«En una casa en la calle Londres», Ariel Mazzeo
Agregado en 16 agosto 2015 por dany in 264, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Why do you come here?
And why do you hang around?
I’m so sorry
I’m so sorry
«Suedehead»
Morrissey
La luna se levanta en el horizonte. La ruta es una interminable herida en el campo helado. Tengo que detenerme en algún pueblo, ver a alguna persona. Hablar con alguien.
Voy a tener que hacerlo. Encontrar la forma de volver a conectar con el mundo. Asumir que no hay escape, que estoy en sus manos. Que sólo me queda esperar: sé que ella puede volver.
Sé que todos pueden volver.
Llevo manejando tres dÃas. Ruta y más ruta. Apenas he dormido seis horas. La propulsión de mi sistema nervioso viene dada por las pastillas y las latas de Red Bull.
Y por el terror.
Nos conocimos en la cafeterÃa de la Fundación. Admito que ya la habÃa visto varias veces antes, caminando por los pasillos. Conociéndome, no me explico cómo logré iniciar aquella conversación. Mi autoestima no era de lo más alta. Yo estaba ahà por lo del trago, intentando esta vez con el grupo de autoayuda: seis o siete reuniones con resultados más bien pobres.
Ella asistÃa a unas charlas. Me explicó de qué venÃa la cosa, pero yo no pude prestar atención, paralizado por la tristeza verde de sus ojos, por su bellÃsima palidez. Nos dijimos un par de cosas sin importancia mientras esperábamos nuestros cafés en el mostrador. Después cada uno se fue a su mesa.
A partir de ese dÃa nos empezamos a saludar cada vez que nos encontrábamos. TÃmidos, distantes, pero saludos al fin. Ella se las arreglaba para no sonreÃr jamás.
Alguna vez nos sentamos a la misma mesa en la cafeterÃa, y decidimos que podÃamos ser amigos.
Julia, que asà se llamaba, siempre vestÃa de negro. TenÃa el pelo lacio y largo, también negro. El maquillaje oscuro de sus ojos, en contraste con la piel blanquÃsima, lograba bien el efecto. Una chica dark.
Volvió a explicarme que estaba asistiendo a unas charlas de algo que no entendÃ, pero que me sonó a esoterismo.
Espiritismo le dije, algo asÃ.
Algo asÃ, sÃ.
Mi viejo tenÃa unas tÃas que eran espiritistas dije, por decir. Hablaban con los muertos: traÃan mensajes, hacÃan preguntas. Eso me contaba mi abuela.
Hay muchas cosas que se le pueden preguntar a un muerto.
No sé, nunca lo pensé respondà rápido. QuerÃa cambiar de tema.
Ella ni registró mi comentario.
SÃ, muchas cosas. Preguntar por qué. O dónde están, cómo es allá hizo una pausa y agregó: O también se le puede pedir perdón a un muerto.
Poco tiempo después, Julia comenzó a hablarme de su novio de forma bastante recurrente. Al principio eran menciones breves, anécdotas risueñas. Luego le fue apareciendo cierta melancolÃa, cierto anhelo en la voz. Entendà que me hablaba del dolor y de la ausencia.
Me contó lo de aquella vez especial, la última noche. Una noche larga en una disco de Costanera. Con la arrogancia de quienes se saben eternos, Julia y su novio y todas las copas que llevaban adentro se subieron al Peugeot 205 de ella.
Él no querÃa dejarme manejar. Yo le arrebaté la llave y corrà al auto. TodavÃa escucho cómo nos reÃamos.
Enfilaron para General Paz: 80, 100, 120, las hormonas como combustible premium hacia un hotel de Panamericana. De eso me hablaba Julia y yo me lo imaginaba: polvos y más polvos, pernocte y desayuno que nunca fueron. Me hablaba de la triste música que escuchaban al palo, y de la manera en que habÃa terminado todo: fierros retorcidos y humeantes debajo de un camión en avenida Cantilo.
Nunca lo voy a superar.
A él lo sacaron los bomberos. En pedazos. Julia nunca entendió cómo pudo salir ilesa. Tuvo que ir a la morgue a reconocerlo: un montón de carne sobre una camilla de acero.
Nunca me voy a sacar de encima que yo lo maté.
¿Quién era yo para negarlo? Julia tuvo dos intentos de suicidio. Vive medicada. Tranquilizantes, estabilizadores emocionales, pastillas para dormir, de todo.
