaba borracho y deprimido. Los espié desde el auto, hasta que la luz del dormitorio de Flavia se apagó y ya no pude ver sus siluetas. Luego regresé a mi domicilio, zigzagueando por calles amargas.
Tomé una fotografÃa de una guÃa de viaje de Tailandia, y de ahà saqué una idea para ilustrar el siguiente número de Selecciones Populares. Unas palmeras, unas olas y una franja de arena blanca; listo. Modificando un poco las hojas de las palmeras conseguà crear la sensación de que habÃa un viento delicioso que soplaba en ese sitio paradisÃaco. Lo ilustré con acrÃlico. Cuando estuvo pronto lo guardé en el portafolio y salà en el Fitito.
A las pocas cuadras, algo llamó mi atención. Detuve el vehÃculo.
En la plaza del General Máximo Santos, un grupo de individuos, ante la mirada incrédula de la gente, corrÃa transportando telas de colores. Eran cuatro y tenÃan sus rostros ocultos con medias de mujer. Después de ejecutar unos pasos de baile, se acercaron a un árbol y lo envolvieron con una tela de color amarillo. Luego envolvieron a otro de rojo, y a un tercero de azul. Vistieron a un cuarto de verde y después se marcharon a toda prisa en un auto negro. Ninguna persona les pidió explicaciones, ni tampoco hizo nada por detenerlos. Me dio la impresión de que nadie supo cómo reaccionar. Se habÃan quedado tan impávidos como la estatua del General Máximo Santos, que reposaba sobre un pedestal, en el centro de la plaza.
La gente continuó con lo que estaba haciendo, algunos paseando al perro, otros descansando en los bancos. Pero las telas de colores que quedaron enroscadas en los árboles eran una clara prueba de que algo habÃa sucedido allÃ. Algo enfermizo.
Encendà nuevamente el coche.
Aceleré.
Llegué al edificio de la revista.
SubÃ.
No vi a la recepcionista.
Abrà yo mismo y entré.
Olariaga estaba tras su escritorio. Pero frente a él no habÃa fotografÃas, sino facturas de deudas y otros papeles, que me parecieron diagramas de circuitos electrónicos. Cuando advirtió que yo fijaba mis ojos en ellos, los apartó rápidamente con una mano y los escondió bajo una revista. Fingà que no me habÃa dado cuenta y le estreché la mano.
Se lo veÃa desprolijo, ojeroso y con barba de tres dÃas. Ni siquiera se habÃa peinado las canas.
Hola saludé.
Hola, Richard…no tengo tu pago, pero… expresó mostrándome sus enormes manos vacÃas.
Sentà una pena instintiva al ver a un hombre tan grande y fuerte prácticamente destruido.
No importa, luego me lo das.
Aún no tengo el número que debió haber salido el mes pasado. Estamos atrasados.
Ya veo… Te traje una ilustración… dije al tiempo que la sacaba del portafolio y la ponÃa sobre el escritorio.
Oh, gracias. Es bueno tener material adelantado.
¿También le diste licencia a la recepcionista?
¿Tú qué crees?
…No te preocupes. La situación mejorará.
Una sonrisa triste se estampó en el rostro áspero.
Seguro. Mejorará. Pero parecÃa imposible. La empresa habÃa tocado fondo. Le di a Olariaga una palmada en la espalda y me alejé.
A la semana siguiente, el Centro Nacional de Exposiciones abrió sus puertas, para que el público pudiese ver las obras que iban a participar del concurso.
Flavia me acompañó, aunque por desgracia no logré deshacerme del gato. Como no querÃa dejarlo solo en el apartamento, lo llevó con nosotros, y todo el tiempo lo cargó en brazos.
HabÃa más de trescientos cuadros expuestos. La mayorÃa era una reverenda porquerÃa. Manchas, lÃneas, salpicaduras y un sinfÃn de aberraciones, que contrastaban con el exquisito estilo art decó del edificio. Mi hermoso bosque no tenÃa nada que ver con el resto de las obras. Al igual que en el Club de Arte volvà a sentirme fuera de lugar. Estaba padeciendo las consecuencias que las vanguardias habÃan dejado en el mundo del arte: Duchamp con su insolente inodoro, Mondrian con sus rayitas, Malévich con su cuadrado negro sobre fondo blanco, Pollock con sus baldazos de pintura. La lista era tan terrorÃfica como interminable. Y la mayorÃa de los cretinos que participaban de la exposición no eran menos temibles.
