«El príncipe», Ricardo Gabriel Zanelli
Agregado en 16 septiembre 2012 por dany in 234, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Negro, vos sabés bien que yo no te voy a mentir. Si somos como hermanos ¿o no? Pero esto que tengo que contarte es, cómo te podría decir, medio raro. Más que raro, la verdad es que no tiene gollete. Cuando vuelva, lo vas a entender mejor, seguro. Pero, qué querés que te diga, yo lo he visto con estos ojos negros que Dios y la vieja me dieron, además de vivirlo en carne y hueso. Y, como te decía recién, a vos no te voy a macanear, hermano, si nos criamos juntos, ¿te acordás? Bueno, mirá, el asunto éste es medio peliagudo para contarlo fácilmente, vos viste que yo siempre he sido medio bestia, ¿o no te acordás cómo me verdugueaba la vieja de Lenguaje? Y, qué querés negro, a mí lo que me gusta es el fulbo, no nací para complicarme la existencia con la ortografía. Mirá vos, si hasta ortografía es una palabra difícil. Digo yo ¿no tendrán nada más importante que hacer los profesores que andar inventando palabras rebuscadas? No hay derecho viejo, no hay. Y después se quejan de que uno sea un burro. ¿Qué tienen en la azotea? Uno anda con problemas concretos, negro, de la calle, del laburo, del morfi. Je, hablando de laburo, ¿te acordás que en una época era canillita yo? Me acuerdo que me birlaba las revistas con minas en bolas. El dueño, un gallego, se agarraba unas calenturas. Recaliente se ponía, y me gritaba ¡Hostia! y ¡Me cago en la leche! todo el tiempo. Ahora te digo, calenturas, pero calenturas, eran las que me agarraba yo, pero por las revistas, negro. El gallego se encabritaba más que nada por el estado en que se las devolvía: daban lástima y no se podían vender. Pero después me las descontaba, así que eran al cuete los berrinches. Pero, qué querés, en esos tiempos, las chichises ni la hora me daban (bueno, hoy el asunto no ha cambiado mucho que digamos). Pero vos me distraés y yo me voy por las ramas. Lo que te quiero contar pasó en estos días y es para que no se preocupen por mi ausencia. No se lo podría decir a nadie más porque van a pensar que estoy quemado. Vos viste cómo son los canas de bestias: si llego a denunciar semejante gansada, me meten en el calabozo a patadones. Además, encima de la pateadura, se van a reír hasta el día del Juicio Final. Pero el tema es que el príncipe me salvó. Vos te estarás preguntando, y con toda la razón, quién carajo es el príncipe. Bueno, mirá, ésa es una de las cosas raras porque este tipo, que es uno de los protagonistas de esta historia, tenía la piel de un color poco común, medio azulada, como la de los cosos a los que les falta el aire ¿viste? Bueno, así. Por eso le puse «el príncipe». No, negro ignorante, por eso no. Es por lo de la sangre azul y todas esas giladas. Dejame hablar. Resulta que antenoche estaba parado yo en la calle Belgrano, esquina Caseros, esperando el colectivo. Eran como las doce y no sabés el fresquete que hacía, papá. Encima, al lado mío, había un jovato que tosía como si fuera la última vez. Estaba chau el veterano: pedacitos de pulmones escupía, con un ruido que parecía una cañería oxidada y atascada. ¡En serio, negro! Pero no te vayas a creer que yo estaba mucho mejor: zapateaba del frío con las manos metidas en los sobolyi de la campera. Bueno, el asunto es que, gracias a Dios y la Virgen, vimos que por fin aparecía un bondi. Vos viste cómo son los bondis acá: de noche, olvidate. El viejo oxidado y yo hacía como cuarenta minutos que esperábamos. Cómo habrá sido que el noble anciano (a mi viejo le digo así y se pone loco), no sé si por la emoción, empezó a toser más fuerte: no sabés el estado de ese