«Cara, la profanadora de tumbas», Eugenio Emilio Orsi
Agregado en 9 julio 2012 por dany in 232, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
I
—Él me gusta. No es como los otros muchachos. Es agradable. Se fijó en mí. Y eso lo hace especial.
—…
—Sí, ya sé lo que dices. Pero él me pareció interesante de entrada. Más allá de que se haya fijado en mí.
—…
—Sí, tienes razón, por eso creo que esto es genuino. Y así lo deseo. Estoy muy sola.
—…
—Pero ya te dije que me fijé yo en él de entrada, independientemente de que él, por su lado, hizo lo mismo.
—…
—Sí, pero me da miedo. Mucho miedo. Yo… lo quiero… me cae bien. Y sé que lo que hago está mal, que le puede parecer una monstruosidad, pero necesito hacerlo, me gusta hacerlo, y trato de hacerlo de la manera menos monstruosa posible y lo más santa que puedo.
—…
—Sí, es que me da miedo, me da mucho miedo decírselo.
—…
—Lo sé. Y tiemblo de pensar en cuando llegue ese momento. Sobre todo porque realmente creo que él es para mí y yo para él. Y tengo terror de que eso se rompa. Pero no puedo dejar de hacer esto que yo hago. Es una necesidad, es una liberación para mí, es como respirar. Lloro por las noches antes de dormirme pensando en el momento en que deba decírselo.
—…
—Sí, tienes razón, si creo que él es para mí voy a tener que decírselo.
II
¿Cómo conocí a Cara? Fue en la facultad. En todo grupo humano hay variedad, y en varios grupos humanos distintos algunos ejemplos de esas variedades tienden a repetirse. Ella era la «rara» del grupo, la excluida o autoexcluida, por eso creo que me expreso mal al decir que era la «rara» del grupo porque no pertenecía a ningún grupo. Era eso, solamente la «rara». Y con eso basta.
Podía haber sido líder natural de todo grupo de chicas, era hermosa, realmente hermosa, un rostro angelical y una frente semicircular y despejada que le daba el aspecto de esas actrices bellas de antaño. Su cabello rubio era ondulado y superaba apenas los hombros.
Solía usar vestidos blancos que (yo en ese entonces no sabía por qué) a veces venían manchados de tierra. Pero, en definitiva, parecía una de esas bellezas de los años cincuenta, de las películas norteamericanas de esa época, en donde aparecen ambientes estudiantiles.
Pero era la «rara», nunca se juntaba con nadie, estudiaba sola y las veces que la invitábamos a una reunión (sea de estudio o de charla agradable) era parca al principio hasta que demostraba su simpatía. Pero siempre era una simpatía desde adentro de una fortaleza, una simpatía honesta, pero rodeada de un fuerte amurallado. Y la mayoría de las veces se iba temprano. Y en ese entonces no sabía por qué.
Pero siempre era la «rara», la que estaba sola. ¿Y por qué me fui a fijar en ella? Vaya uno a saber por qué. Sólo sé que me gustó. Y me gustó cuando vi esa contraposición entre la simpatía que demostraba tener en las reuniones a las que asistía y ese autoaislamiento casi temeroso que mantenía en la facultad. Por eso no terminaba de «encajar» en ningún grupo y hasta a veces cosechaba injustas antipatías (básicamente entre el público femenino).
Todo empezó un día en que la encontré en un café cercano. Estaba sola y estaba haciendo tiempo para entrar a la facultad porque aún no era el horario. Lo sé porque yo hacía lo mismo. Entonces me dije «¿Y por qué no?» y me acerqué a su mesa. «¿Cara?». «Hola, ¿qué tal? Leopoldo, ¿no?», me dijo ella. «¿Puedo sentarme?», y así empezó todo. Charlamos, nos reímos (la descubrí, era mucho, muchísimo más interesante de lo que parecía), y a partir de ese día fuimos inseparables. Nos sentábamos juntos en las clases, bromeábamos juntos, estudiábamos juntos en el café y hasta la acompañaba a tomar el colectivo.
III
—…
—Entiendo… Entiendo tu preocupación. Si yo fuera madre como lo fuiste tú me pasaría lo mismo.
—…
—Sí, pero no creo que estén enterrados aquí. Sería mucha suerte que así fuera.
—…
—No sé mucho de historia, ni, por lo que me cuentas, me suenan familiares sus nombres. Así que es posible que ellos y sus vidas no hayan quedado registrados en ningún libro.
—…
—Sólo te queda tener la esperanza de que hayan sido hombres de bien.
—…
—Eso sí te lo puedo prometer. Trataré de buscar en qué lugar están enterrados y luego venir a contártelo. ¿Te haría feliz eso?
—…
—Me alegro mucho.
Y la chica del vestido blanco, sentada en el interior de una fosa que ella misma había excavado, apretó con ternura la huesuda mano del esqueleto inerte que se hallaba ante ella dentro del ataúd que había abierto y apoyado sobre la pared de tierra en ángulo de 45º, como hacía siempre.
