Revista Axxón » «En una casa en la calle Londres», Ariel Mazzeo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Why do you come here?
And why do you hang around?
I’m so sorry
I’m so sorry

 

«Suedehead»
Morrissey

 

 

La luna se levanta en el horizonte. La ruta es una interminable herida en el campo helado. Tengo que detenerme en algún pueblo, ver a alguna persona. Hablar con alguien.

Voy a tener que hacerlo. Encontrar la forma de volver a conectar con el mundo. Asumir que no hay escape, que estoy en sus manos. Que sólo me queda esperar: sé que ella puede volver.

Sé que todos pueden volver.

Llevo manejando tres días. Ruta y más ruta. Apenas he dormido seis horas. La propulsión de mi sistema nervioso viene dada por las pastillas y las latas de Red Bull.

Y por el terror.

 

 

Nos conocimos en la cafetería de la Fundación. Admito que ya la había visto varias veces antes, caminando por los pasillos. Conociéndome, no me explico cómo logré iniciar aquella conversación. Mi autoestima no era de lo más alta. Yo estaba ahí por lo del trago, intentando esta vez con el grupo de autoayuda: seis o siete reuniones con resultados más bien pobres.

Ella asistía a unas charlas. Me explicó de qué venía la cosa, pero yo no pude prestar atención, paralizado por la tristeza verde de sus ojos, por su bellísima palidez. Nos dijimos un par de cosas sin importancia mientras esperábamos nuestros cafés en el mostrador. Después cada uno se fue a su mesa.

A partir de ese día nos empezamos a saludar cada vez que nos encontrábamos. Tímidos, distantes, pero saludos al fin. Ella se las arreglaba para no sonreír jamás.

Alguna vez nos sentamos a la misma mesa en la cafetería, y decidimos que podíamos ser amigos.

 

 

Julia, que así se llamaba, siempre vestía de negro. Tenía el pelo lacio y largo, también negro. El maquillaje oscuro de sus ojos, en contraste con la piel blanquísima, lograba bien el efecto. Una chica dark.

Volvió a explicarme que estaba asistiendo a unas charlas de algo que no entendí, pero que me sonó a esoterismo.

—Espiritismo —le dije—, algo así.

—Algo así, sí.

—Mi viejo tenía unas tías que eran espiritistas —dije, por decir—. Hablaban con los muertos: traían mensajes, hacían preguntas. Eso me contaba mi abuela.

—Hay muchas cosas que se le pueden preguntar a un muerto.

—No sé, nunca lo pensé —respondí rápido. Quería cambiar de tema.

Ella ni registró mi comentario.

—Sí, muchas cosas. Preguntar por qué. O dónde están, cómo es allá —hizo una pausa y agregó—: O también se le puede pedir perdón a un muerto.

 

 


Ilustración: Marian Frost

Poco tiempo después, Julia comenzó a hablarme de su novio de forma bastante recurrente. Al principio eran menciones breves, anécdotas risueñas. Luego le fue apareciendo cierta melancolía, cierto anhelo en la voz. Entendí que me hablaba del dolor y de la ausencia.

Me contó lo de aquella vez especial, la última noche. Una noche larga en una disco de Costanera. Con la arrogancia de quienes se saben eternos, Julia y su novio y todas las copas que llevaban adentro se subieron al Peugeot 205 de ella.

—Él no quería dejarme manejar. Yo le arrebaté la llave y corrí al auto. Todavía escucho cómo nos reíamos.

Enfilaron para General Paz: 80, 100, 120, las hormonas como combustible premium hacia un hotel de Panamericana. De eso me hablaba Julia y yo me lo imaginaba: polvos y más polvos, pernocte y desayuno que nunca fueron. Me hablaba de la triste música que escuchaban al palo, y de la manera en que había terminado todo: fierros retorcidos y humeantes debajo de un camión en avenida Cantilo.

—Nunca lo voy a superar.

A él lo sacaron los bomberos. En pedazos. Julia nunca entendió cómo pudo salir ilesa. Tuvo que ir a la morgue a reconocerlo: un montón de carne sobre una camilla de acero.

—Nunca me voy a sacar de encima que yo lo maté.

¿Quién era yo para negarlo? Julia tuvo dos intentos de suicidio. Vive medicada. Tranquilizantes, estabilizadores emocionales, pastillas para dormir, de todo.

