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Tal vez historias como ésta ya fueron contadas; es más, estoy seguro de ello. Pero creo que en toda vida, en cada versión de los hechos, hay algo único. Intentaré contar esa parte, la que no se repite o, por lo menos, la que ansío que no lo haga. En ella incluyo un hecho que estimo destacable: los Reyes y nosotros, los Insaurralde, fuimos, a lo largo de mucho tiempo, testigos de nuestras respectivas vidas (y debería hablar en presente, aunque ya quedamos muy pocos). Ellos estuvieron con mis padres cuando yo nací, y yo lo estuve cuando el vástago de mi amigo, Héctor Reyes, nació. Con él jugué mis primeros juegos, con él y sus dos primas. Luego, vinieron las comuniones, el final del colegio primario, los quince años de su hermana mayor, la noche, mi título de abogado, mi casamiento con Florencia, el de él con Alejandra.
Es que uno va dándose cuenta, si es que deja espacio para la reflexión, que va por la vida a la par de otras vidas. Y aunque la mayoría de los vínculos o relaciones se va perdiendo, otros, a veces por cariño y otras, por simple azar, perduran. Sitúo mi vínculo con los Reyes en el primer caso, y debo anticipar que en este relato no hay grandes conflictos, no hay más acción que el fluir de la existencia misma. Por el contrario, sí hay un descubrimiento. Y este descubrimiento es de un calibre tal que se me hace imperativo escribir sobre él, acaso para no estar solo ante semejante verdad.
Como decía antes, nuestras vidas fueron pasando, y, a medida que crecimos, notamos con mi amigo que, mientras algunas circunstancias o personas eran importantes en nuestras vidas, otras perdían relevancia. Tal como suele ocurrir, y acorde con ciertas leyes generales de la vida, nuestros padres, dioses al comienzo, fueron convirtiéndose en sujetos anodinos durante la adolescencia, y, finalmente, en seres humanos cuando llegamos a los veintipico. Por supuesto, a lo largo de todos estos años, vivimos toda clase de alegrías y sinsabores. Sería imposible describirlo todo, la idea de infinito me sacude cuando intento apenas esbozar lo que significa este tiempo vivido. Pero es importante decir que, hace unos veinte años, cuando mi amigo aún no había muerto, comprobamos que había una ausencia en nuestro anecdotario que estaba presente, presente como una sombra. Y esa sombra era la de su abuela, doña Zulma.
Hasta aquí no era extraño que esto ocurriese. Bajo los influjos de esas leyes generales de las cuales hablé antes, confieso que jamás le habíamos dado a nuestros mayores más que retazos de egoísmo y desamor. Nuestra juventud parecía no tener tiempo para la consideración ni la fraternidad. Lo distinto aquí no es que hubiese ocurrido lo contrario, ya que también muchos jóvenes aman a sus abuelos (aún hoy me pregunto por qué le mordí una vez la mano a uno de los míos, por qué no pude quererlo…); lo diferente aquí es que esta señora de la que hablo, la abuela de mi amigo, nunca moría.
Se me eriza la piel al verla de nuevo, con ese andar demorado, su mirada de roedor y esa chocante aura de eternidad, superando crisis, accidentes e internaciones con inusitada fortaleza.
Y fue por ello que todos comenzaron a mirar con asombro la situación, siendo los primeros los propios familiares. Tampoco era difícil creer que una vida fuese tan larga, ya que algunas personas superan los noventa y cinco años, e incluso traspasan los cien. El asunto que aquí yo quiero tratar, entre otros, es la raíz de esa longevidad, y es esa raíz la que yo vislumbré y de la que no pude hablar a mi amigo.
Pienso en ella y no dejo de sentir una profunda incomodidad. Como si hasta los recuerdos en los que se imprime su imagen estuviesen cargados de una materia espesa y dañina. Recuerdo que su dureza de sentimientos era escalofriante. He escuchado siempre que los ancianos (ahora yo soy uno de ellos) se vuelven egoístas y, aunque creo que esta frase no es más que una generalización… bueno, puede que hubiese algo de eso en esa mujer.
