«El otro mesías», Pé de J. Pauner
Agregado en 10 junio 2012 por dany in 231, Ficciones, tags: CuentoMÉXICO |
A la memoria de Oscar Wilde
Preguntó a los ancianos y ellos respondieron como se les había enseñado y tal como enseñaban. Eran preguntas profundas y difíciles de responder. Y tan sólo tenía doce años y los ancianos se maravillaban de sus conocimientos. Entonces comenzaron a separarse del grupo que se había formado en torno a él. Como se separan los hilos de una red, la gente comenzó a apartarse. Quedaron algunos de los viejos maestros pero ya no le escuchaban como antes; levantaban la cabeza, miraban la muchedumbre que se formaba en otra parte. Le dejaron ahí, sentado y solo. No esperaba que pasara aquello. Se acercó a la muchedumbre que se había formado en torno a alguien.
Una pareja ansiosa entró por una de las puertas. Buscaban algo, preguntaban. Se abrió paso a través de las personas. Ahí estaba, un muchacho de su edad, en medio de los ancianos que le escuchaban con más asombro y más atención que la que a él le habían prestado. Se asombró: pronunciaba palabras sabias. No. Palabras de Poder. La realidad parecía doblarse en torno a él, a cada invocación de sonido, de grupos de sonidos que formulaban palabras, frases completas. Revelaciones. Entonces comprendió. Una palabra acudió a su mente. Benedictus… El otro estaba bendecido con el bien decir. Pero el bien decir también era un don de su propia persona. Lo pensó un instante. El otro no usaba las mismas palabras que él, eran fundamentalmente distintas en fondo y forma: como la luz y las tinieblas. En un instante que duró lo que un relámpago ambos se miraron. Se reconocieron. Pudieron ver el uno en el alma del otro. Sería una guerra de voluntades. Su enemigo estaba ahí. Su rival. Aquel ladrón que le robaba la atención que se merecía pronunciaba palabras que él mismo podía haber dicho… si se lo hubieran permitido.
La pareja recién llegada se movió entre el gentío. La mujer pasó a su lado, rozó su brazo. La miró pasar. La gente se retiró poco a poco, sin dejar de comentar, de alabar al niño aquél, de hacer suposiciones:
—Llegará a ser profeta algún día. —La envidia atenazó su corazón, era como un águila que descendía lenta y hacía un nido pesado en su alma. Detrás de una columna escuchó todo, atentamente, sin perder detalle.
—Tu padre y yo hemos estado buscándote con angustia, hijo mío…
El hijo respondió a la vez:
—¿Por qué? ¿No saben que debo estar en casa de mi Padre?
Pensando salió, los dejó atrás. Tenía pesar en su corazón. Se sentó en la escalinata del Templo esperando, pero su madre tardó mucho en llegar y encontrarlo. Atardecía, quedó solo. Una mujer que buscaba en la calle lo localizó en la escalinata. Él no se movió.
—¡Hijo mío! ¡Me he angustiado creyendo que algo malo te había sucedido!
—¿Por qué? —dijo él—. ¿No sabes que debo estar en los asuntos del Padre?
Se quedó en silencio. Supo que sus palabras no eran originales. Su madre no entendía de qué hablaba y cabizbajo regresó, cogido de su mano, sumido en reflexiones que nunca antes había conocido.
La fama del otro le acompañó mientras crecía, no importaba qué hiciera, el otro realizaba prodigios mayores y lo opacaba. Huyó al desierto. Cuarenta días anduvo errante. Ayunó todo ese tiempo. Subió a las cuevas abiertas en la roca: bocas que prometían engullirlo en abismos profundos. Encontró al hombre de negro que comía un pedazo de pan, envuelto en recias alas que le cubrían de pies a cabeza. Su rostro era el de un rey y un ángel.
—¿Tienes hambre? —Asintió, esperó que el hombre le ofreciera pan. —Si eres quien crees que eres, convierte estas piedras en pan.
Contempló sus manos. «Demasiado fácil», pensó. Podía hacerlo. Vio cerca de sus sandalias polvorientas una piedra enterrada de buen tamaño. Se inclinó y recogió el pan. Comenzó a comerlo ante el asombro del otro.
—¿Quién eres? —dijo el hombre de negro.
Las palabras fueron puestas en sus labios y las pronunció sin titubear.