Cuando el general Máximo Santos vivÃa, el paÃs tenÃa un orden. El arte degenerado no era admitido dentro de nuestras fronteras, pero, tras su muerte, los disidentes habÃan comenzado a importar concepciones estéticas destinadas a socavar los valores con los que creció nuestra generación, la generación de nuestros padres y la de nuestros abuelos. Ahora el paÃs estaba gobernado por una Comisión de Transición, que, lejos de querer asumir compromisos, solo se estaba limitando a planificar unas elecciones democráticas que deberÃan realizarse antes de los próximos tres años. La falta de una autoridad fuerte nos dejaba expuestos a las influencias foráneas. Y el resultado era aquella basura que provenÃa del Sector Oeste, por lógica el más expuesto a la perniciosa influencia de Occidente.
Mientras contemplábamos algunos cuadros mi novia con fascinación y yo con fastidio comenzó a llegar más público.
Después de un rato, vimos que a treinta metros de nosotros se habÃa amontonado un número inusual de gente. Algo parecÃa haber captado poderosamente su atención. Decidimos acercarnos.
HabÃa tres cuadros, de un metro y medio de largo por uno de ancho. Básicamente presentaban rayas de colores, pintadas de forma despareja. Obviamente eran todas obras del mismo pintor. El estilo me resultó conocido. Pedà permiso y me acerqué. En el margen inferior derecho, donde esperaba encontrar la firma, habÃa una huella de gato.
Le dirigà una mirada interrogativa a Flavia. Ella me contestó con una sonrisa:
SÃ.
Apenas podÃa creerlo. El condenado felino no solamente estaba intentando robarme a mi novia, sino que además se habÃa atrevido a desafiarme en mi propio terreno.
Una voz aguda señaló:
¡Adoro al Señor Relámpago! ¡Su exquisito arte es una búsqueda de conocimiento!
El que asà hablaba era un ser andrógino de pelo cortado a serrucho y estúpida sonrisa. VestÃa una túnica con ilustraciones de Rothko.
Sà agregó una mujer vestida de forma similar, es sorprendente: tiene la espontaneidad de un Jackson Pollock y la espiritualidad de un Kandinsky.
Cuando pude advertirlo, habÃa más de veinte personas admirando las obras del Señor Relámpago y tratando de acariciar su lomo, como si fuese un talismán.
Me aparté unos metros. HabÃa un viejito de aspecto afable, que debÃa tener cerca de setenta y cinco años. Era menudo y bajo. Daba la impresión de ser liviano como una pluma. TenÃa cabellos color mostaza en torno a las orejas, usaba unos anteojos redonditos y vestÃa pantalón y camisa negros. Le comenté:
Solo son manchas.
El hombre me respondió con cortesÃa:
Cuando yo era un adolescente pensaba como usted.
¿De verdad? pregunté.
SÃ. CreÃa que solo las obras realistas eran buenas. Un árbol tenÃa que parecerse a un árbol, una casa a una casa y un hombre a un hombre. Los cuadros basados en manchas, lÃneas, cuerpos geométricos o meros colores de ninguna manera podÃan ser considerados obras de arte, por más que los crÃticos inventaran justificaciones de todo tipo. Sin embargo, el paso del tiempo me ayudó a cambiar mi modo de ver las cosas.
Vaya, ¿y qué fue lo que cambió?
Maduré. Aprendà algo que años atrás me hubiese parecido una contradicción: que la pintura no figurativa puede llegar a ser mucho más expresiva que aquella que intenta imitar la realidad visible. Cuando interioricé este concepto mi mundo interior se tornó infinito.
¡Está bromeando! Lo dice solo para fastidiarme.
No. Se lo aseguro. Ahora sé que los colores, las lÃneas y las texturas son capaces de transmitir sentimientos. El observador puede llegar a reconocer en el pintor a alguien que ha vivido o padecido como él. El arte pictórico, al tiempo que se libera de los objetos, se torna simple y efectivo, y logra expresar de un modo maravilloso los movimientos del espÃritu.