Cómo quisiera que me perdone decÃa a veces. Esté donde esté, pero que me perdone.
Yo me hundÃa en la profundidad de sus ojos y pensaba que, al final, lo único que hacemos todos es ir de acá para allá, en busca de algo de paz.
No habÃa que ser muy inteligente. Uno conoce a una chica que va a reuniones espiritistas, y que se la pasa hablando de su novio muerto en un accidente. Era sumar dos más dos.
¿Lograste hablar con él? le pregunté una tarde.
Ella se quedó en silencio unos segundos. Estábamos en un banco de la plaza esa de Parque Chas, sobre la calle BerlÃn. Por esos dÃas Julia me llevaba seguido a deambular por ese barrio-laberinto. Mientras las palomas picoteaban la tierra a nuestros pies con una determinación que yo les envidiaba, me explicó que no, que no habÃa hablado ella directamente. Son los médiums los que establecen el contacto con los espÃritus de los que están muertos. Ellos tienen esa capacidad.
La mediumnidad se llama. Es un don que poseen algunos, y yo creo en eso. Se comunican.
Si es por creer, también hay gente que cree que es posible un mundo mejor, pensé. En fin: cada loco con su tema. De todas formas, yo no estaba para discusiones filosóficas. PreferÃa ser cauto.
Ajá.
Hasta entonces, no dejaba de ser para mà una locura más, otra expresión del enigma mayúsculo que era Julia para mÃ. Todo el asunto del espiritismo funcionaba como una tabla flotando de la que Julia se agarraba para no hundirse. Ella pensaba que se le abrÃa una puerta; yo, en cambio, creÃa en nada. Bastante peso tenÃa con mi pasado. DeberÃa haberme escapado en ese momento, desconectarme de ella y de todo ese mundo. Pero Julia me caÃa muy bien, demasiado bien. Me gustaba, a decir verdad. Y por eso la escuchaba, compartÃamos interminables cafés, madrugadas de charlas. Lamentablemente, nada de sexo. ParecÃa que ese era, para ella, un tema sin importancia a esta altura de los acontecimientos.
Julia tenÃa una costumbre, una manera especial de observar a la gente que nos cruzábamos por la calle. Les sostenÃa la mirada un segundo más de lo permitido. Intimidaba un poco, me parece. Pero ella lo hacÃa una y otra vez, de forma natural, ajena a las estúpidas reglas de urbanidad.
Un dÃa de febrero esperábamos en el cruce del semáforo de Corrientes y Florida. Un mundo de gente. De pronto, ella me señala a un tipo muy flaco, pelo blanquecino y ralo. MaletÃn y saco de oficinista. Parado ahÃ, bajo el sol del mediodÃa, como a tres metros a nuestra derecha, medio metro detrás.
Mirale los ojos me dice Julia. No parpadea.
Me volvà con disimulo. Era cierto, el hombre tenÃa los ojos enrojecidos y muy abiertos, no se le veÃan los párpados. Tuve la seguridad, ridÃcula, de que su piel estaba húmeda y frÃa.
Lo veo, sÃ.
¿Adónde mira? ¿A nada? Parece que todos fuéramos transparentes.
En ese instante abrió el semáforo y la multitud comenzó a cruzar la avenida. Julia me retuvo con un leve apretón en el brazo. Duró apenas un segundo. La gente se atropellaba, adelantándose a nuestros costados.
El tipo también empezó a cruzar. Caminaba recto. Daba pasos largos, de modo que aún sin perder velocidad parecÃa andar lentamente, flotar sobre el asfalto. La gente se abrÃa a su paso, pero de una manera casual. Como sin verlo, pero detectando su presencia. Ni siquiera lo rozaba nadie. Todos pasaban a milÃmetros de sus hombros envueltos en el saco gastado.
Julia me tiró del brazo, y entendà que querÃa ir tras él. Le seguà el juego.
Lo dejamos alejarse unos diez metros, y cruzamos también la avenida. La marea humana nos arrastraba, y por un segundo pensé que lo perderÃamos: iba derecho a meterse en la boca del subte B. Nosotros intentábamos acercarnos a los codazos entre la muchedumbre cuando el desconocido se detuvo. Justo frente a la boca del subte se plantó. Nos daba la espalda. Una mujer gorda lo esquivó a último momento, pero siguió su camino sin siquiera mirarlo. Él permanecÃa parado ahÃ, de cara al túnel que bajaba. La gente fluÃa a su alrededor, como lo hacen las aguas rodeando los pilares de un puente. Cuando ya lo tenÃamos a cinco metros, el tipo giró y miró directo hacia nosotros.