cristiano. Bueno, cuando por fin llegó el ómnibus, vemos que no era el C1 sino el C2. A mí me deja lejos, pero el viejo se lo tomó (espero que no haya sido su último viaje). No, no te rías, negro desalmado, no es para tomárselo a la chacota, pobre viejo. Pero yo, de vago, no lo tomé: en realidad, me deja a cuatro cuadras, pero entre el frío y la caminata me iba a paspar. Sigo. Justo cuando el C2 arranca, veo una luz. No, negro, no de la calle. Veo una luz en el cielo. Habrá sido una estrella fugaz, qué sé yo. En eso veo que de la esquina de Caseros doblan cuatro tipos con unos lomos terribles, y unas caritas que ni te cuento. Y, vos viste, de noche y cuando no se ve un alma, la impresión se agranda. Yo miré para otro lado, haciéndome el gil: ¡me moría de miedo, negro! Y no sabés lo que sentí cuando entreví que enfilaban hacia donde yo estaba. Me dije: estoy hasta las manos. Justo en ese instante hubo un fogonazo en el cielo, como si hubiera amanecido de golpe. Me distraje un segundo y ya tenía a los negros encima. ¡Eran cuatro roperos, hermano! Dos pelaron navajas. A mí, del julepe, me parecieron el sable corvo de San Martín. ¿Te acordás cómo jodía con eso la vieja de Historia? Sí, la Panetti, esa misma. Bueno, hubo un reclamo de plata. No, negro, de la Panetti, no, de los grones estos. Para comprar merca, seguro. ¿O no? Pero matate que sí. Yo no tenía un mango partido al diome, salvo el cospel para pagar el bondi. Moraleja: me rompieron el alma. Estaban muy entretenidos en eso cuando apareció el príncipe, de la nada, como en los cuentos. Los monazos lo miraron como si dijeran: ¿Y este maricón quién es? Porque la verdad es que muy gaucho no parecía. Pero ni tiempo para pensar tuvieron. Él, solito y su alma, les dio para que tengan a los orangutanes. Pero justo cuando yo me estaba acomodando la ropa, aparece la cana. Esos que hacen ronda nocturna. Y los boludos se la agarraron con el príncipe y con un servidor. No, si son de madera balsa los giles. Me acuerdo que les dije: «Pero, ustedes, ¿de qué lado están?». Ni bola me dieron. Al príncipe no se le movió un pelo (bueno, tampoco tenía): describió un arco en el aire con el brazo derecho, como diría el Nene, mi primo del campo, que se las da de poeta, y los tres canas volaron para atrás, como dos metros. Luego dijo algo, con una voz muy rara, que no entendí. Yo pensé: «Qué rebuscados estos nobles modernos», olvidándome que, medio en serio, medio en broma, lo había bautizado «el príncipe». Vimos entonces que los canas se levantaban y que uno de ellos se metía en el patrullero y cazaba el radio. Casi como por arte de magia, aparecieron más coches. «Rajemos», le dije al príncipe, que seguramente no entendió un pito, pero mi cara lo debe haber asustado. Hasta ahora no te conté de la facha del sujeto. Era muy alto, flaquito y muy delicado de cuerpo. Usaba una ropa muy ajustada y brillante, como un enterito, de color azul, pero más oscuro que el de la cara y las manos. ¡Las manos! Estos de la nobleza (al final, me había convencido de eso) tienen siempre esas enfermedades raras, ¿viste? Esas cosas hereditarias porque se casan entre parientes y qué sé yo. Digo, porque si no, no me explico que el flaco tuviera sólo cuatro dedos en cada mano. Y larguísimos. Andá a saber vos. Te sigo contando. Los canas nos perseguían con los patrulleros por la calle Belgrano, luego por Tucumán. Era todo muy raro: parecía un sueño. Yo pensaba: «Puta, si los colectivos vinieran a tiempo, todos estos despelotes no pasarían». ¿O no es así, negro? ¿Viste? Y digo raro, porque los tumbados de los canas, en lugar de perseguir a los malandras, como diría mi viejo, nos corrían a nosotros. Es cierto