Revista Axxón » «La ruta a Trascendencia – 4 – El dilema», Alejandro Alonso - página principal

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4

El dilema

 

 

A los quince días de la muerte definitiva de Giancarlo, tres personas desaparecieron de Trascendencia. La búsqueda pronto se extendió a las granjas y pueblos vecinos, y esta actividad fue una tregua para una comunidad que estaba dividida por las revelaciones del viejo.

Por un lado estaban los que creían en las palabras de Clara y de Eduardo, por el otro los que no. Algunos estaban convencidos de que el supuesto contacto con los epics era sólo una ocurrencia del viejo. Y entre éstos estaban los que opinaban que era a causa de su perversidad y los que creían que era simple demencia senil.

Estas divisiones eran dolorosas porque, en veinte años de trascendi, muy pocos habían aceptado que ese estado de cosas duraría para siempre. Muchos creían incluso que algún día volverían los epics y unificarían todas sus existencias en una sola vida tridimensional. Eso empezó a gestarse el día en que los físicos expusieron la teoría de que los epics no eran malos, que habían querido evitar el desastre.

Susana y Lando creían que el viejo realmente había hecho contacto. Yo no estaba seguro. Con todo, estaba dispuesto a darles el beneficio de la duda: muchas intuiciones tracs derivaban de esos futuros abortados que no llegaron a memorizar o que memorizaron a medias.

Los tres desaparecidos eran adolescentes. No era raro que los tracs de quince o dieciséis años se fueran del pueblo. O bien los encontraban a las pocas horas, o bien volvían porque en las ciudades vecinas se sentían mal. La mente especuladora de los tridis se encargaba de eso.

Pero éstos no regresaron, y la cosa se complicó. Esa fue la segunda vez que vi a Lando salir de Trascendencia. Y la primera vez que Susana se enfrentó al mundo tridi desde su trascención.

El incidente fue en un salón de baile en Hastings. Era un lugar típico para borrarse del mapa. Las estelas se perdían en la oscuridad y lo peor que podía pasar era que alguien quedara con la impresión de haber visto a la misma persona en lugares distintos. Para los tracs, sin embargo, sobre todo para los más jóvenes, las luces cambiantes y la música estridente era lo más parecido a una droga alucinógena.

Según los testigos, los tres muchachos corrieron por la pista de baile, gritando y moviéndose espasmódicamente. La trayectoria de aquella carrera iba y venía sin llegar a ninguna parte, quebrada por decisiones repentinas que sólo luego demostrarían su lógica enfermiza. Finalmente los muchachos se endurecieron en una parálisis grotesca y empezaron a arder. Primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Ardieron como estatuas de madera, en silencio, petrificados en esas posturas antinaturales.

Lando, Susana y yo los encontramos así.

Los auxiliares hicieron un trabajo muy minucioso. Dos oficiales de Gendarmería los tenían al trote con sus preguntas, así que no les quedaba alternativa. Durante esa investigación descubrieron que en el sótano había un escape de gas, pero ese escape había sido suprimido ni bien sonaron las alarmas de incendio. Sólo que eso fue después de que los muchachos empezaron a arder. En este punto, los auxiliares cortaron los servicios de gas y electricidad, que es el procedimiento de rutina, evacuaron a todos y nadie más salió lastimado.

En otras palabras, murieron tres y eso evitó que murieran sesenta o más, pero todavía se ignoraba el porqué de esas tres muertes. Nunca había sucedido nada parecido en Trascendencia o en Hastings, a excepción del hallazgo de los persecs. La asociación de ideas no tardó en cuajar: muchos pensaron que alguien estaba transformando a nuestra gente en persecs.

Y eso fue el acabose. Trascendencia se había transformado en una nueva Persecuta y todos estábamos en peligro.

En la asamblea de esa noche se tomaron varias medidas. La más importante fue el reclutamiento de veinte tracs para que hicieran guardia con sus estelas del pasado, tratando de reproducir la experiencia del viejo Giancarlo. Se eligió entre los más ancianos y se fundó la Guardia Temporal de Primer Epicentro. Al viejo Milton Sawyer le dieron el grado de capitán honorario. Francisco Cádiz, un gendarme tridi de Hastings con cierta influencia entre los superiores, era su segundo y estaba al frente del grupo encargado de registrar todo lo que dijeran los viejos. Esa información era manejada por organismos tridis en la más absoluta confidencialidad y con el compromiso (supuesto compromiso) de seguir la máxima trascendi que proclamaba la inocuidad como valor fundamental.