Sus ojos vacÃos, su helada lividez bajo el sol hicieron que el corazón me saltara en el pecho. Estoy seguro de que Julia también lo sintió, porque me tomó del brazo y me guió, pasando por el costado de aquel extraño y encarando por Corrientes hacia el bajo.
Seguà me dijo. Sonaba como una súplica. Sigamos. Por favor, sigamos.
Clavé la vista en el piso. Caminé cada vez más rápido, aterrorizado. Aún sin verlo, supe que el tipo giraba la cabeza para atravesarnos con esa mirada desierta y oscura.
Nunca volvimos a hablar de aquel extraño hombre. Ni esa misma tarde caminamos en silencio hasta el bajo y ahà nos separamosni nunca. Se ve que, sin decirlo, acordamos enterrar ese episodio, empujarlo hacia el paÃs de los recuerdos borrosos, o al de los sueños. Sin embargo, hoy lo evoco y aún me provoca escalofrÃos.
Cierta noche paramos a comer una pizza por ahÃ, por Corrientes y Paraná. Encontramos mesa junto a una ventana, y pedimos dos cocas. Julia consiguió un ClarÃn, de la mañana, y empezó a hojearlo. Afuera, los últimos laburantes de Tribunales se mezclaban con los que iban a las primeras funciones de los teatros, y con los cartoneros, que arrastraban sus inmensas bolsas con ruedas. Noté que Julia se habÃa detenido en una noticia.
¿Qué leés?
Tardó un instante en contestar.
Nada. Lo de siempre. CrÃmenes. Muerte.
Frente a ella, yo alcanzaba a leer el tÃtulo de la nota. «Masacre de Balvanera: crece la teorÃa del ajuste de cuentas».
No quise interrumpirla.
Cuando el mozo trajo las gaseosas, ella cerró el diario y me miró. Estaba más pálida que lo habitual. Casi no movÃa los labios al hablar.
Encontraron maniatados y acuchillados a una madre y a sus dos hijos. Chiquitos eran. A ella le abrieron el cuello. Primero le rompieron las piernas. A los nenes no, nada más les quebraron los pulgares y, pum pum, dos tiros en el pecho. Después prendieron fuego la casa. El padre no estaba.
Me quedé duro escuchando. Era una historia terrible, y extraña su forma de contarla.
¿Sabés dónde estaba el padre? continuó. En cana está el hijo de puta. Los que hicieron eso fueron sus socios. ¿Te das cuenta?
Entendà enseguida a dónde querÃa llegar: el asunto ese de la culpa por la muerte de los otros. Lo mismo que ella sufrÃa.
Quise cambiar de tema, pero no supe qué contestar. Igual, Julia me ahorró el esfuerzo.
Ahora, decime: ¿no es lo mismo que si los hubiera matado él, el muy hijo de puta?
El resto de la cena transcurrió en absoluto silencio. Pero ni siquiera terminamos la pizza. Diez minutos más tarde pagamos y nos fuimos.
Era habitual que Julia tuviera sus crisis. No sé si llamarlas exactamente crisis. Eran sus «momentos». RecurrÃa a mà cuando necesitaba hablar, no importaba el tema, ni el ánimo que yo tuviera: habÃa que escucharla.
A veces, cuando estaba arriba, con pilas, me llamaba a mi casa y nos pasábamos una hora o dos hablando pavadas. Si algo me sobraba en aquellos dÃas era el tiempo. Y Julia me ayudaba a permanecer lejos de la botella, lejos de mis fantasmas. Qué mejor. Nos reÃamos mucho. Nos creÃamos felices.
Pero otras veces, cuando la cosa venÃa mal, de bajón, me llamaba a cualquier hora. Y yo tenÃa que atenderla. Esos momentos se ponÃan muy pesados, agotadores. Yo no sé si tenÃa algo que ver con la medicación o qué. Lo cierto es que parecÃa ida cuando me hablaba asÃ. A mà se me hacÃa difÃcil cortarle.
Un miércoles, a eso de las tres de la mañana sonó mi teléfono. No el celular, que lo apago para dormir, sino el otro, el fijo. ¿Quién sigue usando teléfonos fijos hoy en dÃa, me pregunté? Julia sigue.