Es que doña Zulma asistía a las diferentes vivencias de sus parientes con la distancia que sólo los desamorados pueden sostener. Si era invitada a un casamiento, esgrimía excusas para no ir; si lo hacía, se mantenía indiferente, sumergida o aislada en algún rincón de sí misma. Es difícil creerlo, pero así era ella. Podría aseverar incluso que la vieja era un ser que no buscaba amor.
Pero… ¿cómo se explica? ¡Si hasta los solitarios lo hacen! Así de sorprendentes son algunas cuestiones del mundo. Jamás una sonrisa a los nietos, nunca un gesto de ternura. Doña Zulma, simplemente, existía. ¡Y ojalá hubiese sido sólo eso!
Una vez mi amigo me contó que su esposa, ante un desaire de la vieja, no había querido preparar la comida (la anciana vivía con ellos, en una habitación al fondo de la casa) y entonces, contra todo pronóstico, la abuela ni siquiera se enojó. Desde ese momento, comenzó a encerrarse en su pieza, apenas comía, y la piel se le había endurecido, tanto que parecía un fósil. Era imposible detonar su ira o hacerla recapacitar acerca de alguna actitud suya, concluyeron los Reyes.
Mientras escribo, debo decir que sólo una vez la vi quebrarse, y fue ante el cajón de su nieto. Recuerdo que, frente a la pérdida de Héctor, debatí conmigo mismo si debía darle el pésame o no (no fue difícil deducir que no hacerlo sería como una especie de venganza a sus descortesías). Pero yo no quería experimentar la maldad, ese modo de ser complejo y a la vez primitivo del cual aquella mujer parecía hacer alarde, por lo que tomé coraje y, haciendo un gran esfuerzo, la saludé.
Todavía veo su mirada, ésa que había vuelto a ser la de siempre, o mejor dicho, llena ahora de un rencor que la hacía aún más antigua.
—Lo lamento, señora —le había dicho.
Entonces, en ese instante, algo de ella llegó hasta mí, penetrante e invasivo, algo que se me hizo indescifrable pero que luego, al rememorar los hechos, tomó forma y se aclaró, como una niebla que con su desaparición revela un paisaje oculto.
Al volver de aquel velorio, sorprendido por mi incapacidad para llorar, la imagen de esa verdad se me presentó, encegueciéndome por unos segundos. Casi enloquecido, estacioné donde pude y se lo conté a Florencia. Todavía la veo, a mi lado…. y yo hablaba y le pegaba al volante, como si los golpes diesen mayor solidez a lo que decía, mientras apoyaba mis hipótesis rememorando las anécdotas que habíamos visto en esa familia durante todos esos años.
—Flor, ¿no te das cuenta? Murió Héctor, murió el esposo de la vieja, murieron las dos primas, murió la hermana, casi todo el mundo se muere a su alrededor, y ella sigue viva, y yo ya sé por qué, descubrí el secreto, pude ver por qué ella no se muere nunca, ¿entendés?
Y mientras borroneo esta historia, mis lágrimas vuelven, no sólo porque Florencia también ha muerto hace años (y ni siquiera tuvimos hijos), sino también porque Alejandra, la esposa de mi amigo, murió hace unos seis meses, reconfirmando mi tenebrosa teoría acerca de ese ciclo de muerte alrededor de doña Zulma. Razón por la cual hoy, en este presente anestesiado, donde todo se iguala, el sueño y la pesadilla, sólo quedamos vivos el hijo de mi amigo, la vieja y yo.