El viejito habÃa logrado confundirme. Si esas palabras me las hubiese dicho uno de aquellos personajes estrafalarios y arrogantes no le habrÃa prestado atención. Pero el hombre habló con sinceridad, sin afectación. Nunca intentó reÃrse de mÃ.
Lo invité a ver mi cuadro, que estaba a diez metros, y cuando llegamos le pregunté:
¿Qué piensa usted de esto?
El viejito se ajustó los anteojos sobre la nariz, miró el bosque y señaló:
La persona que lo hizo sabe de composición, de colores y tiene una buena técnica, que seguramente desarrolló a lo largo de mucho tiempo.
¿Y entonces?
Lamentablemente no es una obra de arte.
Pero los árboles son imponentes argumenté. Y parecen estar aquÃ, frente a nosotros. Hasta es posible apreciar los detalles de la corteza.
Él me miró con cierta lástima, como si hubiese comprendido que yo era el autor de aquella obra, y concluyó:
Franz Marc decÃa que las cosas cesan de hablar cuanto más exponemos a la vista su apariencia.
En ese momento alguien lo llamó.
Lo siento se excusó, debo irme.
Richard es mi nombre. ¿Con quién tuve el gusto? pregunté.
Finamore expresó, mientras yo apretaba su mano blanda en la mÃa. Profesor Finamore.
Sonrió y se marchó.
Dejé que mi vista se perdiera en mi propio cuadro, como si deseara llegar hasta los árboles y huir entre ellos. Pero, después de las palabras del anciano, me parecÃa estar frente a un muro infranqueable
Una mano pesada se apoyó sobre mi hombro.
Giré. El gordo Fredy. Ahora que estaba al lado mÃo, pude darme cuenta que además de gordo era fornido. MedÃa arriba de un metro noventa. Al tiempo que su fÃsico transmitÃa una imagen de fuerza y convicción, su cara tenÃa esa expresión de niño eterno que suele verse en muchos músicos. Era regordeta y rosada, con hoyuelos en los cachetes y el mentón. Ojos claros, saltones, color caramelo. Estaba vestido con la gabardina gris. Los risitos rubios le caÃan desordenados sobre la frente.
No le hagas caso me dijo mostrando unos dientes blancos, algo separados entre sÃ. Es un hermoso bosque.
¿Lo dices en serio?
Desde luego. ¿Lo hiciste tú?
SÃ.
…Es muy bueno. ¿Te gusta pintar árboles, eh?
Claro. Es un motivo muy interesante. Casi podrÃa decirse que existe un tipo de árbol para cada personalidad. Los hay orgullosos, serenos, indefensos, melancólicos, tétricos…Yo tomé como modelo unos ejemplares robustos que buscan el cielo y se mantienen erguidos como una inspiración para los hombres.
Puedo verlo… Estuve escuchando lo que ese sujeto te decÃa. Es pura basura, no le prestes atención. Esto pasará, y el arte verdadero volverá a ser apreciado. Volveremos a ver buenos cuadros, ¡y a escuchar buena música! Ahora que su rostro infantil aparecÃa enojado no solo me generaba cierta aprensión, sino también un poco de gracia.
Yo te vi en el Club de Arte le dije.
Ah… fue un error. No era un sitio para mÃ. Solo una persona me aplaudió.
Fui yo.
Pero…
TenÃa una peluca y lentes oscuros.
Oh, entiendo: habÃas ido a espiar a estos farsantes.
…Eh, sÃ.
Este paÃs se está volviendo insoportable por culpa de ellos. Se han tornado muy fuertes en el Sector Oeste de la ciudad, y están en continua expansión.
SÃ…
Si vas al Sector Oeste debes tener mucho cuidado.
Lo tendré.
Naturalmente nuestra vista se desvió hacia un importante contingente de individuos que venÃa caminado por el corredor. Muchos estaban vestidos con túnicas ilustradas con motivos de Kandinsky, Pollock, Miró, Rothko, etc. Otros simplemente lucÃan zapatos, pantalones y camisas negras. Estaba claro, sin embargo, que todos podÃan ser considerados el enemigo.
