ARGENTINA |
¡Listo, Tomás! Juntaste valor para salir. Pero ¿y esa mano apretada en el picaporte? No me digas que… ¿tensa? Sí, tensa. No te engañés, mirate los nudillos blancos. Y ya tenés transpirada la frente, nada menos.
Esperabas que la calle estuviera vacía. Pero nunca sucede, siempre tiene que haber alguien. Desde que el Barrio Norte fue nombrado reserva histórica mundial, los turistas no dejan de tenerlo como un paseo obligado. Eso trajo a los vendedores ambulantes de recuerdos y llenó la plaza de bailarines de psicotango, ahora tan de moda en la Red Global. Y sí, Buenos Aires ya no tiene ningún día de la semana tranquilo.
Sacás el holoespejo del bolsillo para cerciorarte por enésima vez. Pero el maquillaje no logra disimular tu apariencia. Nada puede ocultar tus pómulos redondos, Tomás.
Te llenás los pulmones de aire y abrís de un tirón. Esa siempre es la parte más difícil, lo sabés. Una vez fuera, se trata de enfrentar lo que venga con altura.
El sol te alegra el espíritu por unos segundos. Sólo por unos estúpidos segundos, hasta que las miradas de los primeros transeúntes empañan tu regocijo.
Y ya lo intentaste todo; el cielo es testigo de tus esfuerzos. Pero nada pudo eliminar la acumulación de grasa ni el ancho de tu espalda.
Ignorás como podés las exclamaciones a tu alrededor. Verlos apartarse con expresiones de asco tampoco es una sorpresa. Creíste que con los años terminarías acostumbrándote. ¡Qué iluso y optimista has sido, Tomás!
No les prestás atención y continuás, a paso lento, por la vereda. Ya casi llegás a la esquina. A esa esquina donde te aguarda el cartel enorme con la chica en ropa interior. ¡La modelo! ¡La del cuerpo perfecto! ¡Igual a todos los cuerpos que te rodean! Todos perfectos, Tomás, menos vos.
Siempre quisiste tener un cuerpo igual a las figuras de la publicidad de la Red. La que cuenta entre sonrisas alegres que la civilización ha logrado hacer realidad las aspiraciones básicas de los seres humanos. Que la escasez de alimentos es un recuerdo y la guerra no es otra cosa que un conjunto de fechas y nombres para memorizar en los exámenes escolares. Claro, las escuelas, esos sitios llenos de aulas, maestros y alumnos, desaparecieron para ser reemplazadas por los cursos vía Internet. La Red que nos conecta a todos, donde no hay desigualdades. ¡Qué irónico! Has oído muchas veces, Tomás, que los habitantes del planeta no socializaban como en la era pre informática; y eso sería para vos lo único bueno que tendría la sociedad de hoy.
Contemplás la calle, la arquitectura vieja combinada con los edificios modernos, un detalle que se mantiene en esta parte de la ciudad desde su fundación. No lo podés evitar, seguís pensando. Después empezaron con eso del Control Natal y la Fertilización Artificial. Muy pocos excéntricos, lo sabés por experiencia propia, prefirieron la vieja usanza del sexo crudo y «asqueroso». Porque eso de «asqueroso» es un adjetivo de ellos, de esos que te miran con repulsión mientras intentás pasar desapercibido. Pero no hay caso, hoy no podés dejar el asunto: las mujeres que elegían la gestación natural no existen, para eso están las incubadoras o los úteros sustitutos que cuidan los robots pediatras. Todo riesgo de un cuerpo deformado por la maternidad es cosa del pasado. Bueno, todo no. El sólo pensarlo te enfurece. Tropezás al cruzar la avenida y se te escapa una puteada. Y te repetís como tantas veces: ¡Sos la excepción que confirma la regla! Salvo raras anormalidades, los niños nacen perfectos, previniendo los aspectos indeseables antes de la concepción. Porque los conocimientos en genética, eso dicen siempre, anulan cualquier posible anomalía.
Las diferencias resultan anécdotas del siglo pasado, escuchaste montones de veces en la Red.
Pero ahora los humanos parecen copias de un único molde: los mismos cuerpos esqueléticos, idénticas sonrisas. Cabellos dorados y ojos azules o verdes, perfectos. La mayoría de las personas prefiere la pigmentación del bronceado caucásico; en África, ya no te topás con rasgos autóctonos. Pero siempre pueden cambiar las tendencias, y vos, Tomás, soñás que la moda vuelva a los tiempos de Goya.