IV
Y así comenzamos a salir. Íbamos al cine, a museos, a cenar. A mí me encantaba estar con ella. Y a ella le encantaba estar conmigo. Era como el escondido y dulce principio de un idilio. Al comienzo sólo salíamos por las tardes, ella tenía la mayoría de las noches ocupadas (yo en ese entonces no sabía por qué), hasta que después comenzamos a salir también algunas noches. Pero en el fin de semana una de las dos noches Cara se la reservaba para ella.
Ya no me parecía tan rara. Al contrario, demostraba ser maravillosa y, muchas veces, increíblemente caritativa con el prójimo, con esa caridad oculta y secreta de los santos. Sólo una vez en esa época noté algo raro (pero me pareció una pequeñez), y fue que pasamos caminando por un cementerio y a ella se le iluminaron los ojos y le brotó un sonrisa. Era como ver a un niño ante un dulce. Pero, como ya dije, lo dejé pasar; qué iba a saber yo a qué se debería esa reacción o a sospechar con qué tendría que ver.
Recuerdo, por esa época también, otro suceso que me pareció curioso, no raro, y al cual yo no atribuí ningún significado y que también dejé pasar, y es que ella faltó una semana a la facultad. Y ella no era de faltar. Yo estaba angustiadísimo por no verla y cuando la llamaba a su casa por las noches ella no parecía estar (lo cual aumentaba mi angustia haciéndome temer que algo le hubiera pasado). Hasta que, finalmente, una noche, a la hora de la cena, ella me atendió, me pidió mil disculpas y mil veces perdón por no haberse contactado conmigo, y me explicó que estaba atareadísima con un asunto y quedó en verse conmigo en la biblioteca, no de la facultad, sino de tal centro de estudios históricos.
Cuando fui allí la encontré muy ocupada buscando en anales y archivos la historia de dos hombres de los cuales yo nunca había escuchado hablar, pero que parecía que habían vivido hacía unos cien años o algo así. Cuando le pregunté qué tenía que ver eso con la carrera que ambos estábamos estudiando o para qué quería ese dato me contestó: «Si tú murieras y dejaras huérfanos a dos niños pequeños querrías, por lo menos, saber qué fue de sus vidas». Realmente no la entendí, pero como la quería la ayudé en su búsqueda. Hasta que, finalmente, extendió triunfante un papel en donde había garabateado un par de nombres y un par de direcciones que extrajo de dos libros distintos que encontró y que eran dos registros de dos cementerios rurales de dos pueblos diferentes y distantes uno del otro. «Eureka», dijo con una sonrisa luminosa que me hizo derretir en mi interior (¡Dios mío, vaya si no sé si no fue ahí cuando la empecé a amar, porque en ese preciso instante puedo asegurar, señores, que la amé!), «Ahora entiendo por qué ella no sabía nada. Cuando ella murió, el padre, destrozado y con dos hijos chiquitos, se fue a vivir a un pueblo del interior. Por eso los hijos nunca la pudieron visitar». «¿Qué?», pregunté yo; y ella, como si hubiera hablado de más, de repente, se calló avergonzada (sus mejillas se habían teñido de rojo rubor), se cerró y cambió de tema. Yo dejé pasar la situación, repito, no me pareció algo muy significativo. En ese entonces yo no sabía nada.
Sólo sé que ese fin de semana no nos vimos. Ahora pienso que, seguro, viajó a esos dos pueblos a visitar sus cementerios.
V
ANVIL CHORUS
Pared del cementerio. De alrededor de dos metros, tres se diría, de altura. De un salto rayano en lo sobrenatural una figura femenina con un sencillo vestido blanco alcanza el borde desde el exterior. Desde ahí, con una rodilla apoyada, observa el panorama interior de la necrópolis. Saborea el momento. Lleva una vieja pala (compañera inseparable y amada) en su mano derecha y un farol en la izquierda. Vuelve a saltar y, en el aire, extiende ambos brazos paralelos al suelo y, como quien no quiere la cosa, juguetea con la pala en un suave movimiento de dedos haciéndola girar como si fuera una hélice. Todo en ese segundo. Llega al suelo y comienza a caminar. Cara ya está dentro del cementerio. Una vez más, como muchas noches.
Estaba alegre, como siempre que iba. Y, como siempre, cantaba el «Anvil Chorus» (el Coro de Yunques) de la ópera «Il Trovatore» de Giuseppe Verdi, y mientras cantaba iba dando golpecitos en las lápidas (imitando los martillazos de los herreros) mientras va caminando a saltos, feliz, entre las tumbas. Y también siguiendo el ritmo de los imaginarios golpes de martillo, canta mientras cava, con cada palada de tierra que arroja. Si Leopoldo la hubiera visto habría recordado la película «Nace una canción» («A song is born») de 1948, que había visto en una de tantas repeticiones cuando era niño y en la que Danny Kaye aporrea un tambor al ritmo del Anvil Chorus provocando la caída de un pesado escudo.