Los que visten de negro son los peores dijo Fredy.
¿S� ¿Por qué?
Son los dirigentes. El color negro les da un sentido de pertenencia, pero, lo más importante, es que para ellos simboliza germinación en la oscuridad.
Suena peligroso.
Hay que estar atentos.
Lo tomaré en cuenta.
Me entregó una tarjeta en la que habÃa un número de teléfono y la siguiente leyenda: «Gordo Fredy Artista-activista».
Adiós. Estaremos en contacto dijo, se subió el cuello de la gabardina y se alejó arrastrando su pierna, con pasos firmes y decididos, como si quisiese reafirmar su presencia en el mundo.
«¿Qué puede ser tan peligroso en el Sector Oeste de la ciudad?», pensé.
Luego dirigà la vista atrás, y vi que Flavia y el gato estaban rodeados de admiradores, reporteros y camarógrafos.
Estaban filmando al Señor Relámpago para un programa de entrevistas y le sacaban fotos para varios medios. Me acerqué. Un crÃtico dijo que su obra tenÃa «distintos niveles de lectura». Otro destacó la «sorprendente capacidad del artista para extraer de su inconsciente felino verdades que nadie se habÃa atrevido a expresar.» Y un tercero, contemplando unas ridÃculas manchas amarillas, afirmó ver en ellas «el resplandor mÃstico del antiguo Egipto». Nunca nadie habÃa dicho cosas tan hermosas de mis obras, pero ahora todo el mundo se esforzaba en destacar las virtudes del gato.
Suspiré derrotado. No existe fuerza más poderosa en todo el Universo que la perversa idiotez de los medios de comunicación.
Aprovechando que mi novia estaba ocupada con su ya célebre mascota y convencido de mi invisibilidad, comencé a caminar hacia la salida. Antes de marcharme, aún tuve tiempo de escuchar a dos individuos, vestidos de negro, que hablaban sobre la conveniencia de demoler el edificio art decó del Centro Nacional de Exposiciones, para construir en su lugar algo más adecuado a «nuestros tiempos».
Al dÃa siguiente, a las siete de la mañana, encendà el televisor para ver el informativo.
La primera noticia daba cuenta del enfrentamiento a golpes de puño entre dos grupos de vecinos, que no se habÃan puesto de acuerdo sobre la instalación de una escultura en la plaza del barrio. Mientras unos querÃan una alegorÃa del Trabajo, de corte realista, otros insistÃan en que habÃa que colocar una obra abstracta que simbolizara la Libertad. Aquella rencilla era una representación, a escala reducida, de la fractura que dividÃa a la sociedad. De hecho, cada grupo tenÃa el respaldo de las dos facciones polÃticas que tenÃan pretensiones de hacerse con el poder una vez se llevaran a cabo las elecciones. Los lÃderes sediciosos, ahora, tras su amnistÃa y liberación, buscaban aparecer ante el pueblo como héroes.Y por lo visto lo estaban consiguiendo, porque, según las últimas encuestas, el Frente Revolucionario le habÃa sacado una leve ventaja al Partido Conservador.
La noticia principal se referÃa al fallo del concurso de pintura, organizado por el Centro Nacional de Exposiciones. El ganador habÃa sido el Señor Relámpago. Después de lo que habÃa visto, no me sorprendió. Barajé varias posibilidades para aquella decisión. Primero: el jurado habÃa querido darle un escarmiento al resto de los pintores por considerar que practicaban un arte afectado y pretencioso. Segundo: al jurado le gustaban los chistes. Tercero: el jurado era idiota. Probablemente fuera la tercera opción, pero la diferencia ya no era importante.
Una hora después, el Señor Relámpago y Flavia fueron invitados a un programa periodÃstico. Obviamente, los medios de comunicación no iban a dejar pasar la oportunidad de mostrar al gato que habÃa ganado un concurso de pintura.