—Tú sabes quién soy…
—No sé tu nombre… pero no es a ti a quien espero…
El hombre de negro salió de entre las sombras del fondo, su rostro era como el de un hombre y una mujer. Como el de un ser orgulloso y triste a un tiempo. Su tristeza le maravilló. Pasó a su lado y olía a incienso, a sacrificios quemados. Aguardó en la frescura de la cueva y el hombre de negro alcanzó el borde. Alguien más estaba con él. Escuchó una conversación extraña. La voz del hombre de negro, que podía ver desde las sombras, se escuchó primero:
—Si eres hijo de Dios, ordena que esta piedra se convierta en pan.
La otra voz resonó en la cueva:
—Está escrito, no sólo de pan vive el hombre.
El hombre de negro tenía el rostro como el de un macho cabrío y como el de una mujer lasciva. Te daré todos estos reinos —continuó la voz del tentador—, porque me han sido dados y podré dárselos a quien yo quiera si me rindes un acto de adoración.
—Está escrito, es a Dios, tu Señor, a quien sólo debes adorar.
Las voces parecían caer desde algún lugar elevado y lejano. Salió. No había nadie. Pero las voces siguieron cayendo a raudales. La voz tronó, como un torrente que le envolvió y opacó la voz del tentador: Está escrito: no debes poner a prueba a tu Dios… Supo lo que había pasado. Entonces lloró, en medio de la desolación, en el desierto, y la arena se tragaba las lágrimas en cuanto caían.
—¡Yo también he sido bautizado, pero a mí Satanás no me ha tentado! —gritó.
—»Que aquél que busca continúe buscando hasta que encuentre. Cuando encuentre se turbará» —¿Quién soy? Escuchó una voz en su cabeza—. «Cuando se turbe, se sorprenderá y regirá sobre Todo.»
La muchedumbre le seguía de cerca. Se movía apenas un poco, bajo el árbol, y todos se movían con él, como un mar de manos presurosas, pidiendo más, más y más parábolas.
—»Si sacas lo que está dentro de ti, lo que saques te salvará» —¿Quién pone estas palabras en mis labios» —. «Si no sacas lo que está dentro de ti, lo que no saques te destruirá». —¿Quién hace brotar estos dichos de mi boca?
Rostros sudorosos, arrobados, que reflejaban la luz de un entendimiento cuya fuente no era terrena.
—»Les daré lo que ningún ojo ha visto, y lo que ningún oído ha escuchado y lo que ninguna mano ha tocado» —¿Cuál es mi destino?—,» y lo que nunca se le ha ocurrido a la mente humana.» —Un océano de seres ávidos.
Cualquiera de ellos le defendería de ser necesario; alguno llevaba una espada que no podía figurarse cómo había conseguido. El filo del arma destellaba en la mañana clara y plácida. El calor ascendía en ondas llameantes desde el suelo pedregoso.
—¡Rabí! Nosotros, tus discípulos, ¿a quién nos parecemos?
—Ustedes son como niños sentados en un campo que no es suyo. Cuando lleguen los propietarios, dirán ellos, recuperemos nuestro campo —¿Quiénes son estas personas, estos seres arrojados a la materia vil?—. Se desnudarán en su presencia para recuperar su campo y para que se lo devuelvan a ellos. —¿Por qué sé que me han sido prestados, otorgados en renta, que no me pertenecen?— Por lo tanto les digo que si el dueño de la casa supiera que viene el ladrón, empezaría su guardia antes de que viniera y no le dejaría horadar la casa que le pertenece para que se lleve sus bienes. —¿Y por qué les hablo en parábolas?— Por lo tanto, ustedes estén en guardia contra el mundo…
Y él no supo lo que se decía de su persona porque se alejó de ahí. Caminando llegó al lago de Genesaret. Encontró tres hombres. Lavaban sus redes en la orilla. Dos barcas estaban sobre la arena. Los pescadores tenían el rostro compungido.
—Ayúdame a subir a tu barca —le pidió a uno de ellos.
—Maestro, te ayudaré si tú me ayudas… mira que hace días se ahogaron varios hombres y el lago se ha maldecido por eso. Si lo que se dice de ti es cierto, ¿podrías llenar nuestras redes otra vez?
Le respondió al pescador:
—Llévame en tu barca a lo más profundo del lago, porque a ti y a tus socios haré pescadores de hombres.
Se alejaron de la orilla y la gente que le había estado escuchando miró cómo las redes se hinchaban y ellos jalaban con fuerza porque estaban llenas y pesaban. Entonces uno de los pescadores soltó la red y cayó hacia atrás, pero el otro, horrorizado, la sostuvo con más fuerza pues los cuerpos de los ahogados estaban enredados en la red. Sobresalían sus brazos entre los agujeros y los dedos como garfios y podían verse las mandíbulas dislocadas.