Cara iba entre las tumbas señalando y dejando de señalar con un dedo índice bailarín, como diciendo «Este no», «Este no», «Este no», hasta que, finalmente, el dedo se detenía triunfante sobre una tumba señalando la lápida: «Este sí» …
Y comenzaba a cavar en la noche, sola y solitaria, alegre y tranquila. Hacía un foso, cavaba hasta encontrar el ataúd, y luego, con todas sus fuerzas, lo levantaba hasta apoyarlo en una de las paredes de la fosa, a 45º con el suelo. Lo abría, hacía lo que tenía que hacer, charlaba lo que tenía que charlar con el difunto y luego, terminada la velada bajo las estrellas, se despedía, cerraba la tapa, acomodaba el féretro y rellenaba la fosa. Al otro día, bajo la potestad del sol, ni cuidador ni visitantes se darían cuenta de nada.
—Entiendo que no debe ser fácil ser juez.
—…
—Pero en todos los órdenes y profesiones de la vida hay oportunidades de caer en la tentación y obrar mal.
—…
—Sí, una cosa es equivocarse y otra es hacerlo a propósito.
—…
—Y estás angustiado y moriste con angustia…
—…
—¿Y él está enterrado aquí?
—…
—¿Cómo lo sabes?
—…
—Claro. ¿Así que viniste a visitar su tumba un tiempo antes de que te toque morir a ti?
—…
—Bueno, supongo que no está mal. ¿Y cómo quieres hacerlo, cuál es tu idea?
—…
—¿Esa joya?
—…
—De acuerdo. Eso calmará tu conciencia y espero que alcances la paz.
Y Cara tomó de entre las ropas andrajosas del esqueleto del antiguo juez una joya con la que había sido enterrado, un viejo camafeo de oro, lo guardó en su vestido blanco manchado de tierra, se despidió del juez y volvió a enterrarlo.
Días después vendió la joya y, con el dinero que obtuvo, mejoró la descuidada tumba de un hombre inocente a quien el juez había mandado a la cárcel a cambio de cierta suma de dinero. «Caridad entre muertos», se dijo, una vez finalizada su misión.
VI
Y nos enamoramos. Todo sucedió en el café cercano a la facultad en donde me senté a hablar con ella la primera vez. Nos tomamos de las manos y blanqueamos la situación («Te quiero, Cara»; «Te quiero, Leopoldo» ). Y ahí fue nuestro primer beso. Ella estaba nerviosa, muy nerviosa, como si algo no la dejara disfrutar el momento. Entiendo que en una situación así uno está nervioso (yo también lo estaba), pero ella parecía tener un ingrediente de nervios extra que ahogaba la felicidad que sentía. Incluso me pareció notar una lágrima en sus ojos celestes.
Fue ahí cuando pidió disculpas y fue al baño. Y fue ahí también cuando en el libro de estudio que había dejado sobre la mesa (pues estaba estudiando mientras esperaba que yo llegase al bar) descubrí, asomando a la altura del índice del texto, una factura de una casa de empeño de esas que abundan en la calle Valle. «Pobre Cara. Espero que no tenga problemas económicos», pensé. Ella vivía sola en una casa vieja —que parecía un mausoleo— de la calle Cortina al 1000; lo sé porque la había pasado a buscar varias veces. Yo, en ese entonces, aún no sabía.
VII
—Dame fuerzas, Rosamunde, por favor. Mañana es el gran día.
Cara tomaba entres sus manos las manos del esqueleto de una joven que ella había desenterrado (una vez más) y apoyado en una de las paredes de la fosa que excavó. Era Rosamunde, con quien, luego de las primeras dos conversaciones, consideró que se había gestado una amistad. Y a esta altura eran, luego de varios años y muchas conversaciones, íntimas amigas.
—…
—Sí, se lo voy a contar. Yo te había dicho que temblaba de pensar en ese momento. Y bien… el momento ha llegado…
—…
—Sí, mañana. Mañana Leopoldo será el primer humano vivo en saber de mi secreto.
—…
—Sí, por eso te las pido. Rosamunde, dame fuerzas porque flaqueo.
—…
—Sí. Ya te lo dije, hay entre nosotros una química especial. Y, como te había dicho luego de que él y yo charlamos en ese bar la vez en que se acercó, creo que él es para mí y yo para él.
—…
—Se lo quiero contar mañana porque hoy, en el mismo café, nos contamos lo que nos pasaba, nos abrimos los dos y nos besamos por primera vez.
—…
—Sí, hermoso. Lástima que la angustia que sentía por este secreto no me dejó disfrutar lo que sentía. Tan es así que le pedí disculpas, me levanté y me fui al baño a llorar.