No todo está solucionado en esta sociedad perfecta, vos lo sabés bien. Mientras, caminás por la vereda estrecha que bordea el cementerio, la menos transitada, y ponés toda la atención en la punta de tus zapatos. Duele ver a tanta gente exhibiendo sus figuras espigadas en la vereda de enfrente, llena de restaurantes. Igual seguís cavilando: a pesar de este control sobre los prenatos, los individuos no consiguieron erradicar la vejez, aunque conservan la apariencia con la magia de las cirugías estéticas.
Lo ves en las holopelículas, en los informativos, en la calle. Nadie aparenta más de treinta años, y muchos prefieren lucir un aspecto inalterable de diecisiete años toda la vida.
Vos estudiaste cómo fue todo. ¿Qué otra cosa podías hacer, escondido por años entre cuatro paredes? La tendencia había comenzado cinco décadas antes, durante los días de la Gran Agorafobia, una costumbre que generó el uso permanente de Internet. Al principio fue la corrección digital de arrugas y signos de vejez, la gente tomaba como modelos a actores y conductores de los medios, con mayor producción en su imagen. En una apariencia siempre juvenil, aunque fingida y artificial. Ser delgado fue (y es) la aspiración del humano común, y no serlo fue el suplicio del resto. El mundo se aficionó a la actividad física. Era usual que cada individuo tuviese su gimnasio personal en el hogar. Pero pasar horas en una cinta mecánica es aburrido y parece tiempo desperdiciado. Después aparecieron las tortuosas dietas y la gran variedad de laxantes. ¡Si lo sabrás, Tomás! Te conocés todas las marcas y componentes de los yogures. Por un tiempo fueron una solución aceptable para algunos, aunque no permitían que uno se descuidase. Los casos del efecto «rebote» cuando se suspendía la medicación eran muy difundidos en las redes sociales, abundantes de videos caseros que mostraban a un pobre infeliz que después de bajar veinte kilos engordaba cuarenta. Y lo peor, Tomás: los suicidios. No, no me digas que vos nunca lo pensaste.
Tampoco podés olvidar el día que el presidente de «Delgadez es Salud», el nuevo centro estético, había declarado a los medios que el ser humano promedio no podía excederse de cuarenta y siete kilos. Bastaba con mirar a la chica en ropa interior del cartel y un poco más abajo, en letras enormes, el logo de «Delgadez es Salud» parpadeando con luces de neón.
Vos pesás ochenta kilos, Tomás. Tus padres te habían concebido a la antigua, a través de una relación. Todo pareció marchar bien en tu infancia, hasta que la diferencia comenzó a notarse. Fue en tu décimo cumpleaños, todos los niños vecinos te llevaban una cabeza, incluso las niñas eran más altas. Para peor, no habías heredado los hermosos ojos verdes de tus viejos. Ahí estaba el vergonzoso gen del abuelo Martín con sus odiosos ojos cafés.
La mejor idea que tuvieron fue ocultarte en la casa y hacerte cirugías estéticas antes que la sociedad te descubriese. El encierro y la frustración que de un día para otro te infringieron fueron una tortura para vos. No sabías qué sucedía, pero resultaba evidente que era por tu culpa. La desgracia se abatió aún más sobre ellos cuando se enteraron de que tu organismo, Tomás, reaccionaba muy mal a las intervenciones. No aceptabas ni siquiera la anestesia. Tus padres gastaron fortunas en tratamientos hasta que los mismos médicos se dieron por vencidos. Te recluyeron en la casa, ocultándote con una capa con capucha; fue la primera vez que te cubriste con una y te dio cierto alivio. Adoraste poder mirar las caras de tus padres a través de la tela, sin que la expresión les cambiase. ¿Te acordás? Claro que te acordás. Pero vení, seguí caminando… Mirá los árboles antes de llegar a la siguiente avenida. Los árboles no se apartan a tu paso. Al contrario, muchas veces te ayudaron a ocultarte, las veces que te quebraste después de tanto rechazo y no pudiste evitar el llanto. Vienen a tu memoria las ocasiones en que tus viejos corrían apurados hacia vos si llorabas.
Pero el trato cariñoso y las palabras amables que te decían todos los días desaparecieron. Antes de aceptar la vergüenza, descargaron su frustración culpándote a vos: de no poder recibir visitas, de tener prohibido los paseos dominicales y de ser considerados los creadores de una aberración.