También se decidió la evacuación de Primer Epicentro. El incidente de Hastings puso en evidencia que si la nave salía pitando (en nuestro eje de trascención o en uno del pasado) muchos podían terminar como los persecs, así que nadie debía estar allí.

Los científicos inundaron la ciudad y terminaron integrándose al común de la población. Quién lo hubiera dicho: una comunidad de granjeros, gendarmes y científicos. Y hasta podía decirse que nos entendíamos y éramos felices con ese nuevo estado de las cosas.

Pero la felicidad duró poco.

Una tarde, varias semanas después del primer incidente, Lando y yo estábamos en la oficina del comisario. Él estaba sumido en su languidez de costumbre. Yo me moría de aburrimiento. Hubiera preferido estar jugando a las cartas en el bar del pueblo, pero los juegos de azar y las apuestas no van con los tracs. No especularás.

Antes de las cuatro, recibimos una llamada telefónica. Mejor dicho: Lando recibió una llamada con sus estelas del futuro y esa llamada nunca llegó a mi presente.

—Ocurrió un accidente, Tony. Un terrible… no sé si llamarlo accidente.

—¿Cómo sabés?

—En una hora y veinticinco va a sonar el teléfono. Y cuando atienda me voy a enterar.

—Contáme, por favor.

—El micro que llevaba a la gente del picnic se incendió. Están a unos doce kilómetros. Fue hace diez minutos si los cálculos no me fallan.

—¿Están bien?

Lando no contestó.

—¿Sobrevivientes?

—No —dijo amargamente—. Por lo menos no en el momento en que los auxiliares llegaron al lugar.

—Vamos, entonces. No tenemos por qué esperar esa llamada.

—¿Adónde vamos, Tony? ¿Salimos?

<Ocurrió un accidente, Tony.>

—Ocurrió un accidente, Lando. Fue en la ruta.

Recuerdo haber escrito sobre ese tema para el periódico. El tono de la nota, como casi todo lo que el viejo Lucio me obligaba a escribir, apelaba a una pseudoliteratura engañosa, que hacía hincapié en los detalles más que en la información relevante. Todos sabían todo en Trascendencia y, según decía Lucio, no tenía sentido abundar en las líneas generales de la noticia. Los tracs querían conocer los pormenores de un asunto, incluso los truculentos. En esto el viejo también fue un visionario del negocio. Incluso, al darle distancia literaria, la noticia contribuía a mitigar la ansiedad y a preservar la inocuidad.

 

 

Martes 12, 16.52.

Lo que se alcanza a ver desde el borde de la ruta es poco más que un caparazón de cucaracha vaciado y negro, rodeado por un montón de hormigas azules y rojas: los vehículos de los agentes auxiliares.

El olor a carne y plástico quemados es más denso ahora, que el fuego está apagado, a causa del humo. Apenas se enfríe todo, empezarán a retirar los cuerpos.

La escena es pavorosa. Cualquiera que pueda entrar en el vehículo verá, como yo vi, las filas de asientos reducidas a esqueletos de metal ennegrecido y los restos de una veintena de pasajeros coronando esos asientos. Veinte momias de carbón que se entregaron a este ritual ridículo, aun en la muerte. Todos sentados, todos mirando al frente, todos con un brazo extendido y la tarjeta del pasaje intacta en la punta de los dedos…

 

 

Lo único que no puse en la nota fue la punzada de dolor que sentí al saber que Clara estaba en ese micro. Cuando leí la lista de los fallecidos, varias horas después de salir del vehículo, me pregunté cómo la había pasado por alto. Ella estaba ahí, como los demás, levantando la mano para llamar mi atención. ¿A qué distancia pasé de ella? ¿Medio metro? ¿Treinta centímetros?

No tuve valor de avisarle a Eduardo, Lando tuvo que ocuparse.

Como me había dicho mi primo, todos en el micro eran trascendis y venían de un picnic de primavera: una de las pocas oportunidades en que podían salir del pueblo. Habían muerto desde colegas de Susana hasta guardias temporales. Y niños, claro.

Lando me hizo notar que, al igual que en el incidente de Hastings, no había estelas.