—Cómo quisiera que me perdone —decía a veces—. Esté donde esté, pero que me perdone.

Yo me hundía en la profundidad de sus ojos y pensaba que, al final, lo único que hacemos todos es ir de acá para allá, en busca de algo de paz.

 

 

No había que ser muy inteligente. Uno conoce a una chica que va a reuniones espiritistas, y que se la pasa hablando de su novio muerto en un accidente. Era sumar dos más dos.

—¿Lograste hablar con él? —le pregunté una tarde.

Ella se quedó en silencio unos segundos. Estábamos en un banco de la plaza esa de Parque Chas, sobre la calle Berlín. Por esos días Julia me llevaba seguido a deambular por ese barrio-laberinto. Mientras las palomas picoteaban la tierra a nuestros pies con una determinación que yo les envidiaba, me explicó que no, que no había hablado ella directamente. Son los médiums los que establecen el contacto con los espíritus de los que están muertos. Ellos tienen esa capacidad.

—La mediumnidad se llama. Es un don que poseen algunos, y yo creo en eso. Se comunican.

Si es por creer, también hay gente que cree que es posible un mundo mejor, pensé. En fin: cada loco con su tema. De todas formas, yo no estaba para discusiones filosóficas. Prefería ser cauto.

—Ajá.

Hasta entonces, no dejaba de ser para mí una locura más, otra expresión del enigma mayúsculo que era Julia para mí. Todo el asunto del espiritismo funcionaba como una tabla flotando de la que Julia se agarraba para no hundirse. Ella pensaba que se le abría una puerta; yo, en cambio, creía en nada. Bastante peso tenía con mi pasado. Debería haberme escapado en ese momento, desconectarme de ella y de todo ese mundo. Pero Julia me caía muy bien, demasiado bien. Me gustaba, a decir verdad. Y por eso la escuchaba, compartíamos interminables cafés, madrugadas de charlas. Lamentablemente, nada de sexo. Parecía que ese era, para ella, un tema sin importancia a esta altura de los acontecimientos.

 

 

Julia tenía una costumbre, una manera especial de observar a la gente que nos cruzábamos por la calle. Les sostenía la mirada un segundo más de lo permitido. Intimidaba un poco, me parece. Pero ella lo hacía una y otra vez, de forma natural, ajena a las estúpidas reglas de urbanidad.

Un día de febrero esperábamos en el cruce del semáforo de Corrientes y Florida. Un mundo de gente. De pronto, ella me señala a un tipo muy flaco, pelo blanquecino y ralo. Maletín y saco de oficinista. Parado ahí, bajo el sol del mediodía, como a tres metros a nuestra derecha, medio metro detrás.

—Mirale los ojos —me dice Julia—. No parpadea.

Me volví con disimulo. Era cierto, el hombre tenía los ojos enrojecidos y muy abiertos, no se le veían los párpados. Tuve la seguridad, ridícula, de que su piel estaba húmeda y fría.

—Lo veo, sí.

—¿Adónde mira? ¿A nada? Parece que todos fuéramos transparentes.

En ese instante abrió el semáforo y la multitud comenzó a cruzar la avenida. Julia me retuvo con un leve apretón en el brazo. Duró apenas un segundo. La gente se atropellaba, adelantándose a nuestros costados.

El tipo también empezó a cruzar. Caminaba recto. Daba pasos largos, de modo que aún sin perder velocidad parecía andar lentamente, flotar sobre el asfalto. La gente se abría a su paso, pero de una manera casual. Como sin verlo, pero detectando su presencia. Ni siquiera lo rozaba nadie. Todos pasaban a milímetros de sus hombros envueltos en el saco gastado.

Julia me tiró del brazo, y entendí que quería ir tras él. Le seguí el juego.

Lo dejamos alejarse unos diez metros, y cruzamos también la avenida. La marea humana nos arrastraba, y por un segundo pensé que lo perderíamos: iba derecho a meterse en la boca del subte B. Nosotros intentábamos acercarnos a los codazos entre la muchedumbre cuando el desconocido se detuvo. Justo frente a la boca del subte se plantó. Nos daba la espalda. Una mujer gorda lo esquivó a último momento, pero siguió su camino sin siquiera mirarlo. Él permanecía parado ahí, de cara al túnel que bajaba. La gente fluía a su alrededor, como lo hacen las aguas rodeando los pilares de un puente. Cuando ya lo teníamos a cinco metros, el tipo giró y miró directo hacia nosotros.