Estaba muy mal, peor que nunca. Me habló veinte minutos seguidos. Por reloj. Dicho asà parece poco, pero con el auricular en la oreja es una pequeña eternidad. Yo no podÃa meter bocado. Ni siquiera habÃa logrado despertarme del todo, y ella ya empezaba a cantar por el teléfono una vieja canción de Morrissey. Vaya uno a saber, supongo que tenÃa algún significado, alguna relación con lo que me estaba diciendo. ¿La canción preferida de quién? En todo caso, era demasiado complejo para mà en ese momento. Al final, como casi siempre, terminó llorando y hablando de él, de su novio muerto.
Sé dónde está dijo entre sollozos, sorbiendo mocos, sé dónde. Sé cómo pasar y encontrarlo, ¿entendés?
Aquella noche me aburrió. Le corté. HabÃa tenido un dÃa muy largo, estaba cansado de todo y empezaba también a cansarme de ella. Me seguÃa gustando, pero por momentos me asustaba, loca de mierda, por qué no se encontrarÃa un novio nuevo y me dejaba en paz.
Me quedé dormido mirando las extrañas lÃneas quebradas que la luna y mi persiana dibujaban en las paredes de la pieza. No le di la menor importancia a eso último que dijo. «Pasar y encontrarlo». ¿Cómo iba a imaginarme?
Después de aquella noche hubo un tiempo bastante largo sin recibir noticias de ella. En cierto punto me tranquilizaba que hubiera desaparecido. Necesitaba un respiro, y su ausencia me libraba del compromiso de tener que rechazarla, de cortarle el teléfono, esas cosas.
Hasta que una tarde de mayo recibà un mensaje en mi celular. Era Julia.
«Ke lindo anoche! me vnis a bscar?», y agregaba una dirección sobre la calle Londres, y una hora. Que nuevamente estuviera en Parque Chas no me resultaba extraño. Pero eso de «anoche» sà que sonaba raro. ¿Anoche? Si hacÃa semanas que no tenÃamos contacto. Pero con ella todo era posible, asà que le contesté que estaba bien, que después podrÃamos ir a su casa. «Claro! Ok, bs» fue su respuesta.
Miré el reloj. No me quedaba mucho tiempo. Los dÃas se estaban acortando, y el cielo gris atiborrado de nubes sólidas era toda una advertencia en sà mismo. Salà a la calle y paré un taxi.
En el viaje comenzó a lloviznar.
La calle estaba en silencio. Hojas muertas del otoño caÃan despacio. Flotaban en el aire, como gotas ambarinas rivalizando con el gris cerrado, plomizo de la tarde. Tuve frÃo.
No me costó llegar a la dirección indicada por Julia. ParecÃa que ese barrio endemoniado hubiera enderezado de pronto sus calles, y que todas apuntaran a un mismo lugar. Ni siquiera necesité consultar de nuevo el mensaje con la dirección que suponÃa aún estaba guardado en mi celular.
La casa tenÃa un jardÃn marchito al frente. Entré abriendo una puertita oxidada que colgaba de una sola bisagra. Viejas paredes ya grises de humedad. La puerta principal de chapa y al lado una ventana con la persiana baja. Del cartel con el número sólo quedaba la marca en la pared, un óvalo más claro con dos agujeros. Los tornillos ya no estaban, pero el óxido sÃ. Igual, no me hacÃa falta el número: supe que habÃa llegado.
Busqué el pulsador del timbre y no lo encontré. Pasé a través del desolado jardÃn. Mis golpes en la puerta de lata me hicieron reparar en el silencio denso que me envolvÃa. Demasiado silencio. Pensé que al menos tendrÃa que escucharse el tráfico de Avenida de Los Incas, pero ni eso. Dos gorriones me miraban de entre las hojas muertas de un paraÃso. MovÃan las cabezas de un lado a otro. No con ese movimiento quebrado, esa frágil brusquedad propia de los pájaros, sino suave y lentamente. Como quien reflexiona acerca de algo importante. No me hubiera extrañado que me hablaran esos gorriones, y me trataran como lo que era en ese momento: un intruso en un mundo muerto.
Me abrió la puerta una vieja. Pura arrugas y achaques, carnes colgando de los brazos, de las mejillas, del cuello. Profundos surcos bajaban desde los lados de su nariz hasta las comisuras de la boca.