Era inevitable que las preguntas más básicas ganaran la calle. ¿En qué estarían pensando para terminar como momias y con el boleto en la punta de los dedos? ¿Qué clase de ofrenda ridícula y monstruosa era ésa? ¿Quién era el culpable? ¿Le podía pasar a cualquiera?

No sirvió de mucho hablar con todos los profesionales a nuestra disposición, incluyendo a aquel psicólogo de Hastings. Susana decidió abordar el tema a través del multipensamiento, esta vez en estrecha colaboración con Lando.

Por cuestiones de discreción y de respeto por los dolientes, habían trasladado el centro de operaciones a la habitación de Susana, que estaba vacía desde que ella había mudado sus cosas a mi cuarto. En un panel de corcho podía verse la escena del incendio retratada desde todos los ángulos posibles: fotos del ómnibus, de los cuerpos, del camino que el vehículo había recorrido y del que tenía por delante. Otro panel sostenía una docena de tarjetas de pasaje que habían sobrevivido al fuego. Sobre la mesita ratona había un mapa y el croquis de la trayectoria del vehículo. En un rincón de la habitación habían arrumbado las pertenencias de los fallecidos. Los libros y apuntes de Susana estaban desparramados en ambas habitaciones.

Lando empezó a dormir siestas en medio de esa zona de desastre. Susana necesitaba la paz de mi cuarto, pero su idea de paz y la mía diferían bastante. Como yo era el ayudante del comisario, me instalé en el escritorio de Lando para atender los asuntos de rutina y, sabiendo que la discusión sobre el accidente duraba hasta tarde, algunas noches dormía ahí o me iba a hacerle compañía a Eduardo, que se sentía solo y desdichado.

Lo único que salvaba a Eduardo de la depresión total eran los rompecabezas tridis. Tenían más de mil piezas, pero los armaba con una rapidez notable, pues las estelas temporales realimentaban su percepción de las formas y los espacios.

Yo encendía la radio, preparaba el té y lo escuchaba vomitar teorías sobre la muerte de su mujer. Él hablaba y ponía piezas a dos manos, todo al mismo tiempo.

<Todo es un ciclo cerrado, Tony. Como la serpiente que se muerde la cola. Estuve pensando mucho en todo esto, y creo que estoy cerca de la verdad. La muerte de Clarita es solamente un accidente, pero ella aún está viva en el pasado, que viene a ser el futuro.>

<Un meteorito pequeño como la cabeza de un alfiler, pero de una materia tan densa que toda la Tierra se da vuelta como una media. Cayó en el eje de los epics, así que nuestro pasado ya no existe. Y seguimos nosotros…>

Seis noches después del incidente, decidió que un rompecabezas no bastaba: estaba armando tres en forma simultánea, y discurseaba como psicótico.

<La especulación es un círculo vicioso La naturaleza de la especulación va contra la continuidad del universo…>

—¿Qué dijiste, Eduardo?

—Al universo no le gusta que especulemos. Es así la cosa.

—¿Qué significa que no le gusta? ¿Tiene algo que ver con el micro?

—No puedo decirte, estaría especulando —respondió mientras sus estelas simulaban colocar piezas que ya había puesto—. Pero preguntále a Susana, ella ya lo sabe. Andá, te está esperando.

Lo convencí de que durmiera un poco. Le di una pastilla que Lando me había recomendado durante mi época de hiperactividad y volví a mi departamento.

Susana estaba en nuestra cama. Había puesto en el tocadiscos uno de los sencillos de mi primo y la música estaba a todo volumen:

 

y que al regresar parece decir:

No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…

Por una cabeza, metejón de un día,

de aquella coqueta y risueña mujer

que al jurar sonriendo, el amor que está mintiendo

quema en una hoguera todo mi querer.

 

Lando dormía en la habitación de al lado. Cerré la puerta que comunicaba ambos cuartos y bajé el volumen del amplificador. De poco me sirvió: los ecos del tango atravesaban la bruma eventual y llegaban hasta mis oídos con la misma sonoridad.

<No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…>

Susana estaba llorando.

<Por una cabeza, metejón de un día…>

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Nada. Me voy a dar un baño.

<Quema en una hoguera todo mi querer.>

—¿Por qué llorás?

—No importa. Tengo sueño y quiero darme un baño.

Cuando volvió del baño, se metió en la cama y se hizo la dormida. La canción empezó otra vez. O tal vez eran las estelas.