que el príncipe parecía salido del corso de San Vicente, pero ni así. Es que este íspa funciona al vesrre, negro. Mientras, con el azulito corríamos a todo lo que dábamos. Y mirá lo que es tener cuna de oro, hermano: yo estaba con la lengua afuera, el señorito, en cambio, como si nada. Eso sí, la frente le brillaba con un fulgor extraño atendé al léxico, gil a cuadros. ¡Si me escuchara la vieja de Castellano!. De golpe, guiado por el príncipe, nos metimos en un zaguán. Yo pensé: «Lo único que nos falta: que al príncipe, con esa facha y todo, se le dé por meterse en una whiskería». Al final del mismo (anotá, negro, si tenés papel y lápiz) había una escalera. Ahí pensé yo: «Ahora sí que vamos todos presos: el príncipe, las putas y yo». Encontramos una puerta y, creer o reventar, negro, el lugar ese no era un quilombo: en vez de luces rojas, desde adentro salía un resplandor azulado, como el del príncipe. Estaba abierta, quiero decir, sin llave. Entramos (el miedo no es zonzo, hermano, pero, a esas alturas, ya no sabía qué me preocupaba más…). Cuál no sería mi sorpresa (esta frase se me grabó en el mate del único libro que leí en mi vida) cuando vi que, ahí adentro, había otros tipos como el príncipe. Era increíble: todos igualitos. Salvo uno de ellos, que parecía una mina. Riéndome para mis adentros, pensé: «Fulera, la princesa». Me sorprendió ver que la frente se le prendía: quiero decir, tenía el mismo fulgor que los otros. Como si me hubiese leído el pensamiento. Es increíble, negro: la realeza de este siglo vein… tiuno viene sofisticada, como los autos. Se pusieron a hablar entre ellos: se entrecruzaban unos sonidos extrañísimos. Me pregunté: «¿En qué dialecto hablarán?». Vos te vas a reír, pero en ningún momento se me ocurrió pensar que la idea de que fueran príncipes, reyes o qué sé yo, es una pavada que no tiene nombre, porque ¿desde cuándo se te aparecen en la lleca y a las doce de la noche? De todas maneras, ¿a vos se te ocurre alguna idea mejor? Bueno, el asunto es que estos cosos (el príncipe y los otros azulejos) seguían meta cabildear, meta cabildear, tanto que el lugar ese parecía un panal gigante. Por los zumbidos, digo. En eso oímos golpes a la puerta. «¡La cana!», grité yo. El príncipe y sus compañeros me miraron de manera rara: parece que mi voz les resultaba insoportable (mirá vos, la vieja de Música pensaba lo mismo). Finalmente, los uniformados, como dicen en el noticiero, tiraron la puerta abajo. Los príncipes parecían sorprendidos (a todos les brillaba la frente). Yo les grité a los policías: «¡Che, los malos de la película son los otros, los que nos estaban pegando!». El que parecía de mayor rango me dijo: «¡Callate, negro jetón! A vos no te buscamos. Es a estos terroristas a los que perseguimos. ¡Seguimos instrucciones de la CIA!». Yo le dije: «¿Terrorista, éste? ¿Con esa cara y esos ojos saltones? Ustedes deben estar mamados». ¿Te das cuenta, negro, pero te das cuenta lo que es esa gilada de la globalización o lo que sea? A los bestias estos de los canas, que deben ser hinchas de Talleres, les dan órdenes los yanquis. «¿Y por qué me cagan a palos a mí?», le pregunté después, enculado. «Porque son unos inútiles, éstos», me dijo, mirando de reojo y con desprecio a sus subordinados. En ese momento, el príncipe hizo nuevamente el gesto del arco en el aire, pero esta vez, por alguna razón, no le salió. Aparentemente, sus compañeros no podían hacer lo mismo. Los canas, que ahora eran un batallón, se les fueron encima. Pero yo no me la llevé de arriba: ligué unas cuantas piñas y no pude meter ninguna. Sólo la princesa, que se había mantenido en una penumbra, parecía a salvo. Justamente ella me