La entrevista fue insufrible. Al principio Flavia explicó las conductas domésticas y artÃsticas de su protegido. Luego, uno de los crÃticos más influyentes de la ciudad fue invitado a comentar los cuadros. ConocÃa al sujeto y confiaba en que serÃa capaz de desenmascarar el gran fraude. Sin embargo, con el mayor de los desparpajos, se dedicó a hacer una apologÃa del gato pintor. En ese momento comprendà que mi derrota era definitiva. Ahora el Señor Relámpago no solamente serÃa conocido en los circuitos under, sino también en cualquier rincón del paÃs y eventualmente del mundo. En un programa cultural, de otro canal, un hombre criticó el concurso y se dedicó a demoler sistemáticamente todo lo hecho por el Señor Relámpago. Me provocó un gran regocijo, que cesó tan pronto como me enteré de que era uno de los espacios con menos rating de la televisión.
Estuve un mes y medio sin hablar con mi novia. Aunque me morÃa de ganas de verla, no la llamé. Supuse que si ella hubiese tenido ganas de verme se habrÃa puesto en contacto conmigo, y no lo hizo. La vi a ella y al Señor Relámpago en incontable cantidad de programas de televisión. Las radios, las revistas y los diarios tampoco escaparon a la fascinación del felino. Naturalmente, no todos los programas le eran favorables, y algunos lo criticaban abiertamente, pero eran los menos. La mayorÃa le dedicaba espacios inusualmente grandes y no escatimaba elogios. Los medios habÃan armado una gran conspiración contra el buen gusto. Pero aún faltaba lo peor. HabÃan anunciado que el gato serÃa protagonista de un evento a realizarse en el Sector Oeste, en la llamada Plaza del Conocimiento.
Cierto dÃa, mientras deambulaba por las calles, triste, solitario y pasado de copas, vi algo que me hizo contener el aliento. Creà que me morÃa. En un kiosco estaba el último número de Selecciones Populares, ilustrado nada más ni nada menos que con una pintura del Señor Relámpago.
Era una mancha violeta, salpicada con manchas de otros colores. Juro que no era más que eso. La aberración más grande que alguien pueda concebir. TenÃa el estilo inconfundible del Señor Relámpago. Para que no me quedaran dudas, en el margen superior izquierdo habÃa una foto del felino. Compré una revista, crucé la calle, fui hasta la plaza del General Máximo Santos y me senté en un banco.
Miré nuevamente la portada, y la encontré más horrible que antes.
Pasé rápidamente las páginas. De inmediato advertà una brusca modificación en la estética habitual. La diagramación era más desprolija. Las lÃneas de los márgenes ya no estaban hechas con regla, sino dibujadas a mano alzada. Los tÃtulos estaban en manuscrita. También vi otros hechos con letras de molde de distinta tipografÃa, lo que hacÃa parecer que un niño hubiese estado jugando con ellas. HabÃa grandes espacios desperdiciados, por ejemplo, una página estaba en blanco, salvo por una viñeta amorfa que no ocupaba más de un octavo del espacio disponible colocada en el ángulo inferior derecho. No habÃa ilustradores de calidad. Conté como cuatro arañazos (no podÃan llamarse ilustraciones) del Señor Relámpago, y tres o cuatro de otros sujetos que daban muestra de jamás haber pasado por una escuela de dibujo.
En cuanto a los textos… bueno, no los leà en profundidad, apenas si los miré, pero lo que vi no me gustó. Advertà un lenguaje vulgar en alguno de ellos, y una página, que se suponÃa estaba dedicada a la poesÃa, no tenÃa nada de eso. Hallé los versos incongruentes… ni siquiera era posible saber a qué tema hacÃan referencia. HabÃa también un artÃculo dedicado a repasar la trayectoria meteórica del Señor Relámpago, pero no lo quise leer. Me sentÃa enfermo. Arrollé la revista, me paré y la arrojé en un cesto de basura. Luego fui hasta un teléfono público, ubicado en uno de los extremos de la plaza, y llamé a Olariaga.
Me atendió la recepcionista y me pasó con él.
…¿Cómo pudiste…? lo increpé.
Lo siento, Richard. Iba a decÃrtelo.
Pero yo siempre estuve contigo.
Lo sé… pero las ventas han descendido de forma alarmante. No podÃa seguir asÃ. Fue necesario hacer un cambio drástico…y funcionó.