—…
—No, creo que no se dio cuenta de nada.
—…
—Sí, mañana es el gran día. Mañana se lo cuento. Y ruego a Dios que no salga huyendo horrorizado, que no me vea como un monstruo, que no se aparte de mí, porque… lo quiero, Rosamunde, lo quiero.
—…
—Gracias. Sé que estarás a mi lado. En momentos así uno necesita a los amigos.
—…
—Eres buena amiga.
—…
—¡Y cómo no te voy a escuchar con los problemas que tuviste en vida! Me interesa lo que te pasa, soy tu amiga.
—…
—Rosamunde… quiero darte algo. —Y aquí Cara se quitó la pulsera que llevaba en su muñeca izquierda y la colocó en la muñeca izquierda del esqueleto de la joven muerta—. Es para que yo esté contigo, a tu lado, así como tú estás al lado mío. Siempre.
—…
—Sólo di «gracias». Sólo eso, nada más que eso. Por algo somos amigas. Ahora debo dejarte, hemos conversado mucho y ya es madrugada avanzada. Y todavía debo volver a enterrarte.
—…
—Gracias, la necesitaré. Adiós, Rosamunde. La próxima vez que te visite espero traerte buenas noticias.
Y Cara cerró la antigua tapa del féretro, recostó nuevamente el ataúd, recogió el farolito y su vieja y querida pala, salió de la fosa y volvió a enterrar a su querida amiga.
VIII
Y finalmente lo supe. Supe la causa de sus ausencias, por qué no nos veíamos las dos noches del fin de semana, o lo que hacía varias noches durante la semana misma y por qué se iba temprano de las reuniones entre compañeros y amigos. Supe por qué. Finalmente supe por qué.
La fui a buscar a su domicilio de la calle Cortina al 1000, esa que parecía un mausoleo. Me recibió en su casa. Ya dije que vivía sola y, si bien ella era pulcra, había sectores en su casa que estaban polvorientos, como si hubiesen quedado detenidos en el tiempo, en otra época. Ella me recibió allí, luminosa y radiante entre el polvo y la vetustez (su vestido le quedaba encantador). Pero, a pesar de su luminosidad, se la veía nerviosa, se frotaba las manos.
Me dijo que tenía algo que contarme y nos sentamos en un viejo sofá de color claro y con un estampado de flores verdes, pero que, en algunas partes, se hallaba raído. Recuerdo que había poca luz. Estábamos casi a oscuras.
Y empezó a contarme…
Me dijo que sus padres habían muerto en un accidente cuando ella contaba con doce años y que no tenía a nadie en el mundo. Y que, por una de esas casualidades, su orfandad pasó desapercibida para el Estado; y ella, como no tenía familia conocida y no quería ir a parar a un hogar, prefirió dejar las cosas así. Fue a esa edad cuando desarrolló una compulsión (tiemblo todavía al contarlo): trepaba el paredón del cementerio y deambulaba entre las tumbas por las noches. Al poco tiempo comenzó sus primeros desenterramientos, aún no abría los ataúdes, y se iba dejando todo tal cual lo había encontrado. Hasta que por fin se animó y comenzó a abrir los féretros y descubrió que podía hablar con los muertos.
—¿Por qué hablas con los muertos? —le pregunté, sin creerle casi. Pero no sabía qué pensar.
Me contó que lo hacía para ayudarlos en sus problemas de antes de morir o en las circunstancias en que habían muerto. Para pedirles consejo. Que les robaba a aquellos que, en vida, fueron malvados y ambiciosos y que luego vendía lo obtenido (ahí entendí cómo vivía sin trabajar y cómo había subsistido desde los doce años: tenía dinero por las cosas que había profanado). Que prefería desenterrar esqueletos antiguos o muertos muy recientes. No le gustaba la putrefacción. Que para ella desenterrar era como ir al gimnasio para otras chicas. Y que tenía un don como sobrenatural para reconocer quién entre los muertos había sido malvado o quién tenía un problema, una angustia.
—Y trato, Leopoldo, trato de que no sea una profanación. Trato de hacerlo con todo el respeto y la caridad posibles —me dijo lagrimeando y tomándome las manos. No me parecía loca. No vi en sus ojos, cuando me lo contó, el brillo vacío de los locos.
No sabía qué pensar. Esa noche volví a casa muy turbado. La quería, no sabía qué pensar, pero la quería.
Qué me iba a imaginar que, dos noches después, la acompañaría al cementerio.
IX
—Rosamunde, mañana él vendrá conmigo. Mañana te lo presentaré.
—…
—Estoy segura de que lo querrás tanto como lo quiero yo.
X
Finalmente la acompañé al cementerio. Esa noche vino a buscarme a mi casa (lo recuerdo como si fuera hoy) con una pala vieja y sucia de tierra, que parecía llevar años sucia.