Desde la orilla gritaron las mujeres. Otra barca se acercó. Izaron a los muertos. La barca se inclinó y casi los arrojó a todos al agua. Remaron a la orilla y aunque no tuvieron peces ese día, pudieron sepultarlos y le agradecieron el milagro.
Delante de una casa se arremolinaba la muchedumbre, intentando mirar. Con unas cuerdas y con mucho cuidado hicieron descender a un paralítico en medio de la gente en la casa. El polvo cayó entre ellos y miró hacia arriba y cómo hacían descender la camilla.
Unos fariseos que habían sido llamados al lugar al escuchar los hechos que le glorificaban, se encontraban entre los primeros y miraron.
—Hombres con fe… —dijo él.
Los fariseos murmuraron entre sí y señalaron entre sus vestiduras al hombre en la camilla.
—Tus pecados te son perdonados —pronunció, inclinándose ante el enfermo.
Uno de los fariseos se adelantó:
—¿Con qué autoridad perdonas tú los pecados? Eso sólo puede hacerlo el Padre…
—¿Qué es más fácil de entender para ti, el decir a alguien que sus pecados le son perdonados o decirle «Levántate y anda»?
Y en cuanto dijo estas palabras el hombre se levantó de la camilla y la tomó, así como las telas que lo cubrían y dio gracias de hinojos al Maestro. La muchedumbre se apartó y el hombre salió caminando de la casa.
—¡Maestro! ¿Qué has hecho? —preguntó uno de los discípulos, escandalizado.
—Que él se ha levantado en cuanto he dicho «Levántate y anda» pero no era mi intención que se fuera… —murmuró y ellos no escucharon.
—¡Rabí, ese hombre asaltaba los caminos desprotegidos y apuñalaba a sus víctimas antes de robarlas! —gritó el discípulo—. ¡Ahora volverá a las andadas…!
Llegaron a la casa del recaudador de impuestos y este había dispuesto una mesa para él y sus discípulos. También acudieron otros recaudadores invitados de la región, y los fariseos, que habían logrado entrar, le preguntaron por qué tenía amistad con hombres como aquellos.
—Un médico acude donde están los enfermos, no donde están los sanos…
—¿Por qué los discípulos de Juan y los nuestros, que son seguidores de la ley, ayunan, y los tuyos cantan y beben?
—Ustedes no podrían hacer callar a los invitados del novio en su banquete de bodas, ¿verdad?
Y se dispuso a hablarles en parábolas.
—Nadie pone vino nuevo en odres viejos, pero si lo hace, el vino nuevo revienta los odres, y se vierte, y los odres se echan a perder. Pero el vino nuevo tiene que ponerse en odres nuevos. Nadie que haya bebido el vino añejo quiere el nuevo porque dice: «El vino añejo es exquisito».
Los fariseos murmuraron entre ellos. Y el escanciador de vinos, al estar escuchándole, había cometido el error de verter vino nuevo en odres viejos y estos habían reventado.
Y he aquí que el recaudador de impuestos, cuando nadie lo veía, cobraba a la gente que se acercaba al Maestro para ser curada o para escuchar sus parábolas o simplemente andar en su extraña compañía. Y es que un dicho comenzó a circular de boca en boca: «Este Rabí es causa de lástima y es por eso que la gente le sigue, porque cree asemejarse al Rabí de Nazaret pero todo le resulta mal.» Y él no supo lo que de él se decía.
Al caer la tarde, la muchedumbre que se había reunido en torno a él, en Betsaida, comenzó a inquietarse. Los discípulos se acercaron y le dijeron:
—No tenemos más que cinco panes y dos pescados y la gente tiene hambre.
—¡Denles de comer! —les respondió.
—Pero son como cinco mil varones… ¡no podemos darles de comer!
—Reúnanles en grupos de cincuenta.
Entonces él oró y los discípulos comenzaron a repartir lo que había en las cestas. Muchos de los presentes conocían al Rabí de Nazaret, por lo que se habían reunido con él sólo para reírse de sus milagros. Muy pronto, algunos de los hambrientos se quejaron, pues en las cestas el pan y los pescados se habían convertido en piedras y las cestas cayeron al suelo, cuando los discípulos no pudieron sostener más el peso de las piedras que se multiplicaban dentro de estas.