<No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…>

<Por una cabeza…>

<Quema en una hoguera…>

—Apagálo —me pidió de mala gana—. Ya escuché bastante, no hace falta más.

No pegué un ojo en toda la noche.

 

 

Susana había encontrado las respuestas que estábamos buscando, pero no me las reveló hasta la noche siguiente. Seguía de mal humor, pero eso no tenía nada que ver con el incidente de la ruta. Era algo que había descubierto sobre mí durante el proceso de introspección: un efecto colateral. Con todo, a ella le pareció conveniente dejar esa cuestión para otro momento y hablar sobre el incidente y sobre lo que me había dicho Eduardo la noche anterior.

<No quiero que te arriesgues, Tony. Es eso. Cambiemos de tema.>

—Es cierto —dijo, y no me gustó cómo lo decía—. No tiene nada que ver con los epics ni con los persecs. Es como dice Eduardo: al universo no le gusta.

—Sigo a oscuras, amor. ¿Podrías iluminarme?

—Paradojas. Toneladas de paradojas —escupió ella con impaciencia.

—No entiendo, Susana. Y bajá el tonito.

—Está bien.

Empezó a llorar como la noche anterior y se me ocurrió que eran las mismas lágrimas, la misma escena. Seguramente ella lo sentía así.

—¿Me prometés que no vas a pedir ese permiso?

—No pedí ningún permiso.

—Pero lo vas a hacer, pasado mañana. Estás pensando en…

—No puedo prometerte nada, amor. Tampoco puedo mentirte.

—Somos muy vulnerables y yo no quiero que vos sufras por mí.

Yo estaba decidido a pedir el permiso y ella lo sufría de antemano. Consideré postergar el pedido algunos días, pero desistí. Ella olvidaría el futuro, el porqué de sus lágrimas, y yo tendría que explicárselo. Y, como le había dicho, no podía mentirle.

—Primero tenés que explicarme con tranquilidad a qué son vulnerables los tracs.

—Sí, claro —dijo ella secándose las lágrimas con mi pañuelo.

Pensé en ofrecerle otro pañuelo. El mío era tridi, no podía secar las lágrimas de ayer. Volví a la cordura justo a tiempo para seguir su explicación.

—¿Te acordás cuando hablábamos de lo especuladores que son ustedes, los tridis, y del malestar que nos provocan?

—Sí.

—Bueno, me parece que en este último tiempo los tracs nos volvimos susceptibles a esas especulaciones. Con esto de la nave, todos nos preguntamos qué nos va a pasar y abandonamos nuestra actitud pasiva. Dejamos de ser inocuos.

—¿Y eso qué tiene que ver con la paradoja?

<Paradojas. Toneladas de paradojas.>

—Pensá en esos muchachos, en Hastings. De repente, supieron que iban a morir a causa de ese escape de gas, y que iban a morir de una manera horrible en el derrumbe o quemados en la explosión.

Hizo una pausa para ver si yo había logrado asimilar la idea.

—Sí —dije—. Continuá.

—Cualquier medida que tomaran para evadir su destino cambiaba ese futuro. Entonces el futuro era olvidado: no tenemos forma de memorizar algo que aún no sucedió. Al final la medida era discontinuada y todo volvía a foja cero. Una oscilación.

—Entiendo. Estaban especulando.

<Los tracs nos volvimos susceptibles a esas especulaciones.>

—A los tridis les resulta fácil especular porque no conocen las consecuencias. Pero a nosotros no. Ese futuro, que para ustedes es sólo una posibilidad, para nosotros es palpable, existe. Así que el universo emplea grandes cantidades de energía para forjarlo y luego destruirlo con cada cambio de actitud.

Intenté imaginar ese sinfín de futuros destruidos, pero la imagen de la cueva de los persecs volvió a mí. Desistí: no quise romper la regla de la inocuidad otra vez.

<Paradojas. Toneladas de paradojas.>

—El ciclo de creaciones y destrucciones soporta cierta elasticidad —siguió Susana—, pero la entropía siempre va en aumento. En última instancia, la entropía de ese sistema acotado llega al máximo, la energía sin disipar se acumula en torno al factor de conflicto y éste es destruido térmicamente. Si es un ser orgánico, lo carboniza.

—¿Por eso ardieron primero por la cabeza? —pregunté alarmado.