Sus ojos vacíos, su helada lividez bajo el sol hicieron que el corazón me saltara en el pecho. Estoy seguro de que Julia también lo sintió, porque me tomó del brazo y me guió, pasando por el costado de aquel extraño y encarando por Corrientes hacia el bajo.

—Seguí —me dijo. Sonaba como una súplica—. Sigamos. Por favor, sigamos.

Clavé la vista en el piso. Caminé cada vez más rápido, aterrorizado. Aún sin verlo, supe que el tipo giraba la cabeza para atravesarnos con esa mirada desierta y oscura.

 

 

Nunca volvimos a hablar de aquel extraño hombre. Ni esa misma tarde —caminamos en silencio hasta el bajo y ahí nos separamos—ni nunca. Se ve que, sin decirlo, acordamos enterrar ese episodio, empujarlo hacia el país de los recuerdos borrosos, o al de los sueños. Sin embargo, hoy lo evoco y aún me provoca escalofríos.

Cierta noche paramos a comer una pizza por ahí, por Corrientes y Paraná. Encontramos mesa junto a una ventana, y pedimos dos cocas. Julia consiguió un Clarín, de la mañana, y empezó a hojearlo. Afuera, los últimos laburantes de Tribunales se mezclaban con los que iban a las primeras funciones de los teatros, y con los cartoneros, que arrastraban sus inmensas bolsas con ruedas. Noté que Julia se había detenido en una noticia.

—¿Qué leés?

Tardó un instante en contestar.

—Nada. Lo de siempre. Crímenes. Muerte.

Frente a ella, yo alcanzaba a leer el título de la nota. «Masacre de Balvanera: crece la teoría del ajuste de cuentas».

No quise interrumpirla.

Cuando el mozo trajo las gaseosas, ella cerró el diario y me miró. Estaba más pálida que lo habitual. Casi no movía los labios al hablar.

—Encontraron maniatados y acuchillados a una madre y a sus dos hijos. Chiquitos eran. A ella le abrieron el cuello. Primero le rompieron las piernas. A los nenes no, nada más les quebraron los pulgares y, pum pum, dos tiros en el pecho. Después prendieron fuego la casa. El padre no estaba.

Me quedé duro escuchando. Era una historia terrible, y extraña su forma de contarla.

—¿Sabés dónde estaba el padre? —continuó—. En cana está el hijo de puta. Los que hicieron eso fueron sus socios. ¿Te das cuenta?

Entendí enseguida a dónde quería llegar: el asunto ese de la culpa por la muerte de los otros. Lo mismo que ella sufría.

Quise cambiar de tema, pero no supe qué contestar. Igual, Julia me ahorró el esfuerzo.

—Ahora, decime: ¿no es lo mismo que si los hubiera matado él, el muy hijo de puta?

El resto de la cena transcurrió en absoluto silencio. Pero ni siquiera terminamos la pizza. Diez minutos más tarde pagamos y nos fuimos.

 

 

Era habitual que Julia tuviera sus crisis. No sé si llamarlas exactamente crisis. Eran sus «momentos». Recurría a mí cuando necesitaba hablar, no importaba el tema, ni el ánimo que yo tuviera: había que escucharla.

A veces, cuando estaba arriba, con pilas, me llamaba a mi casa y nos pasábamos una hora o dos hablando pavadas. Si algo me sobraba en aquellos días era el tiempo. Y Julia me ayudaba a permanecer lejos de la botella, lejos de mis fantasmas. Qué mejor. Nos reíamos mucho. Nos creíamos felices.

Pero otras veces, cuando la cosa venía mal, de bajón, me llamaba a cualquier hora. Y yo tenía que atenderla. Esos momentos se ponían muy pesados, agotadores. Yo no sé si tenía algo que ver con la medicación o qué. Lo cierto es que parecía ida cuando me hablaba así. A mí se me hacía difícil cortarle.

Un miércoles, a eso de las tres de la mañana sonó mi teléfono. No el celular, que lo apago para dormir, sino el otro, el fijo. ¿Quién sigue usando teléfonos fijos hoy en día, me pregunté? Julia sigue.