Estaba hermosa con su vestido blanco… e inquietante con su pala. Pero la quería. Una parte de mí no sabía en qué creer (supongo que aquella parte de uno en donde actúa la negación); y otra parte, una partecita de mí, sabía que lo que decía era verdad. Supongo que la negación también actuaba manteniendo esta otra parte de mí chiquita y escondida.
Cara estaba expectante y… contenta. Debo decir que, para mi sorpresa, en caso de que todo fuese verdad, ella seguía sin parecerme loca.
Llegamos en la noche al paredón del cementerio. Lo trepé, digo «lo trepé» porque trepé yo solo. ¡Fue increíble el salto que ella dio! Parecía volar. Casi como un ave.
XI
Una vez dentro caminamos entre las tumbas (una parte de mí se reía sintiéndome tan… clandestino), ella estaba contenta, radiante, como un hombre cuando le muestra a otro su coche nuevo o cuando una amiga invita a otra por primera vez a su casa y se la muestra entera; y eso es lo que —me dí cuenta— significaba un cementerio para Cara: una casa, una casa más casa que la suya propia. A veces iba delante de mí explicándome cosas y guiándome, otras me llevaba de la mano.
Me contó de Rosamunde, una chica que había muerto jovencita unos ciento cincuenta años atrás, su mejor amiga —yo aún no sabía qué creer—; que con ella había compartido lo que sentía por mí, que ella le había aconsejado contarme acerca de su afición y que durante años habían charlado acerca de multitud de cosas y problemas y confiado secretos, y que Rosamunde la había ayudado mucho con sus consejos en el lento y doloroso proceso del crecimiento y la adolescencia. Y me la quería presentar.
Me habló de la madre que había muerto, también joven, dejando dos hijos pequeños con su padre y que no sabía nada de ellos ni qué había sido de sus vidas. Los hombres que ella había estado buscando cuando faltó esa semana a la facultad y que yo la había ayudado a buscar en el centro de estudios históricos. Finalmente pudo averiguar para esa difunta madre qué había sido de sus hijos y que no habían llevado malas vidas. «Tuve nietos, qué alegría, tuve nietos, y quizás descendientes hasta estos días», me contó que dijo alborozada.
Me habló de un juez que, por corrupción, mandó a un inocente a la cárcel. «Y vivió con ese peso en la conciencia toda su vida. Y toda su muerte.» Y que le dio una joya a Cara para que ella, con el dinero obtenido por su venta —¡lafactura que había visto en el bar!—, restaurase la tumba del inocente como un pequeño pero sentido acto de reparación. Cosa que Cara hizo con la totalidad del monto.
Y mientras me iba contando esto, yendo los dos en busca de donde estaba enterrada Rosamunde, me iba señalando las tumbas respectivas. Era como mi guía turística particular en mi visita al cementerio.
Pero, en un instante, se detuvo como si la hubiera alcanzado un rayo… y me indicó una lápida.
—Aquí hay angustia —me dijo apesadumbrada. Era una tumba reciente, quizás de ese mismo día.
¡Y comenzó a cavar! ¡Dios mío, con qué velocidad lo hacía! Y mientras cavaba, con cada palada, cantaba cierta parte de una ópera de Verdi.
Luego de haber hecho la fosa en tiempo récord (llevaba años de práctica) me hizo bajar a la misma con el farol; con todas sus fuerzas levantó el ataúd y lo colocó inclinado con los pies en el suelo de la fosa y la cabecera apoyada en una de sus paredes. ¡Y lo abrió, Dios mío, lo abrió!
Dentro había un joven bien trajeado. Y Cara tomó una de sus manos frías con sus dos manos cálidas y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
Yo no vi que el joven contestara. ¡Menos mal, me habría muerto ahí mismo! Ya estaba suficientemente aterrado. Cara, delante del muerto, era la imagen misma de la ternura.
—…
—¡Dios mío! ¡Qué lamentable! Lo siento mucho.
—…
—Sí. Lo entiendo.
—…
—Sí. Debe ser un golpe duro para ella.
—…
—Sólo te queda esperar que se recupere y salga adelante.
—…
—¡Y quién dice que deja de ser triste! Tienes toda la razón.
—…
—Sólo te queda estar junto a ella con tu corazón. Amarla y abrigarla a su lado y desde aquí y rezar porque continúe sus pasos hacia la felicidad.
—…
—Aunque sea con otro. Pero eso no te priva de seguir amándola. Y, ten por seguro, te recordará por siempre.
—…
—Me alegro. Cuenta conmigo. Cada vez que lo necesites bajaré y hablaremos. ¿Te parece?
—…
—Bien. Bueno, ahora he de dejarte, tengo otras cosas que hacer. Pero me siento feliz de que estés mejor.
Y cerró la tapa, acomodó el ataúd, salimos de la fosa y procedió a enterrarlo nuevamente.