Confieso que en aquel momento en que la vieja me miró, esos segundos tan arduos de olvidar, como adheridos a las ruinas de mi cerebro, pude constatar que la maldad era el elixir del cual ella se alimentaba. Esa maldad que no se nota, que no necesita hacerse ver para causar dolor, pero provocadora al fin de un daño que existe, un daño que va calando en el alma de los otros hasta apolillar sus ganas de vivir. Un dolor que los distancia de todo aquello que los hace seguir adelante. Como si cada uno de los Reyes, al estar conviviendo con esa mujer de tantos años, tuviese deseos de morirse, de acceder a esa muerte que ella misma no quería para sí. Acaso esto significase una salvación, un escape para esos esclavos, marcados por el hierro encendido de ese ser oscuro. Y al abandonar la vida, quizás esa existencia fuese chupada por el parásito en el cual se había transformado doña Zulma, como si ella viviese de todos los que la rodeaban, y el postre fuese quedarse con sus vidas en el hecho de la muerte. Así, mientras la familia Reyes perdía a varios miembros —sus parientes enfermaban o se mataban, a veces por mano propia—, pude ver cómo, en esos momentos de tragedia, ella, doña Zulma, parecía revivir. Y entonces, veía su paso más firme y cómo, con esa voz que le venía desde adentro, resguardada en los huesos viejos y el olor enmohecido de los órganos, decía que así era la vida, como si nada la conmoviese.
Llegado a este punto del relato, me molesta contar el hecho de que a veces me hacía reír aquella actitud, como si la entendiera o no me quedara otra alternativa que burlarme ante tanta desgracia.
Siguiendo con la historia, debo mencionar algo que obvié: el hijo de mi amigo, actualmente de unos treinta y dos años, jamás pudo salir de esa casa. Yo le había aconsejado hasta ayer (incluso hasta ayer) que se fuera, que debía independizarse, que debía hacer su vida y salir de ese nido de aflicción.
—Andate, flaco, ¿qué estás esperando? —le decía yo, casi con miedo, con la esperanza de poder evitar lo que para mí era inevitable si no actuaba pronto.
—¿Y qué voy a hacer con doña Zulma? —me preguntaba él (todavía escucho su voz plena, esa voz que lo trágico, aún, no había podido resquebrajar).
—No sé, ponele una señora que la cuide, pero andate de ahí.
Y él que me miraba preocupado, sin entender, y yo sin animarme a confesarle por qué le decía aquello.
Y no se fue, y hoy… hoy pasó lo que pasó.
A veces me pregunto por qué yo tampoco me fui de aquí, por qué no busqué nuevos rumbos al casarme. Quizá sea por eso que le dije a ese muchacho que haga lo que yo no me animé a hacer, como si fuese el padre, como si él fuese el hijo que no tuve con Florencia. Tal vez lo hice porque una parte de mí quería corroborar el descubrimiento.
Ahora me gustaría acabar este relato repitiendo una vez más que esa misma mujer fue el comienzo de todo este calvario, que ella es la que me hizo rozar las explicaciones metafísicas, por lo que una vez hasta conjeturé que el tejido que separaba el mundo material y el astral había sido rasgado y algún demonio (realmente lo creo) se había infiltrado en nuestro mundo, apoderándose de doña Zulma.
Y si no, ¿a qué otras explicaciones acudir si yo mismo notaba cómo a medida que transcurrían las décadas, los Reyes se desmoronaban? Ahí los veía, paseando o yendo de compras con ella, marcados a fuego por su propio estigma: aquella anciana, dueña de esa belleza de momia precolombina, esa piel gris, con las venas como bastones de sangre negra escarpando la piel.
Es hora de apurar este texto porque hoy, cuando me avisaron que el hijo de mi amigo se accidentó, no pude más que pegar un grito y augurar algo que, de pensarlo, me da escalofríos. Sabía que la vida no era justa, pero tampoco esperaba esto. Ahora, ese hijo que no tuve está peleando por sobrevivir. Si muere, sólo quedaremos la vieja y yo. El estrafalario consuelo que me ayuda a sobrellevar esta noticia es que la vieja estaba con él (ella iba en la parte de atrás del auto). Por suerte, y no lamento decirlo, ella también está grave.