Estaba muy mal, peor que nunca. Me habló veinte minutos seguidos. Por reloj. Dicho así parece poco, pero con el auricular en la oreja es una pequeña eternidad. Yo no podía meter bocado. Ni siquiera había logrado despertarme del todo, y ella ya empezaba a cantar por el teléfono una vieja canción de Morrissey. Vaya uno a saber, supongo que tenía algún significado, alguna relación con lo que me estaba diciendo. ¿La canción preferida de quién? En todo caso, era demasiado complejo para mí en ese momento. Al final, como casi siempre, terminó llorando y hablando de él, de su novio muerto.

—Sé dónde está —dijo entre sollozos, sorbiendo mocos—, sé dónde. Sé cómo pasar y encontrarlo, ¿entendés?

Aquella noche me aburrió. Le corté. Había tenido un día muy largo, estaba cansado de todo y empezaba también a cansarme de ella. Me seguía gustando, pero por momentos me asustaba, loca de mierda, por qué no se encontraría un novio nuevo y me dejaba en paz.

Me quedé dormido mirando las extrañas líneas quebradas que la luna y mi persiana dibujaban en las paredes de la pieza. No le di la menor importancia a eso último que dijo. «Pasar y encontrarlo». ¿Cómo iba a imaginarme?

 

 

Después de aquella noche hubo un tiempo bastante largo sin recibir noticias de ella. En cierto punto me tranquilizaba que hubiera desaparecido. Necesitaba un respiro, y su ausencia me libraba del compromiso de tener que rechazarla, de cortarle el teléfono, esas cosas.

Hasta que una tarde de mayo recibí un mensaje en mi celular. Era Julia.

«Ke lindo anoche! me vnis a bscar?», y agregaba una dirección sobre la calle Londres, y una hora. Que nuevamente estuviera en Parque Chas no me resultaba extraño. Pero eso de «anoche» sí que sonaba raro. ¿Anoche? Si hacía semanas que no teníamos contacto. Pero con ella todo era posible, así que le contesté que estaba bien, que después podríamos ir a su casa. «Claro! Ok, bs» fue su respuesta.

Miré el reloj. No me quedaba mucho tiempo. Los días se estaban acortando, y el cielo gris atiborrado de nubes sólidas era toda una advertencia en sí mismo. Salí a la calle y paré un taxi.

En el viaje comenzó a lloviznar.

 

 

La calle estaba en silencio. Hojas muertas del otoño caían despacio. Flotaban en el aire, como gotas ambarinas rivalizando con el gris cerrado, plomizo de la tarde. Tuve frío.

No me costó llegar a la dirección indicada por Julia. Parecía que ese barrio endemoniado hubiera enderezado de pronto sus calles, y que todas apuntaran a un mismo lugar. Ni siquiera necesité consultar de nuevo el mensaje con la dirección que —suponía— aún estaba guardado en mi celular.

La casa tenía un jardín marchito al frente. Entré abriendo una puertita oxidada que colgaba de una sola bisagra. Viejas paredes ya grises de humedad. La puerta principal de chapa y al lado una ventana con la persiana baja. Del cartel con el número sólo quedaba la marca en la pared, un óvalo más claro con dos agujeros. Los tornillos ya no estaban, pero el óxido sí. Igual, no me hacía falta el número: supe que había llegado.

Busqué el pulsador del timbre y no lo encontré. Pasé a través del desolado jardín. Mis golpes en la puerta de lata me hicieron reparar en el silencio denso que me envolvía. Demasiado silencio. Pensé que al menos tendría que escucharse el tráfico de Avenida de Los Incas, pero ni eso. Dos gorriones me miraban de entre las hojas muertas de un paraíso. Movían las cabezas de un lado a otro. No con ese movimiento quebrado, esa frágil brusquedad propia de los pájaros, sino suave y lentamente. Como quien reflexiona acerca de algo importante. No me hubiera extrañado que me hablaran esos gorriones, y me trataran como lo que era en ese momento: un intruso en un mundo muerto.

Me abrió la puerta una vieja. Pura arrugas y achaques, carnes colgando de los brazos, de las mejillas, del cuello. Profundos surcos bajaban desde los lados de su nariz hasta las comisuras de la boca.

—Te manda Julia —dijo—. Pasá.