Te manda Julia dijo. Pasá.
Se dio vuelta. Empezó a caminar por un pasillo que parecÃa interminable.
La seguà de cerca, muy despacio. La casa se volvió oscura y más frÃa. Un olor intenso, como de flores podridas, hizo que quisiera cubrirme la boca y la nariz con la mano, pero no lo hice. Quiero decir: intenté hacerlo pero no pude. Lo único que podÃa hacer era caminar tras la vieja, y seguir hundiéndome en ese caserón lúgubre. Por encima de su hombro veÃa, al final del pasillo, el marco de luz de una puerta abierta.
Llegamos a una especie de living bastante grande. En el centro, dos hombres ocupaban una mesa cuadrada. Sobre ella colgaba un artefacto lumÃnico, unido a un cable que se perdÃa buscando un techo tan alto y sombrÃo que más que verlo habÃa que imaginarlo. Al fondo del salón, habÃa dos puertas cerradas. Entre ellas, un tramo de escalera que subÃa y otro que bajaba. Como si estuviéramos en un amplio descanso entre pisos. Sobre la derecha, un enorme ventanal de vidrio nos separaba de un campo verde, de un brillo mágico. A lo lejos, el parque se transformaba en un bosque. Sin una nube en el cielo, un sol que era como un milagro relucÃa sobre lo que parecÃan baldosas, placas, distribuidas en filas perfectas y equidistantes en el pasto, como en el cementerio parque de Pilar que yo conocÃa demasiado bien.
Sin embargo, nada de ese sol entraba en la habitación. No habÃa cortinas por ningún lado: sólo un vidrio ¿habÃa de verdad? perfectamente limpio. No lograba entenderlo. ¡DeberÃamos estar encandilados ahà adentro con toda esa luz, todo ese aire brillante al otro lado del ventanal! Pero en cambio lo único que tenÃamos era esa lámpara rectangular colgando, con sus dos tubos que lloraban una luz lechosa sobre la mesa. Y sobre los dos hombres que la ocupaban.
La vieja me señaló con un gesto una silla vacÃa y desapareció sobre sus pasos. Me acerqué a la mesa en silencio. Los hombres apoyaban sus manos hinchadas sobre la superficie de madera. PodÃa verles las venas a través de la piel, que adiviné delgada como pergamino. Entre ellos habÃa una serie de fichas, similares a las del dominó. Algunas formando un dibujo sobre la mesa, otras dispuestas verticalmente frente a cada uno. Todas eran blancas, sin puntos negros. ¿Qué clase de dominó era ese? Los hombres permanecÃan sentados bien erguidos, tiesos contra los respaldos.
Uno de ellos, el de la izquierda, tenÃa los ojos cerrados. Su buzo, gris de mugre y con la capucha levantada, le tapaba la cabeza. Un mechón pobre aparecÃa sobre su frente y se le veÃa sólo un costado de la cara. El otro vestÃa una raÃda camisa leñadora de manga larga, con los puños abotonados. Con su gorra de béisbol y sus Ray Ban espejados me hizo acordar a un personaje de Los Reyes de la colina. Su piel fina y tirante, pegada al cráneo, revelaba la blancura de los huesos de los pómulos.
Ambos estaban muertos, pero asà y todo hablaban entre ellos.
Nadie está acá porque sÃ. Nadie abandona un asunto pendiente del otro lado.
Nadie que no descanse en paz, compañero.
Ya me va a llegar el momento, ya voy a encontrar el hueco.
Hice un ruido con mi silla al sentarme, y el de la izquierda abrió los ojos. Enrojecidos, opacos. Bolas de vidrio incrustadas en una calavera.
Atención que tenemos visita, amigo dijo el de la derecha. Se removió en la silla, con una especie de espasmo. Pero habló sin mirarme. La mandÃbula le colgaba, dejando la boca sin labios permanentemente abierta.
Visitas, sà contestó el otro. Agitó un poco los brazos y volvió a quedarse quieto. Como el otro, tampoco este controlaba sus movimientos: ambos parecÃan marionetas mal armadas. ¿Juega al dominó?
SeguÃan mirándose entre sà al hablarme. Creo que no podÃan girar la cabeza, y los imaginé incómodos por esa descortesÃa hacia mÃ. Aun siendo lo que eran, un par de rostros descarnados, el segundo que habló se las arreglaba para componer una especie de sonrisa nerviosa. El otro no: el otro sólo mostraba la boca abierta, colgando, las encÃas podridas.