Sé que en esa pelea que libra el hijo de mi amigo se juegan otros destinos. Será por eso que volví a rezar, como lo hacía cuando era un chico, para que sea la guadaña de vida la que corte con tanta muerte. Porque sobrevivir es vencer.
Pero lo peor, repito, es muy difícil de decir, sobre todo porque viene en forma de una pesadilla que se mete en la realidad, prepotente, asquerosa, para que no haya dudas de ninguna clase. Para que todas mis esperanzas y deducciones escritas unos renglones más arriba sean sólo eso, palabras. Y esa cosa amorfa y difícil de describir es el descubrimiento del que hablé al principio. Eso que estaba latente y se escabulló en la vida y la muerte de los otros, para mostrarme su cara sólo en la madurez. La que pujó por nacer y lo hizo sin que yo mismo me diera cuenta, haciéndome justificar las muertes cercanas como algo natural y tiñendo las de los otros como habituales cercenamientos sin explicación. Un tramposo e inteligente mecanismo de clasificación de los hechos me subyugó, creado por esa fuerza que algunos llaman maldad pero que no es más que una aproximación ingenua de algo mayor. Por lo que la muerte de un ex compañero, la de un padre, la de un tío aviador y la de Florencia completaron entonces el macabro panorama, suscitado por quien yo jamás habría imaginado, esa especie de fuerza negra vislumbrada en el momento justo en que doña Zulma me dirigió esa mirada, en ese velatorio, con la tapa del ataúd de su nieto de fondo. Esa energía que dormía en el recuerdo de su primera manifestación, bajo la mordedura de un niño a la muñeca del abuelo, y que había emergido delante de mis propias narices. Un Insaurralde y no un Reyes era el nuevo estigma, un Insaurralde que si se miraba al espejo, evitando los infantiles y estratégicos recortes de la memoria, los acomodamientos interesados de la razón, reconocería que las muertes en torno de él rejuvenecían también su espíritu y su cuerpo.
Doña Zulma no era más que una camarada que había hecho su trabajo, y ahora un par continuaría el encargo, para expandir el efecto de ese veneno, ése que actúa lentamente, destruyendo generaciones a su alrededor.
Éste era el descubrimiento del que les hablé.
Ahora mismo, las muertes de esa mujer y de ese muchacho son un hecho. Una parte de mí lo escribe con alegría y maravillosa vitalidad, sin necesitar la ratificación de los médicos. Por lo pronto, termino estas frases y me dispongo a rezar, con ese resto de humanidad que aún me queda, pidiendo por mí, claro, en el acto más egoísta y sanador del cual pueda ser capaz, como lo hacía cuando era un chico.
Gustavo Di Pace nació en Buenos Aires en 1969. Publicó “Los patios interiores” (cuentos), Libris de Longseller, 2003 y “Mi yo multiplicado” (cuentos), Alción Editora, 2011. Escribió “Escenas de sangre” (novela policial, 2007), “Para entrar en estado literario” (ensayos sobre literatura), y Maldestino (cuentos) aún inéditos. Colaboró en la revista Reflexiones y Debates con su columna «Mismidades y egomanías de un tal Vorazip» y en CAM, la Web Cultural con reseñas de libros, películas y obras de teatro. También participó en medios de Argentina y España (El Perseguidor, Lea, CommTools, Serendipia, Iguazú). Desde 2005 coordina El Respiradero, taller literario y dicta seminarios en diversos ámbitos académicos y culturales (Centro Cultural Borges, Universidad de Flores, Universidad de la Marina Mercante, Biblioteca de Olivos, Librería Sudeste, etc.) Más información, aquí.
Esta es su primera aparición en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con VENENO, de Bruce McAllister; DE ALQUIMIA, de Juan Manuel Sánchez; y EL ELIXIR DE LA LARGA VIDA, de Honoré de Balzac.
Axxón 231 – junio de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Inmortalidad : Brujería : Argentina : Argentino).
Me gustó mucho! Amalia Esperanza Terrasa