Ese detalle se había grabado en mi memoria: una reconstrucción caprichosa donde un rubio de quince años miraba con fascinación un punto indefinido. Una máscara de porcelana opaca con los ojos muy abiertos, las hebras de paja seca que empezaban a humear y una lágrima incongruente deslizándose y luego evaporándose en una de sus mejillas.

Susana no contestó. Yo volví a la carga para sacarme esa imagen de la cabeza.

—Hablás del universo como algo vivo, como si pudiera elegir. Es un poco caprichoso.

—Solamente pongo en palabras simples algo que nuestros físicos y filósofos todavía no entienden del todo. —Susana hizo otra pausa, como si recapitulara—. Algo parecido les sucedió a los pasajeros de ese micro y entonces el futuro se les vino encima y los sorprendió en esa actitud ridícula.

Más imágenes perturbadoras. Más estatuas de carbón.

—¿Y por qué todos hacían lo mismo?

<Ese futuro… El Universo emplea grandes cantidades de energía para forjarlo y luego destruirlo… Paradojas. Toneladas de paradojas.>

—A la hora de especular, debe haber una dirección preferencial, más cercana a la salvación. La dirección a la que todos llegan después de millones de especulaciones. Una especie de intuición. A lo mejor el chofer se quedó dormido. A lo mejor se estaba por quedar dormido.

—Entiendo. Creo…

<Y entonces el futuro se les vino encima.>

—Somos muy frágiles, Tony —insistió Susana—. Por eso te decía que, por mucho que me ames, quiero que sigas siendo tridi.

 

 

Dos meses antes habíamos charlado sobre la cuestión: al igual que mi primo en su momento, yo estaba considerando seriamente la cuestión de hacer la trascención y también quería (algo que en todo ese tiempo no había conseguido) darle un hijo a Susana. Un hijo trascendi. Hacía ya un año que nos conocíamos.

Para hacer la trascención necesitaba un permiso especial.

No podía dilatar mucho mi decisión. La fuente de trascención estaba por partir y nadie sabía cuándo. Así que, aún sin la decisión tomada, empecé a ordenar mis cosas dentro y fuera de Trascendencia.

En dos meses tuve terminado el informe que Lando me había impulsado a escribir. Mis impresiones en Trascendencia. Ahí estaba todo, y ordenado cronológicamente. El informe era un grueso volumen que superaba las quinientas páginas. La mayor parte eran trivialidades e impresiones personales. No soy psicólogo, así que no quise descartar observaciones que podrían resultar críticas en el momento de decidir el destino de Trascendencia. Lando no llegó a leer el libro, pero lo llamaba «el ladrillo de Tony». Fue un moderado best-seller que usaron por igual los psicólogos tridis, los gendarmes asignados a la periferia del pueblo, las autoridades civiles, los tipos de las agencias y del gobierno y los profesores tridis que venían a dar clase a los trascendis. Se imprimieron setenta ejemplares.

En Trascendencia no hay más de quince. Yo tengo uno, claro.

No sé con certeza cuánta gente lo leyó.

También viajé a la capital, vendí las cosas de los tíos y me despedí de todos por un tiempo. Un trabajo en el exterior, aduje. Sólo Germán sospechó la verdad.

Después pedí permiso a las autoridades para tener la opción a la trascención. No lo hice en el momento que Susana había predicho, sino casi una semana después. Me fue concedido. Sin embargo, tal vez por la vehemencia que ponía Susana al argumentar, yo no sabía si lo usaría o no. Mi cabeza era un caos: sabía adónde quería llegar, pero me movía en círculos.

Ayudó que treinta personas de Hastings, incluyendo al psicólogo y a su mujer, quisieran hacerlo. Nadie preguntó por qué, reinaba la sensación de que los trascendis eran una suerte de pueblo elegido. Tal vez el imaginario colectivo tridi albergaba la esperanza de que los epics los llevarían a la tierra prometida cuando partieran.

Un espejismo, desde luego.

Si algo quedaba claro desde la Guerra, era que los epics no habían venido a buscar elegidos. O bien se habían estrellado, o bien venían a conquistar el planeta.

Mis motivos eran diferentes. Yo había encontrado mi lugar en el mundo.

Al gobierno provincial y a las Fuerzas Armadas no les quedó más remedio que preparar todo, y lo hicieron con la ayuda de los físicos que habían trabajado en Primer Epicentro.