Se dio vuelta. Empezó a caminar por un pasillo que parecía interminable.

La seguí de cerca, muy despacio. La casa se volvió oscura y más fría. Un olor intenso, como de flores podridas, hizo que quisiera cubrirme la boca y la nariz con la mano, pero no lo hice. Quiero decir: intenté hacerlo pero no pude. Lo único que podía hacer era caminar tras la vieja, y seguir hundiéndome en ese caserón lúgubre. Por encima de su hombro veía, al final del pasillo, el marco de luz de una puerta abierta.

Llegamos a una especie de living bastante grande. En el centro, dos hombres ocupaban una mesa cuadrada. Sobre ella colgaba un artefacto lumínico, unido a un cable que se perdía buscando un techo tan alto y sombrío que más que verlo había que imaginarlo. Al fondo del salón, había dos puertas cerradas. Entre ellas, un tramo de escalera que subía y otro que bajaba. Como si estuviéramos en un amplio descanso entre pisos. Sobre la derecha, un enorme ventanal de vidrio nos separaba de un campo verde, de un brillo mágico. A lo lejos, el parque se transformaba en un bosque. Sin una nube en el cielo, un sol que era como un milagro relucía sobre lo que parecían baldosas, placas, distribuidas en filas perfectas y equidistantes en el pasto, como en el cementerio parque de Pilar que yo conocía demasiado bien.

Sin embargo, nada de ese sol entraba en la habitación. No había cortinas por ningún lado: sólo un vidrio —¿había de verdad?— perfectamente limpio. No lograba entenderlo. ¡Deberíamos estar encandilados ahí adentro con toda esa luz, todo ese aire brillante al otro lado del ventanal! Pero en cambio lo único que teníamos era esa lámpara rectangular colgando, con sus dos tubos que lloraban una luz lechosa sobre la mesa. Y sobre los dos hombres que la ocupaban.

La vieja me señaló con un gesto una silla vacía y desapareció sobre sus pasos. Me acerqué a la mesa en silencio. Los hombres apoyaban sus manos hinchadas sobre la superficie de madera. Podía verles las venas a través de la piel, que adiviné delgada como pergamino. Entre ellos había una serie de fichas, similares a las del dominó. Algunas formando un dibujo sobre la mesa, otras dispuestas verticalmente frente a cada uno. Todas eran blancas, sin puntos negros. ¿Qué clase de dominó era ese? Los hombres permanecían sentados bien erguidos, tiesos contra los respaldos.

Uno de ellos, el de la izquierda, tenía los ojos cerrados. Su buzo, gris de mugre y con la capucha levantada, le tapaba la cabeza. Un mechón pobre aparecía sobre su frente y se le veía sólo un costado de la cara. El otro vestía una raída camisa leñadora de manga larga, con los puños abotonados. Con su gorra de béisbol y sus Ray Ban espejados me hizo acordar a un personaje de Los Reyes de la colina. Su piel fina y tirante, pegada al cráneo, revelaba la blancura de los huesos de los pómulos.

Ambos estaban muertos, pero así y todo hablaban entre ellos.

—Nadie está acá porque sí. Nadie abandona un asunto pendiente del otro lado.

—Nadie que no descanse en paz, compañero.

—Ya me va a llegar el momento, ya voy a encontrar el hueco.

Hice un ruido con mi silla al sentarme, y el de la izquierda abrió los ojos. Enrojecidos, opacos. Bolas de vidrio incrustadas en una calavera.

—Atención que tenemos visita, amigo —dijo el de la derecha. Se removió en la silla, con una especie de espasmo. Pero habló sin mirarme. La mandíbula le colgaba, dejando la boca sin labios permanentemente abierta.

—Visitas, sí —contestó el otro. Agitó un poco los brazos y volvió a quedarse quieto. Como el otro, tampoco este controlaba sus movimientos: ambos parecían marionetas mal armadas—. ¿Juega al dominó?

Seguían mirándose entre sí al hablarme. Creo que no podían girar la cabeza, y los imaginé incómodos por esa descortesía hacia mí. Aun siendo lo que eran, un par de rostros descarnados, el segundo que habló se las arreglaba para componer una especie de sonrisa nerviosa. El otro no: el otro sólo mostraba la boca abierta, colgando, las encías podridas.

—¿Dónde está Julia? —pregunté.