Luego me explicó que ese joven iba a casarse ese mismo día, pero murió. Su novia estaba desconsolada y él también; y el dolor con el cual había bajado a la tumba no lo dejaba de torturar. Su sufrimiento se agigantaba por pensar también en el sufrimiento de su amada. Y Cara había decidido ayudarlo, desenterrarlo y brindarle su compasión y caridad.
Cuando terminó de explicarme, regocijada y radiante, me preguntó:
—¿Y bien? ¿Vamos a ver a Rosamunde?
Yo estaba paralizado. La miré a los ojos (¡Dios, qué hermosa era y cómo la quería!). Y me di vuelta dándole la espalda. Vomité. En el medio del cementerio, vomité. Antes de salir huyendo horrorizado.
XII
Ya estaba en mi departamento. El rostro del joven difunto volvía a mi cabeza una y otra vez. Sus ojeras, su rostro lívido, sus ojos cerrados. Y fui al baño, levanté la tapa del inodoro y vomité otra vez.
XIII
—¡Y cortó conmigo! ¡Rosamunde! ¡Cortó conmigo! —Cara lloraba desconsolada. Apretaba fuertemente las manos esqueléticas de su difunta amiga. A veces apoyaba la cabeza, sin dejar de llorar, en el pecho vacío de Rosamunde.
—…
—Sé que se lo tenía que contar —decía llorando— y que es mejor así. ¡Pero cómo duele! Rosamunde, yo lo quería. ¡Yo… lo amaba!
—…
—Sí, supongo que me siento como la novia del joven que visitamos esa noche. Desgarrada. ¿Por qué? Yo creí que había encontrado el amor. ¡Y lo perdí!
—…
—¿Eso crees?
—…
—Yo perdí toda esperanza.
—…
—Y sí… otra no me queda. Seguir adelante, como siempre —dijo Cara sin parar de llorar.
XIV
Y cortamos. La llamé al día siguiente a la casa por teléfono (no me atrevía a mirarla a los ojos, la quería, la seguía queriendo) y charlamos, no sin antes prometerle que, en honor al amor que le profesaba, guardaría su secreto.
—Te quiero… si no pienso que estás loca es porque te quiero. Te quiero demasiado. Pero esto no lo puedo soportar.
—Yo también te quiero, Leopoldo, pero es más fuerte que yo. Es parte de mi vida. Y lo necesito. Te quiero… y te querré por siempre. Pero te entiendo. Adiós.
—Adiós…
Y cortamos. Y nos despedimos. Y ambos estábamos destrozados.
XV
Ella tomó con infinita tristeza las manos huesudas del rey desenterrado y le habló. Habían pasado unas cuantas semanas, pero su corazón desgarrado aún añoraba a Leopoldo, y lo lloraba. Se veían en la Facultad, pero de lejos. No se hablaban. A veces se sorprendían mirándose el uno al otro fugazmente con tristeza. Y ella lloraba por las noches dentro del cementerio y, fuera de él, en su casa.
Tomó las manos del rey difunto y le habló:
—¿Qué te ocurre? —preguntó con suavidad.
—…
—Es la muerte. Es así. A todos nos llega.
—…
—Eso es lo que tiene la muerte. Es democrática. A todos nos llega. Y todos somos iguales para ella.
—…
—Bueno, pero ya has muerto hace mucho, y ya sería hora de que dejes de pensar así. Antes eras poderoso, ahora ya no lo eres. Antes mandabas ejércitos, ahora ya no. Antes disponías de las vidas de tus súbditos, ahora no. Ahora eres uno igual con todos.
—…
—Tienes siglos para acostumbrarte. Así que disfrútalo, ya no tienes la carga de la ambición y el poder. Si fuiste ambicioso en vida, ya no tiene sentido serlo. Y si he bajado hasta ti es para ayudarte en tu angustia, a pesar de la mía. Así que, te digo, acostúmbrate a ser uno igual a todos, y disfrútalo, y construye algo bueno. Ahora debo irme antes de que mi propio dolor me reste fuerzas para enterrarte.
—…
—De nada. Espero haberte hecho bien. Y recuérdalo… ya no tienes en la espalda el peso del poder y la ambición. Disfrútalo.
Y así Cara comenzó a enterrar al rey consolado y las paladas acompañaban su dolor.
XVI
Había pasado otro par de semanas más desde que había cortado con Cara. Ya no dolía tanto (¡y, cielos, que había dolido!). Pero aún la extrañaba, y sabía que pasaría tiempo antes de que ese sentimiento también se fuera. Pensaba en ella y recordaba cuando íbamos al cine, a reuniones de amigos, cuando viajábamos a algún lugar turístico en un fin de semana en que podíamos; y ella era tan normal, fresca y alegre en todos esos momentos, que nadie sospecharía nada (conmigo se había liberado, había soltado toda su belleza escondida). Pero cuando recordaba las ojeras del joven muerto, su rostro lívido, sus ojos cerrados y su cuerpo quieto, pensaba en la otra vida de Cara, la que había dejado para aquellos días en los cuales no nos veíamos, la de saltar tapias y paredones y desenterrar ataúdes en la noche. Y me agarraba un escalofrío. Pero la quería y la extrañaba.