Por cuestiones que nunca me explicaron (sospecho que Susana tuvo algo que ver, pero siempre lo negó), fui excluido de esos preparativos. Eso sólo contribuyó a acrecentar mi deseo.

 

 

A medida que se acercaba la fecha de la trascención, las dudas y los recuerdos me asaltaban con mayor frecuencia. Ponía en un plato de la balanza esa actitud pasiva de la mayoría de los tracs, o el peligro de muerte, y en el otro plato estaba Susana y la posibilidad de descubrir un mundo nuevo de experiencias. Y de contribuir a su perduración, claro.

Todavía me rondaban las viejas preguntas. Uno de los detalles que seguía obsesionándome era por qué los objetos tenían estelas.

—Todo tiene estelas en Trascendencia —me había explicado Lando la noche de mi llegada al pueblo—, incluso los objetos tridis. Si los mirás de cerca y esperás lo suficiente, la estela aparece.

En las noches previas al gran paso, recordé las historias que me habían contado sobre los objetos y sus estelas.

Meses después del final de la Guerra, el cura celebró la primera misa en Trascendencia. El pueblo estaba en plena reconstrucción. Para esa misa, el sacerdote no tuvo mejor idea que pedir ropa litúrgica nueva a la cabecera de la diócesis, en la capital. Empezó la ceremonia y, después de tres minutos, entró la estela del curita… completamente desnuda. Vestía sólo medias y zapatos.

Ese día todo el mundo supo que el curita no usaba nada debajo de la sotana y que era conveniente hacer trascender la ropa. La mayoría vestía ropas que habían trascendido con la Guerra. Esa ropa acompañaba a las estelas. Pero la ropa nueva del curita no.

En aquella época, por ejemplo, era común ver personas flotando en un aparente simulacro de manejo de vehículo. Por una cuestión de cordura y también para mantener la decencia del pueblo, se decidió que era conveniente hacer trascender la ropa, los objetos personales, las máquinas agrícolas y los vehículos, y aun los muebles de mayor uso, como mesas o sillas. En ese entonces no sabían cómo, pero ya sospechaban que el núcleo todavía estaba funcionando. Así que probaron y les salió bien.

Eso fue varios años antes de que terminaran la estación científica permanente de Primer Epicentro y llegaran los académicos. Lo descabellado del asunto fue que, después de casi un año de presencia de los físicos y biólogos en Primer Epicentro (a una prudente distancia del núcleo, para no trascender), estos científicos empezaron a perder la concentración y a desvariar. Masivamente.

—Se están hibridando progresivamente —sentenció el único médico trascendi.

—¿Y qué hacemos? —preguntó el comisario de ese entonces. El predecesor de Lando.

—Que trasciendan del todo y que se acostumbren. Si nosotros pudimos, ellos van a poder.

Así se tomaban las decisiones en Trascendencia, por decantación. En los pueblos chicos las cosas «suceden». Nadie especula, ni decide, ni evita. Hoy las cosas siguen «sucediendo», pero las razones son otras: el imperativo de la inocuidad.

Susana estuvo en el grupo de científicos hibridados y pasó por el proceso de la trascención, aunque nunca quiso contar nada. Era muy joven entonces.

También recordé que cuando Lando me presentó a Lucio, el director del periódico, lo primero que vi al entrar en su oficina fue un par de pantalones y una camisa caminando de aquí para allá, pero sin nadie que los vistiera.

—¿Fantasmas?—le pregunté a Lando.

Tardó unos segundos en entender a qué me refería.

—No, ¡qué va! —respondió finalmente—. Lo que pasa es que la ropa es trascendi y Lucio no. Generalmente se manda traer ropa de Hastings, pero ayer le robaron las valijas en la estación de ómnibus de la capital y tuvo que pedir prestado.

La razón por la cual todas estas cosas venían a mi memoria era simple. En poco tiempo yo mismo seguiría el camino que los pantalones y las mesas y los físicos de Primer Epicentro siguieron con menos romanticismo que practicidad. A medida que mi ansiedad aumentaba, llegué a fantasear toda clase de historias respecto a la trascención. Pero al recordar estas anécdotas comprendía que no había nada de especial, que el proceso tenía que ser rutinario.