SÃ, tomaste nuevamente a la recepcionista.
Y no solo a ella, sino también al resto de los trabajadores. La revista se agotó en menos de siete dÃas. Tuve que reimprimir el número. Eso no pasaba desde hacÃa por lo menos…
Diez años.
Asà es. Richard… no es nada personal, es solo que tu estilo estaba muy anticuado, y el Señor Relámpago le dio a la revista un toque novedoso y artÃstico…
HabÃa llegado al lÃmite. El gato no solamente me habÃa quitado a mi novia, sino también mi empleo. Estaba destruido, pero al menos sabÃa que mi vida tenÃa finalmente un propósito: matar al Señor Relámpago.
¿Qué me dices de mi trabajo?
Puedes conservar tu trabajo, si actualizas tu estilo.
Ya habÃa escuchado demasiado. Corté.
En el momento en que salà de la cabina, una inusual alteración en los colores de la plaza llamó mi atención. Me quedé estupefacto. Las telas de colores que vestÃan los árboles habÃan sido retiradas. Sin embargo, un crimen aun mucho más grave habÃa sido perpetrado en la plaza. La estatua del General Máximo Santos habÃa sido pintada con franjas horizontales de color rojo, verde, amarillo, azul, violeta… Y para rematar la blasfema acción, los delincuentes habÃan cubierto su cabeza con una bolsa de papel. Un anciano, con la ayuda de una rama, estaba intentando retirarla. Luego de algunos esfuerzos lo consiguió, pero lo que reveló fue aun peor: la cabeza del prócer habÃa sido sustituida por una de plástico del Pato Donald.
Regresé a mi casa, saqué el Fitito del garaje y puse rumbo al domicilio de Flavia.
Estacioné. Bajé y golpeé. Nadie me abrió. Me llamó la atención tanto silencio. Miré por las ventanas y me llevé una desagradable sorpresa. No solo no habÃa nadie en el apartamento sino que tampoco habÃa nada: mi novia y su peludo amigo se habÃan mudado.
Le pregunté a una vecina si sabÃa a dónde se habÃan ido. La mujer me respondió que creÃa que al Sector Oeste, pero ignoraba la calle.
Le di las gracias. Subà nuevamente al auto y partà hacia el Sector Oeste.
Después de una hora, llegué hasta la avenida Las Señoritas de Avignon. SabÃa que al cruzar esa calle dejarÃa automáticamente el Sector Este para internarme en el Oeste. Esperé que cambiara la luz del semáforo. Suspiré y aceleré.
Manejé despacio, para poder presenciar aquel mundo. SabÃa que allà ocurrÃan cosas raras y por esa razón nunca habÃa querido internarme en él, pero ahora no tenÃa más remedio.
La arquitectura de los edificios comenzó a resultarme cada vez más extraña, conforme avanzaba. Al principio habÃa diferencias pequeñas, como una puerta más grande de lo normal, una ventana de dudosa simetrÃa, una pared pintada de un modo extraño, otra decorada con fierros retorcidos.
A las tres cuadras, advertà que los números de las viviendas no seguÃan un orden cronológico. Estaba casi seguro de que existÃa un patrón determinado, pero carecÃa del código que me permitiera descifrarlo. Cuando creÃa haber descubierto una secuencia, me encontraba con una nueva que daba por tierra con mis esfuerzos.
Más tarde, en las placas de los números comenzaron a mezclarse letras, y luego, en el colmo de mi desconcierto, los números y las letras fueron sustituidos por signos desconocidos.
A medida que los colores de las fachadas se hacÃan más personales, la arquitectura se tornaba más estrafalaria. Comencé a ver casas sin ventanas, y luego sin puertas, o aberturas que juzgué poco prácticas. Las tradicionales formas de los edificios habÃan sido sustituidas por los más variados cuerpos geométricos, tales como pirámides, conos, esferas, y sorprendentes combinaciones. En ocasiones, los resultados eran tan extravagantes que me parecÃa imposible que alguien pudiese vivir en ellos. Llegué al extremo de ver una casa anaranjada, de forma cúbica, de apenas veinte centÃmetros de lado. TenÃa una puertita e incluso una chapa con un signo, pero era ridÃculamente pequeña. Me detuve perplejo, preguntándome quién podrÃa habitar en semejante sitio. Entonces la puertita se abrió, y salió un perro pintado de amarillo. Me dirigió una mirada inquisitiva, como si se hubiese dado cuenta de que yo no pertenecÃa a aquel sitio. Avergonzado, giré el rostro y aceleré.