¿Dónde está Julia? pregunté.
No me reconocà la voz. Es decir, sabÃa que era mi voz, pero el sonido era distinto. Hubiera jurado que el aire allà tenÃa otra densidad, otra consistencia. Tal vez el sonido estaba viajando a otra velocidad. Tal vez el tiempo también.
El del buzo tomó una ficha, movió la mano torpemente y la dejó caer en el extraño dibujo que se armaba en la mesa.
Todos los que habitamos acá queremos volver.
Todos.
Yo voy a volver antes de terminar este dominó de mierda.
Por el fondo de la sala, allá donde estaban las puertas y las escaleras, empezó a moverse algo. Gente cuerpos que entraban y salÃan por las dos puertas. Vi a una mujer joven, ¿embarazada? Iba descalza, y los restos chamuscados de una especie de camisón se le pegaban al cuerpo. No tenÃa piel en la mitad de la cara, y sólo conservaba algo de pelo grisáceo, como humo colgando de su cabeza. Con una mano se sostenÃa el vientre, en la otra llevaba un teléfono celular. Empezó a subir por la escalera y desapareció. No se veÃa más allá de tres o cuatro escalones de la escalera que subÃa. De la que suponÃa que bajaba, sólo un aterrador vacÃo.
Quise volver a preguntar, pero ya no me salió la voz.
Este dominó es eterno, pero igual cree que va a volver. Cuentelé al amigo, cuentelé cómo vino a parar acá.
La mano del que tenÃa el buzo dio un saltito sobre la mesa, como un pez que agoniza fuera del agua, y volvió a quedar inerte.
Un accidente de caza. Adentro de una camioneta. Noche cerrada. Un amigo pelotudo, armado. Me vuela media cara de un tiro, ¿qué tal? El hijo de puta sigue dando vueltas por ahÃ. Dice que se siente culpable.
Un error lo tiene cualquiera dijo el otro. Al menos se siente culpable. Algo es algo.
SÃ, se siente culpable. Pero a las putas de los cabarulos de la Ruta 6 se las sigue culeando él. Y yo acá, jugando a este dominó de mierda con usted. ¿Se merece o no una visita?
Rieron con algo que no era risa, un sonido burbujeante y metálico a la vez. Me resulta difÃcil precisar por cuánto tiempo. Sà recuerdo que dejaron de reÃr juntos, abruptamente.
Lo mÃo fue mala praxis dijo el de gorrita y anteojos. Después de cada frase su mandÃbula oscilaba. La operación era simple: un catéter, una arteria liberada y a vivir cuarenta años más. A menos que el anestesista te mande para el otro lado.
En cada pausa se escuchaba el ruido ¿la respiración? podrido y rasposo que salÃa de sus gargantas, con un hedor ardiente que hacÃa pensar en el mismÃsimo Infierno.
A ver, para el amigo que no conoce, y que busca a… ¿Clelia? ¿Tulia?
¿Obdulia? No, Julia.
Ah, claro, Julia tosió. Julia, sÃ. Bueno, expliquelé cómo hace usted para ir y venir cuando quiere.
Los pasos de los que se movÃan al fondo de la sala, subiendo y bajando las escaleras, cada vez eran más. Alcancé a ver a un hombre con un agujero en el pecho, la ropa oscura de sangre seca, que desapareció escaleras abajo.
La gente se muere, sabe. Por culpa de otros se muere. Dejan asuntos pendientes, entiende. Uno necesita ir y volver, ir y volver. Va alguien de acá, viene otro de allá, y asÃ.
Gesticulando como un muñeco, levantó un poco el brazo izquierdo. Lo mantuvo ahà arriba por un par de segundos. ParecÃa que iba a pegar un golpe sobre la mesa, pero cuando lo tenÃa ahÃ, arriba, se desarmó. Se desprendió desde el hombro y cayó al piso, junto a mis pies. Entre la tela deshilachada de su camisa se veÃa un hueso, restos de carne, gusanos.
Sin alterarse en lo más mÃnimo, el otro continuó.
Usted ahora está acá, él ahora está allá. Es un intercambio simple, ¿entiende?
¿»Él»? ¿»Él está allá»?
En ese momento fue que la vi. Detrás de un nene humeante que llevaba una sartén en la mano y se perdÃa escaleras arriba, apareció Julia. Se movÃa muy despacio, arrastrando los pies. Cuando se detuvo, levantó la cabeza y me miró.