habló, con esa voz tan rara, me tomó de un brazo y me llevó hacia una puerta medio escondida. Por qué hizo eso: un misterio, negro. En ese instante, uno de los canas gritó: «¡Alto ahí!», levantó la pistola reglamentaria, apuntó y le disparó a la princesa, en el preciso momento en que el príncipe, que se encontraba como «apagado» (además de bastante maltrecho), se interponía en la trayectoria de la bala (aparentemente el príncipe y la princesa eran algo más que amigos, camaradas o lo que fuera). Me di cuenta entonces, y esta es otra de las cosas raras, que esta gente no tiene sangre azul: al príncipe le brotó una sangre verde y espesa, como si fuera mostaza. La princesa pegó un alarido que sonó como una radio mal sintonizada. De todas maneras, reaccionó y me empujó a través de la puerta escondida. Salimos por un pasadizo también iluminado por resplandores azulados. Antes de que se cerrara la puerta, pude ver cómo los canas masacraban a los azulitos. Pobres. Cuando llegamos al final del pasadizo, directamente nos metimos en un artefacto con asientos, tablero y todo eso, colmado de relojitos con letras o números que no pude entender y una especie de volante (dos) como los de los autos de carrera. Pero se parecía más a un avión. Para no perder la costumbre, me tropecé al subir. La princesa me levantó de un brazo con esos dedos larguísimos y finos, como si yo fuera una pluma, a pesar de la buzarda (si salgo de ésta, le prometí a la Virgen aflojarle al asado y al fernet). Se veía tan triste la pobre: tenía la frente completamente oscura. Le dio instrucciones a otro que andaba por ahí, que, a diferencia de los demás, era petiso, barrigudo y cabezón. Te confieso, negro, que estaba tan asustado que ni cuenta me daba de lo que hacía. Oí un zumbido y tuve la impresión de que el avión se movía. Se ve que esta gente tiene los últimos adelantos, hermano, porque este aparato, en lugar de carretear, se levantó para arriba. Ahora, sólo se ven estrellas alrededor. La luna, por ejemplo, no. Qué raro. No me puedo imaginar dónde quedará el pago de estos tipos, pero seguramente será del otro lado del mundo. Vaya uno a saber. La princesa no es la máxima autoridad abordo. Hay un tipo muy parecido al príncipe, que no me da ni cinco de bola. Pero ella sí. Tanto que en el viaje (que, en verdad, ya lleva unas cuantas horas), se puso muy simpática, casi te diría romanticona. Lástima la voz. Fue ella la que me facilitó este aparatito con unos dibujitos estrafalarios para que pudiera llamarte al celular. No sabés la cantidad de botoncitos que tuve que apretar. Pero parece que de contrabando, sin que se entere el estirado del jefe. Espero volver pronto (no dejo de rezarle a la Virgencita). A la vieja no le cuentes nada, pobre, ya sabés que sufre del cuore. Decile que estoy de viaje y que le mando un beso grande. Ahora tengo que cortar (escucho «hablar» al odioso y a la princesa). Cuidate, negro. Un abrazo.
Ricardo Gabriel Zanelli nació en la Argentina en 1962. Es autor de LA RULETA RUSA DEL TIEMPO (Cuentos), 2004, Editorial Argenta (ISBN 950-887-267-5). Ha publicado varios cuentos y ensayos breves en diarios (La Voz del Interior) y revistas (Revista Cuásar) de Argentina.
Hemos publicado en Axxón: VEINTE AÑOS, EL PORTAL DE LAS MANTÍCORAS, EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE, EL MARTINCITO y LA GUERRA DEL AIRE.
Este cuento se vincula temáticamente con EL GUALICHO, de Guillermo Vidal; ABDUCCIÓN A LA CHILENA, de Carlos Páez S. y RECETA: HOMBRE FRITO, de Sergio Gaut vel Hartman.
Axxón 234 – septiembre de 2012
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Argentina : Argentino).
Lo disfruté mucho. Gracias!
Muy lindo, pa.