No me reconocí la voz. Es decir, sabía que era mi voz, pero el sonido era distinto. Hubiera jurado que el aire allí tenía otra densidad, otra consistencia. Tal vez el sonido estaba viajando a otra velocidad. Tal vez el tiempo también.

El del buzo tomó una ficha, movió la mano torpemente y la dejó caer en el extraño dibujo que se armaba en la mesa.

—Todos los que habitamos acá queremos volver.

—Todos.

—Yo voy a volver antes de terminar este dominó de mierda.

Por el fondo de la sala, allá donde estaban las puertas y las escaleras, empezó a moverse algo. Gente —cuerpos— que entraban y salían por las dos puertas. Vi a una mujer joven, ¿embarazada? Iba descalza, y los restos chamuscados de una especie de camisón se le pegaban al cuerpo. No tenía piel en la mitad de la cara, y sólo conservaba algo de pelo grisáceo, como humo colgando de su cabeza. Con una mano se sostenía el vientre, en la otra llevaba un teléfono celular. Empezó a subir por la escalera y desapareció. No se veía más allá de tres o cuatro escalones de la escalera que subía. De la que suponía que bajaba, sólo un aterrador vacío.

Quise volver a preguntar, pero ya no me salió la voz.

—Este dominó es eterno, pero igual cree que va a volver. Cuentelé al amigo, cuentelé cómo vino a parar acá.

La mano del que tenía el buzo dio un saltito sobre la mesa, como un pez que agoniza fuera del agua, y volvió a quedar inerte.

—Un accidente de caza. Adentro de una camioneta. Noche cerrada. Un amigo pelotudo, armado. Me vuela media cara de un tiro, ¿qué tal? El hijo de puta sigue dando vueltas por ahí. Dice que se siente culpable.

—Un error lo tiene cualquiera —dijo el otro—. Al menos se siente culpable. Algo es algo.

—Sí, se siente culpable. Pero a las putas de los cabarulos de la Ruta 6 se las sigue culeando él. Y yo acá, jugando a este dominó de mierda con usted. ¿Se merece o no una visita?

Rieron con algo que no era risa, un sonido burbujeante y metálico a la vez. Me resulta difícil precisar por cuánto tiempo. Sí recuerdo que dejaron de reír juntos, abruptamente.

—Lo mío fue mala praxis —dijo el de gorrita y anteojos. Después de cada frase su mandíbula oscilaba—. La operación era simple: un catéter, una arteria liberada y a vivir cuarenta años más. A menos que el anestesista te mande para el otro lado.

En cada pausa se escuchaba el ruido —¿la respiración?— podrido y rasposo que salía de sus gargantas, con un hedor ardiente que hacía pensar en el mismísimo Infierno.

—A ver, para el amigo que no conoce, y que busca a… ¿Clelia? ¿Tulia?

—¿Obdulia? No, Julia.

—Ah, claro, Julia —tosió—. Julia, sí. Bueno, expliquelé cómo hace usted para ir y venir cuando quiere.

Los pasos de los que se movían al fondo de la sala, subiendo y bajando las escaleras, cada vez eran más. Alcancé a ver a un hombre con un agujero en el pecho, la ropa oscura de sangre seca, que desapareció escaleras abajo.

—La gente se muere, sabe. Por culpa de otros se muere. Dejan asuntos pendientes, entiende. Uno necesita ir y volver, ir y volver. Va alguien de acá, viene otro de allá, y así.

Gesticulando como un muñeco, levantó un poco el brazo izquierdo. Lo mantuvo ahí arriba por un par de segundos. Parecía que iba a pegar un golpe sobre la mesa, pero cuando lo tenía ahí, arriba, se desarmó. Se desprendió desde el hombro y cayó al piso, junto a mis pies. Entre la tela deshilachada de su camisa se veía un hueso, restos de carne, gusanos.

Sin alterarse en lo más mínimo, el otro continuó.

—Usted ahora está acá, él ahora está allá. Es un intercambio simple, ¿entiende?

¿»Él»? ¿»Él está allá»?

En ese momento fue que la vi. Detrás de un nene humeante que llevaba una sartén en la mano y se perdía escaleras arriba, apareció Julia. Se movía muy despacio, arrastrando los pies. Cuando se detuvo, levantó la cabeza y me miró.