No sé describir todo lo que trajo hasta mà esa mirada. Turbación, pena y dolor, pero también la más aterradora furia que yo haya visto.
Creo que grité o me puse de pie, o ambas cosas. Y me invadió el impulso de ir a su encuentro, de fundirme en su mirada horrorosa, de desaparecer en ella.
Pero me quedé ahÃ, inmóvil mientras ella volvÃa a bajar la vista, se daba vuelta y se iba. Ahà nomás me quedé, de pie junto a una mesa con dos cadáveres fétidos que se caÃan a pedazos y me hablaban.
Mientras, ella se alejaba, se iba para siempre, con ese enorme cuchillo enterrado en su espalda.
Y los otros que seguÃan hablándome.
¿Entiende? me decÃan, ¿entiende?
No sé si corrÃ, si volé o qué mierda pasó. Ni cómo salà ni por dónde. Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver el cielo gris recortado entre en un montón de cabezas inclinadas sobre mÃ. El corazón me golpeaba como un martillo neumático. Traté de incorporarme. Me rodeaba una pequeña multitud de curiosos. Un hombre y una mujer con esa ropa verde que usan en los hospitales y en las ambulancias trataban de mantenerme recostado ahÃ, sobre los adoquines húmedos y frÃos de Avenida Triunvirato. Desde el colectivo 80 detenido a unos metros, los pasajeros me miraban por las ventanillas, me sacaban fotos con sus teléfonos celulares. Malditos hijos de puta. QuerÃa irme. Necesitaba irme.
InsistÃ. Otra vez intenté levantarme. Tuve que forcejear con los de la ambulancia, golpearlos. Y gritar. Grité de tal forma que al final todos se apartaron y me dejaron salir.
Primero caminé. Luego corrÃ, tambaleando entre la gente, chocando con ella. Me dejé caer en la boca del subte B. Un minuto más tarde estaba sentado en un vagón, viendo pasar los cables sucios, las paredes oscuras a través de las ventanillas. Envuelto en el ruido infernal del acero contra el acero.
Una mujer mayor, alerta, me observaba de reojo, simulando que leÃa el diario. En el otro asiento, un pibe con auriculares, entre desafiante y curioso, mantenÃa la vista clavada en mÃ.
Nadie me ofreció ayuda. Más bien parecÃan dispuestos a defenderse, a agruparse en mi contra, como si mi presencia conllevara alguna especie de amenaza.
Me toqué la cabeza. El pelo pegoteado. Me miré los dedos y vi sangre. Tranquilo, me dije. Se sabe que en el cuero cabelludo cualquier corte sangra mucho. Saqué el pañuelo y presioné la herida.
Tranquilo, no es nada. La voz me temblaba, yo era consciente, pero al menos sonaba como mi voz.
Bajé la vista y me largué a llorar. Apoyado el codo en mi rodilla, el pañuelo empapado de rojo, miraba caer mis lágrimas sobre el piso polvoriento del vagón, entre mis zapatos.
Ya era de noche cuando llegué a la casa de Julia. En la puerta de calle me crucé con un tipo que salÃa. Desesperado por llegar, aproveché y me metÃ. El tipo me miró mal, pero ¿qué podÃa importarme? Igual, yo llevaba encima una llave del departamento de Julia. La llevaba siempre, no me acuerdo desde cuándo ni para qué carajo me la habrÃa dado, si nunca dormimos juntos ni nada.
Subà al octavo piso. Me detuve frente a su puerta a escuchar. Nada. Ni el televisor, ni voces, ni pasos. Nada, sólo mi respiración irregular. Entré al departamento y cerré la puerta a mi espalda. Estaba frÃo y apestaba a humedad. Llamé a Julia en voz alta, aunque sabÃa que no me iba a contestar. Una cortina se agitaba apenas por el viento suave, el viento del sur. Me acerqué a la única ventana, abierta de par en par. Daba a un triste aire y luz. Siete pisos abajo se veÃa un patio gris. Una sombra, algo, lo atravesó, fugaz. En ese momento no le di importancia: me alivió no descubrir a Julia despedazada contra las baldosas.
Barrà con la vista la penumbra del living. Sólo un sofá de tela rayada, un televisor viejo, el display del equipo de música titilando.
El silencio se podÃa tocar. Me podÃa tocar.
Temblé.