Cuando entró en Betania supo que el otro le pisaba los talones. Una mujer que lloraba atrajo la atención de los discípulos, quienes le preguntaron el motivo de su llanto. Ella les explicó que su hermano, Esteban, había muerto y estaba desolada. Uno de los discípulos se dirigió a él y le contó este hecho. Cediendo a las lágrimas, se dirigió a la esposa del difunto, María, quien le lloraba amargamente a la entrada de la sepultura que era una cueva. Le miró, la muerte era un acontecimiento terrible, aún para aquel que sabe que no la experimentará de la misma manera que los mortales. Apeló al cielo y fue escuchado. Pronunció Palabras de Poder en voz baja, pero algo salió mal y sus sílabas no fueron completadas… titubeó, silabeó, olvidó. Luego, pidió que fuera deslizada la roca circular que cerraba la sepultura. Gritó el nombre del muerto y le ordenó que saliera. El difunto, arrastrando vendas sucias y un hedor insoportable, salió.
Durante tres días, Esteban dio en hablar con los gatos y los perros muertos y gustaba de arrastrar sus carroñas a los huertos solitarios donde, por las tardes, los propietarios le encontraban y, confundiendo sus rasgos putrefactos con los de un leproso, le apedreaban para que saliera. No volvió a ver a nadie y se le encontró, tiempo después, muerto otra vez, envuelto en una nube de moscas.
Cuando entró a Jerusalén, una muchedumbre le seguía. Caminaba arrobado, pensando en la misión que le esperaba, en las palabras que pronunciaría, en la gente vitoreándole a su paso. Detrás, murmuraban, se reían, se decían cosas al oído. Algunos niños corrieron a cortar palmas y comenzaron a repartirlas. Alguien le ofreció un borrico blanco que se negó a que le montara. Tuvo que entrar a Jerusalén caminando. Pero la gente sí le recibió con vítores, con hosannas, a su paso dejaban caer las palmas y él caminaba despacio, pisándolas con cuidado. Sonreía y las personas, una vez que había pasado, se reían a sus espaldas y susurraban:
—¡Ahí va nuestro rey de burlas!
Jerusalén estaba inquieta en aquellos momentos, el otro había echado a los mercaderes del Templo a golpes, había volcado las mesas de los cambistas, liberado de sus jaulas a las palomas destinadas al sacrificio, desatado las cabras para ofrendas quemadas, había insultado y flagelado. Decían que el otro, incluso, hablaba de destruir el Templo en tres días y levantarlo otra vez. Sus pensamientos eran confusos. ¿A qué se refería con destruir el Templo y levantarlo, acaso desvariaba?
Pasó tiempo hasta que llegó la noticia largamente esperada. El cielo tronó. Las tumbas se abrieron, el velo del Templo se rasgó. La oscuridad cubrió la Tierra. Entonces supo. El Otro había ganado. ¿Era posible que le sucediera esto, a él, el Mesías? Sus fieles discípulos, avergonzados, le encontraron a la vera del camino, sentado a la sombra de un olivo, sobre una piedra. Lloraba amargamente. Uno de los pescadores que le habían seguido se sentó a sus pies. Le narró la muerte de Jesús en la cruz. Por un momento, escuchó con atención, luego lloró más intensamente que antes.
—¡Maestro! ¿Qué sucede, acaso tanto te duele la muerte de tu rival?
El Maestro miró al pescador y le dijo, como si en ello le fuera la vida:
—¡No me duele tanto su muerte como el que yo siga vivo… porque yo también he hecho milagros pero a mí no me han crucificado!
Y supo que a su nombre no lo retendría la historia…
Pé de J. Pauner nació en 1973 en Tuxpan, Veracruz, México. Es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en Latinoamérica, Australia y España. En el género de la ciencia ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani. Parte de su obra fue traducida al catalán e inglés y publicada en España, Latinoamérica, Australia y algunos ensayos en Alemania.
Hemos publicado en Axxón EL SEGUNDO ALIENTO DEL FÉNIX, INSTRUCCIONES PARA COLGAR UN CUADRO y EL HOMBRE EQUIVOCADO.
Este cuento se vincula temáticamente con OTRA VERSIÓN DE LOS HECHOS, de Sergio Gaut vel Hartman; NO ME PIDAS UN MILAGRO, de Saurio; y EL CONCIERTO, de Isidro Martínez Palazón.
Axxón 231 – junio de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Religión : Mitos : México : Mexicano).