No sé describir todo lo que trajo hasta mí esa mirada. Turbación, pena y dolor, pero también la más aterradora furia que yo haya visto.

Creo que grité o me puse de pie, o ambas cosas. Y me invadió el impulso de ir a su encuentro, de fundirme en su mirada horrorosa, de desaparecer en ella.

Pero me quedé ahí, inmóvil mientras ella volvía a bajar la vista, se daba vuelta y se iba. Ahí nomás me quedé, de pie junto a una mesa con dos cadáveres fétidos que se caían a pedazos y me hablaban.

Mientras, ella se alejaba, se iba para siempre, con ese enorme cuchillo enterrado en su espalda.

Y los otros que seguían hablándome.

—¿Entiende? —me decían—, ¿entiende?

 

 

No sé si corrí, si volé o qué mierda pasó. Ni cómo salí ni por dónde. Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver el cielo gris recortado entre en un montón de cabezas inclinadas sobre mí. El corazón me golpeaba como un martillo neumático. Traté de incorporarme. Me rodeaba una pequeña multitud de curiosos. Un hombre y una mujer con esa ropa verde que usan en los hospitales y en las ambulancias trataban de mantenerme recostado ahí, sobre los adoquines húmedos y fríos de Avenida Triunvirato. Desde el colectivo 80 detenido a unos metros, los pasajeros me miraban por las ventanillas, me sacaban fotos con sus teléfonos celulares. Malditos hijos de puta. Quería irme. Necesitaba irme.

Insistí. Otra vez intenté levantarme. Tuve que forcejear con los de la ambulancia, golpearlos. Y gritar. Grité de tal forma que al final todos se apartaron y me dejaron salir.

Primero caminé. Luego corrí, tambaleando entre la gente, chocando con ella. Me dejé caer en la boca del subte B. Un minuto más tarde estaba sentado en un vagón, viendo pasar los cables sucios, las paredes oscuras a través de las ventanillas. Envuelto en el ruido infernal del acero contra el acero.

Una mujer mayor, alerta, me observaba de reojo, simulando que leía el diario. En el otro asiento, un pibe con auriculares, entre desafiante y curioso, mantenía la vista clavada en mí.

Nadie me ofreció ayuda. Más bien parecían dispuestos a defenderse, a agruparse en mi contra, como si mi presencia conllevara alguna especie de amenaza.

Me toqué la cabeza. El pelo pegoteado. Me miré los dedos y vi sangre. Tranquilo, me dije. Se sabe que en el cuero cabelludo cualquier corte sangra mucho. Saqué el pañuelo y presioné la herida.

—Tranquilo, no es nada. —La voz me temblaba, yo era consciente, pero al menos sonaba como mi voz.

Bajé la vista y me largué a llorar. Apoyado el codo en mi rodilla, el pañuelo empapado de rojo, miraba caer mis lágrimas sobre el piso polvoriento del vagón, entre mis zapatos.

 

 

Ya era de noche cuando llegué a la casa de Julia. En la puerta de calle me crucé con un tipo que salía. Desesperado por llegar, aproveché y me metí. El tipo me miró mal, pero ¿qué podía importarme? Igual, yo llevaba encima una llave del departamento de Julia. La llevaba siempre, no me acuerdo desde cuándo ni para qué carajo me la habría dado, si nunca dormimos juntos ni nada.

Subí al octavo piso. Me detuve frente a su puerta a escuchar. Nada. Ni el televisor, ni voces, ni pasos. Nada, sólo mi respiración irregular. Entré al departamento y cerré la puerta a mi espalda. Estaba frío y apestaba a humedad. Llamé a Julia en voz alta, aunque sabía que no me iba a contestar. Una cortina se agitaba apenas por el viento suave, el viento del sur. Me acerqué a la única ventana, abierta de par en par. Daba a un triste aire y luz. Siete pisos abajo se veía un patio gris. Una sombra, algo, lo atravesó, fugaz. En ese momento no le di importancia: me alivió no descubrir a Julia despedazada contra las baldosas.

Barrí con la vista la penumbra del living. Sólo un sofá de tela rayada, un televisor viejo, el display del equipo de música titilando.

El silencio se podía tocar. Me podía tocar.

Temblé.

Me dirigí a una puerta cerrada, supuse que era la habitación. Accioné el picaporte con lentitud, para no hacer ruido.