 

 

Una tarde nos llevaron a los treinta por la ruta que va a Primer Epicentro, junto con nuestras ropas y objetos más queridos o necesarios. Susana manejaba mi auto. Todavía estaba enojada y no hablaba más que lo imprescindible, pero esa mañana me había comunicado que si yo estaba decidido a dar ese paso, ella quería estar ahí.

Atrás venía todo el pueblo.

Después de un tramo, del otro lado de la sierra, la ruta tenía un desvío. La bifurcación estaba a unos metros de la cueva de los persecs (así la llamaban desde que descubrieron los cuerpos en ese lugar). Si se tomaba a la derecha, se llegaba a la estación científica, que por entonces ya estaba abandonada. Si se tomaba a la izquierda, se llegaba a un túnel. Fuimos a la izquierda.

Llegamos a un portalón de madera y hierro que tenía más de cinco metros de altura. Lando abrió con una llave que, al parecer, siempre había estado bajo su custodia. Medio pueblo bajó de los vehículos y empujó esos portones. El túnel comenzó a iluminarse.

Hicimos quinientos metros, hasta una suerte de planicie que terminaba en un lago subterráneo. Nunca imaginé que el núcleo estuviera en medio de un lago.

—El agua que tomamos viene de acá —me dijo Lando—. Pero no te preocupes, no tiene nada de malo. Ni radiación, ni tóxicos, ni nada. La verdad es que los primeros trascendis se enteraron tarde y, para cuando lo supieron, hacía diez años que venían tomando esta misma agua.

El lago también estaba iluminado. Habían montado lámparas de profundidad en la época en que todavía tenían esperanzas de alcanzar el núcleo. Sin embargo, para llegar al núcleo, todavía había que excavar treinta, cincuenta o cien metros más en el fondo del lago. Nadie lo sabía con exactitud.

—Al trasbordador —gritó Lando.

Era un viejo ferry con capacidad para varios vehículos.

—¿Siempre fue así? —le pregunté a Lando.

—No, antes se descendía por el cráter. Pero hubo un desmoronamiento hace doce años. Felizmente no murió nadie.

—¿Quién opera el ferry?

—Uno de los físicos. Se llama Roy Giscard y es nuestro Caronte vernáculo.

—¿No es riesgoso para él?

—No creo. Tené en cuenta que los epics estaban cerca de ese núcleo todo el tiempo.

Subimos a la embarcación. Ahí nos esperaba el doctor.

—Y ahora a dormir.

—¿Qué?

La pregunta fue pronunciada por treinta gargantas al mismo tiempo.

—Probamos muchas formas y la mejor es ésta —dijo el doctor—. La trascención no es un picnic. Lo que está en juego no es tanto vuestra salud como vuestra cordura.

Doscientos tipos pueden más que treinta, así que no pusimos objeción. También nos dijeron que, cuando despertáramos, íbamos a estar solos. Que no nos asustáramos.

Así que me perdí esa parte de la trascención. Roy no puso en marcha el ferry hasta que todos quedamos profundamente dormidos.

 

 

Cuando desperté, estaba a oscuras. No en penumbras, sino en medio de una oscuridad compacta e impenetrable.

Me rasqué la nariz tan sólo para saber si seguía ahí, y luego me levanté y empecé a caminar. La habitación medía cinco por cinco metros. Las paredes parecían forradas con algún revestimiento. La forma y la textura me parecían familiares, y pronto recordé que los estudios de radio tienen el mismo recubrimiento: un aislamiento sonoro.

Pasaron diez minutos, o eso me pareció, antes de que algo sucediera. Y lo primero que pasó es que se encendió un display que marcaba la hora.

14:20:55.

14:20:56.

Evidentemente me estaban monitoreando, así que no hice nada tonto como gritar «Eh, ¿hay alguien ahí?»

14:21:00.

14:21:01.

Volví a lo que me había parecido un camastro y puse toda mi atención en la única cosa en que podía concentrarme: los números del reloj.

14:22:04.

14:22:05/14:20:56.

14:20:57.

14:20:58/14:24:29.

14:24:30.

Pensé que ese reloj estaba desquiciado. Después sentí que algo me tocaba la nariz y me sobresalté. ¿Quién estaba en la habitación conmigo?

—¡Eh! ¿Quién vive?

14:22:30.

14:22:31/14:27:13/14:20:13.

14:20:14.

14:20:15.