En una esquina vi una aglomeración de personas. Estacioné el auto y descendÃ.
HabÃa media docena de esos sujetos vestidos con túnicas parados frente al escaparate de una tienda.
Le pregunté a uno de ellos si conocÃa el paradero del Señor Relámpago.
Me contestó en una lengua que no entendà y luego me dio la espalda.
Estaban mirando un televisor. Aquello no tenÃa nada de especial, salvo por el hecho de que el programa me resultaba incomprensible. Unas figuras geométricas de colores planos se desplazaban de izquierda a derecha de la pantalla, como si flotaran. A intervalos irregulares algunas de ellas se partÃan o explotaban, dando asà lugar a nuevas formas. A veces los colores se salÃan de las lÃneas y contaminaban los bordes de las superficies ajenas. No entendÃa cómo algo tan simple podÃa haber captado el interés de las personas, que abrÃan la boca y gesticulaban de un modo extraño.
Cuando estaba a punto de marcharme, un vehÃculo se detuvo cerca de mÃ, junto al cordón de la vereda.
Era el gordo Fredy en su camioneta gris.
Hola… finalmente te animaste a verlo con tus propios ojos me dijo sacando la cabeza por la ventanilla.
Me acerqué y le pregunté:
SÃ. ¿Sabes qué es todo esto?
Claro. Al principio yo estaba tan perplejo como tú, pero con el tiempo lo comprendÃ. Señaló a las personas y agregó: Ellos están viendo el informativo.
¿Qué?
Lo que oyes. Tienen su propio canal de televisión y sus propios programas. Se comunican en su propio lenguaje. Poseen códigos secretos. Y avanzan…
¡Dios…esto es peor de lo que imaginé!
Y aún no has visto todo. Introducen mensajes cifrados en la publicidad; planifican cosas terribles. ¿Pero qué haces tú por aqu�
Quiero deshacerme del Señor Relámpago.
¡Bien! ¡Te ayudaré!
Gracias.
Pero debes comprender una cosa… el gato no es el único problema. Hay mucho más que eso. ¡Tenemos la misión más importante que puedas imaginar! ¡Debemos luchar por preservar nuestro sistema de vida, nuestras costumbres! ¡Nuestro modo de concebir el mundo!
Lo sé. ¿Viste lo que le hicieron a la estatua del General Máximo Santos?
Me enteré hace unos minutos. Unos amigos activistas me avisaron por teléfono. La semana pasada le di una a paliza a un grupo de tres subversivos. Hay muchos grupos operando en distintas zonas… Son gente del Sector Oeste infiltrados entre nosotros. Están financiados por el Frente Revolucionario. No me sorprenderÃa saber que en nuestro sector se hacen pasar por personas respetables. ImagÃnate: policÃas, maestros, jueces…
Me hubiese gustado quitarle dramatismo a las palabras de Fredy, pero no podÃa olvidar que me habÃa quedado sin trabajo porque la revista que me pagaba el sueldo habÃa decidido cambiar su lÃnea estética.
¿Tú sabes dónde encontrar al gato? pregunté.
Fredy me palmeó la espalda y sonrió como un niño que se apronta a realizar una travesura.
Metió una mano en su sobretodo, sacó un recorte de periódico y me lo mostró. HabÃa un pequeño recuadro, subrayado con lapicera roja, en el que se leÃa: «El Señor Relámpago se presentará este domingo, a las doce de la noche, en la Plaza del Conocimiento».
Es hoy. Lo sabÃa desde hace algún tiempo, pero habÃa olvidado la fecha. ¿Y tú conoces ese lugar?
Desde luego, hace meses que investigo a estos sujetos.
Y supongo que también tienes un plan.
Exacto. Acompáñame a mi casa y te lo explicaré.