El olor metálico de la sangre me golpeó como si fuera sólido. Trastabillé.

A través de las rendijas de una persiana, la luz de la avenida se colaba débil. Teñía de azul la superficie de la cama y el cuerpo que había sobre ella.

Supe que era Julia aún antes de encender la luz. Hacía muy poco que la había visto, en aquella casa de la calle Londres. También supe que la iba a encontrar así: boca abajo y con la cara vuelta hacia mí, los ojos saliéndose de sus órbitas, la boca dislocada en una mueca imposible. Y la empuñadura del cuchillo, roja de sangre, asomando vertical en medio de la espalda.

Quise correr, gritar o morir ahí mismo. En cambio me quedé parado gimiendo, apretando los ojos, el terror de mis tripas derramado en mis pantalones.

Fue en ese momento, o tal vez un minuto antes o diez después que empezó a sonar la música. Un tema de Morrissey que yo ya conocía.

Entonces comprendí.

 

 

Ahora la policía me está buscando. Me incriminan los mensajes de celular, mis huellas en los picaportes. Por la forma en que salí del departamento de Julia, por cómo olían mis ropas, por cómo saltaba de a cuatro los escalones, es muy posible que algún vecino me haya identificado. Cualquiera que me hubiera visto salir de allí tendría que recordarme. No es sólo paranoia: si hasta he visto mi foto en un diario. «Se sospecha del novio». ¿Novios? Nunca fuimos «novios» —la mención de ese vínculo ilusorio me arranca una amarga sonrisa—, pero ¿qué importa ahora? Si al que buscan es a mí.

Por el momento, nadie en los paradores de la ruta me reconoció. Cuestión de tiempo, lo sé: no es posible huir eternamente.

Me detengo en esta estación de servicio en medio de la nada. Necesito combustible. Y algo de comer. Pido el tanque lleno, y me voy a buscar un café y unas galletas. El deprimente bar está casi vacío, sólo hay una mesa ocupada.

Mientras pago, pienso en lo que me espera. ¿Una causa penal, un indolente abogado de oficio? ¿Cárcel, vejaciones, enfermedades?

Elijo una silla cualquiera, y despacio bebo mi café. Veo la ruta interminable, recta. El sol bajando, como un globo inflado con sangre. Y todas esas preguntas me inquietan, me persiguen… Pero lo que de verdad me aterroriza es esta nueva certeza: ellos pueden volver. Ellos vuelven.

Vuelven.

Es en ese instante que noto la presencia del hombre sentado en la mesa frente a la mía. Lleva puesto un sobretodo arratonado y un viejo y polvoriento sombrero de fieltro. Con su cabeza algo inclinada, parece concentrado leyendo el diario.

Aunque jamás lo vi, puedo reconocerlo.

Esos párpados inmóviles.

Me pongo de pie tranquilo. Trato de no llamar su atención: no quiero que me muestre el vacío infinito en sus ojos, el desierto helado del mundo de donde viene.

Camino en silencio hacia mi auto. El sol ya se ha ido y será una noche fría.

Debo volver a la ruta.

 

 


Ariel Mazzeo nació en Buenos Aires en 1966. De formación técnica, inició, disfrutó, culminó y olvidó sus estudios de Ingeniería Civil. En 1999 comenzó a aprender en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco. Publicó su primer cuento en la antología Pasajeros en Arcadia. Integró la antología Cuentos de la Abadía de Carfax I y fue el antólogo del segundo volumen de la Abadía. Fue director del periódico virtual FIN, publicación cultural conjunta del TC&C y el sitio web elaleph.com. Especie de homenaje permanente al género que más le atrae y al que más le debe, actualmente publica el blog La forma en que algunos mueren, enteramente dedicado a la literatura policial, cuanto más negra, mejor. Desde hace tiempo, demasiado tiempo, sigue trabajando en la que sería su primera novela.

Este es su primer cuento publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL VIEJO DE LA PUERTA, de Eduardo Poggi y ANGÉLICA, de Jorge Baradit.


Axxón 264

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Paranormal, espiritismo, culpa : Argentina : Argentino).

Una Respuesta a “«En una casa en la calle Londres», Ariel Mazzeo”
  1. Pablo Vigliano dice:

    Excelente y terrorífico.

  2.  
Deja una Respuesta


           Â