Un mes después de ponerte la capucha, te hicieron vivir en el sótano. Dejaron de pagar la escuela y cortaron tu conexión a Internet. Una vez al día, un empleado te llevaba comida. Y hubo ocasiones en que se olvidó de hacerlo. Habías pasado de ser un niño amado a ser un inválido, una persona que no tenía la perfección genética prenatal. Uno de los desechados, esos individuos considerados de una casta inferior, destinados a tareas de servidumbre: mozos, cocineros, mayordomos y cadetes. En otra época podrían aspirar a ser vigilantes o barrenderos. Pero ya no existían los crímenes: las máquinas se encargaban de la limpieza tanto de enseres como de personas. Sí, tenés miedo de que la obesidad se declare un crimen y que las máquinas vengan por vos.
¿Por qué te castigás con el recuerdo? Ya sé, la situación en el hogar fue tan insoportable, que a los catorce años huiste para nunca más volver.
Fueron momentos terribles para vos, Tomás. Deambulaste por muchos lugares, pero ningún sitio aceptaba a un chico diferente. Ni siquiera los desposeídos te vieron con buenos ojos. Se burlaron, tildándote de monstruo. Un epíteto al que terminaste por acostumbrarte. Era tu título en sociedad.
Un buen día, después de vagabundear por cloacas y basurales, llegaste a las ruinas de una parroquia. Un solitario anciano te dio de comer. Mientras servía la mesa, te contó sobre una costumbre antigua llamada religión, hablaba de igualdad y amor, pero te aburrió enseguida ese discurso. Descubriste que no era muy diferente en reglas y conceptos a «Delgadez es Salud», pero lo bueno fue que aquel hombre no te había rechazado.
El viejo tenía una conexión a Internet que pudiste utilizar. Además, conocía muchos trucos para burlar los programas de seguridad de los docentes, quería que te educases y consiguieses un titulo, Tomás. Con una identidad falsa, ingresaste a los programas de educación de la Red. Tu especialidad eran las Ciencias Económicas y las Matemáticas. Recibiste elogios por tu inteligencia, en el anonimato de los correos electrónicos. En esos años fuiste feliz, manteniéndote oculto dentro de la casa.
Al tiempo que estudiabas, conseguiste empleo como columnista en una publicación del ámbito bursátil. Y pensar que asesoraste a muchos inversores que llenaron tu cuenta bancaria con suculentas comisiones. Te ofrecieron muchos trabajos y firmaste varios contratos. Cuando los clientes se enteraron de tu aspecto ya era muy tarde para volver atrás y anular los papeles firmados. De cualquier modo, Tomás, en los negocios las ganancias son lo único importante. Eso no ha cambiado, ¿no?
Y disfrutaste mucho de esa pequeña fama, permaneciendo oculto durante tanto tiempo. Cuando el anciano falleció, dejó el terreno en ruinas y la casa a tu nombre. Con tu propio dinero, Tomás, construiste la bella vivienda que habitás hoy en uno de los barrios más caros de Buenos Aires, y evadiendo los controles del Medio Ambiente, te conseguiste compañía: un auténtico gato de Bombay. Un amigo que nunca se molestó por tu barriga ni por tus arrugas. Retribuyéndote cariño, recostándose a tu lado cuando estás triste o jugando con tus dedos sin otro interés que divertirse. Además es muy buen compañero, no hay día que no se levante a saludarte al verte despertar y andes por donde andes en la casa, Tomás, ahí te sigue el pequeño felino. Por si algo pudieras necesitar.
Pero hay días en que necesitás sentir el sol en el rostro, visitar las plazas y contemplar obras de arte, como el resto de la humanidad. Caminás muchas cuadras hasta el Museo de Bellas Artes, pagás sobornos a los encargados para que te dejen entrar fuera de los horarios de visitas. Te fascinan varios pintores, Tomás. ¡Pero cómo amás la estética de Goya! Podés pasarte horas contemplando aquellos cuerpos abundantes que el artista, y de seguro sus contemporáneos, consideraban bellos.
Y todos los meses, un día como hoy, salís a buscar los medicamentos de tu cobertura social. Es habitual que ninguno de los empleados de la farmacia quiera hacer la entrega en la casa del monstruo. Así que aprovechás la oportunidad para pasar por el museo.
Aunque saben de tu existencia, es inevitable que los transeúntes lancen exclamaciones como si te vieran por primera vez. A veces, por bromear, como esta vez, simulás una pronunciada renguera. Reís como loco viéndolos alzar a sus hijos, murmurando maldiciones. Claro, hasta que el encargado del museo te amenaza con prohibirte la entrada si continuás molestando a los otros visitantes.