Hice un par de pruebas sencillas: reboté contra las paredes y el camastro, y tanteé debajo de él. Si había alguien, no le iba a dejar mucho margen de maniobra. Mientras lo hacía, choqué con algo, pero no era físico sino mental. Abrí los ojos y me rasqué la nariz. No era algo que estuviera haciendo por mi propia voluntad.

—¡Eh! ¿Quién vive? —No era yo, pero era mi voz.

El reloj se encendió.

14:20:55.

14:20:56.

Me levanté y empecé a rebotar por las paredes. Alguien me rascó la nariz. Yo no podía ver si era mi propia mano. Pero instantes después tuve la sensación de estar rascando algo con la punta de los dedos. ¡Y ahí estaba la nariz!

14:31:09.

14:31:10.

Bien, el reloj no estaba desquiciado. Yo sí.

Algo se metió en mi cuerpo y mi memoria. Recordé haberle rascado la nariz a alguien. Y haberme puesto de pie. No era un recuerdo. Yo efectivamente estaba de pie y rebotando por las paredes de la habitación.

El reloj se apagó. Bueno, todavía estaba ahí, algo parecido a la persistencia retiniana pero mucho más intenso.

Volví al camastro y me quedé quieto. Algunos drogadictos o alucinados hacen lo mismo: se quedan quietos esperando que el mundo se arregle y disfrutando, mientras tanto, de las imágenes desquiciadas.

14:31:12. El reloj se apagó.

Y todavía estaba ahí. 14:30:02.

Quieto. Sin hacer nada tonto como rascarme la nariz o rebotar por las paredes. Esperando que mis estelas se fundieran en mí.

Varias horas después, el reloj seguía ahí. Lo último que vi antes de quedarme dormido fue que la secuencia de números seguía avanzando sin llegar a ninguna parte.

 

 

Mientras dormía me alimentaron con líquidos. Tal vez gasearon la habitación para que yo no me despertara. Percibí (con los dedos, ¿de qué otra forma?) una rejilla de aire acondicionado y el olor en el aire era penetrante y dulzón. Todavía estaba a oscuras, pero ahora había más objetos en la habitación. Lenta, pero irremediablemente, tropecé con todos ellos. Un bidón y un dispenser de agua fría y caliente. Una mesa con comida. Una palangana para asearme, una toalla. Ropa.

El reloj se encendió otra vez y me senté en la cama para tenerlo a la altura de los ojos. Yo todavía estaba reconociendo la habitación: el bidón (cuya forma ahora estaba más clara en mi mente), la mesa con comida, la palangana y la ropa. Al fijarme mejor me di cuenta de que era mi propia ropa, la que había hecho trascender. Pero yo estaba sentado en la cama mientras hacía todo esto. En sucesivas pasadas, mis estelas fueron palpando otra vez cada uno de los objetos y éstos se fueron dibujando de una forma nueva en mi cabeza. Casi podía verlos: una luz roja, proveniente de una de las esquinas de la habitación, le daba a todo un aire de irrealidad. Los veía a la luz de aquella lámpara, pero aún estaba a oscuras.

Me puse a comer. Pollo. Y evidentemente era un pollo trascendi porque dos horas después todavía lo estaba comiendo, saboreándolo como nunca ningún tridi pudo degustar un pollo bien cocido y sazonado. El último bocado estaba frío, pero el primero estaba caliente y, de alguna manera, ambos estaban en mi boca. Luego hice otro experimento: tomé agua caliente y dos minutos después (controlados por reloj) agua fría. Si desenfocaba mi atención, las aguas parecían confluir en mi memoria. Agua tibia.

Después de la luz roja (no sé exactamente en qué momento la encendieron sobre el eje de trascención), llegaría la música. Golpes rítmicos que poco a poco se transformarían en ecos de otros golpes que aún no habían sonado.

Tres días estuve en esa habitación de aislamiento, acostumbrándome a mis presencias del pasado y del futuro. Al poco tiempo empecé a hablar con Susana por el sistema de audio, contestando preguntas que aún no me había hecho o que me había hecho una hora atrás.

En medio de ese aislamiento comprendí que los preparativos para la trascención eran precisamente esto: un lugar especial y un protocolo adecuado que reducían al mínimo el trauma de la hibridación temporal. Entonces supe, como si me lo hubieran dicho, que habría más trascenciones.

Muchas más.

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 263 – febrero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Tiempo alterado : Argentina : Argentino).

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