Ese sábado por la noche no tenía nada particular que hacer (no había arreglado ningún plan con amigos) y, por ende, estaba en casa. Entonces me dediqué a la noble tarea del chateo para pasar el tiempo. Encendí la computadora y entré en la sala virtual de la facultad (era una costumbre que muchos estudiantes teníamos). En el chat entre tanta Seductora 2001, Amante 2010, Juguetona 2011 y Golosa 69, hallé una Catherina la Exhumadora, y supe que la había encontrado.
—Cara… —me dije, y cliqueé—: ¿Qué haces chateando un sábado a la noche?
—Aún no he salido —respondió.
—¿Te puedo acompañar?
—¿Estás seguro?
—Sí.
Aún la quería y la extrañaba. Yo… la amaba.
XVII
Y así volví a acompañarla al cementerio. Nos reunimos en el paredón, nos volvimos a hablar. Estábamos tímidos y nerviosos. Ella dio su salto sobrenatural hasta lo alto de la pared y yo trepé. Luego adentro caminamos entre las tumbas en la noche de ese sábado, charlando. Nos confesamos que nos habíamos extrañado, anhelado y recordado mutuamente. Y reímos. Y nos tomamos de la mano…
Y ahí, en el medio del cementerio, nos besamos y nos pusimos de novios. Y fuimos a desenterrar a Rosamunde para contárselo.
—Y bien… querida amiga, aquí está. Te presento a Leopoldo.
—Hola —saludé yo con timidez.
—…
—Sí, y no te creí. Me dijiste «Si él es para ti, volverá», y no te había creído. Había perdido la esperanza. Gracias…
—…
—Eres una gran amiga. Y quise venir a contártelo. Bueno, he de irme. Estoy feliz de haber bajado a verte con buenas noticias.
—…
—Yo también te quiero, amiga mía. Adiós.
—…
Y mientras Cara procedía a volver a enterrar a Rosamunde (sus exhumaciones y sus inhumaciones eran para ella un acto de amor, me confesó:
—Ella está contenta por lo nuestro.
Y la amé, la amé profundamente, tanto como ella me amaba a mí. Y vuelvo a decir que no vi en sus ojos la locura.
XVIII
Y volvimos a ser felices. Volvimos a salir, volvimos a ir a reuniones de amigos (en donde ella reía libremente, sin ataduras propias), volvimos a viajar (en esos viajes ella visitaba, en la noche, cementerios locales), volvimos a ir a bailar, volvimos a ir al cine, a cenar; pero, en definitiva, volvimos a amarnos profundamente. Ella era para mí y yo era para ella.
XIX
—La guerra nunca es buena, aunque sea por buenas razones. Así que entiendo tu dolor. —Cara estaba hablando con un soldado. Había muerto en una guerra de hacía cincuenta años y había matado a un hombre en una lucha cuerpo a cuerpo. Se había llevado entre sus pertenencias los documentos del soldado que mató y luego, un par de horas después, una bala voladora y anónima, pero seguro enemiga, lo mató a él. Pero el recuerdo de aquel hombre lo había perseguido en su muerte durante todos esos años.
—…
—Sí, jóvenes y mandados por poderosos a guerras sin sentido o en busca de un poder del cual no recibirían ni migajas. Sí, triste.
—…
—Si tomaste sus documentos, recuerdas su nombre.
—…
—Bien, lo buscaré. Ya que también está en este cementerio no tardaré en encontrarlo. Hablaré con él y le contaré de ti. Haré de lazo entre ustedes dos. Y le pediré perdón en tu nombre.
—…
—¿Tu zapato? No, no lo tomará a mal, no importa la calidad de la ofrenda, sino el corazón con que se da. Suena cursi, pero lo creo así.
—…
—¿Ves? Al menos te hice reír.
Y Cara tomó el zapato viejo del pie esquelético del soldado muerto y salió en busca del otro soldado, el del bando enemigo, para llevarle de parte de este soldado su arrepentimiento y su zapato. Estaba radiante, su relación con Leopoldo le había inyectado vida nueva a su vida y a su vocación de consolar a los muertos.
A las horas volvió con el primer soldado, luego de ver al soldado enemigo que estaba enterrado en el otro extremo del cementerio. Volvía feliz, su papel de mediadora y consoladora había dado frutos. Bajó a la fosa y charló con el primer soldado:
—Lo vi. Hablé con él y le transmití tu arrepentimiento. Te perdona. Y acepta tu regalo. Y te envía esto —sacó una gorra vieja y apolillada que calzó sobre el cráneo calvo del soldado— como ofrenda de paz y de amistad, por siempre.