Me dirigà a una puerta cerrada, supuse que era la habitación. Accioné el picaporte con lentitud, para no hacer ruido.
El olor metálico de la sangre me golpeó como si fuera sólido. Trastabillé.
A través de las rendijas de una persiana, la luz de la avenida se colaba débil. TeñÃa de azul la superficie de la cama y el cuerpo que habÃa sobre ella.
Supe que era Julia aún antes de encender la luz. HacÃa muy poco que la habÃa visto, en aquella casa de la calle Londres. También supe que la iba a encontrar asÃ: boca abajo y con la cara vuelta hacia mÃ, los ojos saliéndose de sus órbitas, la boca dislocada en una mueca imposible. Y la empuñadura del cuchillo, roja de sangre, asomando vertical en medio de la espalda.
Quise correr, gritar o morir ahà mismo. En cambio me quedé parado gimiendo, apretando los ojos, el terror de mis tripas derramado en mis pantalones.
Fue en ese momento, o tal vez un minuto antes o diez después que empezó a sonar la música. Un tema de Morrissey que yo ya conocÃa.
Entonces comprendÃ.
Ahora la policÃa me está buscando. Me incriminan los mensajes de celular, mis huellas en los picaportes. Por la forma en que salà del departamento de Julia, por cómo olÃan mis ropas, por cómo saltaba de a cuatro los escalones, es muy posible que algún vecino me haya identificado. Cualquiera que me hubiera visto salir de allà tendrÃa que recordarme. No es sólo paranoia: si hasta he visto mi foto en un diario. «Se sospecha del novio». ¿Novios? Nunca fuimos «novios» la mención de ese vÃnculo ilusorio me arranca una amarga sonrisa, pero ¿qué importa ahora? Si al que buscan es a mÃ.
Por el momento, nadie en los paradores de la ruta me reconoció. Cuestión de tiempo, lo sé: no es posible huir eternamente.
Me detengo en esta estación de servicio en medio de la nada. Necesito combustible. Y algo de comer. Pido el tanque lleno, y me voy a buscar un café y unas galletas. El deprimente bar está casi vacÃo, sólo hay una mesa ocupada.
Mientras pago, pienso en lo que me espera. ¿Una causa penal, un indolente abogado de oficio? ¿Cárcel, vejaciones, enfermedades?
Elijo una silla cualquiera, y despacio bebo mi café. Veo la ruta interminable, recta. El sol bajando, como un globo inflado con sangre. Y todas esas preguntas me inquietan, me persiguen… Pero lo que de verdad me aterroriza es esta nueva certeza: ellos pueden volver. Ellos vuelven.
Vuelven.
Es en ese instante que noto la presencia del hombre sentado en la mesa frente a la mÃa. Lleva puesto un sobretodo arratonado y un viejo y polvoriento sombrero de fieltro. Con su cabeza algo inclinada, parece concentrado leyendo el diario.
Aunque jamás lo vi, puedo reconocerlo.
Esos párpados inmóviles.
Me pongo de pie tranquilo. Trato de no llamar su atención: no quiero que me muestre el vacÃo infinito en sus ojos, el desierto helado del mundo de donde viene.
Camino en silencio hacia mi auto. El sol ya se ha ido y será una noche frÃa.
Debo volver a la ruta.
Ariel Mazzeo nació en Buenos Aires en 1966. De formación técnica, inició, disfrutó, culminó y olvidó sus estudios de IngenierÃa Civil. En 1999 comenzó a aprender en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco. Publicó su primer cuento en la antologÃa Pasajeros en Arcadia. Integró la antologÃa Cuentos de la AbadÃa de Carfax I y fue el antólogo del segundo volumen de la AbadÃa. Fue director del periódico virtual FIN, publicación cultural conjunta del TC&C y el sitio web elaleph.com. Especie de homenaje permanente al género que más le atrae y al que más le debe, actualmente publica el blog La forma en que algunos mueren, enteramente dedicado a la literatura policial, cuanto más negra, mejor. Desde hace tiempo, demasiado tiempo, sigue trabajando en la que serÃa su primera novela.
Este es su primer cuento publicado en Axxón.
Este cuento se vincula temáticamente con EL VIEJO DE LA PUERTA, de Eduardo Poggi y ANGÉLICA, de Jorge Baradit.
Axxón 264
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Paranormal, espiritismo, culpa : Argentina : Argentino).
Excelente y terrorÃfico.