Desde ahí, te apurás para llegar a la farmacia. Te atienden como siempre: desde una ventanilla enrejada, tomando tu tarjeta de crédito con manos protegidas por guantes desechables. Al girarte para regresar a casa, oís el rumor de las manos frotándose y desde esa distancia percibís el inconfundible olor a alcohol en gel. Qué enfermos, ¿no, Tomás?
El camino de regreso es lento, la decepción te gana otra vez. Vamos, vamos, desatá ese nudo en tu garganta. ¿Ya no te quedan fuerzas para transitar por la avenida principal? Claro, conocés un atajo que atraviesa la zona frondosa de la plaza.
Es un mediodía demasiado caluroso, y casi nadie anda por ahí a esas horas. Faltan dos calles hasta tu casa, Tomás, alegrate… ¿oíste un llanto apagado? ¿El gemido de un chiquillo, quizás? El sonido llega del otro lado de una pared de ligustrinas, y no tenés una buena visibilidad desde aquí. Pero podés oír a una pareja discutiendo sin atender el lloriqueo del niño.
Das un rodeo, nunca fuiste bueno para ignorar el sufrimiento ajeno ni a los abusadores. Sobre un banco solitario de la vereda, un chico de diez años oculta el rostro en dos puños apretados. No tenés dificultad para adivinar qué le sucede: la curva de su abdomen es suficientemente reveladora. Una pareja de adultos discute a pocos metros de distancia.
—No estoy segura, Víctor —decía ella—. Es muy pequeño.
—Es el destino, Analía —replicó el hombre—. Todos nuestros amigos lo aprueban y lo entienden.
Entonces te ven, Tomás, y quedan boquiabiertos. El niño sigue llorando.
El hombre llamado Víctor toma con fuerza el brazo de su mujer.
—Nada más podemos intentar —dice, mirándola.
Y tu profunda voz estremeció a la pareja:
—¿Qué es lo que van a hacer?
—No podemos criarlo —protesta Víctor, girando para alejarse—. ¡Mírelo! ¡Es un monstruo!
—¿Como yo?
Le sonreís, mostrando los dientes. Los padres retroceden dos pasos. Sin quitarles la mirada acariciás la cabeza del pequeño. Al notar que el niño deja de sollozar te volvés a mirarlo: ¡Posee unos enormes ojos marrones! ¿No es una delicia, Tomás?
—¿Lo cuidará? —te dice la mujer de pronto, y se muerde el labio—. Se llama Matías.
—Vaya tranquila —le decís con voz ronca, para cumplir con tu rol sarcástico de monstruo—. Yo lo cuidaré, señora. No le faltará nada.
—¿Podrá perdonarnos? —agregó la mujer.
Y vos la viste más estilizada que una espiga, si eso fuese posible.
No tenés respuesta para esa pregunta, Tomás.
Les das la espalda. Alzás al niño y continuás el camino hacia casa.
Y caminando te reís de los pocos que se te cruzan, mientras arrullás tu futuro contándole sobre un gato cariñoso y un maravilloso pintor llamado Goya.
M. C. Carper es un dibujante de cómics e ilustrador argentino de Ciencia Ficción.
Ganó del primer premio y el accésit por ilustración del PIEE 2009. Realizó los comic books de AC/DC y el Inner Circle, Los Maestros del Caos. Ilustró “Escultores de Hombres” de Claudio L. Anaya. También realiza la Serie Sálvat en Aurora Bitzine y la space opera EdlD en Portal-Cifi.Ha participado en cómics para Inglaterra y España. Y en Alfa Eridiani, Forjadores, Axxón, NM, Libros Andrómeda, Biblioteca Fosca, Ciudad Arena y MiNatura.
Hemos publicado en Axxón: CONTINUM PI.
Este cuento se vincula temáticamente con LUCY Y EL MONSTRUO, de Ricardo Bernal; LETRA POR LETRA, de Liza Porcelli Piussi; y EL MONSTRUO DE VILLA DEL PARQUE, de Claudio Amodeo.
Axxón 232 – julio de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Genética : Sociedad : Discriminación : Argentina : Argentino).
Mario, qué tierno el cuento, y si bien lo llevás a un extremo, cuán real el tema. Y excelente la resolución, la frase final. Te felicito.
Me gustó ilustrarlo, claro.
Jé, ¿Sabés que el día que lo publicaron busqué donde comentar sobre el dibujo.? ¡No sabía que era tuyo! ¡Copado! ¿te acordás cuando hablamos de poner un poco de optimismo en la CF? bueno, este cuento estaría en esa linea ¿No? ¡Un abrazo, amigo!
Sí, claro que es un buen aporte. Otro abrazo de mi parte (Y sí, Tut = yo)