—…
—Me alegro. Y así estarán juntos brindándose consuelo y compañía. Bueno, ahora debo irme, la madrugada está avanzada y ambos han quedado bien. Mi tarea, por hoy, está terminada.
Y Cara se despidió del soldado difunto, cerró la tapa de su ataúd, lo acomodó, salió de la fosa y procedió a rellenarla. Y mientras lo hacía cantaba, exultante, el Anvil Chorus de Verdi pensando en Leopoldo. Al irse del cementerio pensó con ternura:
—Un zapato viejo y una gorra vieja es lo mejor que pueden dar como ofrenda y regalo; están muertos, y los muertos son pobres.
Tiempo después, estando ambos en el departamento de Leopoldo en el sofá mirando televisión, abrazados y tomados de la mano, pasaron el video «Pipas de la paz» de Paul McCartney, y viendo la historia de los dos soldados enemigos que se quedaron por accidente cada uno con las fotos del otro que habían intercambiado durante una tregua navideña, Cara le contó a su novio la historia de los dos soldados del cementerio…
XX
Hoy Cara y yo nos estamos casando y miro el futuro con esperanza. Somos felices los dos y nos amamos. Está radiante y yo también. Lo decidimos hace unos meses mientras mirábamos televisión en mi departamento y luego de que me contara la historia de los dos soldados. Ella, por supuesto, un par de noches después fue a contárselo a Rosamunde, emocionadísima y llena de alegría. Rosamunde se alegró y me mandó sus saludos y su bendición.
Todos están en la iglesia. Mi familia y nuestros compañeros de facultad, todos contentos. Cara no tiene familia pero, por ella como dama de honor, de alguna manera está presente Rosamunde. Cuando Cara fue a contárselo al cementerio, Rosamunde le regaló un trocito de tela que ella lleva cuidadosa, delicada y amorosamente envuelto en torno a su dedo anular derecho, el contrario al anular en donde, en minutos más, recibirá mi alianza; y yo, a mi vez, recibiré su alianza en el mío.
Está preciosa, y puedo decir que, amándola, la he descubierto. Cara no es un monstruo, es una chica sensible, capaz de amar, pero con una particularidad.
Quién sabe lo que nos deparará el destino.
Cuando Cara quede embarazada tal vez abandone su costumbre por nueve meses, tal vez más; o tal vez yo deba forzar en la noche la entrada secundaria del cementerio para que ella pueda pasar (no podrá saltar la tapia) y desenterrar por ella a Rosamunde y a algún difunto necesitado de consuelo; la ayudaré a bajar a la fosa y Cara hablará con ellos.
Con el paso del tiempo cuidaré a los niños por las noches para que ella, algunas veces en la semana, pueda ir a cumplir con su vocación. Luego vendrá y dormiremos abrazados.
Y cuando yo muera ella bajará a mi tumba a charlar conmigo. (La primera vez traerá a nuestros hijos, las siguientes ya no.) Tomará mis manos huesudas con infinita ternura y me dará su amor.
Quién sabe si abandonará esta costumbre suya de desenterrar muertos. Cara alguna vez dijo que para ella desenterrar muertos era como para otras chicas ir al gimnasio. Bueno, a la larga, tarde o temprano, todos dejamos de ir al gimnasio…
O tal vez, con eternas y sobrenaturales juventud y lozanía, siga bajando a las tumbas a consolar difuntos y cumplir su misión.
Eugenio Orsi nació en Buenos Aires en 1972. Egresó en 1990 de la Escuela Nacional de Bellas Artes “Rogelio Yrurtia” con los títulos de Bachiller y Maestro Nacional de Dibujo. Tres años más tarde, en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón”, se tituló como Profesor de Dibujo y Pintura. En 2001 egresó de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina con el título de Profesor de Teología.
En 2010 publicó, a través de Editorial Dunken, su primera novela “Carne y Cable”, una novela de aventuras y fantasía sobre una joven abducida y llevada a un planeta extraño en donde será perseguida por distintos seres mezcla de carne y máquina, cada uno con distintas intenciones.
Es empleado administrativo y entre sus autores favoritos se encuentran G. K. Chesterton, Leopoldo Marechal, Manuel Mujica Láinez, Fredric Brown, Stephen King y George Chesbro.
En su blog Planeta Mantra publica escritos personales (allí pueden leerse tanto su cuento corto “Soy cementerio” —que concursó en 2005 para “Concurso Cuentos Cortos de Terror Metrovías”— como el primer capítulo de “Carne y Cable”), y también algunos escritos de otros autores de su interés.
Esta es su primera aparición en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con NECRONAUTAS, de Terry Bisson; LA MARCHA NUPCIAL DE LA NIÑA MUERTA, de Cat Rambo; y LA MUERTE S.A., de Sergio Sangiao Filgueira.
Axxón 232 – julio de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Muerte, ultratumba : Argentina : Argentino).
me gusto mucho
Muy buen relato. gracias.
Simplemente conmovedor.