ARGENTINA |
Según la mitologÃa griega, Helios es la personificación del Sol. Para mÃ, en cambio, es otra cosa. Es el nombre del cine de mi barrio. Un cine que acaba de reabrir sus puertas después de años de abandono. En tiempos en que se anuncia el cierre de varias salas en Buenos Aires, el Helios cobra vida para seguir tejiendo su leyenda.
El recuerdo de la tragedia es inevitable. Dicen que proyectaban Gracias por el fuego cuando ocurrió el incendio. La ironÃa me resulta burda, sin sutileza. Yo tenÃa entonces once años. Desde el patio de mi casa se veÃa el humo espeso en un cielo donde todavÃa predominaba el azul. Por suerte no hubo vÃctimas. Sé que volvÃ. A los pocos dÃas, con la sala clausurada por la tragedia, volvÃ.
PrecisarÃa el olor a cenizas entumecidas, el ruido de palomas sobre algún tirante, los rollos de pelÃculas chamuscadas; precisarÃa al menos estas cosas para recuperar esa aventura con la intensidad de un sueño o de lo tangible. Asà y todo no habrÃa fidelidad. Recordar es mantenerse en equilibrio sobre un andamiaje precario. Como en un viejo celuloide, algunas imágenes cobran un brillo desmedido y otras se diluyen en la sombra.
Lo cierto es que entramos en el cine, Ricardo y yo. No sé si saltamos una valla, no recuerdo si la entrada principal estaba abierta. Era de tarde. No habÃa necesidad de usar la linterna que guardaba en el pantalón. Por alguna rotura en el techo se colaba un amplio cono de luz. PersistÃa el olor a sustancia carbonizada. Me impresionaron los esqueletos metálicos de las butacas, las marcas del fuego en las paredes. El telón habÃa desaparecido. Di dos o tres pasos inciertos en el pasillo, como en medio de un bosque devastado. En el aire giraban las partÃculas de polvo despabiladas por nuestros movimientos.
Mis ojos rescataron algo del pasado. La imagen del cine repleto y al acomodador alumbrando las butacas. Me vi pasando entre las piernas de la gente, buscando un lugar para sentarme. Reconocà a algunos compañeros del colegio bajo el resplandor de la pantalla.
Recuerdo que en mi escuela repartÃan invitaciones para el cine, algunas con un sello que indicaba «Gratis». Cuando me tocaba una con el sello, mi felicidad era semejante a la de obtener una nota sobresaliente que, dicho sea de paso, no eran las que mejor me definÃan como alumno. Y si me remonto más atrás, aterrizo en el dÃa en que actué con los compañeros del jardÃn de infantes sobre el escenario del Helios. Un acto que venÃa a clausurar aquella breve etapa de nuestras vidas.
Pero no es esto lo que querÃa contar. Hay en la historia del incendio una situación que nunca supe resolver, una escena cuyos bordes el tiempo ha carcomido sin lograr que el misterio desaparezca.
Ricardo señaló una escalera, propuso que subiéramos a investigar. Trepamos los escalones y llegamos a la cabina de proyección. Empuñé la linterna. No habÃa signos de combustión pero sà de saqueo, a juzgar por las estanterÃas vacÃas y uno que otro rollo de pelÃcula desplegado en espiral. También descubrà afiches de viejas filmaciones. Recogà uno del suelo y descifré sus inscripciones y figuras.
Hubo un ruido. Creà ver un bulto en un rincón, un perro tal vez. Solté el afiche y apunté el foco en esa dirección. Me equivocaba. No era un perro, sino una mujer que habÃa permanecido sentada (el ruido habrÃa correspondido al crujido de la silla) y ahora se ponÃa de pie. La envolvÃa una claridad que un segundo antes no la acompañaba. Una claridad que surgÃa de ella. La intensidad de la linterna parecÃa alimentar su resplandor. No fue necesario que pronunciara una palabra ni que hiciera un movimiento brusco para que echáramos a correr. De tres zancadas estuve en la boca de la escalera. Mi amigo habÃa llegado abajo, giró para decirme que me apurase, que escapáramos de una vez. El miedo se apiñaba dentro de sus ojos. Desde mi posición, volvà a enfocarla. Estaba descalza, llevaba un vestido floreado y un sombrero blanco o color crema. Algo me decÃa que no habÃa nada que temer, que el peligro era mÃnimo o inexistente, aunque mi cuerpo indicaba otra cosa. Me temblaban las piernas. Un temblor que en aquel instante atribuà no tanto al miedo como a la ansiedad de estar viviendo una aventura por demás extraña.
¿Quién sos? me atrevà a preguntarle.
La mujer se alzó de hombros. ParecÃa a punto de llorar.
No sé cómo volver dijo.
¿Volver? ¿Volver adónde?
Miró por la ranura a través de la cual se proyectaban las pelÃculas, hacia una pantalla que habÃa dejado de existir.
Ricardo subió nuevamente. PermanecÃa detrás de mÃ, respirándome en la oreja, preparado para escapar en caso de que la situación se tornara peligrosa.
En un momento, la linterna resbaló de mi mano. Al golpear en el suelo, se apagó y quedamos a oscuras. Apenas nos llegaba una luminosidad difusa desde la escalera. También ella habÃa perdido su fulgor.
¡Vámonos! Ricardo me sacudió el hombro como si intentara arrancarme de un sueño o de un hechizo.
Salimos. Ya no volverÃamos a entrar.
Dicen que la memoria es caprichosa. Seguramente hay baches, agujeros negros que completo involuntariamente a la hora de narrar. Pero no tengo dudas de que en aquella tarde de mi infancia vimos en el cine a esa mujer.
Hoy, cuando la niñez se parece tanto a la lejanÃa de un paÃs extranjero, debo admitir que no me acuerdo mucho de su cara. Conservo, eso sÃ, algún detalle de su vestido floreado, de los pies desnudos. Y el deseo en su mirada por recuperar algo perdido. Su mundo, su cordura, vaya a saberse. ¿Es osado sospechar que su imagen vive eternizada en la dimensión de una pelÃcula? A lo mejor me reencontré con ella al mirar un film, al cruzar la calle, y no lo supe nunca.
Daniel De Leo nació en Buenos Aires (1973). Obtuvo premios en concursos de Latinoamérica y España. Ha publicado notas en el suplemento Cultura del diario Perfil. Colaboró como redactor en la revista literaria Axolotl. Es autor del libro de cuentos Después de la tormenta, premiado por la Fundación Victoria Ocampo en 2010. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y EstÃmulo a la Industria Editorial, género cuento, por su libro Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.
Ya publicamos en Axxón su cuento EL REGRESO.
Este cuento se vincula temáticamente con LA IMPRONTA, de Pé de J. Pauner; HAGIÓGRAFO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y LA DAMA DE BLANCO, de Jorge Durán.
Axxón 256 – julio de 2014
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : FantasÃa : Arte, cine : Fantasmas, apariciones : Argentina : Argentino).
¡EX-CE-LEN-CHI!
De verdad, Daniel. Es una maravilla de cuento.
Tanta simpleza hace intuÃr que habrá habido un laburo muy exigente por encontrar la palabra exacta. El tono exacto. El ritmo exacto.
Es un relato muy, muy bueno. Es fantástico, nostálgico y efectivo, sin caer en el efectivismo.
Te admiro.
Muy bueno.
Me gustó y me recordó a EL PURITANO de Horacio Quiroga, que aborda el tema de la vida de los personajes.
«En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos en el film»
Saludos